Tiempo de cenizas (25 page)

Read Tiempo de cenizas Online

Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
7.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Joan tragó saliva, jamás se había considerado un mensajero divino. Tampoco un miserable.

—Me arrepiento y cambiaré, debo ser digno del lugar en el que la Providencia me ha situado. Aunque sé que me costará, porque el Señor me ha dotado de una naturaleza demasiado vital, que desea los placeres terrenales. Ojalá que los años me quiten fuerzas y deseo. Estoy convencido de que con su ayuda y la intercesión de la Virgen María lo conseguiré. Y ese arrepentimiento y ese deseo de enmienda me hacen ver el futuro con esperanza, alivian mi dolor.

El librero asintió con la cabeza, pero a pesar del calor humano, de la empatía, de la fuerza persuasiva del pontífice, recordaba lo que Niccolò le había dicho. Aunque el papa quisiera renunciar a todo poder terrenal y abrazar la pobreza más absoluta, sus allegados y los
catalani
no le dejarían. Sus vidas, familias y haciendas dependían de ello.

—Aplicaos el mismo remedio, Joan Serra —continuó—. Arrepentíos de vuestros pecados y rezad a la Virgen. Instad a vuestra esposa a que haga lo mismo y poco a poco aceptaréis vuestro destino y recobraréis la paz.

Joan estaba dispuesto a orar; sin embargo, se sentía incapaz de arrepentirse del asesinato del hijo del papa. De poder hacerlo, volvería a matarle. El pontífice insistió en rezar de nuevo y Joan comprendió que no sentía ningún interés por sus libros. Le había recibido en agradecimiento a su acción en Ostia.

Terminadas las oraciones, al despedirse, Joan le pidió su bendición para él y su esposa.

—Conocéis mis grandes pecados —le dijo—. Aun así, ¿queréis mi bendición?

—Os la suplico, Santo Padre. —Y se arrodilló.

Aquella noche, Joan le relató a su esposa su encuentro con el papa, sus consejos y la bendición recibida.

—Rezar y aceptar el destino —murmuró ella con una mueca agria—. ¡Qué fácil es decirlo!

Joan anotó en su libro: «¿Puede un pontífice pecador transmitir la gracia?».

36

Las esperanzas de Joan en cuanto a una mejora de su esposa gracias a la bendición papal fueron diluyéndose poco a poco. Sin embargo, la conversación con el pontífice había dejado una profunda huella en él. Quizá el embarazo de Anna fuese la expiación al pecado de haber asesinado a Juan Borgia, se decía. Y después pensaba que aquella muerte había sido de justicia y que la suya había sido la mano escogida por la Providencia para dar castigo a los muchos crímenes del hijo del papa. Joan instaba a su esposa a rezar juntos pidiendo la gracia divina tal como le había aconsejado el pontífice, y al principio Anna pareció animarse, hasta el punto de que una mañana incluso bajó a la librería. Pero no volvió a hacerlo. Ni siquiera cuando aparecían las damas que siempre preguntaban por ella, ni tampoco cuando su amiga Sancha, la princesa de Esquilache, a la que parecía haber afectado poco la muerte de su amante, insistía en verla.

A pesar del luto vaticano, aquel mes de agosto estuvo cargado de noticias, y los asiduos que no habían huido de los rigores del calor romano a sus fincas campestres acudían a la librería con mayor frecuencia de la habitual.

—El papa acaba de anunciar el compromiso matrimonial de Lucrecia con Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie, hermano de Sancha, princesa de Esquilache —comentó Niccolò con una sonrisa—. Es sobrino del rey de Nápoles y en Roma se dice que es parte del precio que el monarca paga al papa por su coronación.

—Y con ello la alianza entre Nápoles y la Santa Sede se consolida aún más —reflexionó Joan.

—Para disgusto tanto de los reyes de España como de Francia.

Joan se apresuró a contarle la noticia a Anna. Y con ello logró lo que ansiaba: su sonrisa. Anna apreciaba de corazón tanto a Sancha como a Lucrecia, y sabía que la princesa napolitana adoraba a su hermano menor, Alfonso, que era un muchacho apuesto y gentil.

—Sancha será feliz teniéndole cerca —dijo Anna contenta—. Y Lucrecia se merece un marido como ese y no el mastuerzo con el que el papa la casó antes.

—Debéis bajar a verlas a la librería la próxima vez que nos visiten. Son vuestras amigas y se complacerán recibiendo vuestra felicitación.

Anna se encogió de hombros; sabía que debía hacerlo, sin embargo, sentía aquel peso insoportable en su vientre y le faltaban los ánimos incluso para aquello que antes tanto le gustaba; vestirse y arreglarse para aparecer elegante y sonriente en la librería. Miró a su marido, que la observaba ansioso; él sufría por lo mismo aunque se esforzaba en animarla, y ella sabía cuánto le preocupaba a él su desánimo. Lo haría, aunque solo fuera por Joan.

—Sí —dijo al fin forzando una sonrisa—. Lo intentaré.

La solemne coronación del rey de Nápoles en nombre del papa, el 10 de agosto, fue el último acto oficial que presidió César como cardenal. Al poco estaba ya en Roma, donde presentó su renuncia al Sacro Colegio cardenalicio, que admitió su cese. Era bien conocido que César era un hombre de armas, no de altares, y poco después fue nombrado nuevo portaestandarte vaticano.

—Ahora se rumorea que César es el responsable de la muerte de su hermano —le comentó Niccolò a Joan—. Y que fue don Michelotto el ejecutor.

Le observaba con su mirada perspicaz y la sombra de una sonrisa se dibujaba en sus labios. Joan sintió de nuevo el deseo de contárselo todo, pero se contuvo. ¡Le hubiera confortado tanto compartirlo con él y escuchar su opinión y consejo! Sin embargo, no podía confesarle que había sido su mano la que había apuñalado al duque de Gandía. Por su parte, Niccolò, haciendo gala de una exquisita discreción, jamás hacía pregunta alguna sobre lo que veía y oía.

Joan dudaba si aquel crimen había sido iniciativa de don Michelotto, como este le quería hacer creer, o si César Borgia estaba detrás de todo ello. Sentía que había sido un instrumento de una intriga de muy altos vuelos. Le maravillaba que don Michelotto le mantuviera con vida.

—Sin embargo, César no puede heredar el ducado de Gandía, pues Juan tiene hijos en España —dijo para disimular sus pensamientos.

—No han de faltarle títulos nobiliarios, no os preocupéis. Su padre se los conseguirá al igual que obtuvo para él los obispados y cardenalatos.

El pontífice pasaba de momentos en los que se refugiaba en la piedad a otros en los que exigía que se encontrase al asesino de su hijo. Pero, al fin, ninguno de los adversarios políticos de los
catalani
sufrió la cólera de estos. Tampoco se buscó a ningún infeliz como cabeza de turco para hacerle confesar bajo tortura. El papa se sentía propenso al perdón y quería al verdadero responsable o a nadie. Don Michelotto se resistió a las muchas presiones que exigían venganza y escarmiento público del culpable y, al cabo de los meses, admitió que era incapaz de encontrarle.

Esa actitud, a los ojos de Joan, honraba a aquel singular personaje de extraña moral que se denominaba a sí mismo
hijo puta
. Y también honraba a un papa descarriado que sentía temor de Dios y anhelaba una vida pura sin ser capaz de llevarla.

—Recordad esto —dijo Niccolò cuando supo que no se había encontrado al culpable—: Esa piedad del papa los perderá. Si los
catalani
no terminan con sus enemigos ahora que pueden, estos acabarán con ellos. Un gobernante eficaz no debe tener piedad.

Un día, Joan vio aparecer a Anna en la librería con aquel donaire que añoraba en ella.

—Prestadme a mi marido solo unos momentos —le dijo al cliente con el que Joan conversaba. La hermosa sonrisa que le dedicó hizo que el hombre se la devolviera con una reverencia y que a Joan le diese un vuelco el corazón.

—Faltaría más. Le espero con gusto.

Anna cogió a Joan de la mano y se lo llevó a la trastienda.

—¡Me ha venido el periodo! —exclamó feliz—. Con mucho, mucho retraso, pero ¡ha llegado!

—¿Así, sin más? —inquirió él mirándola incrédulo.

Ella afirmó con la cabeza; la dicha no le cabía en el pecho, sonreía al tiempo que notaba que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Seguro? —preguntó de nuevo Joan.

—Sí —dijo ella, y vio que los ojos de su esposo se iluminaban.

Él la abrazó y ella se acurrucó contra su pecho. ¡Había sufrido tanta angustia! ¡Tantos pensamientos horribles! ¡Tantos recuerdos espantosos! ¡Se había reprochado tanto su conducta! Ahora sabía que su próximo hijo sería de su esposo y que pronto, aún ignoraba cuándo, la pesadilla sufrida se convertiría en un recuerdo cada vez más lejano.

«Gracias, Señor —anotó Joan en su libro—. Empieza otro tiempo de amor y felicidad.» Y después añadió pensativo: «Quizá, después de todo, la bendición de un papa humano y pecador atraiga también la gracia de Dios».

SEGUNDA PARTE
37

Caía la tarde y Joan huía del Vaticano disfrazado de fraile. Cruzó el puente de Sant’Angelo con la cabeza baja y cubierta con la capucha de su hábito, fingiendo rezar. Temía ser descubierto. Cuando el centinela le preguntó, repuso, como molesto por la interrupción, que era fray Ramón de Mur, del monasterio dominico de Santa Caterina de Barcelona; estaba de visita en Roma e iba a pasar la noche en el convento de su orden en la ciudad, pues no había espacio en el Vaticano. El soldado le hizo una pequeña reverencia y le dejó pasar.

Al pisar la orilla derecha del Tíber, Joan suspiró aliviado. Sin embargo, se apresuró a perderse en las callejas más cercanas al río; sabía que tan pronto como don Michelotto supiese de su fuga reuniría a algunos de sus hombres y saldrían a caballo para darle caza. No se dejaría atrapar.

Se sentía muy extraño con aquel hábito blanco de lana cruda cubierto por una capa y una capucha negras. La tela de la caperuza le molestaba en la parte afeitada de su cabeza recién tonsurada, pero no se atrevía a descubrirse por si alguien le reconocía. Calzaba unas burdas sandalias y completaba su indumento un cordón con el que se ceñía el hábito y un escapulario. Era ya finales de septiembre y Joan se sentía desnudo. No tanto por lo ligero de su vestido, sino porque le faltaban la daga y la espada que siempre le acompañaban. Tampoco tenía moneda alguna y sabía que no podía acudir a su casa.

Resopló dando zancadas con aquellas miserables sandalias a las que no estaba habituado.

«¿Cómo he podido llegar a una situación tan penosa?», se preguntó a sí mismo.

Los distintos sucesos que le habían conducido a aquella extraña realidad se amontonaban confusos en su mente, y sin detener su paso trató de ordenar sus recuerdos.

Le preocupaba su esposa. Desde que Anna supo que no estaba embarazada, empezó, lentamente, a superar las secuelas del terrible episodio con Juan Borgia y su esbirro. Buscaba el cariño, el calor y el contacto de Joan, y este se lo proporcionaba solícito, amoroso. Sin embargo, no deseaba una relación más íntima y la rechazaba cuando Joan la pretendía. El cariño era la medicina recetada por la partera que había atendido a Anna; él gozaba dándoselo y se había propuesto esperar lo que hiciese falta para llegar de forma natural a retomar la pasión. Ella había cambiado, nunca podría ser la de antes, pero cada vez con más frecuencia era una Anna a la que Joan veía feliz, y aquella felicidad le hacía feliz a él.

En contraste con el infortunio vivido, aquellos instantes dichosos eran solo comparables a los experimentados en los primeros tiempos de su matrimonio o a los lejanos recuerdos de su infancia, en su aldea de Llafranc, con el mar azul, el cielo brillante, las olas mansas acariciando la arena y el amor de sus padres y hermanos.

Anna empezó a frecuentar la librería y poco a poco su trato con los clientes y empleados volvió a ser el mismo. Sonreía, reía las gracias, en especial las de Niccolò, que había redoblado sus cortesías con ella, y reanudó sus tertulias de señoras. Sin embargo, conforme recuperaba sus formas y modos habituales, también reapareció su espíritu crítico.

El asunto del asesinato del hijo del papa había quedado en el aire, era un tema prohibido, como también lo era la violación hasta que la propia Anna decidió abordarlo. Un día, al acostarse, en la intimidad de su alcoba le preguntó a Joan cómo había matado al hijo del papa y quién le había ayudado. Joan le contó con detalle lo ocurrido y le dijo que sin la ayuda de Miquel Corella jamás hubiera podido hacer justicia con aquel canalla.

—No fue él quien os ayudó a matarlo —repuso ella—. Fuisteis vos quien le ayudó a él.

—Y ¿qué más da? —preguntó Joan, al que aquella precisión le parecía absurda—. Quería matarlo con mis propias manos y él me ayudó a hacerlo. Ambos nos ayudamos.

Anna pareció conformarse con la respuesta y no dijo más aquel día. Sin embargo, retomó el asunto a la semana siguiente. Joan se inquietó; lo había rumiado demasiado tiempo.

—Ya sé por qué don Michelotto no quiso ayudarnos a pesar de pedírselo tanto —le dijo de nuevo en la soledad de la alcoba.

—¿A qué os referís?

—A mi violación. Don Michelotto no quiso ayudarnos frenando a Juan Borgia.

—No es que no quisiera, no tenía poder para hacerlo.

—¡Sí que lo tenía! —Anna levantó la voz alterada—. ¡Claro que lo tenía! Podía haber hablado con él, o con el papa.

—No podía, me lo aseguró mil veces.

—No quería, Joan, no quiso…

—¿Qué os hace pensar eso?

—Don Michelotto os conoce bien —le explicó ella—. Os conoce desde que le ayudasteis a salir bien parado de las trifulcas en las que el hijo del papa se metía en las tabernas de Barcelona. Sabía que vengaríais mi violación aun a riesgo de vuestra propia vida, que estaríais dispuesto a todo. Conocía bien las intenciones del Borgia con respecto a mí, vos le advertisteis y le pedisteis ayuda, y sabía que Juan usaría la fuerza si no me conseguía de buen grado. Y no hizo nada, quién sabe si incluso le animó. —El librero hizo un gesto de negación. Ella afirmó con la cabeza—. Sí, Joan, sí. Habéis sido el peón de una partida de ajedrez que desconocéis, el peón que da jaque mate. Ha sido un juego de poder, una intriga dentro del clan de los
catalani
a la que el papa ha sido completamente ajeno y de la que ha sido víctima. Y vos os habéis convertido en la mano ejecutora de don Michelotto, en el sicario del sicario de los Borgia.

Joan contempló a su esposa pensativo. Había furia, rabia contenida en su mirada, y se dijo que para ella la venganza no había concluido con la muerte de Juan Borgia. Los bucles oscuros de su cabellera resaltaban su piel clara, y sus cejas bien dibujadas y sus labios rosados mostraban un fruncimiento extraño en ella.

Other books

The Spanish Holocaust by Paul Preston
Squirrel World by Johanna Hurwitz
Unfinished Business by Isabelle Drake
That Furball Puppy and Me by Carol Wallace, Bill Wallance
Rayuela by Julio Cortazar