Tiempo de cenizas (57 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Lo haré si está en mi mano.

—Escribid a mis padres y decidles… —El muchacho se interrumpió, fatigado, y se estremeció con un lamento—. Decidles que he muerto en el campo de batalla…

—Les diré que fuiste un valiente y que honraste su nombre.

Diego movió los labios musitando unas gracias que no se oyeron y por unos instantes la sombra de una sonrisa se mostró en su faz. Quizá recordara los brazos maternos o a aquella chiquilla de su pueblo de la que anduvo enamorado.

Después, las pocas fuerzas que le quedaban le abandonaron y con un tenue quejido su cuerpo reposó desmadejado sobre la pica que le impedía caer al suelo. La sangre continuaba goteando por sus piernas. Joan se preguntó esperanzado si el chico habría muerto, aunque de inmediato este inspiró con fuerza para soltar después el aire fatigosamente.

Entonces se oyeron unos tambores distantes que se iban acercando; llegaba el ejército camino de Nápoles. Era un redoble destemplado, desagradable, sonaba a muerte y a ejecución. Al oírlo, Diego pareció recuperar algunas fuerzas, entreabrió los ojos y volvió a hablar:

—Don Joan. —Su voz era muy débil.

—Dime, Diego.

—Dadme la misericordia.

Joan se quedó en silencio. El muchacho le pedía que le matara, que terminase con su sufrimiento. Se llevó la mano a la daga mientras pensaba que en su turbulenta vida había dado muerte a varios hombres por razones menos dignas que aquella. Si le mataba, terminaría con su dolor, aunque con toda seguridad sería acusado de ello y ahorcado. La razón por la que los soldados estaban de guardia frente a los ajusticiados era evitar que sus camaradas acortasen su agonía. Su tortura debía servir de ejemplo para la tropa. Sin embargo, no fue el miedo lo que le hizo retirar a Joan la mano del arma; de inmediato supo que sería incapaz de acabar con la vida del chico.

—Aguanta un poco más, hijo. Pronto terminará y yo estaré contigo.

—Más me hubiera valido que aquel francés me hubiese matado en Ceriñola —murmuró.

El muchacho cerró los ojos, soltó aire y su cuerpo perdió la poca tensión que le animaba. Se quedó inerte alrededor de la inmisericorde pica que sujetaba su cuerpo en vertical. Joan se sentía ahora culpable de haberle salvado la vida en la batalla.

La vanguardia la componían unidades de caballería ligera española y la caballería italiana de los Colonna; con ellos, y antes de los lansquenetes alemanes, lejos de cualquier español, cabalgaba el Gran Capitán. Joan se dijo que quizá lo hiciera para protegerse de la ira de sus compatriotas. Al contrario que en los habituales desplazamientos del ejército, se marchaba en silencio, al compás de los siniestros repiques de tambor.

Gonzalo Fernández de Córdoba iba muy erguido en su montura y, mientras que muchos de los soldados preferían mantener la vista al frente, él miraba ceñudo, con expresión airada, a cada uno de los ajusticiados. El soldado que estaba de guardia con Diego se puso en posición de saludo y Joan buscó los ojos del general. Cuando se encontraron le sostuvo la mirada mientras murmuraba de forma que se pudiera leer en sus labios:

—Maldito seas.

Fue un durísimo intercambio en el que Joan quiso mostrarle al Gran Capitán toda su rabia y desdén mientras percibía de este la fuerza de su determinación para el logro de la victoria a toda costa. Siempre, hasta en los instantes más críticos, había visto al general Fernández de Córdoba de buen talante, incluso risueño, y aquella faceta suya adusta y vengativa le defraudaba.

Detrás de la infantería alemana desfilaba la española, y las expresiones en los rostros de los soldados eran lúgubres. Aquel macabro espectáculo iba dirigido a ellos. Allí, muertos o agonizando, estaban los que más habían alzado sus voces, no existía amenaza y advertencia más clara y brutal. Joan vio entre los de su pelotón a Santiago, en cuyos ojos agrandados por el horror brillaban las lágrimas.

Algunos evitaban mirar a sus compañeros, pero los más lo hacían, y en lugar de mantener el silencio del resto de las unidades muchos alzaban su voz.

—¡En secreto los mataron, que de haberlo sabido nosotros no habrían podido! —decía uno con rabia.

—¡Mártires son! —gritaba otro—. ¡Y reciben la muerte por reclamar lo que es nuestro de buena ley!

—¡Guardaremos vuestra memoria! —proclamaba otro más—. ¡Os asesinaron por exigir que se cumplieran las leyes de los gloriosos soldados del pasado!

Joan no pudo evitar una leve sonrisa de satisfacción. El espíritu bravo de aquellos hombres acostumbrados a jugarse la vida no se apagaba con unas ejecuciones, por bárbaras que fueran.

El grueso de la caballería española, que no había participado en el motín, cerraba la marcha. Durante el desfile, Joan no había percibido movimiento en Diego, y al final de este pronunció su nombre a media voz. El muchacho tenía a sus pies un gran charco de sangre; como no recibió respuesta, supuso que estaría muerto. Sin tocarle empezó a rezar de pie, frente a su cuerpo.

Después llegaron unos soldados seguidos de campesinos italianos. Estos empezaron a cavar unas fosas mientras los militares descolgaban a los ahorcados y uno de los soldados se aseguraba de la muerte de los empalados degollándolos. Así lo hizo también con Diego, que no dio signo de vida alguno.

—Lo siento por vuestro amigo —le dijo el hombre que había estado de guardia frente a Diego—. Era demasiado joven.

Joan no pudo evitar darle al soldado, al que momentos antes había amenazado con su daga, las gracias y el abrazo que habría deseado darle a Diego. El hombre mantuvo el apretón todo el tiempo que el librero precisó. Después, esperó a que Diego García de Burgos estuviera bajo tierra, rezó una última oración y montó su caballo para seguir al ejército. Era un día de primavera, aunque gris y triste. Jamás lo olvidaría.

86

Dos días después, cuando Joan regresaba de almorzar junto a otros oficiales un cocido de habas que le había recordado mucho a los que comía en galeras, se encontró con Santiago.

—¿Habéis oído la noticia? —le preguntó este.

—Te refieres a que la ciudad de Nápoles se entrega sin lucha, ¿verdad? —le contestó Joan contento—. Nos ahorraremos muertos y fatigas.

—Pero no habrá saqueo —repuso Santiago compungido.

Joan se dijo que con solo veinte años su amigo ya pensaba como un curtido soldado de fortuna.

—Al menos gozarás de Nápoles vivo y con tu cuerpo entero.

—El Gran Capitán no quiere que disfrutemos de la ciudad ni vivos ni muertos. Ha ordenado que solo una pequeña parte de la tropa entre en Nápoles. Al resto nos ordena ir al norte para evitar que los franceses se reagrupen.

—Tiene sentido. Si la ciudad se entrega, los franceses se refugiarán en el Castel Nuovo y dell’Ovo, y solo se precisarán los soldados necesarios para sitiarlos.

—No. No tiene sentido para nosotros —refunfuñó Santiago ceñudo—. El Gran Capitán nos dijo que pagaría los atrasos al llegar a Nápoles y ahora nos quiere largar sin paga. Entraremos en la capital del reino, lo quiera o no.

—¿Otra revuelta?

—Sí, y así será hasta que nos pague. En honor a los que, como Diego, murieron defendiendo la dignidad de la tropa española.

—Me alegro —murmuró Joan.

Al día siguiente, Pedro Navarro le explicó que el Gran Capitán había tenido que aceptar una buena parte de los términos impuestos por sus hombres.

Satisfecho, Joan escribió en su libro: «El vencedor en mil batallas ha tenido que rendirse ante su tropa más plebeya. Como buen general, conoce el valor de una retirada a tiempo».

El 16 de mayo de 1503, Nápoles izó las banderas de España y el Gran Capitán y su ejército, con la infantería española al completo, entraron en la ciudad haciendo sonar tambores, pífanos y trompetas. Esta lucía sus mejores galas; tapices y banderas colgaban de las ventanas, guirnaldas y arcos triunfales cruzaban las calles y las muchachas lanzaban flores a las tropas que desfilaban. Gonzalo Fernández de Córdoba cabalgaba victorioso y satisfecho; a cambio de evitar saqueos y desmanes, la ciudad le había ofrecido importantes sumas con las que había podido pagar gran parte de los atrasos a sus tropas.

Tan pronto como terminó el desfile, Joan fue a visitar a sus suegros, los orfebres Roig, y a su cuñado, que le recibieron felices. El librero llevaba tres meses sin noticias de su esposa y quería saber de ella y de su familia en Roma. La última carta de Anna a sus padres estaba fechada hacía más de un mes; en ella les contaba que se encontraban bien y les pedía que le escribieran tan pronto como tuviesen noticias de su marido. Joan comprendió que ninguna de las cartas enviadas a su mujer en los últimos meses había llegado a su destino. Y se apresuró a escribirle.

Aquella tarde fue a la vía del Duomo, donde su amigo Antonello y su esposa María tenían su librería. Allí era donde Joan había aprendido el oficio de impresor y donde había conocido a Innico d’Avalos. Los libreros le recibieron con el cariño de siempre y le invitaron a cenar.

—El rey de Nápoles se refugió en la isla de Ischia cuando nos invadieron los franceses —le explicó Antonello—. Pero terminó pactando con ellos y se fue a Francia, dejando orden al marqués de que se rindiera a los galos sin lucha. Sin embargo, D’Avalos negoció con su amigo el almirante Vilamarí y en la Pascua de Resurrección izó las banderas de España en sus islas.

—Eso significa que el marqués cree que «el tiempo de los franceses en Nápoles está a punto de terminar» —dijo Joan, jocoso, imitando la voz y la pose del gobernador de la isla de Ischia.

Antonello rio, pero de repente su faz mostró una expresión seria poco habitual en él.

—También cree algo más —dijo con una mirada intensa.

—¿Qué es? —inquirió Joan curioso.

—Que el tiempo de los
catalani
está próximo a su fin.

Joan, sorprendido, se quedó mirando a su amigo y no pudo evitar estremecerse. ¡Los suyos estaban en peligro!

—Pero ¡quién se ha creído ese hombre que es! —estalló al fin, tratando de disimular su temor—. ¿Es que se cree un profeta? Ya tuve bastantes de esos en Florencia.

—No es profeta —repuso Antonello—, pero tiene intuición y una extraordinaria red de informadores entre los que nos contamos nosotros. Y acierta. Recibió la carta que le enviaste antes de incorporarte al ejército y me escribió diciéndome que si venías por aquí, te advirtiera. Cuida de tu familia.

—Partiré tan pronto como me licencie —repuso Joan. Sentía una profunda inquietud.

—Siento que os vayáis —le dijo el Gran Capitán, socarrón, cuando le pidió la licencia absoluta del servicio de armas—. Hicisteis un buen trabajo en la batalla al frente de vuestro pelotón de arcabuceros. Pero lo que en verdad lamento de vuestra partida es que erais el único que no me podía reclamar pagas atrasadas.

Joan compuso un gesto de circunstancias mientras Gonzalo Fernández de Córdoba, sonriente, firmaba el documento en el que certificaba los buenos servicios prestados por el librero al ejército español.

—Ya me gustaría tener a muchos como vos, que en lugar de cobrar viniesen a luchar pagando —concluyó guasón.

—Gracias, general —repuso Joan cuando tuvo el documento en sus manos—. Pero yo también he de reclamaros pagas atrasadas.

—Pagas atrasadas, ¿vos? —inquirió Gonzalo con la sonrisa aún bailándole en los labios. Creía que Joan bromeaba.

—No son mías, sino las de Diego García de Burgos.

—¿Quién?

—Diego García de Burgos, un muchacho de apenas diecinueve años al que hicisteis empalar por reclamar su dinero. —La sonrisa del general se tornó en un rictus doloroso—. Se lo mandaré a sus padres —continuó Joan—. Y también les enviaré una carta que dirá que su hijo murió, con honra, luchando como un valiente.

Los dos hombres se miraron en silencio y Joan recordó el momento en el que sus miradas se cruzaron cuando Diego se moría empalado al borde del camino.

—Algunos actos a los que me obliga el servicio al rey ni me gustan ni me honran —musitó el cordobés.

—Os ruego que me deis un billete para vuestro tesorero con la orden de pago. —Joan no estaba dispuesto a justificar los actos del Gran Capitán.

—Vos no sabéis lo que es enfrentarse a cuatro mil quinientos hombres amotinados. Soldados veteranos de varias matanzas, armados, hambrientos y furiosos. —La voz de Gonzalo era tan dura como su mirada—. La muerte ejemplar de unos pocos evita la de miles.

Joan, de pie, frente al despacho del Gran Capitán, le miraba impasible.

—Vos no sabéis nada de todo eso, señor librero —continuó ante el silencio de su interlocutor—. No sois quién para juzgarme.

—Yo no os juzgo, eso ya lo hará Dios. Solo os pido que me deis las pagas que se le deben al muchacho.

Sus miradas no volvieron a coincidir hasta que Fernández de Córdoba abrió un pequeño cajón de su mesa, extrajo un papel y, mojando la pluma en el tintero, escribió con letra firme.

—Aquí lo tenéis, Joan Serra de Llafranc —dijo tendiéndole el billete, serio y con gesto duro—. Mi tesorero echará la cuenta. Id con Dios.

—Gracias, general. —Y suavizando su tono añadió—: Debo decir que me ha honrado luchar a vuestras órdenes.

—El sentimiento es mutuo —repuso el Gran Capitán.

La tensión de su rostro se relajó y tendió su mano a Joan. Este la estrechó y sus miradas se unieron, francas, mientras Joan sentía la fuerza de la mano de aquel hombre al que, a pesar de todo, apreciaba. Después dio media vuelta, anduvo hasta la puerta y salió sin mirar atrás.

El librero sintió un gran alivio al salir del castillo Capuano y llenó sus pulmones del aire primaveral de Nápoles. Cuidadosamente doblado, guardaba entre la camisa y el jubón el documento que le daba la libertad. Atrás quedaban la miseria y la muerte.

Era un día soleado y transparente. Nápoles, a pesar de la hambruna producida por la guerra, había recuperado su vital y colorida actividad y las gentes iban y venían en sus quehaceres diarios, indiferentes a los cañonazos disparados por las tropas españolas que sitiaban el Castel Nuovo y el Castel dell’Ovo, donde resistían los franceses rodeados por las trincheras de los hombres del Gran Capitán. Al igual que el calderero y el herrero martilleaban sobre el metal produciendo ruido, el oficio de soldado requería el suyo propio. Aquello era algo habitual en Nápoles en cada cambio de régimen.

Quedaba algo pendiente para que Joan sintiera la libertad plena. Se encaminó a la librería de Antonello y allí escribió la carta que hacía días demoraba. En ella decía que Diego había muerto como un valiente luchando por los reyes de España, y firmó como «Joan Serra, jefe de pelotón de arcabuceros». Después acordó con Antonello que la carta, junto al dinero de sangre del ejército y el que Santiago había recogido entre las pertenencias de Diego, saldría con destino a los padres del chico en la siguiente nave para España.

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