Tiempo de cenizas (52 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Aquí formaremos la comitiva para entrar en la ciudad con los honores que el acto de toma de posesión de esta y de su fortaleza se merece. Miquel Corella se adelantará con parte de mis hombres para asegurarse de que los del pueblo no nos preparan una emboscada. Desfilaremos con mi caballería al frente; después, vosotros me precederéis formando una guardia de honor de gentilhombres, y a continuación seguirán mi infantería y las tropas de Oliver da Ferno.

Vito Vitelli objetó, pero César fue contundente. Él era el jefe supremo y el protocolo se ejecutaría según su criterio.

Miquel se adelantó para informar a Oliver da Ferno del lugar que le correspondía en la guardia de honor y de que su tropa entraría en la ciudad detrás de los
catalani
. El valenciano se apresuró a franquear la puerta de la villa y a distribuir a sus hombres de la forma adecuada.

Mientras, la comitiva avanzaba con todo boato con sonido de trompetas y batir de timbales. Los gentilhombres a caballo que constituían la guardia de honor de los condotieros no eran otros que Pedro, Joan y los otros seis fieles
catalani
aleccionados en la tienda de César Borgia. A Joan le correspondía flanquear, junto a Pedro, a Vito Vitelli. El librero había oído hablar mucho de aquel hombre, quizá el mejor artillero de Italia, y en otras circunstancias habría entablado una conversación con él sobre los últimos adelantos en balística, pero prefirió guardar silencio. Observó dónde llevaba el condotiero sus armas, pues él y Pedro habían recibido órdenes de no dejarle escapar pasara lo que pasase. Debía estar vigilante; aquel hombre tenía el semblante pálido y lanzaba miradas recelosas, sospechaba.

Al llegar a las puertas de Senigallia, César celebró el encuentro con Oliver da Ferno con la misma cordialidad, besos y abrazos que con los anteriores condotieros, y le rogó sonriente que ocupara su puesto en la comitiva, donde estaría acompañado por dos gentilhombres. También le recordó que sus tropas debían colocarse al final de la formación. Los tambores batieron con fuerza, los clarines sonaron y el desfile atravesó la puerta principal de la ciudad, abierta de par en par, entre aclamaciones de la multitud, que, con la esperanza de librarse del saqueo, daba muestras de un caluroso afecto al ejército.

Sin embargo, cuando entraba en la ciudad el último de los
catalani
del desfile, Miquel Corella apareció en la puerta junto a un grupo de sus hombres más fornidos y, deteniendo a los demás, les dijo que esperaran fuera un momento, ya que había que ordenar a la gente para que cupiesen todos en el pueblo. Antes de que los mercenarios de Oliver da Ferno pudieran reaccionar, les dieron con las puertas en las narices, atrancándolas convenientemente. De inmediato, las almenas de las murallas se llenaron de ballesteros y arcabuceros de Miquel apuntando a los de fuera.

Al comprender los condotieros que los habían encerrado en el pueblo sin sus tropas, quisieron despedirse de César y salir de allí lo antes posible, pero este les dijo:

—No hemos tratado aún de la rendición de la fortaleza, caballeros. Tenemos una mesa de conferencias preparada en este palacio.

Y les indicó por dónde debían entrar. Los condotieros, inquietos, desmontaron junto con la guardia de honor que los custodiaba y siguieron a César, que les abrió la puerta de la sala cediéndoles el paso amablemente. Tan pronto como entraron pidió que le disculparan un momento y los encerró con un portazo.

Paolo Orsini, que había negociado con el Borgia, se abalanzó hacia la puerta increpando a César:

—¡Me disteis vuestra palabra…!

Su hermano Francesco, de pelo y barba blancos, le miró con desprecio y le dijo:

—Te ha engañado, estúpido.

En aquel momento se abrió la puerta opuesta de la sala y apareció don Michelotto. Su siniestra sonrisa hizo estremecer a los condotieros, sobre los que se abalanzaron los supuestos gentilhombres de la comitiva. Vito Vitelli fue rápido al sacar su daga y Joan solo pudo sujetarle el brazo cuando ya la había hundido en el pecho de uno de los hombres que los había acompañado desde Roma. Después de una corta lucha, Pedro y Joan lograron reducirle, y poco después Vito Vitelli estaba amarrado, al igual que sus otros tres camaradas. Fuera de Paolo Orsini, que continuaba reclamando a gritos la promesa de César, el resto de los condotieros permanecían en silencio. Aún incrédulos, trataban de asimilar que la trampa que preparaban al hijo del papa había funcionado al revés.

Miquel se acercó al cuerpo tendido de su paisano. La puñalada de Vitelli había sido precisa y el hombre era ya un cadáver. Tras comprobar que nada se podía hacer por él, don Michelotto, sin decir nada, tumbó de una patada en la cara a Vito, que, maniatado, estaba sentado en el suelo.

—Vigilad a esos —les dijo a sus hombres, y salió de la sala.

Cuando Vito se incorporó tenía el rostro tumefacto y escupió sangre y un par de dientes.

César no había perdido el tiempo y su caballería estaba ya en orden de combate. Salieron a la carga contra los hombres de Oliver da Ferno seguidos de la infantería comandada por Miquel Corella. Sorprendidos, los mercenarios, que desconocían los detalles de lo ocurrido, se dieron a la fuga mientras los
catalani
mataban a todos los que no se rendían. Cuando el ejército que esperaba escondido un par de millas más allá vio llegar a los huidos emprendió la retirada, y poco después el alcaide de la fortaleza entregaba sus llaves tras obtener la promesa de que se le permitiría abandonar la villa sano y salvo.

La victoria era de César Borgia, y antes de que cayese el sol el último día del año 1502 había conquistado el pueblo y la fortaleza de Senigallia, al tiempo que recuperaba el respeto y la admiración de Italia entera.

En la mañana del 1 de enero, César juzgó a Vito Vitelli y a Oliver da Ferno en presencia de los oficiales más representativos de su tropa, incluidos Joan y Pedro, y del embajador de Florencia, Niccolò dei Machiavelli. Los acusó de traición: primero, al rebelarse; segundo, por querer obligarle a concederles prebendas inaceptables, y finalmente, por la emboscada que le habían preparado. César mencionó una larga lista de evidencias que los prisioneros apenas trataron de desmentir. Parecían resignados a su inevitable destino. El fiero Vito Vitelli pidió una última voluntad.

—Dadme unos días para enviar una nota al santo padre pidiéndole su absolución plenaria —suplicó—. Matad mi cuerpo, pero salvad mi alma.

—Como antiguo cardenal y en nombre de mi padre, os absuelvo a vos y a vuestro compañero de vuestros pecados —les dijo César—. Hablaré con él al llegar a Roma y su absolución os valdrá lo mismo una vez muertos.

Vito Vitelli se santiguó y Oliver da Ferno hizo lo mismo.

—Lamento este final, amigos —continuó César—, pero cuando se es un traidor, hay que ser más listo de lo que vosotros habéis sido. —Y salió de la sala con gesto elegante. No necesitaba presenciar una vulgar ejecución; esa era tarea para don Michelotto.

Este cumplió su trabajo con aplicación. Los soldados hicieron sentar a los dos reos en un banco en el centro de la habitación, espalda contra espalda, y Miquel les puso a ambos una misma cuerda alrededor del cuello con un nudo corredizo y un asa de madera en un lado para que hiciera de palanca del torniquete. Poco a poco fue girando el asa mientras los reos, sintiendo que la cuerda los estrangulaba, se iban congestionando. Se les desorbitaron los ojos y la lengua se les salía de la boca. Y así, oyendo uno y otro los estertores de su camarada y sintiendo sus convulsiones en la espalda, expiraron lentamente.

Terminado el trabajo, Miquel se fue a la iglesia del pueblo a rezar a la Virgen por el alma de aquellos antiguos colegas a los que acababa de ejecutar.

Joan, aún impresionado por la escena, escribió en su libro: «Don Michelotto se supera en su arte. Para él, el peor de los crímenes, el que jamás perdona, es la traición a su señor. Es el perro fiel de César».

En la tarde del mismo día 31, un mensajero había partido hacia Roma para alertar al papa de la astuta treta con la que su hijo había derrotado a unas fuerzas muy superiores. Lo que a Joan y a Pedro les costó seis días de fatigoso camino el emisario lo hizo solo en dos. Al recibir el mensaje, el papa lloró de alegría y se encerró en su capilla privada para rezar y dar las gracias al Señor.

Dos días después, el jefe de la conspiración, el cardenal Orsini, ignorante aún de los detalles de lo ocurrido, acudió al Vaticano a felicitar al papa por la toma de Senigallia. El pontífice le recibió en la sala del Loro, de la que el cardenal salió, protestando inútilmente, camino de la fortaleza de Sant’Angelo, donde fue encerrado. De inmediato se desató una caza contra los miembros del clan Orsini, entre los que se encontraban, además del cardenal, un arzobispo, un obispo, el protonotario de la curia y dos condotieros más. Los palacios Orsini fueron asaltados y saqueados, y la madre del cardenal encarcelado, de ochenta años, terminó vagando sin rumbo por las calles de Roma, acompañada solo por una criada, pues ninguno de sus amigos y conocidos se atrevía a darle asilo.

César abandonó Senigallia la misma tarde de la ejecución, y sin perder tiempo se lanzó con su ejército a la captura de las plazas que se le habían sublevado, tomándolas a sangre y fuego. La que no se rendía era saqueada. Mantenía contacto directo con su padre a través de mensajeros y respetó la vida de Paolo y Francesco Orsini, como rehenes, hasta que Alejandro VI le informó de que los Orsini de Roma ya no representaban un peligro. Entonces, don Michelotto usó de nuevo su arte para darles a ambos el pasaporte a la vida eterna.

Toda Italia se volcó en parabienes por la hazaña de César y la mayoría de las monarquías europeas se unieron a las felicitaciones. César era admirado y temido, estaba en la cumbre de su poder; ninguno de sus capitanes se atrevería ya a desafiarle.

Miquel Corella licenció a Pedro y a Joan cuando el ejército partía, despidiéndolos con un gran abrazo.

—Gracias —les dijo—. Se nos han acabado los traidores, al menos por una temporada. Volved junto a vuestras familias.

Se quedaron un par de días en Senigallia con Niccolò, que estaba a punto de regresar a Florencia para reincorporarse a su despacho en el Palacio Viejo. Su misión había terminado. Juntos celebraron su encuentro y el triunfo de César con buenas viandas y buen vino. El florentino estaba entusiasmado. No solo había podido contemplar los cadáveres de dos de los mayores enemigos de Florencia, sino que César, al que admiraba, había dado al mundo una nueva lección de astucia.

—Es el verdadero príncipe de nuestro tiempo —decía—. Culto, elegante, protector de artes y artistas, gran general y astuto estadista. Sus enemigos terminan cayendo en su propia trampa. Se tragan su propio anzuelo.

No se lo podía quitar de la cabeza. La conversación discurría por otros derroteros cuando de pronto Niccolò levantaba su vaso de vino para brindar y con una sonrisa feliz exclamaba:

—¡Qué engaño! ¡Qué bellísimo engaño!

79

—Me han contado que vos estuvisteis en el engaño de Senigallia.

Joan, que se encontraba en su librería, miró sobresaltado a su interlocutor. Era un hombre de pequeña estatura y enjuto, y a pesar de que estaba cercano a los sesenta años, en muchas ocasiones le recordaba a don Michelotto. Castellano de Toledo, compensaba ampliamente su edad y su corta estatura con un genio vivo, aunque atemperado por una indudable astucia. No en vano, era el embajador de España en Roma.

—Sí, excelencia —repuso Joan cauto—. Regresé hace apenas un mes. Me sorprende que lo sepáis cuando a nadie, fuera de mi familia, le he hablado de ello.

Francisco de Rojas le miró por el rabillo del ojo y esbozó una sonrisa antes de devolver su mirada al libro que sostenía entre sus manos. Desde su nombramiento, hacía ya unos años, el embajador había sido habitual de la librería. Joan le apreciaba y tenían una excelente relación, próxima a la amistad. Sin embargo, le trataba con sumo respeto. No en vano, aquel hombre era los ojos, los oídos y la voluntad de los reyes de España en Italia, en especial del rey Fernando, que se ocupaba de la política internacional. Hasta el propio Gonzalo Fernández de Córdoba,
el Gran Capitán
, que otra vez luchaba en Nápoles contra los ejércitos franceses, le obedecía.

—Ayudasteis a César Borgia, pero no hacéis nada por vuestros soberanos —le reprochó el embajador sin dejar de hojear el libro.

Joan tragó saliva.

—Un buen amigo me pidió un favor —se disculpó Joan—. Además, ¿qué podría hacer yo, un simple librero, por los reyes de España?

Tan pronto como acabó de pronunciar aquellas palabras comprendió que eran las que Francisco de Rojas había estado esperando. El castellano depositó el libro en su estante, le miró a los ojos y le hizo una seña para que le siguiera.

—Venid conmigo.

Francisco de Rojas le condujo al salón pequeño, comprobó que no hubiera nadie e invitó a Joan a sentarse en uno de los sillones como si estuviera en su propia casa.

—El Gran Capitán está en una situación muy apurada —le dijo—. Prácticamente sitiado en Barletta, rodeado de fuerzas francesas muy superiores y bloqueado por el almirante francés Bidoux, que impide que lleguen los suministros de trigo y las pagas de la tropa desde Sicilia. Los soldados pasan hambre y no cobran su soldada. Están a punto de amotinarse.

Joan recordó las palabras pronunciadas por Innico d’Avalos cuando le advirtió que el tiempo de la dinastía de Aragón en Nápoles estaba a punto de terminar. Había acertado, al igual que cuando predijo la guerra entre Francia y España.

Ambos reinos se habían apresurado a ocupar los territorios que les correspondían según su acuerdo de reparto, aplastando la resistencia de los napolitanos fieles a su rey. Sabiendo que las tropas francesas eran superiores a las españolas, el rey Fernando le había pedido al Gran Capitán que evitara el enfrentamiento, pero este ocurrió sin remedio cuando el virrey francés, el duque de Nemours, le exigió al andaluz que desalojara las poblaciones de frontera ocupadas por España, a lo que este se negó. Los primeros choques habían sido favorables a los franceses y ahora el Gran Capitán se encontraba sitiado en Barletta, pasando hambre junto a sus tropas.

—¿Qué hace el almirante Vilamarí? —quiso saber Joan—. Debería proteger la llegada de suministros.

—Vilamarí no puede con todo —respondió el embajador con un suspiro—. Está en la costa occidental asegurando con su flota la llegada de suministros de Sicilia a Calabria.

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