—Es cierto que lo que para mí era una venganza personal para Miquel Corella fue una jugada bien planeada —repuso él al rato—. Un cambio de poder en el que Miquel ha situado al frente del clan a alguien mucho más capaz al tiempo que ha hecho crecer su poder personal. No se llevaba bien con Juan Borgia. Desconozco si César estaba al tanto del asunto o no, pero él ha sido el beneficiado. Lo que niego rotundamente es que permitiese o incitara vuestra violación. Os repito que no tenía el poder de pararle los pies a Juan. Nuestros intereses han coincidido. Eso es todo.
—Yo no pienso así —insistió ella cortante.
Él se encogió de hombros y abrió las manos en gesto de interrogación.
—No sé qué os puedo decir o qué puedo hacer para convenceros de lo contrario.
—Nada, no podéis hacer nada —dijo ella con determinación—. Además, he estado hablando mucho del asunto con Niccolò, bien sabéis que siempre está enterado de todo. Él también cree que César es responsable de la muerte de su hermano. Juan era el preferido de Alejandro VI, pero César es más listo, más fuerte, más audaz y más ambicioso. Niccolò cree que sueña nada menos que con ser el caudillo que unificará Italia, y que quiere convertirse en su rey con la ayuda del papa. En la hoja de su espada tiene grabada la frase: «O César o nada», y eso os lo dice todo; quiere la gloria imperial. No acosa a las mujeres como su hermano, aunque también en eso es un depredador. Ama el poder y su estilo es tan oscuro como era el de Juan, solo que goza de una fría inteligencia de la que su hermano carecía.
—Pienso que habláis demasiado con Niccolò —repuso Joan arrastrando las palabras.
—¿Cómo no voy a hacerlo? —Anna frunció de nuevo el ceño—. Atendemos juntos la librería. Además es un compañero atento, me hace reír y sabéis cuánto necesito de las risas. Vos deberíais hablar más con él y menos con don Michelotto. Niccolò es amigo de verdad, no como ese valenciano que solo os usa para sus oscuros fines.
—¡Claro que hablo con él! Y bien que conozco su pensamiento sobre el asunto.
—No me gustan los
catalani
, y los hago a ellos, y no solo a Juan Borgia, responsables de lo que me pasó.
—Os equivocáis, Anna, os equivocáis. ¿Qué me decís, pues, de vuestras amigas, Sancha y Lucrecia? Ellas pertenecen al clan cien por cien. Incluso sois amiga de Giulia la Bella, la amante del papa.
—Ellas son ajenas a todas esas intrigas.
—Pues yo creo que tampoco os convienen. Pertenecen a otra clase social, tienen otras vidas y unos intereses distintos a los nuestros.
—¿Cómo podéis decir eso? ¿Tanto estimáis a don Michelotto que recurrís a esos argumentos para defenderle?
—No podéis tomar esa actitud, Anna. —El tono de Joan era ahora conciliador—. Los
catalani
nos han protegido siempre.
—Pues estamos en manos de una banda de asesinos y violadores —sentenció ella.
El siguiente de sus recuerdos era la llegada de aquella carta de Nápoles. De inmediato había reconocido el sello de lacre marcado con un triángulo isósceles dentro de un círculo, y había dejado de atender a los clientes que llenaban la librería para abrirla en su mesa de escritorio. Joan esperaba y gozaba aquellas cartas, su contenido era siempre interesante, pero las primeras líneas de aquella le sorprendieron.
«El tiempo de Savonarola ha terminado —decía—. Florencia debe recobrar la libertad y vos podéis desempeñar un papel crucial en ese cambio.»
Incrédulo, Joan releyó aquellas líneas y se dijo que sería mejor terminar la carta en la privacidad de su habitación. Antes observó la actividad de aquella tarde. Niccolò atendía a un par de clientes y su recién incorporado ayudante, un bachiller romano llamado Paolo, partidario del papa Alejandro VI y amigo de Miquel Corella, hacía lo mismo con otro. Las líneas que Joan acababa de leer le recordaron que su librería era demasiado dependiente de los exiliados florentinos, que regresarían a su patria si, tal como anunciaba la carta, cambiaba el régimen político. Ya se le había advertido antes, en términos menos perentorios, y por aquel motivo los nuevos operarios contratados eran romanos.
Desde la toma de Ostia en marzo y la firma de los armisticios con Francia se vivía en Roma un tiempo de paz que solo había interrumpido la muerte de Juan Borgia. Su hermano César había tomado las riendas de los ejércitos vaticanos casi de inmediato, con mano a la vez hábil y férrea, y la posición del papa y sus
catalani
se había afianzado. El Gran Capitán había regresado a España y un buen número de soldados españoles se incorporaron al ejército del papa, haciéndolo aún más poderoso.
Aquello había afectado tan positivamente al negocio que, a pesar de aumentar el número de personas que atendían al público y de tener un atareado aprendiz buscando los libros que le solicitaban, aquella tarde aún quedaban en la tienda media docena de caballeros y eclesiásticos a la espera, revisando las obras o charlando entre ellos. No tenían prisa, los más acudían en busca de conversación.
En su camino a la escalera que llevaba al primer piso, Joan observó la mayor de las salas. Estaba ocupada por las señoras, presididas por Sancha de Aragón y Nápoles, Lucrecia Borgia y su propia esposa. La librera había hecho servir vino, unos dulces e infusiones y las damas se encontraban sentadas en una animada tertulia en torno a una mesa donde se apilaban los libros. Joan suspiró feliz al constatar la recuperación de su esposa, aunque continuaba desagradándole la excesiva intimidad de Anna con algunas de aquellas damas, y en especial con la frívola princesa de Esquilache.
En la sala pequeña pudo ver a don Michelotto en conversación con un par de caballeros romanos. Sus gestos, su tono y las caras de aquellos hombres denotaban una discusión nada agradable y Joan hizo un ademán de contrariedad. Le había pedido al valenciano que por favor se abstuviera de intimidar a sus clientes en la librería y que mantuviese las conversaciones difíciles en su despacho del Vaticano. Sin embargo, aquel extraño amigo suyo, maestro en el arte del asesinato, le hacía poco caso. Miquel Corella era poderoso ya en tiempos de Juan Borgia, e incluso antes, gracias a su cercanía al papa. Pero desde que César Borgia había sido nombrado confaloniero, su poder había aumentado considerablemente. Era la mano derecha del hijo del papa.
Mientras subía las escaleras, Joan meditaba sobre la carta que había recibido. Provenía de Innico d’Avalos, marqués del Vasto y gobernador de las islas de Ischia y Procida. Recordaba a aquel hombre corpulento que superaba los sesenta años, de ojos oscuros a veces inquisitivos y barba canosa al que le había presentado su amigo Antonello en su librería de Nápoles. También aquel extraño medallón suyo que mostraba un triángulo isósceles dentro de un círculo, el mismo del sello de la carta. Con el tiempo había comprendido que su conversación aquella noche, en la cena con Antonello, en la que habían hablado de Aristóteles, de Platón, de la libertad y del nuevo tiempo que Innico d’Avalos llamaba Renacimiento era en realidad un examen que se le hacía.
También le recordaba vestido con su armadura en la trágica madrugada en la que la familia real napolitana había huido de una ciudad en llamas a punto de ser tomada por los franceses. Innico le había salvado la vida al ordenar a los soldados que le permitieran entrar en el Castel dell’Ovo y así poder embarcar en la Santa Eulalia. Aquel día, Innico fue nombrado gobernador de la estratégica isla de Ischia, que posteriormente defendió con éxito frente a la escuadra francesa que intentó tomarla en varias ocasiones. Allí estableció un refugio seguro donde distintos artistas desarrollaban su arte a salvo de la guerra y del hambre. Impulsar los valores humanos de aquel nuevo tiempo y la libertad, en especial la de pensamiento y lectura, se convirtió en la doctrina de la corte del marqués.
Su tercer encuentro con Innico d’Avalos tuvo lugar a raíz de contarle a su amigo Antonello que quería abrir una librería en Roma, pero que carecía del dinero necesario.
—Creo que ha llegado el momento de que vuelvas a hablar con Innico d’Avalos —le dijo Antonello después de pensarlo un rato. Su sonrisa, habitual en él, había desaparecido.
—¿Innico d’Avalos? —inquirió Joan sorprendido.
—Sí, ya le conoces, ahora es el gobernador de la isla de Ischia, y no solo protege a los artistas, sino también a quienes transmitimos el arte. Si te concede su aval, obtendrás el dinero que precisas.
—Y ¿de qué tengo que hablarle?
—Será él quien te hable —repuso, cortante, Antonello—. La semana próxima viene a Nápoles para entrevistarse con el rey, y te verá.
Parecía que Antonello no le daba opción a negarse, y Joan quedó presa de la curiosidad.
Cuando Joan subió al comedor de la casa de Antonello, Innico d’Avalos ya estaba allí, junto al librero, y, a pesar de su alta posición y de su edad, tuvo la cortesía de levantarse para saludarle.
La comida transcurrió en un animado coloquio en el que volvieron a surgir los grandes temas de su anterior conversación: los libros, la religión, los nuevos tiempos, la libertad del individuo, la luz y la oscuridad.
—El hombre es la cumbre de la creación divina y debe ser valorado como tal —insistía D’Avalos—. Hay tres libertades en él que deben ser respetadas inexcusablemente: la libertad física, la libertad de creencia y la libertad de pensamiento.
Joan aprendería más tarde que el sello que usaba el marqués en sus cartas y la forma de su medallón no tenían que ver con su escudo de armas, sino que eran el símbolo de las tres libertades, una por cada lado del triángulo, que a su vez estaba enmarcado en el círculo de la perfección, que representaba a Dios. Y Dios, como Padre Creador, amparaba en su seno al ser humano y sus libertades.
—Dios hizo al hombre libre —continuó Antonello—. No hay justificación alguna para esclavizarlo, ya sea en cuerpo, alma o intelecto. Nosotros estamos contra la esclavitud. La esclavitud es la oscuridad, la libertad es la luz.
—Por lo tanto, no aceptamos imposiciones religiosas —dijo D’Avalos—. El hombre debe ser libre para elegir qué camino escoge para ir hacia Dios. No es aceptable que alguien se lo imponga.
—Ni tampoco es aceptable que se limite el pensamiento humano —explicó Antonello—. Nadie tiene derecho a prohibir un libro.
—Y esos son nuestros tres principios básicos —concluyó D’Avalos.
—¿Nuestros? —interrogó Joan sin poder contenerse—. ¿A quién os referís con nuestros?
—Somos un grupo de gentes hermanadas por los mismos ideales —le respondió Antonello—. Creemos que el hombre y la mujer, como cumbre que son de la creación, deben ser libres. Así lo quiso Dios, Nuestro Señor, cuando nos hizo.
—Entonces estaréis en contra de la Inquisición —afirmó Joan.
—Nos oponemos a todas las inquisiciones —repuso D’Avalos—. Y en especial a la que funciona en España, o a la impuesta por Savonarola en Florencia. No solo van contra la libertad religiosa, sino también contra la física e intelectual, y generan el peor tipo de esclavitud: el miedo. El miedo ata al hombre física, mental y espiritualmente, impide que se desarrolle hasta su máximo potencial y no le deja brillar como Dios quiso que brillase. El miedo es la oscuridad.
Joan se quedó pensando unos instantes antes de preguntar:
—Y ¿por qué me contáis todo esto? Si os delatara a la Iglesia, tendríais problemas.
—Porque hace tiempo te venimos observando —repuso Antonello—. Sabemos que piensas como nosotros.
—Pero solo me conocéis desde que llegué a Nápoles.
—No. Te conocemos de mucho antes —afirmó el librero.
—¿De antes?
—Sí. Tu amigo Bartomeu, de Barcelona, también es mi amigo.
Joan conocía la relación entre su protector en Barcelona y el librero.
—Sí, y también pensaban así los Corró —continuó Antonello—. Y Abdalá.
Joan sintió que se emocionaba recordándolos. Los Corró habían sido como sus segundos padres cuando era aprendiz en su librería, y continuaba considerando a Abdalá como su gran maestro. De pronto, mucho de lo vivido cobró relevancia. Había conocido a Antonello en Nápoles gracias a Bartomeu, y también fue Bartomeu quien le consiguió su trabajo de aprendiz con los libreros Corró en Barcelona. Todos estaban relacionados.
—¿Traficáis con libros prohibidos? —preguntó mirando a Antonello.
—Naturalmente —contestó este—. Nos oponemos a la prohibición de compartir y difundir el saber.
Joan recordó la trágica muerte de Joana y Antoni Ramón Corró en la hoguera, acusados de comerciar con libros prohibidos. En parte, él había sido responsable, y aún sentía culpa, tenía una deuda con ellos. Quizá si continuara su obra podría alcanzar su perdón desde el más allá y acallar sus remordimientos.
—¿Por qué me habláis de todo esto?
—Vos queréis abrir una librería en Roma y necesitáis dinero —repuso Innico con tranquilidad—. Y estoy dispuesto a prestaros algo y daros un aval si como parece compartís nuestros ideales.
—Y ¿qué queréis a cambio? —inquirió Joan receloso.
—Solo que os mantengáis consecuente con los principios que tenían los Corró y que nosotros sostenemos —contestó el marqués—. Y que, naturalmente, nos devolváis el dinero en cuanto os sea posible.
—¿Solo eso?
—Solo —repuso Antonello sonriente.
—¡Acepto! —exclamó Joan devolviéndoles la sonrisa.
El tiempo de Savonarola ha terminado. Florencia debe recobrar la libertad y vos podéis desempeñar un papel crucial en ese cambio
—prosiguió leyendo Joan—.
Alguien requerirá vuestra ayuda para derrocar a ese fraile fanático. Veríamos con agrado que le ofrecierais vuestro apoyo.
La carta de Innico continuaba tratando otros asuntos de política y libros relacionados con las tres libertades que defendían.
Joan se quedó pensativo. El marqués poseía una extensa red de amigos comprometidos con los mismos principios de libertad, y esos contactos le hacían partícipe de diversas confidencias y secretos. Se dijo que definitivamente algo iba a ocurrir en Florencia. Él ya colaboraba en la lucha contra Savonarola amparando a Niccolò y a sus amigos y haciendo llegar a la ciudad libros prohibidos por el fraile. Algunos de los cuales, por cierto, sufragaba el marqués. ¿Qué insinuaba con «veríamos con agrado»? Cada trimestre le enviaba al gobernador de Ischia y Procida una parte del dinero que le había prestado; llevaba cinco envíos y estaba a punto de saldar sus deudas. No le podía exigir nada.