Tiempo de cenizas (55 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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De pronto, una bala de cañón impactó a su derecha haciendo volar por los aires a un par de sus hombres. Joan se estremeció al ver caer un cuerpo y ensartarse en las estacas de las trincheras. Era un soldado joven. Cuando la artillería española respondió, la caballería pesada gala se puso en marcha.

Joan vio venir a la primera línea de quinientos jinetes, seguida de otra más de quinientos, y otra y otra. Llegaban poderosos, como cuatro grandes olas imparables. A pesar del batir de los tambores y la trompetería, el golpeteo de los cascos de los caballos acercándose se fue haciendo cada vez más audible. La tierra temblaba.

—¡Ánimo, muchachos! —dijo Joan sin poder evitar encogerse sobre su arma.

Oyó cómo Diego y Santiago rezaban en voz alta. Fascinado al tiempo que sobrecogido, contempló a aquella masa de caballeros enemigos que se aproximaban haciendo retumbar la tierra bajo las patas de sus caballos, con sus penachos de plumas ondeando sobre sus yelmos y con el sol del atardecer brillando en sus armaduras. Era un espectáculo a la vez bello y terrorífico. Joan vio cómo se cubrían el rostro con sus celadas y bajaban sus lanzas para ponerlas al ristre y cargar. La vibración del suelo crecía por momentos hasta hacerse atronadora, el choque era inminente. En unos instantes, la muerte reinaría en el campo de batalla.

—¡Dios mío, ayudadnos! —suplicó Joan en un murmullo.

82

Joan buscó a su víctima entre la marea de caballeros acorazados que se les venía encima gritando «Par saint Jacques!». Los españoles respondieron «¡Por Santiago!» y Joan se dijo que unos y otros matarían y morirían suplicando al mismo santo. Las órdenes eran disparar al que viniera de frente; sin embargo, llegaban tan apiñados que había donde escoger. Ya en la distancia, Joan se había fijado en uno que se distinguía por su figura estilizada y la calidad de su armadura; se le antojó que podía ser el duque de Nemours. Estaba seguro de que aquel caballero valeroso que admiraba a los de la antigüedad lucharía en primera línea y no luciría signo alguno que le diferenciase, para evitar que los enemigos se concentraran en él. Pero aun sin distintivos, el aspecto y la forma de moverse del jinete le decían a Joan que se trataba de Louis d’Armagnac.

Dudó unos instantes. Apreciaba a aquel hombre y le repugnaba la idea de destrozar su esplendorosa estampa, bañada por el sol del ocaso, con algo tan innoble como un disparo. Era destruir la belleza. Pero se obligó a despertar de su ensueño; la que caía sobre ellos era una hermosura letal. Derribar al general enemigo sería una acción decisiva en la batalla; se lo debía a sus compañeros y a su esposa, a la que había prometido regresar con vida.

Apuntó con cuidado, al corazón. De repente, los tambores pararon, el ruido de los cascos de los caballos se hizo ensordecedor y sonó un toque de corneta. Era la orden de disparar. Estaban ya casi encima. Joan apretó el gatillo y la mecha hizo sisear la pólvora al prenderla. Sin poder evitarlo, desvió levemente su disparo. No podía matarle. El estampido de su arcabuz sonó a la vez que otros quinientos más y con el retroceso el arma le golpeó en el hombro. El aire se llenó de un intenso olor a pólvora. Muchos jinetes cayeron y otros se lanzaron sobre el terraplén de estacas tratando de superarlo. Joan vio que su víctima vacilaba un instante, estaba seguro de haberle alcanzado, y observó que su perfecta armadura mostraba un impacto por debajo de la clavícula, en la parte superior derecha del pecho. Era a donde había apuntado en el último instante en lugar de al corazón. Aun así, el caballero herido porfiaba por superar la estacada.

La primera línea de arcabuceros retrocedió para que la segunda efectuara su descarga. Uno de los jinetes logró superar la empalizada unos treinta pasos más allá de donde se encontraba Joan, traspasó con su lanza al soldado que tenía enfrente y después de desenfundar la espada se lanzó al trote en dirección a Joan repartiendo mandobles. Era una masa acorazada que avanzaba mutilando a su paso a los arcabuceros, que aún no habían tenido tiempo de recargar sus armas. ¡Venía hacia ellos! A pesar del pavor que aquel caballero le inspiraba, Joan admiró por un instante la fuerza de su brazo, el brillo de su armadura y el valor suicida del que sabía que iba a morir causando el mayor daño posible al enemigo. Los lansquenetes avanzaron hacia él con sus largas picas, pero Joan comprendió, con el corazón encogido, que antes de que le alcanzaran el gendarme los mataría a él y a sus amigos. Diego soltó el arcabuz y desenfundó su espada para defenderse. Sin embargo, Joan sabía que no tenía nada que hacer; ¡aquel imparable monstruo cubierto de metal le iba a matar!

El golpe del gendarme hizo volar el arma de Diego por los aires y, sin dar tiempo a reaccionar al chico, la espada del caballero fue en busca de su cuello. Joan había anticipado aquello, sabía que Diego no podría detener aquella masa acorazada en movimiento. Pero tampoco podía dejar morir al muchacho. Agarró su pesado arcabuz por el cañón y soltó un alarido. Estaba tan caliente que le quemaba las manos. Aun así no lo dejó caer y, gritando por el dolor y el esfuerzo al levantarlo, lo usó como una enorme maza contra el jinete. Se oyó un gran estruendo metálico cuando la culata del arcabuz chocó contra la celada que cubría la cara del gendarme, pero este estaba tan bien asentado en su silla y sus estribos que no pudo derribarlo. Sin embargo, vaciló un instante conmocionado, con la espada en alto, el tiempo suficiente para que Diego reaccionase y pudiera rodar por el suelo alejándose de aquella máquina de matar.

Mientras, Santiago aprovechaba el momento de desconcierto para meterse entre las patas de la montura y abrirle las tripas con su espada. El animal herido relinchó, pero se mantuvo firme y el francés aún pudo asestar un golpe mortal a otro de los arcabuceros. Justo entonces llegaron los germanos, y una pica tras otra buscaron el cuerpo del caballo y el del caballero por las fisuras de su armadura. Este trató de defenderse con el escudo y la espada, pero su montura se derrumbó. De inmediato, los alemanes se lanzaron sobre el caído con unas hachas terminadas en pico, y en unos instantes terminaron con él. Los demás lansquenetes atacaban a los franceses atrapados en la estacada para impedir que la superasen. Los jinetes derribaron a algunos de los lansquenetes alemanes, pero estos impidieron que penetraran en las defensas.

—Gracias, don Joan —le dijo Diego al recuperar el aliento—. Ha estado a punto de matarme.

—Suerte hemos tenido de que solo uno cruzase la empalizada de nuestro lado —repuso el librero—. Una docena hubiera bastado para exterminar a todo el pelotón.

Dio la orden de recargar arcabuces y mientras lo hacía buscó con la mirada al caballero al que había herido, y lo vio reagrupándose con sus compañeros para rehacer la línea de ataque. De repente se oyó un gran estruendo seguido de varios más, empezaron a caer cascotes sobre los soldados y una gran humareda se levantó de la parte superior de la colina. La artillería francesa había alcanzado los carros de pólvora de los españoles, que volaron por los aires. Los cañones del Gran Capitán no dispararían más.

—¡Ánimo! —oyó gritar Joan, y vio que se trataba de Gonzalo Fernández de Córdoba, que trotaba entre las tropas—. ¡Es el augurio de nuestra victoria! ¡Las luminarias del triunfo! ¡No necesitamos cañones para vencer!

Joan agradeció la fama y el prestigio de los que el general gozaba entre sus hombres. A otro no le hubieran creído, pero a él sí. Necesitaban creerle. Nadie se movió de su puesto. Animados por lo ocurrido, los franceses volvieron a la carga con fuerzas renovadas, pero los arcabuces estaban ya cargados. Los lansquenetes abrieron sus filas y Joan y los suyos dispararon de nuevo. En esta ocasión, los gendarmes franceses, al ser rechazados, cabalgaron hacia la derecha en paralelo a la barrera defensiva en busca de un punto débil por donde penetrar. Mientras, los arcabuces causaban estragos; caían uno tras otro sin encontrar una vía de entrada en las defensas.

En su ayuda acudieron los tres mil lansquenetes suizos del ejército francés, que avanzaron entre batir de tambores, sonido de pífanos y con las banderas al viento seguidos por los tres mil infantes restantes. Abrían sus filas para sortear a los caballeros que se retiraban y las volvían a cerrar formando un sólido muro. Pusieron sus picas al ristre y soportaron con valor la descarga de los arcabuces. Los que iban cayendo eran sustituidos por sus camaradas de la fila posterior y al alcanzar la distancia adecuada cargaron corriendo mientras gritaban. Ellos podían penetrar entre las puntiagudas estacas de la empalizada, y Joan ordenó a los suyos que una vez efectuado el disparo, se retiraran detrás de los lansquenetes alemanes. Alemanes y suizos chocaron encima de la barricada formando un erizo monstruoso de larguísimas púas que se movía de manera convulsa. El pelotón de Joan aprovechó para cargar de nuevo los arcabuces, salir por el flanco izquierdo y disparar sobre los suizos por el costado y por su retaguardia, uniéndose al resto de la infantería española, que, con lanzas y espadas, caía ya sobre ellos.

La batalla se generalizó al lanzarse la caballería pesada española e italiana contra los restos de la francesa, y cuando esta se desbandó cargaron contra los infantes. El capitán suizo murió y al poco su gente, superada por la combinación de infantes alemanes y españoles, se dio a la fuga chocando y desordenando al resto de la infantería y la caballería ligera francesa, que trataban de entrar en combate y que pronto fueron derrotadas. La desbandada gala fue entonces total y los vencedores se lanzaron en persecución de los vencidos, matando a los que no se rendían. Muchos escaparon gracias a la caída de la noche y solo ochocientos fueron apresados.

Joan hizo recuento; ocho de los suyos habían muerto y tres estaban heridos. Había que felicitarse por conservar la vida y, sin embargo, Joan se sentía triste al contemplar a la luz cambiante del atardecer el desolador paisaje de miles de muertos.

«¡Cuánto valor derrochado, cuántas vidas perdidas! —se dijo moviendo la cabeza con incredulidad—. Y ¿a esto lo llamamos victoria?»

83

—Vamos a coger lo que podamos del campo —dijo Santiago una vez que se asentaron para pasar la noche. Sostenía una tea encendida—. ¿Venís?

—¿Vais a robar a los muertos? —inquirió Joan.

—Pues claro —repuso Diego—. Y de paso terminaremos con el sufrimiento de los heridos. ¿Es que no habéis estado nunca en una batalla? Es la costumbre. Además, el rey me debe mucho dinero. Voy a ver si encuentro algo que valga la pena.

—No, gracias, Diego. No me apetece.

—Que Dios os dé buena noche.

Y los muchachos se juntaron con varios más que los esperaban con antorchas.

Joan no tuvo la buena noche que Diego le había deseado. A pesar del cansancio no podía evitar rememorar la masacre y su pensamiento iba al duque de Nemours. Lo veía acercarse junto a sus caballeros haciendo temblar el suelo con los cascos de sus caballos, el penacho de su yelmo ondeaba al viento y su armadura brillaba al sol del atardecer. ¿Era él el caballero al que había herido? Se movía intranquilo en el suelo en el que estaba acostado, hasta que se incorporó y, después de hacerse con una tea, se fue hacia el campo de batalla.

Se situó en el lugar donde había estado apostado y cruzó la empalizada cuidando de no herirse con aquellas estacas que habían derribado a tantos caballeros. El espectáculo que le permitía ver su antorcha era desolador. Casi todos los cuerpos, de hombres y caballos, se encontraban esparcidos frente a la larga trinchera, aunque el campo estaba también lleno de cadáveres desperdigados. En su mayoría completamente desnudos. Aquí y allí se veían las luces de las antorchas de los soldados que desvalijaban los cuerpos. Otros cargaban con distintos objetos. En ocasiones oía los gritos de una disputa de la soldadesca. Habrían encontrado algo valioso.

—Buitres —murmuró apretando las mandíbulas.

Pensó que el duque de Nemours habría muerto en algún punto cercano a la empalizada, tratando de cruzarla, y siguió aquella macabra ruta jalonada de cadáveres de hombres y caballos, a veces amontonados los unos sobre los otros.

Ante aquel espectáculo se decía que ojalá no hubiera estado nunca en Ceriñola y jamás hubiese visto aquello. Todos aquellos hombres habrían prometido a sus esposas que volverían, como él había hecho con la suya. Joan se puso a rezar por los que ya no podrían abrazar a sus seres queridos.

Sobre el campo flotaba un tufo de sangre mezclado con inmundicias que le revolvía el estómago. Cuando topaba con un cuerpo alto y estilizado se paraba a comprobar sus facciones y si estaba boca abajo, lo giraba. Para ello tenía que tocar el cadáver, que aún conservaba el calor; alguno empezaba a estar rígido y todos le manchaban las manos con sangre más o menos seca. Aquello le producía náuseas, pensaba que uno de aquellos cuerpos podía haber sido el suyo, pero se forzaba a continuar. Estaba obsesionado con encontrar al duque y saber si había sido su bala la primera en traspasar su armadura.

Al fin halló un cuerpo que podía ser el del duque; no se encontraba demasiado lejos del lugar donde le vio por última vez. Estudió sus facciones y se dijo que si no lo era, se parecía mucho a Louis d’Armagnac. Le habían robado todo y estaba boca arriba, completamente desnudo, aunque los ladrones, en un rasgo de piedad, le habían cubierto el sexo con una piedra. Joan comprobó que tenía una herida que le traspasaba el pecho por debajo de la clavícula derecha; ahí era donde él le había dado. Aunque después, cuando herido acometió el segundo asalto, había recibido dos balas más: en el estómago y en el cuello.

—Fuisteis un valiente, quizá demasiado, duque —murmuró Joan—. Vuestra muerte es digna de aquellos caballeros épicos de los poemas que tanto amabais.

Después rezó por su alma; lamentaba la muerte de aquel que había querido ser un caballero de virtudes. Y recordó lo que Pedro Navarro, feliz por la victoria, le había dicho unas horas antes:

—Es la primera vez en la historia en la que las armas de fuego, ya sean pequeñas o grandes, vencen a la caballería pesada. ¡Con solo mil arcabuceros hemos desbaratado a dos mil gendarmes! ¡Las unidades más poderosas del ejército francés, su flor y nata!

No había terminado Joan con sus rezos cuando vio que un numeroso grupo de antorchas se acercaba y reconoció al Gran Capitán y a alguno de sus oficiales. Los guiaba un criado llamado Vargas al que uno de los oficiales franceses vencidos, invitado a cenar por el general en un gesto caballeroso, había reconocido luciendo ropas del duque. Vargas, que desconocía a qué muerto había desvalijado, no sintió ni remordimiento ni vergüenza, y no tuvo inconveniente en conducir al grupo hasta donde se hallaba el cadáver.

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