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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Testamento mortal (24 page)

BOOK: Testamento mortal
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En lugar de hablar, Vianello se sentó en una de las sillas, frente al escritorio de su superior. Y esperó. Sin volverse, Brunetti dijo:

—Maria Sartori y Benito Morandi.

Vianello guardó silencio, y sólo se oyó el roce de sus tacones deslizándose por el suelo cuando estiró las piernas. Transcurrió más tiempo, y entonces se produjo el prolongado suspiro del alborear de la memoria.

—Madame Reynard —dijo Vianello, y se permitió una sonrisa por haber sido el primero en recordar.

Todos los venecianos, al menos los de su edad, lo hubieran recordado tarde o temprano. Ahora que Vianello le había proporcionado el nombre, también a Brunetti se le refrescó la memoria. Madame Marie Reynard, una belleza legendaria, llegó a Venecia con su marido casi —¿podía ser?— un siglo antes. Pasaron unos cinco años antes de que él muriera de forma aparatosa. Brunetti no consiguió recordar cómo: coche, embarcación, avión. La honda pena le costó la pérdida de su hijo, aún por nacer, y tras su recuperación se sumergió en la viudez y en la reclusión en su
palazzo
del Canal Grande.

Ya no sabía cuándo oyó por primera vez la historia pero, aun antes de que Brunetti comenzara la escuela secundaria, Madame Reynard se había convertido en una leyenda, como corresponde al destino de las esposas dolientes, al menos si son a la vez hermosas y ricas. La misteriosa francesa nunca abandonaba su
palazzo, o
salía de noche para pasear por las calles derramando lágrimas en silencio, o sólo permitía la entrada a sacerdotes con los que, envuelta en su velo de viuda, ofrecía interminables rosarios por el reposo del alma de su marido. O permanecía recluida, crucificada por la pena. Dos elementos se mantenían constantes en todas las variantes: ella era hermosa y era rica.

Y luego, hacía más de veinte años, a los cien de edad, viuda durante tres cuartos de siglo, murió. Su abogado —que no había aparecido por ninguna parte en las leyendas— resultó que heredaba el
palazzo
y todo cuanto contenía, así como las tierras, las inversiones y la patente de un procedimiento que tenía algo que ver con la fortaleza de las fibras de algodón, que las hacía resistentes a las más elevadas temperaturas. Sea como fuere —y el tejido cambiaba del algodón a la seda o a la lana, según la versión—, la patente acabó siendo inconmensurablemente más valiosa que el
palazzo
y que lo demás.

—Claro, claro —dijo Brunetti a medida que las tenues figuras se juntaban en su memoria y Maria se encontraba con su Benito, pues ésos eran los nombres de los testigos del testamento de Madame Reynard

—Sartori y Morandi—, y como tales, un tema de chismorreo y cábalas en el que se había ocupado la ciudad durante meses.

Trabajaban en el hospital, no tenían conocimiento previo de la mujer agonizante, no aparecían como beneficiarios del testamento, y por tanto fueron considerados ajenos al asunto. Brunetti regresó a su mesa.

—¿No había algunos parientes franceses? —preguntó Vianello.

Brunetti hurgó en las historias que habían sido desplazadas de su memoria y llegó a la que deseaba:

—Resultó que no eran parientes, sino personas que habían leído sobre aquella fortuna y pensaron que podían intentar hacerse con ella.

—Dejó que se filtrara más información en sus recuerdos y añadió—: Pero sí, eran franceses.

Siguieron sentados un rato, dejando que sus memorias juntaran trozos y trocitos.

—¿Y no hubo una subasta? —preguntó Vianello.

—Sí. Una de las últimas grandes. Después de que ella muriera. Lo vendieron todo.

—Luego, y porque con quien estaba hablando era con Vianello, y a él podía decirle cosas como aquéllas, Brunetti añadió—: Mi suegro decía que todos los coleccionistas de la ciudad estaban allí. Todos los coleccionistas del Véneto, para el caso.

—Brunetti sabía de dos dibujos procedentes de aquella subasta—. Consiguió dos páginas de un cuaderno de Giovannino de Grassi.

Vianello movió la cabeza, en un gesto de ignorancia.

—Siglo XIV. Hay un cuaderno entero en Bérgamo, con dibujos —realmente, pinturas— de pájaros y animales, y un alfabeto fantástico.

—Su suegro conservaba sus dos dibujos en una carpeta, a buen recaudo. Brunetti puso las manos separadas unos veinte centímetros—. Son sólo páginas sueltas, de este tamaño. Una hermosura.

—¿Valiosas? —preguntó el mucho más pragmático Vianello.

—No lo sé exactamente, pero yo diría que sí. De hecho, según mi suegro la mayoría de los coleccionistas acudió por la colección de dibujos del marido. No era como hoy día, en que puedes comprobar
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todo lo que se subasta. Decía que siempre hay sorpresas. Pero en aquella época la sorpresa fue que hubo muy pocos dibujos. Aun así, él consiguió hacerse con esos dos.

—Lástima de Cuccetti, ¿no? —comentó Vianello, sorprendiendo a Brunetti por acordarse del nombre del abogado que arrambló con todo.

—¿Por qué? ¿Porque murió poco después? ¿Cuánto tiempo pasó, dos años?

—Eso creo. Y con su hijo. El hijo conducía, ¿verdad?

—Sí, y borracho. Pero todo se tapó.

—Ambos sabían bastante sobre esas cosas—. Cuccetti tenía un montón de amigos importantes —añadió Brunetti.

Como si la afirmación de Brunetti fuera la noche y la pregunta de Vianello, el día, el inspector volvió a preguntar:

—El testamento nunca se impugnó, ¿verdad?

—Sólo lo hicieron aquellos franceses, y la cosa no se sostuvo.

—Brunetti se inclinó sobre su mesa, localizó los papeles que le había dado la
signorina
Elettra y dijo—: Esto es lo que ella ha encontrado.

Leyó la primera hoja y se la pasó a Vianello. Ambos leyeron sus respectivos papeles en amigable silencio, sin que ninguno de los dos considerara necesario comentar nada.

Maria Sartori había sido enfermera, primero en el Ospedale al Lido y luego en el Ospedale Civile, del cual se jubiló hacía más de quince años. Nunca se casó, y vivió en la misma dirección que Benito Morandi la mayor parte de su vida adulta. Durante su vida laboral mantuvo abierta una cuenta en un mismo banco, en la cual eran depositadas y luego retiradas sumas modestas. Nunca estuvo ingresada en un hospital ni llamó la atención de la policía. Y eso era todo: ninguna mención de alegría o tristeza, sueños o desengaños. Décadas de trabajo, jubilación y pensión, y ahora una habitación en una
casa di cura
privada, pagada con su pensión y con la aportación de su compañero.

Se adjuntaba una fotocopia de su
carta d'identità.
Brunetti apenas reconoció a la mujer de facciones suaves que miraba al mundo desde la foto: aun con menos años, no podía ser la misma que había visto, con el rostro profundamente arrugado. Luchó con la tentación de susurrar al rostro más joven lo muy certera que había estado: se avecina el conflicto.

Cuando alargaba la segunda hoja a Vianello, Brunetti dirigió su atención al compañero de la mujer. Morandi había servido durante la Segunda Guerra Mundial. El primer pensamiento de Brunetti fue que Morandi debió haber mentido al respecto, pero luego echó cuentas y comprobó que era posible por poco.

El padre de Brunetti se refirió a menudo al caos que reinaba en aquellos años terribles, de modo que creyó que a un adolescente pudo permitírsele alistarse cuando el conflicto estaba a punto de acabar. Pero luego Brunetti leyó la hoja de servicios de Morandi, según la cual había servido en Abisinia, Albania y Grecia, donde había sido herido, enviado a casa y devuelto a la vida civil.

—No, eh?
—se oyó decir Brunetti en voz alta, sobresaltando a Vianello, que se volvió a mirarlo.

Si la fecha de nacimiento de aquel archivo era cierta, Morandi hubiera ido a Grecia con sólo doce años, y hubiera tenido dieciséis cuando Italia se rindió a los aliados. Por más entusiastas que hubieran sido sus padres del fascismo, hasta el punto de llamar «Benito» a su hijo, pocas familias habrían permitido a su vástago adolescente seguir al otro Benito a la guerra.

Unos años después del regreso de Morandi —o al menos después de que la prueba documental de su servicio en la guerra se hubiera incorporado al expediente—, accedió a un empleo en el puerto de Venecia, que desempeñó durante más de una década, aunque no constaba ningún dato que precisara la naturaleza del trabajo, salvo el de «peón». Brunetti se enteró de que había sido despedido de su puesto sin explicación.

Unos años más tarde, empezó a trabajar como limpiador en el Ospedale Civile. Brunetti se inclinó a un lado y tomó los papeles que Vianello había dejado en la mesa. La
signora
Sartori ya trabajaba por entonces en ese hospital.

Morandi había sido
portiere
y limpiador durante más de dos décadas, llevaba jubilado unos veinte años y percibía una pensión mínima.

Brunetti reconoció el sello del Ministerio de Justicia en las siguientes tres hojas de papel, que reflejaban la relación de Morandi con las fuerzas del orden, para las que no era un extraño. Fue detenido por primera vez a comienzos de la treintena, acusado de vender cigarrillos de contrabando a estancos de la tierra firme. Cinco años más tarde, segunda detención por vender objetos robados de barcos que descargaban en el puerto, y condena a un año con suspensión de sentencia. Siete años después detenido otra vez por agredir y herir gravemente a un compañero de trabajo. Como el hombre se abstuvo de testificar contra él, los cargos fueron retirados. También fue detenido por resistencia a la autoridad y por pasar objetos robados a través de un perista de Mestre. En este caso se produjo algún error burocrático en la aportación de pruebas, y al cabo de cinco años el caso se cerró, si bien por entonces el
signor
Morandi parecía haberse pasado al bando de los ángeles, pues ya no sufrió más detenciones y empezó a trabajar en el hospital.

Las últimas hojas de papel se referían al aspecto monetario de la vida del
signor
Morandi. Por la época de su jubilación, Morandi adquirió un piso en San Marco sin solicitar una hipoteca. Una nota manuscrita de la
signorina
Elettra informaba a Brunetti de que la
signora
Sartori se mudó al piso, cambiaron ambos su residencia a aquella dirección unos meses después de la compra.

La cuenta bancaria de Morandi, intacta por la adquisición del piso, reflejaba en gran medida la misma rutina que la de la
signora
Sartori: modestos ingresos y reintegros y, a partir de la compra del piso, el pago mensual de los gastos de comunidad. Estos pagos se incrementaron con el paso de los años, y ahora ascendían a más de cuatrocientos euros mensuales, que ya no podían proceder de la modesta pensión.

A partir del momento en que la
signora
Sartori ingresó en la residencia, los hábitos bancarios del
signor
Morandi cambiaron. Un mes antes de que llegara la primera factura, en la cuenta se ingresaron casi cuatrocientos euros. Desde entonces, cada tres o cuatro meses, se ingresaban entre cuatrocientos y quinientos euros, y cada mes se transferían rutinariamente más de mil doscientos de la cuenta del
signor
Morandi a la de la residencia.

Aquello parecía ser lo que era. Brunetti volvió a hojear los papeles, a fin de comprobar las fechas, y vio que el piso se compró tras la jubilación de Morandi, y que la
signora
Sartori continuó trabajando en el hospital. Resultaba improbable que unas personas que desempeñaban aquellos empleos pudieran permitirse, incluso conjuntamente, ahorrar lo bastante como para adquirir un piso: dada la ausencia de una hipoteca y el escaso sueldo de la que seguía trabajando, era casi imposible. Ni el breve encuentro de Brunetti con Morandi ni el contenido de aquellos papeles daban idea de un hombre cuya conducta se caracterizara por la prudencia en materia de dinero.

Brunetti se puso en pie y se acercó a la ventana, reanudando su estudio de las dos fachadas que estaban a la vista. Volvió a fijar su atención en el muro, consideró el informe y se preguntó por qué había atraído la atención de la
signorina
Elettra. La conocía lo bastante como para saber que toda la información que había reunido estaba en aquellos papeles: no proporcionarla completa hubiera sido —le chocó la palabra que acudió a su mente— un engaño. Aguardó a que Vianello concluyera su lectura e hiciera alguna observación sobre los papeles.

Mientras esperaba, Brunetti consideró el fenómeno de la jubilación. Le habían contado que en otros países la gente soñaba con la jubilación como una oportunidad de mudarse a un clima más cálido o de empezar un nuevo capítulo: aprender un idioma, adquirir un equipo de submarinismo o practicar la taxidermia. Qué ajeno a su cultura era semejante deseo. Las personas a las que conocía y aquellas a las que había observado a lo largo de su vida no deseaban más, tras su jubilación, que instalarse profundamente en sus hogares y en las rutinas que habían construido durante décadas, sin introducir cambio alguno en sus vidas salvo eliminar su necesidad de acudir al trabajo cada mañana y, quizá, añadir la posibilidad de viajar un poco, pero no con frecuencia ni demasiado lejos. No conocía a nadie que hubiera comprado una casa nueva tras su jubilación o que hubiera considerado cambiar de dirección.

¿Qué explicaría entonces la súbita adquisición por el
signor
Morandi de un piso nuevo, al término de su vida laboral? ¿Un error de la
signorina
Elettra? ¿Un error? ¿En qué estaba pensando? Brunetti se llevó los dedos a la boca, como para reprimir semejante temeridad.

—¿Por qué compró el piso? —preguntó Vianello desde el otro lado de la habitación.

—¿Y con qué lo compró? No se menciona ninguna hipoteca.

Vianello regresó a su silla, se inclinó para poner la mano extendida sobre los papeles y dijo:

—Nada de lo que hay aquí sugiere un hombre que ahorrara durante toda su vida para comprarse una casa.

Brunetti marcó el número de la
signorina
Elettra.

—Sì, commissario?

—El inspector y yo sentimos curiosidad por saber cómo se las arregló el
signor
Morandi para comprar su piso.

Ella dejó pasar un momento y luego preguntó:

—¿Ha visto la fecha de la compra?

Brunetti alzó el hombro, sujetó el teléfono contra la oreja y utilizó ambas manos para hojear los papeles. Encontró la fecha y dijo:

—Tres meses después de su jubilación. Pero no veo que eso sea significativo.

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