The Chicano/Latino Literary Prize (25 page)

BOOK: The Chicano/Latino Literary Prize
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Sound heard: BLAST! BLAST! BLAST! BLAST! BLAST! BLAST!

MOUSIE:

Little Mary's down!

MANUEL:

Flaco's hit!

BETO:

I told you guys, you better be packing.

OSO:

Nobody panic! Just stay down on the floor. Girls, you're not doing anything for Little Mary by screaming. Get to the phone.

ALBERT:

What's going on, man? Is it the dust or is this?! Oh, man, get me off of this shit, I don't want to die.

CINDY:

My mom told me not to come.

EL RAY:

My mom told me to stay home, come on, Cindy.

DREAMER:

FUCKIN' VICKIE'S TOWN—THE WHOLE GANGA IS HERE! WHERE'S THE FUCKIN' PIGS WHEN YOU NEED 'EM?

OSO:

THIS IS A SET-UP. FUCKIN' NARCS. THEY'LL LET EACH OTHER OFF FIRST! MOUSIE, DID YOU CALL THE PIGS? STAY DOWN AND SHUT THE FUCK UP OR WE'RE GOING DOWN!

MOUSIE:

Little Mary's still breathing … Operator, this is an emergency. There's been a shooting, we need an ambulance. Two people are down, there's a war outside, there's shooting.

LINDA:

My God, Flaco's not breathing. FLACO-O-O-O-O, FLACO-O-O-O-O!

CINDY:

Oh, Flaco, please don't die.

CYCLONE:

DON'T GO OUT THERE, BETO! BETO, BETO!

STELLA:

BETO'S DOWN. BETO, BETO, BETO, BETO!

ROCKY:

STELLA, GET DOWN!

OSO:

FUCKIN' ROCKY, LET BETO BE. DON'T GO OUT THERE, BETO, DON'T GO!

MOUSIE:

GET THE FUCKING POLICE HERE RIGHT NOW. WE'RE ALL GONNA DIE. 3-3-0 SPENCER, NOW!

CYCLONE:

EVERYONE QUIET! SHUT UP! WE GOTTA THINK! OSO, PINO, CHINO, RAY, LET'S GIVE IT TO THEM! BARRIO HORSESHOE RIFA Y QUÉ!

EL RAY:

You ladies stay low, watch Little Mary. Let's see, Mousie, get a towel, and press here, like this, you got it? Cindy, leave Flaco alone. Linda, watch Cindy, get her calmed down.

Sound heard: CRASH! CRASH! CRASH! CRASH! CRASH! CRASH!

CHINO:

Oh, man … Look at my ranfla …

MOUSIE:

Get away from the window, Chino, you're gonna get your brains blown out.

OSO:

This is it, homies. Get your cuetes, fileros. Out in the garage, get the tire irons and the axe. ¡Vamos a darles en la madre!

STELLA:

The ambulance is here.

EL RAY:

Here comes the police force.… Oh, wow! I hope they don't blow our vatos away. Vickie's Town culeros just split.

OSO:

TRUCHA! We ain't gettin' them here tonight!

DANNY:

FUCK. Look at all the pinchis ranflas.

OSO:

Look at my fuckin' house, man.

PINO:

What the fuck brought this down?

HEDDY:

Rocky and Beto are hit.… Rocky's doing real bad …

VENADO:

Pinchi Tinto de Vickie's Town had a pleito with …

OSO:

No, officer, we don't know what happened; we were just having a party …

Gloria Velásquez

Third Prize: Short story

Sunland

Tuve la sensación de haber vivido este momento en otra ocasión, de haber pisado cuidadosamente, primero con el pie izquierdo, luego con el derecho hasta encontrarme parada en el pavimento familiar. Sería déjà vu, como decían los gringos, quizás, o tal vez otra vaga ilusión de la vida. Sí, eso debía ser. Me fijé a mi alrededor. Era el motel dilapidado que hace años había sido convertido en una fila militar de apartamentos de una recámara. Les sonreí a los niños descalzos que jugaban enfrente de las puertas de tela. Éste era el lugar donde se reunían los pobres blancos, las madres que dependían de la ayuda del gobierno, los borrachos del pueblo y los hombres que golpeaban a sus esposas—éste era el centro de constantes asaltos de inmigración y aquí me encontraba yo, en el mero centro de todo, sintiéndome como si una vez antes había estado aquí. Toqué rápidamente en el marco de la puerta de tela, tratando de ignorar la música ruidosa que venía del parque, al otro lado de la calle donde los adolescentes de pelo largo se juntaban con sus
six-packs
de cerveza y sus estéreos a todo volumen.

El sonido de los pasos de mi abuelito me recordaron la razón por la cual había venido.

—Pásale, hijita— me dijo y corrió la puerta de tela.

—Quiúbo, Dalín, —le dije, usando el apodo para el hombre que todos conocían como don Luis. Le di un beso en su mejilla de indígena tan bien conocida por mí.

—¿Cómo te has sentido, jita? Siéntate —me dijo el Dalín, apuntando a una silla—. Me da gusto que viniste.
How you like it?

—Está suave, Grandpa —le contesté, sentándome a su lado en el viejo sillón. Empecé a recorrer la pequeña sala, tenía una televisión blanco y negro, un sofá verde y descolorido, las paredes pintadas color crema empezaban a pelarse. Desde donde estaba, pude ver una ventana pequeña, pero estaba bien tapada con unas cortinas para que no entrara la luz. Cerca de mí estaba un calentón de gas en el piso junto a una puerta media abierta que daba a un pequeño cuarto de baño.

Se oían unos ruidos del apartamento de al lado.

—Gente loca. Siempre haciendo ruido —me dijo el Dalín, leyéndome los pensamientos—. ¿Ves la estufita que tengo, jita? —continuó, apuntando al pasillo que daba a una pequeña cocina—. Hace muy buena comida. Pero me traen Meals on Wheels al mediodía, así que nada más hago la cena. ¿Cómo has estado, jita? ¿Por qué no te acompañó Raúl?

—Raúl—suspiré sin contestarle. Recordé aquella noche cuando sentí por última vez el dolor de sus manos que bruscamente me acariciaban los senos
hasta llegar al bulto que cargaba dentro de mí. Para qué decirle que ya hacía meses desde que lo había visto, mejor mentir, ¿acaso no era la vida una bola de mentiras, una bola enorme que rodaba y rodaba, apachurrando todo lo que encontraba en su camino?

Me vi levantarme. Escuché el sonido de mis pasos sobre el piso de linóleo de la cocina. Heché un vistazo a la pequeña estufa, a los muebles, a las paredes sucias, manchadas de tanto sufrir. Pensé entonces en el cuerpo desnudo de Raúl, su sexo duro y ansioso por penetrarme.

—Ven, hija, siéntate —insistía el Dalín, jalándome del lado de Raúl—. Anda, te voy a traer unas galletas que hice, son como las que te hacía la Nana.

Regresé a la sala y me senté otra vez. Callada, miré al Dalín entrar a la cocina y empezar a abrir los trasteros. Fue entonces cuando se me vino a la memoria la última vez que había visto a la Nana viva y sana. Estábamos viviendo en la casa verde detrás de la botica. Una noche, el Dalín había traído a la Nana y la había dejado con nosotros mientras se iba de borreguero, informándonos que ya no la podía dejar sola. Desde ese día, la Nana había vivido con nosotros, pasando hora tras hora sentada en el sofá como bulto, la mirada fijada en la televisión, perdida en su propio mundo. Yo había tratado de hablarle, pero ella no me había hecho caso. Antonio le acariciaba el cabello, la besaba en la mejilla arrugada cada vez que salía con sus amigos. Luego, una noche, mi mamá nos había rogado que la cuidáramos por un rato mientras ellos iban a la casa de sus compadres, pero no quisimos, yo me quería ir con Mercedes a un
sock-hop
y Antonio estaba apurado por irse con sus amigos. Por eso, cuando se la tuvieron que llevar en la madrugada casi muerta al hospital para que los médicos la examinaran como cadáver y pudieran confirmar su hipótesis, lloré, maldije, me rasguñé las entrañas hasta sentir la sangre escurrir y caer en gotas gruesas sobre mis pies. Pero Antonio no había dicho nada, ni un suspiro se le había escapado, aún cuando la visitamos por última vez y vimos el maldito cáncer que empezaba a escaparse por todo su cuerpo. Desde ese día sentí a Antonio diferente, como si él mismo hubiera probado la muerte.

Casi no vimos al Dalín después de la muerte de la Nana. La mayoría del tiempo se iba de borreguero a diferentes pueblos, huyendo de sí mismo, de las memorias de aquella muchacha joven de la cual se había enamorado aquel día al lado del río en la Tierra del Encanto. Años después, circuló el chisme que el Dalín tenía una novia, una mujer cuya familia era de Nuevo México. Cuando mis tíos se enteraron, se lo reclamaron, pero él no lo negó, informándoles que pensaba casarse con doña Soledad. Mis tíos se habían enfurecido, peor aún más mis padres. ¿Cómo podría el Dalín pensar en casarse con otra tan pronto después de la muerte de la Nana? Le habían gritado, llamándolo un viejito loco. Pero a mí eso no me había importado. Yo los había ignorado. Me estaba convirtiendo en una mujercita llena de sueños
de irse a California, de casarse e irse lo más lejos de ese pueblito muerto. ¿Qué me importaba a mí la vida del Dalín, menos la de mis padres? Sólo las constantes peleas con Antonio interrumpían mis sueños torpes. Antonio no era como yo. Él no podía sobrevivir de sueños como yo. Él era impaciente, siempre me molestaba cuando se aburría y por su frustración de no encontrar un trabajo. Yo sabía que estaba harto del betabel y, como el resto de sus amigos, resentía que nadie en los pueblitos de Colorado le diera trabajo a los mexicanos que no fuera trabajo de campo. Era al principio de los años sesenta y no había en esos pueblitos racistas un Martin Luther King, Jr. Pero yo no era como Antonio, yo sí podría ignorar todo esto sin dejarlo destruirme. Yo todavía asistía a la escuela secundaria y no dejaría que nada destruyera mis sueños.

La voz del Dalín me rescató del pasado. —Ándale, jita, come—insistió, dándome un taco—. Quiero que conozcas a mi amigo, don Pedro, también es de Nuevo México.—Antes de que pudiera probar la comida, se acercó a la puerta y lo llamó—: Compadre, venga. Compadre …

Unos momentos después, apareció un señor moreno y a pesar de su cuerpo delgado y jorobado, sentí la presencia de lo que antes había sido un hombre fuerte, noble, como aquellos caciques aztecas del pasado antes de que la historia los atrapara como lo había hecho con él y con muchos otros tatas indígenas. Me vi parada a su lado, sobre la inmensa pirámide del sol murmurando la antigua poesía que los indígenas habían creado para adorar a sus dioses, me sentí libre y llena de esperanzas. Le extendí la mano y me apretaron unos dedos largos que no parecían querer soltarme, como si lo ahogara un río y solamente yo lo pudiera socorrer. Le retiré la mano. De repente, quise huir, esconderme como había hecho esa mañana cuando Mamá me había rogado que saliera para decirle adiós a Antonio antes de que se fuera a la guerra.

—Siéntese a platicar, compadre —le ordenó el Dalín.

—No puedo, compadre. Estoy esperando a mi hija.

—¿Está seguro que no es a la gringa Dorothy que espera, compadre? —le contestó el Dalín, guiñándome el ojo y tocando a don Pedro ligeramente en el hombro.

Don Pedro dejó escapar una risa seca que le sacudió todo su cuerpo haciéndolo temblar hasta que por fin se escapó al aire libre. Vi la risa resonar contra las paredes sucias, la pequeña ventana, hasta que por fin cayó muerta a mi lado. Estiré la mano para tocarla, pero algo me detuvo.

—Ay, don Luis, cómo es usté—le contestó don Pedro. Había volteado a verme otra vez—. Bueno, señorita, mucho gusto. Me tengo que ir, don Luis.

Le estiré la mano a don Pedro y me quedé viendo su cuerpo frágil que, sigilosamente desapareció detrás de la puerta de tela.

—Pobre compadre, esa vale mierda hija que tiene, viene nomás para quitarle su cheque. ¿Viste lo flaco que está? No quiere comer bien. Yo le doy de la comida que cocino porque esa porquería que le traen las viejitas del Salvation Army no sirve. De todos modos come poco. Temo que se vaya a enfermar y se lo lleven al
rest home
, ni inglés sabe. Yo que tan mal hablo el inglés, hasta le gano.

En ese momento parecí escuchar la voz de Antonio y lo vi sentado en el piso de tierra jugando con sus soldaditos verdes. Quise resistir, quedarme con esas imágenes frágiles del pasado, pero la voz del Dalín me jalaba a su lado. Le vi la cara y desesperadamente traté de encontrar a aquel orgulloso tata indígena que me había criado, el que se paraba a bailar con los indios de Nuevo México que venían a bailar cada cuatro de julio en la feria. ¿Sería posible que él sólo existiera en mi memoria? Sí, eso debería ser.

—¿Cómo está doña Soledad? —balbuceé, deseando cambiar de tema—. ¿Todavía le habla diario?

Respiró profundamente antes de contestarme. —Pobre Soledad, desde que le dio el último ataque se quedó paralizada. Según dice el chisme, han regresado todos porque la vecina que la cuidaba ya no puede con ella.…

Los cuatro hijos de doña Soledad habían llegado durante la noche, resbalán-dose silenciosamente como culebras por todo el camino de tierra hasta llegar a la casita de su madre. En un rincón de la pequeña cocina habían aventado sus maletas sin preocuparse por colgar su ropa o siquiera sacar el cepillo de dientes. Mecánica y cuidadosamente se habían abrazado, una palmadita en la espalda, “¡pos, cómo estás gordo! ¿Qué no haces al jog?” mientras pensaban, viejo pelón, nomás viene a sacarle dinero para mantener a esa puta. La gorda dominaba la conversación con pláticas de su hijo, el ingeniero de computación, de su hija la pianista, de su
pet poodle
Fifi, y mientras tanto, todos se fijaban en sus zapatos baratos, su pelo pintado y su
playtex girdle
que a cada rato se le subía, pellizcándola y haciéndola rascarse las nalgas. A la flaca se le atoraban las palabras, “po-po-bre-a-má” y cada vez que hablaba se escapaban unas carcajadas del grupo. Al verla palidecer y empezar a retorcerse con temblones fuertes, todos se callaban. El más joven, hombre con bastante educación, echaba chiste tras chiste con intención de romper el silencio de envidia y enojos que habían creado entre sí mismos, pero al ver que nadie le hacía caso, cambiaba de tema, “¿Vieron
That's Incredible
anoche? Salió un hombre que podía soplar
100 bubbles
por segundo”.

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