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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Testamento mortal (25 page)

BOOK: Testamento mortal
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—Quizá si mirase la fecha de la muerte de Madame Reynard...

Encontró la copia del certificado de defunción y comprobó que Morandi compró el piso exactamente un mes después de la muerte. Dejó escapar una exclamación. Como no hizo ningún comentario ni formuló pregunta alguna, la
signorina
Elettra inquirió:

—¿Ve el nombre de la persona que vendió el piso?

Miró y leyó:

—Matilda Querini.

Captó la mirada confundida de Vianello, conectó el altavoz y devolvió el receptor a su lugar. Otra vez se abstuvo de hacer comentarios.

—Entonces, ¿ni usted ni el inspector recuerdan el caso?

—Recuerdo que esas personas testificaron y que Cuccetti heredó una fortuna.

—Ah —replicó la
signorina
Elettra, arrastrando la sílaba y dejándola terminar como si se apagara.

—Cuénteme —la animó Brunetti.

—Matilda Querini era su mujer.

—Ah, su mujer —se permitió decir Brunetti, en consciente imitación de su interlocutora. Luego, tras unos pocos latidos del corazón, preguntó—. ¿Vive todavía?

—No. Murió hace seis años.

—¿Rica?

—Dinero ilimitado.

—¿Y adónde fue a parar? El hijo era sólo un niño, ¿no?

—Se rumorea que se lo dejó a la Iglesia.

—¿Sólo se rumorea,
signorina?

—De acuerdo. Es un hecho. Se lo dejó a la Iglesia.

—Antes de que él pudiera preguntar, explicó—: Tengo un amigo que trabaja en las oficinas del patriarcado. Lo llamé, le pregunté y me dijo que fue la suma más elevada que nunca les habían legado.

—¿Dijo cuánto era?

—Consideré indelicado preguntárselo.

Vianello emitió un leve gemido.

—¿Así pues? —preguntó Brunetti, sabiendo que ella era incapaz de dejar algo así pendiente.

—Así pues pregunté a mi padre. El dinero de ella no estaba en el banco donde trabaja mi padre, pero él conoce al director del banco donde lo tenía, y le preguntó.

—¿Puedo saberlo?

—Siete millones de euros, unos pocos cientos arriba o abajo. Y la patente para aquel procedimiento industrial
y
al menos ocho pisos.

—¿A la Iglesia? —preguntó Brunetti, y al escucharlo, Vianello apoyó melodramáticamente la cabeza en las manos y la sacudió de un lado a otro.

—Sí —confirmó la
signorina
Elettra.

A Brunetti se le ocurrió una idea y preguntó:

¿Ha mirado las cuentas bancarias de Cuccetti y de su mujer?

Para ella, eso era infringir la ley. Para él, enterarse de que ella lo había hecho y luego no obrar en consecuencia también era infringir la ley.

—Desde luego —respondió la
signorina
Elettra.

—Déjeme adivinar —dijo Brunetti, incapaz de resistir la tentación de hacer un pequeño alarde—. No se ingresó dinero en la cuenta de ninguno de los dos después de la venta.

—Nada. Desde luego que ella pudo haber regalado el piso a Morandi por pura bondad —dijo la
signorina
Elettra en un tono que excluía esa posibilidad.

—¿No diría usted que la reputación de Cuccetti convierte eso en algo improbable?

—Sí —respondió. Luego añadió—: Pero también la decisión de su mujer de dejárselo todo a la Iglesia lo convierte en algo...

Hizo una pausa en busca de la palabra adecuada.

—¿Grotesco? —sugirió Brunetti.

—Ah —exclamó, como apreciando lo atinado de su elección.

22

Brunetti puso a Vianello al corriente de lo que desconocía de su conversación con la
signorina
Elettra.

—No debería reírme, lo sé —dijo Vianello, con expresión seria—, pero el pensamiento de que todo lo que ese cabrón codicioso de Cuccetti robó durante su miserable vida haya acabado en los bolsillos de la Iglesia es...

—Hizo un movimiento de resignación con la cabeza, ya fuera de admiración o de asombro, y concluyó—: Te gusten o no, debes admitir que son los mejores.

—¿Los curas?

—Los curas. Las monjas. Los frailes. Los obispos. Llámalos como quieras. Ellos ya han metido el hocico en la sopa antes de que tú hayas puesto el plato en la mesa. Al final la convencieron y se lo chuparon todo. Los felicito —dijo, sacudiendo la cabeza en lo que Brunetti interpretó como auténtica admiración, aunque a regañadientes.

Como decidió que no tenía nada que oponer a ese sentimiento, Brunetti sugirió que ambos estarían mejor en casa con sus familias, una opinión que Vianello compartía. Abandonaron juntos la
questura,
y al salir por la puerta principal cada uno tomó un camino distinto.

Brunetti decidió andar, pues necesitaba experimentar la sensación de movimiento y libertad que le proporcionaba recorrer la ciudad sin tener conciencia de adónde se dirigía. La memoria y la imaginación, tranquilizadas por la caminata, lo llevaron a considerar de nuevo los nombres de Cuccetti y de Reynard. El primero sólo le inspiró un sentimiento de desagrado, mientras que el segundo le provocó los de patetismo y pérdida.

Se detuvo en la parte baja del Rialto y se ensimismó en sus pensamientos. Lo atrajo la perspectiva de ir a casa por la menos atestada
riva,
pero decidió bajar hasta Biancat y llevar unas flores a Paola: había pasado una eternidad desde la última vez que lo había hecho. Encontró cerrada la floristería. Como se le había metido en la cabeza la idea de las flores, se sintió irritado —incluso más que eso— por no poder llevárselas. Se paró ante el escaparate y miró los lirios que quería, visibles en un cilindro de plástico blanco que los contenía, tras la humedad que empañaba el escaparate, bellos y tanto más deseables por cuanto no podía poseerlos. «Muy propio del hombre», murmuró para sí, y se alejó camino de su calle. Llegaba a tiempo; eso ocuparía el lugar de las flores.

Brunetti no era un hombre de fe, al menos no de la forma que postulaba la existencia de un ser supremo preocupado por lo que hacían los hombres. Como policía, Brunetti sabía bastante de lo que hacían los hombres como para esperar que la divinidad se sintiera alarmada por ellos por su voluntad de concederles alguna recompensa más en la otra vida. Pero en el transcurso de su vida a veces se había encontrado embargado por un sentimiento de gratitud ilimitada: podía experimentarlo en cualquier momento y siempre lo asaltaba por sorpresa. Aquel atardecer lo acometió cuando giraba hacia el último tramo de escalera que conducía a su piso. Gozaba de buena salud, no creía ser insensato ni violento, tenía una esposa a la que amaba con locura y dos hijos en los que tenía puestas todas sus esperanzas de felicidad en esta tierra. Hasta el momento, la aflicción, el dolor, las privaciones y la enfermedad se habían mantenido fuera del círculo de fuego que le gustaba pensar que los rodeaba. Lo que consideraba como superstición primitiva le infundía dudas sobre si atreverse a manifestar de modo consciente cualquier expresión de gratitud: hacerlo era atraer el desastre. Y pensar así, le constaba, era propio de un necio primitivo.

Entró, colgó la chaqueta a la izquierda de la puerta y se dirigió a la cocina. Desde luego, había
turbanti di soglie.
Si era otra cosa, tanto Paola como su nariz mentían. Ella estaba en la cocina, de pie junto a la mesa, con las manos abiertas a ambos lados de un periódico desplegado, y con la cabeza inclinada mientras leía.

Él se colocó detrás y la besó en la nuca. Ella lo ignoró. Brunetti abrió el armario situado a la derecha de su mujer y sacó una copa y después una segunda. Abrió el frigorífico y tomó otra botella de Moët del cajón de las verduras, pensando la suerte que tenía de estar casado con una mujer a la que obsequiaban con un soborno de tan buen gusto. Retiró el papel de aluminio, quitó el corcho y lo proyectó a través de la cocina. Ni siquiera la explosión suscitó en Paola gesto o comentario alguno.

Vertió cuidadosamente el champán en ambas copas, dejó que las burbujas se disiparan, añadió más, esperó, volvió a añadir, puso un tapón en la botella y devolvió ésta a la puerta del frigorífico. Deslizó una de las copas hacia Paola, luego tomó la suya, la golpeó con la otra y pronunció el
«Cin, cin»
con su voz áspera y cordial.

Ella siguió ignorándolo y pasó una página. Brunetti alargó la mano para asegurar su copa, que Paola había apartado a un lado con un ligero codazo al pasar la página del periódico.

—A un hombre le reconforta llegar al seno familiar y ser bienvenido con el afecto al que está acostumbrado —dijo, y tomó un sorbo de champán—. Ah, qué efusivo calor, qué sentido de la intimidad y el bienestar familiares que el hombre sólo halla en su hogar, rodeado y venerado por las personas a las que más quiere.

Paola alargó el brazo, tomó la copa y bebió un sorbo. Lo que probó la indujo a volverse a mirarlo.

—¿Es Moët? —preguntó.

—Premio para la señora —replicó él, le dedicó un brindis y bebió otro sorbo.

—Yo pensaba que íbamos a guardarlo para alguna ocasión especial —dijo en tono de sorpresa pero en absoluto contrariada.

—¿Y qué más especial que mi regreso junto a mi señora esposa, la cual me acoge con la amorosa solicitud —bajo la cual resplandecen las ascuas de una furiosa pasión— que ha caracterizado nuestra unión en estas últimas décadas y más?

Trató de componer una sonrisa lo más idiota posible.

Ella colocó su copa encima del periódico —de hecho, encima del rostro del hombre que aquel día había anunciado su candidatura a la alcaldía— y dijo:

—Si te has parado en unas pocas
ombre
en el camino a casa, Guido, creo que podríamos estar malgastando este champán.

—No, querida. Me han traído a casa las alas del amor, y era tal mi empeño en reunirme con tu dulce persona, que no tuve tiempo de pensar en pararme.

Ella cogió su copa, tomó otro sorbo y golpeó con el dedo el pie de la copa para señalar la foto.

—¿Puedes creerlo? Continuará siendo ministro y, al mismo tiempo, alcalde.

—¿Qué días nos tocará? ¿Lunes, miércoles y viernes? Y al gobierno de Roma ¿dedicará martes, jueves y sábados?

—Bebió y dijo—: Cualquier persona normal pensaría que es un insulto, tanto para la nación como para la ciudad.

Ella se encogió de hombros.

—¿Acaso el último no conservó su puesto en Bruselas y, al mismo tiempo, el de profesor universitario?

—Estamos gobernados por una raza de héroes —declaró Brunetti, dirigiéndose hacia el frigorífico.

—¿Tú crees que bebemos a toda prisa la botella entera hará que se vayan? —preguntó Paola, vaciando su copa y tendiéndosela.

Él sirvió, aguardó, volvió a servir y al cabo dijo:

—Un rato más y volverán, como cucarachas, pero al menos podremos verlos a través de las burbujas del champán.

En un tono despreocupado, ella preguntó:

—¿Crees que hay alguien sobre la tierra que desprecie a sus políticos tanto como nosotros?

Brunetti llenó su propia copa antes de comentar:

—Oh, estoy seguro de eso. Excepto en lugares como Escandinavia y Suiza, la mayoría de la gente los desprecia.

Ella oyó el final de la frase, pronunciado en tono de guasa, y preguntó:

—¿Pero?

Brunetti estudió la foto del periódico.

—Pero creo que nosotros tenemos más motivos que la mayoría.

—Tomó un trago.

—A menudo me pregunto en qué planeta creen que están viviendo —dijo Paola, doblando el periódico y deslizándolo a un lado—. No hablan un lenguaje que el hombre comprenda; no conocen otras pasiones que la codicia y...

—Si estás haciendo una lista de sus pasiones, no olvides incluir la actual por los transexuales —replicó Brunetti, con el fin de precisar más, y esperando alegrar el humor de su esposa, aunque no estaba del todo seguro de que el tema de los transexuales fuera apropiado para eso.

—Su sentido de la ética haría parecer a ese transexual muerto —no puedo recordar ya su nombre, pobre chica— como la difunta Madre Teresa.

—Es una comparación que muchas personas religiosas encontrarían ofensiva.

Ella otorgó a eso la consideración que merecía y dijo:

—Tienes razón. Incluso yo la encuentro ofensiva. Pero esas cosas me hacen perder la calma.

Él se inclinó y la besó en los labios.

—Ya lo sé, querida, y ésa es una de las razones por las que me robaste el corazón.

—Oh, para, Guido —protestó ella, tendiendo su copa—. Ponme un poco más, e iré a preparar el agua para la pasta.

Hizo lo que le pidió y luego la ayudó a poner la mesa, encantado de saber que los chicos iban a estar. «Cómo nos pone trampas la vida», pensó, mientras doblaba las servilletas y las colocaba junto a los platos. Cuando Raffi empezaba a sentarse a comer con ellos, tirando en la mesa o al suelo tanto como se llevaba a la boca, sorbiendo y derramando y sin estar nunca del todo seguro de qué hacer con el tenedor, Brunetti consideraba su proceder no como algo encantador, sino como una distracción continua que le impedía comer tranquilo. Y allí estaba él, años más tarde, esperando que aquel chico —ahora competente en el uso del tenedor— encontrara el momento de comer con ellos y no en casa de un amigo. Brunetti comprendía que eso no tenía nada que ver en absoluto con la conversación con su hijo, ni con su inteligencia ni con el alcance de sus ideas. Sencillamente a Brunetti lo llenaba de gozo tenerlos allí y poder verlos y oírlos, sabiendo que estaban seguros, bien queridos y bien alimentados.

—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó Paola detrás de él.

—¿Hummm? —preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a mirarla.

—Tú estabas aquí, mirando la mesa, y yo me pregunto si algo anda mal —respondió ella, desconcertada.

—No. Nada. Estaba pensando.

—Ah —replicó Paola, en el tono de alguien que ya ha oído eso con anterioridad. Y luego—: ¿Le endiñamos otro trago a la botella antes de que vengan los chicos?

Con rapidez pavloviana, Brunetti se volvió hacia el frigorífico.

—La elegancia de tu pensamiento sólo es comparable a la de tu lenguaje.

—Es el destino de la persona que convive con dos adolescentes.

Quedaba suficiente champán para que sus hijos encontraran una copa delante cuando se sentaron a cenar.

—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Raffi al tiempo que cogía su copa.

—No se necesita celebrar nada para tomar champán —dijo Chiara, tratando de adoptar el tono de una bebedora consumada.

Chiara levantó su copa, la hizo chocar con la de Raffi y luego tomó un sorbo. Raffi, mirando su copa pero sin hacer ningún intento de beber, dijo:

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