Tiempo de cenizas (62 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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Escribió en su libro: «¿Puede un hombre, por mucho que se esfuerce, escapar a su destino?».

Joan decidió hablar con su empleado y amigo Paolo Ercole. El romano le había sido fiel en todas las vicisitudes y confiaba en su buen criterio. Cuando Joan le pidió su opinión, aquel le preguntó mirándole a los ojos:

—¿Seguro que la queréis conocer? ¿Os respondo con toda sinceridad?

—Naturalmente. —Joan supo de inmediato que lo que iba a oír no le gustaría.

—La librería podría salvarse; sin embargo, vuestra presencia en ella la pone en serio peligro —le dijo tajante—. Vos sois, junto con Pedro, el único
catalano
que queda en este establecimiento, y además sois el dueño. Esta librería fue el lugar de reunión de los adictos a Alejandro VI y esa imagen no desaparecerá hasta que os vayáis de Roma.

—Pero vos también luchasteis junto a César Borgia y sois uno de los nuestros; os conocí gracias a don Michelotto.

—Yo soy romano y a mí me lo perdonarán. Hay muchos que lucharon junto a César Borgia y cambiaron de bando —repuso firme—. Pero vos siempre seréis aquí un extranjero y un
catalano
.

Las intrigas para la elección del nuevo pontífice volvieron a ponerse en marcha, aunque en esta ocasión, el ejército de César, que ya estaba casi recuperado, mantenía un orden aceptable en Roma gracias a la influencia francesa. La presión militar sobre el Vaticano había cambiado de signo. Pocos días después de la elección del papa recién fallecido, las tropas españolas acantonadas a las afueras de Roma se apresuraron a retirarse ante la presencia del gran ejército francés, que iba de camino a Nápoles para reconquistar el reino.

Así las cosas, Joan recibió la visita de Niccolò, que regresaba como embajador de Florencia. Unas semanas antes había recibido una carta del florentino anunciándole su llegada y encargándole los libros de las
Vidas paralelas
de Plutarco para que se los hiciera llegar a César, con el que mantenía amistad, como regalo. Al verle, Joan, que a pesar de la presencia de Pedro se encontraba cada vez más solo y aislado, sintió el placer de reencontrarse con un viejo amigo. Le invitó a comer y charlaron durante horas sobre sus aventuras pasadas y los tiempos presentes.

—Mi república quiere, como todo el mundo, influir en la elección de un papa que nos sea favorable —comentó Niccolò con aquella sonrisa irónica que Joan no había olvidado—. César Borgia controla aún el voto de once cardenales y su postura es clave para la elección.

—Espero que el nuevo papa le confirme como portaestandarte y que nuestra vida vuelva a ser como antes.

—También podría ocurrir que el acuerdo no fuera ese y que César se refugiara en su ducado de la Romaña, olvidándose de Roma —repuso el florentino—. Si eso ocurre, vos y vuestra librería no saldríais bien parados. Estos días hablaré con mucha gente. Y mi primera charla será con César Borgia, con el que tengo una cita en el castillo de Sant’Angelo.

—Os ruego, amigo, que me mantengáis informado.

—El cardenal Della Rovere será elegido papa —le dijo Niccolò a Joan cuando unos días después regresó a la librería.

—¿Della Rovere? —repuso Joan asombrado—. ¡Esa es una mala noticia!

—Della Rovere goza del favor de Francia y ha llegado a un acuerdo con César, al que llama
queridísimo hijo
. Los cardenales españoles le apoyarán y él renovará a César en el puesto de portaestandarte y general del ejército vaticano.

—Bien, cuánto me alegro —dijo Joan aliviado—. Espero que regresen los buenos tiempos y que mi familia pueda disfrutar de nuevo de Roma y de la librería.

Niccolò le miró esbozando una sonrisa triste.

—No creo que eso ocurra jamás, amigo Joan.

—¿Por qué?

—Porque el cardenal Della Rovere engaña a César, y cuando sea papa le traicionará.

—¿Cómo lo sabéis?

—Della Rovere fue uno de los peores enemigos de César y de su padre. Estos le vencieron y humillaron varias veces.

—Sin embargo, le perdonaron. Escapó sin sufrir represalias.

—Precisamente —repuso Niccolò con aquella sonrisa tan característica suya—. Quien crea que para los grandes personajes los beneficios recientes hacen olvidar viejas ofensas se equivoca. Ese perdón le será fatal a César.

—Y ¿no se lo habéis dicho? Es vuestro amigo.

El florentino sonrió de nuevo.

—Admiro a César Borgia, es un hombre muy hábil, un gran príncipe, le llevo observando y estudiando durante mucho tiempo. Y este es el primer gran error que le veo cometer. Es mi amigo, aunque, por desgracia, no lo es de mi patria. Amenazó a la república de Florencia, estuvo a punto de invadirla y suerte tuvimos de que el rey francés le detuviese. No puedo ayudarle, lo siento.

—Pienso advertir a Miquel Corella. —Joan fruncía el ceño.

—Hacedlo, aunque de nada servirá. No evitaréis el fin de los
catalani
. —Y le puso una mano en el hombro—. Yo me quedaré aquí para presenciarlo. Pero a vos no os conviene estar en Roma cuando eso ocurra. Reuníos en Nápoles con vuestra bella esposa cuanto antes.

Niccolò le ocultaba a Joan que había negociado con el futuro papa beneficios para Florencia a cambio de participar en la trampa en la que él mismo haría caer a César.

Cada vez más convencido, Joan anotó en su libro: «Mi gran obra no es la librería, sino mi familia. Innico, Antonello, Pedro, mi esposa, el propio Paolo e incluso Niccolò insisten en ello. Mi terquedad, mi tozudez no hará cambiar los hechos, y mi incapacidad para aceptarlos puede causar una tragedia. Anna y los míos no pueden regresar a Roma, me necesitan en Nápoles. Este es el fin del sueño».

93

Aquella misma tarde, Joan se apresuró a acudir al Vaticano y exigió a la guardia que avisara a don Michelotto de inmediato.

—Miquel —le dijo tan pronto como este le recibió—, sé que existe un pacto entre Della Rovere, los cardenales españoles y César.

—Es verdad. —El valenciano le miró severo, con su expresión de toro a punto de embestir—. Aunque es un secreto. ¿Cómo lo sabes?

—Eso es lo que menos importa ahora. Sabed que cuando Della Rovere sea papa os traicionará.

Don Michelotto le miró pensativo unos instantes y después se encogió de hombros.

—Puede ser —repuso melancólico—. Sin embargo, la suerte ya está echada. Sabemos de los riesgos que el pacto comporta, pero ya no hay vuelta atrás, mañana debemos abandonar Roma con nuestras tropas para que empiece el cónclave.

—He decidido irme, Miquel —le dijo Joan entristecido—. Dejo Roma. Dejo la librería. Mi familia me necesita en Nápoles.

El valenciano se quedó mirándole fijamente.

—No me gusta que te vayas.

—Os he ayudado en lo que he podido y mi librería ha sufrido varios asaltos —repuso Joan—. Si Della Rovere cumple con su pacto, no me necesitaréis y si os traiciona, no habrá nada que yo pueda hacer.

—Y ¿abandonarás tu sueño?

—Mi sueño ahora es ver crecer a mis hijos junto a mi esposa.

Miquel Corella meneó la cabeza disgustado.

—¡Menuda ñoñez! —repuso con un bufido—. Ya no eres el muchacho al que conocí; te estás volviendo flojo. Has dejado de ser un soldado y te has convertido en un librero de mierda.

—Nunca quise ser un soldado; la vida me obligó —respondió Joan elevando su barbilla con orgullo—. Ahora soy lo que siempre quise ser: un librero. Tan digno o más que cualquier soldado.

—Vale, de acuerdo. —El valenciano sacudió el aire con las manos como limpiándolo de las palabras dichas—. No eres un soldado, solo un amigo, y te agradezco lo que has hecho. Sin embargo, te pido que esperes a la elección del próximo papa y a mi regreso. Esta vez el cónclave decidirá muy rápido. Quizá entonces cambies de opinión.

—Más tengo yo que agradeceros —contestó Joan con suavidad. El reconocimiento de su amigo le tocaba el corazón—. Nada menos que la librería. Solo esperaré hasta conocer quién es el próximo papa. He cumplido hasta donde debía y más, ahora debo pasar página y ocuparme de mi familia.

—Como quieras —dijo Miquel Corella, y le estrechó en un larguísimo abrazo—. Quizá no nos veamos más. Y si esta ha de ser nuestra despedida, no quiero que te vayas sin antes decirte cuánto he apreciado tu amistad. Ha sido un privilegio.

—Lo mismo digo, don Michelotto.

Miquel sonrió al oír su apelativo italiano en boca de Joan.

—Te recordaré —añadió el valenciano emocionado—. Tú ve con tu familia, que yo me quedaré con la mía. Hasta el final.

A la mañana siguiente, Joan acudió al palacio de Francisco de Rojas escoltado por su cuñado Pedro y por Paolo. El embajador había logrado, con la ayuda del Gran Capitán, que la familia de los Colonna, que luchaba a favor de España, acordara una tregua con los Orsini, la familia más poderosa en la zona de Roma y del Lacio. Gracias a ello y a distintas concesiones y prebendas dadas en nombre de los reyes de España, el jefe del clan Orsini, Bartolomeo d’Alviano, enemigo encarnizado de César Borgia, había cambiado de bando y se había unido a las tropas del Gran Capitán para combatir a los franceses.

El embajador, a cambio de otra contribución monetaria al esfuerzo bélico español, había obtenido una entrevista para Joan con el jefe de los Orsini. El librero sabía que aquel hombre había autorizado, o incluso ordenado, los ataques a su establecimiento, y cuando se encontró a solas con él, en una sala cedida por el embajador, le dijo:

—He vendido mi librería a Paolo Ercole, un ciudadano de Roma al que sin duda conocéis. Me voy a Nápoles con mi cuñado Pedro y jamás regresaré. Todos los empleados de la librería son italianos. Os pido que la pongáis bajo vuestra protección y evitéis nuevos asaltos.

Bartolomeo d’Alviano le miró ponderando sus palabras.

—Me alegro de que esa librería, la mejor de Roma, se haga italiana de una vez —dijo al fin entornando los ojos—. Pero tiene un pasado ignominioso. Si queréis nuestra protección y que se libre del fuego, tendréis que pagar quinientos ducados.

Aquello era una fortuna, pero Joan logró regatear hasta que D’Alviano aceptó trescientos ducados.

—Paolo Ercole os pagará cincuenta ahora, cincuenta a principios de año y cien más los dos siguientes.

D’Alviano sonrió.

—De acuerdo, aunque los primeros cien se pagarán de inmediato. Con los pagos diferidos os queréis asegurar de que protejamos la librería, ¿verdad?

—Si esta desaparece, también desaparece el dinero —repuso Joan—. Abandonaré Roma en pocos días y a partir de hoy mismo trataréis con Paolo. Yo ya no tengo ninguna autoridad en la librería.

Después, Paolo Ercole, que aguardaba en una sala contigua junto a Pedro, hizo el pago al Orsini, y ambos firmaron un pliego de acuerdo, con el embajador español de testigo. Joan contempló el acto con una mezcla de tristeza y alivio.

Cuando se quedó a solas con Francisco de Rojas, este le firmó otro rimbombante documento en el que destacaba sus heroicos servicios a los reyes de España en la guerra de Nápoles bajo el mando del Gran Capitán. A cambio, Joan le pagó la aportación acordada de doscientos ducados que irían a sufragar gastos de la guerra.

—La librería está ya a salvo —le dijo a Paolo cuando, ya en su casa, firmó la escritura de venta—. Y es vuestra. Dadme un par de días para recoger mis cosas y partiré con Pedro hacia Nápoles.

—Disponéis de todo el tiempo que queráis, Joan —repuso el romano estrechándole la mano.

Aquella tarde abandonó la librería para pasear por Roma a caballo con Pedro, ambos bien armados. Las tropas de César ya habían abandonado la ciudad; las demás facciones hacían lo propio y reinaba una calma tensa. Al día siguiente, los cardenales se encerrarían en el consistorio que elegiría al nuevo papa.

—Siento a la vez alivio y un gran desgarro, Pedro —le dijo a su cuñado—. He dejado de sufrir por la librería y a la vez añoro el tiempo que gocé de ella.

—Todas las cosas de este mundo tienen un principio y un fin, Joan. Aceptadlo.

—Esta librería era nuestro sueño, el de Anna y el mío. Era el símbolo de nuestra libertad y fuimos muy felices en ella. Siento que emprendo un doloroso destierro.

El aragonés rio.

—¿Libertad? ¿No comprendéis que la dichosa librería se había convertido en la cadena que os hacía esclavo? Ahora es cuando sois libre de verdad. Libre para ir a Nápoles y abrazar a vuestra familia.

—Quizá tengáis razón, Pedro.

—Son nuestras ansias las que nos encadenan, Joan —repuso su cuñado—. Eso de la libertad es muy complejo. Somos libres para desear y luchar por esos deseos; pero es precisamente la consecución de esos deseos lo que nos impone obligaciones.

Joan continuó el resto del paseo en silencio. Tenía mucho en que pensar.

Aquella noche levantó la pluma de su libro para mirar a través de la puerta abierta el comedor de su casa, que ya no era suya. Antes lo llenaban las mujeres y los niños de su familia y ahora estaba tristemente vacío. Se dijo que pronto volverían las voces femeninas y los gritos infantiles, cuando en unos días la familia de Paolo lo ocupara. Escribió: «Me iré tranquilo porque mi sueño continuará vivo, aun sin mí. Será el sueño de Paolo».

94

El día 31 de octubre de 1503 por la mañana, los treinta y ocho cardenales entraron en el cónclave en el Vaticano y salieron al día siguiente a medianoche después de entregar el documento con su decisión. Della Rovere había sido elegido papa con treinta y siete de los votos, y tomó el nombre de Julio II.

Joan salió de la librería con Pedro al oír el repique de campanas y supo de la noticia camino del Vaticano. Della Rovere era papa; se cumplía el primer pronóstico de Niccolò, y se dijo, con tristeza, que seguramente también se haría realidad el resto.

—Pedro, ya he visto y oído demasiado, es el momento de irnos.

—Hace tiempo que lo es —contestó su cuñado sonriendo.

Cuando regresó a la que había sido su casa, vio que el rótulo de «Librería» había sido sustituido por «Librería italiana». Joan se quedó un tiempo contemplándolo a la vez que se sentía más extranjero que nunca en Roma. Cuando entró, Paolo y los empleados le saludaron amables, aunque sintió que lo hacían de forma distinta; incluso los pocos clientes que había en la zona de ventas eran desconocidos para él. Aquella ya no era su casa, sobraba; él ya no pertenecía a aquel lugar. Subió a las que habían sido las habitaciones de su familia y el sentimiento de extrañeza se hizo más intenso. Contemplaba las paredes, los muebles, el suelo, y todo aquello le parecía vacío, ajeno, lejano a los recuerdos de felicidad que atesoraba junto a Anna y los suyos.

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