—Esperad un poco más, las pagas llegarán —concluyó el Gran Capitán. Y dirigiéndose a Iciar añadió—: Y tendréis lo que os debo.
El capitán, desconcertado, viendo a sus compañeros reír, esbozó una mueca que parecía una sonrisa y sin saber qué hacer o decir, al ver cómo sus camaradas abandonaban el patio riéndose, musitó:
—Bueno, esperaremos, pues. —Y se fue con los otros
A la mañana siguiente, su cuerpo aparecería ahorcado en una de las puertas de la ciudad.
Con la carta del embajador en la mano, Joan aguardó a que el patio se vaciase, y un oficial de la guardia del general, creyéndole uno de los revoltosos, le increpó para que se fuese.
—¡Vaya! —exclamó el Gran Capitán fijándose en él—. ¿No sois vos el librero de Roma?
—Sí, su excelencia —repuso Joan—. Traigo una carta del embajador Francisco de Rojas.
El Gran Capitán la cogió y después de romper el lacre del pergamino lo leyó.
—Bien, así que venís a ayudarme de nuevo —dijo sonriente—. Me alegro. Aquí el embajador dice que os debo dar mando porque pagasteis doscientos ducados. Ya me gustaría a mí que me los hubierais traído en persona; ya veis la falta que nos hace el dinero. La gente está nerviosa. Obedeceré al embajador, como casi siempre. Aunque no os daré mando por el dinero pagado, sino porque lo ganasteis en Ostia. Ya sé que sois buen artillero, pero pronto llegará Pedro Navarro con su gente desde Tarento y él se encargará de los cañones. Vos comandaréis un pelotón de arcabuceros y él será vuestro superior.
—Me sentiré honrado de servir con un oficial tan destacado.
Joan se integró en una compañía de arcabuceros españoles y Santiago y Diego pasaron a formar parte del pelotón de cincuenta hombres a su cargo. La ciudad de Barletta se había convertido en un enorme campamento donde eran mayoría los soldados españoles e italianos, tanto de Sicilia como de Nápoles, aunque también los había alemanes y de otras nacionalidades. Todos miraban melancólicos el mar Adriático a la espera de que apareciesen unas velas en el horizonte que trajeran provisiones.
Joan compartió la comida que ocultaba en su equipaje con sus nuevos amigos, aunque pronto se les terminó y supieron lo que era tener el estómago vacío. Con el dinero que les quedaba, los muchachos trataban de conseguir alguna provisión extra. Los gatos hacía tiempo que habían desaparecido de Barletta, no se encontraban perros y las ratas, pieza de caza codiciada por los soldados desocupados, se vendían a precio de oro. El librero se sorprendía de que la tropa hubiera aguantado casi dos meses pasando tanta hambre. Les dolían las tripas y estaban tan desesperados y agresivos que Joan creía que de no ser por la debilidad que doblegaba sus cuerpos se habrían matado los unos a los otros.
Mientras, en el palacio, el Gran Capitán trataba la situación con sus generales.
—Saldremos de la ciudad y le daremos al duque de Nemours la batalla a campo abierto a la que hace tanto tiempo me viene retando.
—Será un suicidio, mi general —repuso Próspero Colonna, que mandaba la caballería pesada, los llamados
gendarmes
—. Su caballería es mucho más numerosa. Mis hombres no tienen nada que hacer frente a los suyos. Lo mismo ocurre con el resto del ejército; Nemours nos supera en varios miles de hombres.
—Es cierto —repuso Fernández de Córdoba—. Pero mirad a nuestra gente, cada día están más débiles. Prefiero que nos maten los franceses a morir de hambre.
—Esperemos un poco más, general —propuso otro oficial—. Quizá ocurra un milagro y aparezca un barco con provisiones.
—Poco más podemos esperar. Nuestro tiempo se acaba. Si en dos días no llegan provisiones, saldremos a combatir. De lo contrario, nuestros propios hombres nos devorarán.
—Habladme del duque de Nemours —le pidió el Gran Capitán a Joan.
Le había invitado a cenar en su palacio y aunque la comida, consistente en pan, queso, nueces y vino, era escasa, al librero le parecía un verdadero festín. Joan se removió incómodo en su silla; su obligación era ayudar a su general, al que además admiraba, pero no deseaba perjudicar al francés. El duque había acudido en varias ocasiones a la librería y aunque solo entablaron dos conversaciones profundas, Joan sentía afecto por aquel caballero de soñadores ojos claros que gustaba de la prosa y la poesía épica. El Gran Capitán preparaba con cuidado sus batallas; mantenía un buen número de espías, estudiaba el escenario, evaluaba las fuerzas contendientes y también el pensamiento de sus rivales. Quería saberlo todo sobre el duque. Joan se dijo que Gonzalo Fernández de Córdoba y el francés eran muy distintos.
—Como sabéis, Louis d’Armagnac es duque de Nemours, y además conde de Pardiac y de Guise, uno de los más altos aristócratas de Francia. Quiere ser el
uomo universale
, paradigma del nuevo tiempo que vivimos, y poseer la
virtù
, la excelencia del caballero moderno. Sin embargo, se emociona con la
Chanson de Roland
, del siglo XI, y admira la muerte heroica en batalla. Ama la poesía caballeresca, las lanzas y los grandes penachos de plumas coronando los yelmos de los caballeros, y se entusiasma con las relucientes armaduras blancas milanesas.
—Según lo describís, dará prioridad a la carga de la caballería pesada —musitó el Gran Capitán después de escucharle con atención y formular varias preguntas—. Lo imaginaba. De hecho, gran parte de su ejército lo constituyen los gendarmes, que lanzados al galope arrasan con todo.
Joan observó a Gonzalo Fernández de Córdoba. Tras sorber el vino de su copa, el andaluz entró en una ensoñación en la que con toda seguridad recreaba una y otra vez la futura batalla. Gonzalo era hijo segundón de un noble segundón, era más bajo y corpulento que el francés, tenía unos cincuenta años y una experiencia militar cuajada de éxitos. También gustaba de la poesía, pero una vez ganada la batalla. Su rival tenía solo treinta años, mandaba la caballería más poderosa de Europa y buscaba la gloria. Eran muy distintos, se dijo de nuevo Joan. Sin embargo, ¿cómo podía el general pensar en batallas cuando sus hombres, muertos de hambre, pronto serían incapaces de blandir ni siquiera un puñal?
—¡Grandes noticias! —Diego y Santiago entraron gritando en el caserón en el que Joan, al igual que otros oficiales de infantería, dormitaba en su camastro—. ¡Vilamarí ha dado caza a ese maldito almirante francés que bloqueaba la llegada de suministros! ¡La ruta marítima está abierta y acaba de llegar una nave siciliana que trae siete mil sacos de harina!
Joan se levantó de un salto y se unió a sus amigos y a la muchedumbre que se dirigía al puerto a vitorear a las naves recién llegadas. Las provisiones serenaron los ánimos de la tropa y permitieron al Gran Capitán una táctica más sosegada. En lugar de ofrecer a los franceses una batalla campal que tenía perdida antes de empezarla, fue dando golpes de mano sobre posiciones menores que tomaba por sorpresa. Su objetivo eran los víveres y los caballos. En las semanas siguientes obtuvo varios éxitos, desquiciando al duque de Nemours, que siempre llegaba tarde con su caballería a auxiliar a la guarnición atacada. Poco a poco, la superioridad numérica francesa se fue reduciendo, y las tropas de Nemours empezaron a conocer también el hambre.
Joan escribió en su libro: «El viejo provoca al joven. Le conduce a una trampa. ¿Caerá en ella el caballero francés?».
A principios de abril llegaron dos mil quinientos lansquenetes, infantes alemanes armados con largas picas, enviados por el emperador Maximiliano, consuegro y aliado de los Reyes Católicos. Entonces, el Gran Capitán reagrupó a sus fuerzas en Barletta dejando solo guarniciones mínimas en las plazas fortificadas dispersas por la región. Se preparaba la gran batalla.
El 27 de abril salió la tropa española de Barletta después de que se le pagaran dos ducados a cada uno de los caballeros y medio a cada infante. El Gran Capitán se aseguraba así de que los soldados combatirían sin amotinarse. No habría sido la primera vez que se negaran a combatir. El ejército pernoctó por el camino y al día siguiente se dirigió a Ceriñola, una población que contaba con una guarnición de solo ciento cincuenta soldados franceses. Parecía que la intención del Gran Capitán era ocupar la plaza, y el duque de Nemours, al enterarse, salió con sus tropas a dar alcance y batalla a los españoles antes de que tomaran el pueblo.
A pesar de los refuerzos recibidos, el ejército francés era aún mayor que el español y lo superaba ampliamente en la caballería. Contaba con mil quinientos jinetes ligeros frente a ochocientos cincuenta españoles, mientras que su caballería pesada, la unidad más cara y poderosa, disponía de dos mil efectivos contra solo ochocientos del Gran Capitán. Su artillería constaba de veintiséis cañones ante trece españoles. Era en la infantería donde, con siete mil quinientos hombres, Gonzalo Fernández de Córdoba superaba a los seis mil infantes del duque. Joan rezaba para que el plan del Gran Capitán, cualquiera que este fuese, funcionara, porque de lo contrario los cascos de la caballería francesa arrasarían al ejército español.
Aquel día fue extremadamente caluroso para la fecha en la que estaban y el ejército, acarreando todos sus pertrechos, se desplazaba por un terreno abrupto y seco.
Joan miraba a sus hombres, en especial a Santiago y a Diego. Llevaban puesto el coselete que les protegía el cuerpo y cargaban con el pesado arcabuz y con una gran bandolera de cuero de donde colgaban las cargas de pólvora en doce bolsitas individuales para cada disparo, las balas, espada y daga, además de su comida, un pellejo de agua y una herramienta para cavar, ya fuese pico, pala o azadón. Aquello era un desierto; al mediodía habían agotado el agua y algunos gendarmes españoles, cocidos por aquel sol de justicia dentro de sus armaduras, cayeron de sus caballos fulminados. También los infantes se derrumbaban desvanecidos por el cansancio y la sed. Arrastraban los pies con fatiga, y moverse representaba un esfuerzo extenuante. El hambre sufrida en los últimos meses pasaba factura a la tropa.
—Me muero de sed —se lamentó Diego, y se sentó al borde del camino.
—Yo también —dijo Santiago imitándole.
—A mí me ocurre lo mismo —les dijo Joan, que andaba tirando de las riendas de su caballo cargado con los equipajes—. Pero no nos podemos detener. La caballería francesa nos sigue de cerca y no sé cuánto tiempo los podrán contener los nuestros.
Continuaron su penoso andar sobre aquella tierra amarillenta cuyo polvo se pegaba en objetos y personas. Notaban la lengua como un estropajo. Joan se dijo que no podrían aguantar mucho.
Entonces, el Gran Capitán ordenó a los jinetes que no cubrían la retaguardia que cargaran a los infantes más exhaustos en su grupa y que después de dejarlos en las fuentes cercanas a Ceriñola regresaran con odres llenos de agua para así aliviar a los que continuaban la marcha muertos de sed.
—Es una orden insólita, general —objetó uno de los caballeros—. Cargar con la chusma es un menoscabo a la honra de la caballería.
—Deshonrado será quien no lo haga —repuso el andaluz—. Y también ahorcado.
Y cargó él mismo a un rubio lansquenete alemán cocido por el sol y agotado que yacía derrumbado al borde del camino. Joan, al igual que los oficiales de infantería y el resto de la caballería que no cubría la retaguardia, siguió el ejemplo del general.
Al primer vistazo, Joan comprendió que aquel era el lugar escogido por el Gran Capitán para dar la batalla al duque de Nemours. Se trataba de una colina no muy empinada en cuyas laderas crecían viñedos y que terminaba en una especie de foso natural.
—Cavad, cavad —los instaba Pedro Navarro—. Ampliad el foso si queréis vivir. Dentro de poco, la caballería pesada francesa caerá sobre nosotros.
—Estamos agotados —se lamentó Diego—. No puedo más.
—Tienes que cavar —le animó Joan—. El navarro está en lo cierto; si los gendarmes franceses consiguen franquear este foso, de poco nos valdrán mosquetes y espadas, y ni las picas de los lansquenetes alemanes los detendrán. Seremos arrasados. ¡Ánimo! ¡Tú también, Santiago!
Se pusieron a cavar con todas sus fuerzas, alargando el pequeño barranco por sus extremos y acumulando la tierra en un murete que erizaron de largas estacas con las puntas bien afiladas para que se clavaran en los caballos atacantes. También se removió la tierra del otro extremo de la zanja para que los equinos se hundieran en ella, colocando más estacas para herirlos.
Cuando todo el ejército alcanzó el lugar, el Gran Capitán lo dispuso en orden de batalla. La artillería se ubicó en la parte superior de la colina, cerca del puesto de mando. Los arcabuceros, entre los que se encontraban Joan, Diego y Santiago, se colocaron detrás de la barricada de tierra, cubriendo toda la línea del barranco, con los lansquenetes alemanes, armados con sus picas, a sus espaldas. En ambos flancos se ubicaron dos grupos de infantes prestos a acudir a donde los franceses rebasaran las defensas. La caballería se situó cerca del puesto de mando, lista para ser enviada a donde las tropas estuvieran en apuros. Era ya pasada la media tarde cuando el Gran Capitán junto con Pedro Navarro revisó el murete y ordenó mejoras en donde las vio precisas.
—Pronto caerá la noche —oyó Joan que Pedro Navarro comentaba—. No creo que nos ataquen hoy.
—Los franceses se encuentran donde no hay agua y andan mal de comida, casi tan mal como nosotros —repuso el Gran Capitán—. No esperarán a atacar por la mañana, con sus tropas sedientas y con el estómago vacío. Además, el duque cree que el ocaso es un buen momento para vencer o morir. Los espero hoy.
No se equivocaba Gonzalo Fernández de Córdoba, y al poco pudieron ver en la lejanía al ejército francés disponiéndose en orden de combate. Después oyeron los estampidos de los cañones enemigos y los impactos levantaron columnas de polvo en la colina. Los hombres se acurrucaron temerosos y el Gran Capitán ordenó que redoblaran los tambores y que se pasasen botas de vino para animar a los soldados. Joan dio un largo trago pensando que quizá aquel fuese el último que bebiera, y le pasó la bota a Diego y este, a Santiago; cuando se saciaron les preguntó si estaban listos.
—Estamos preparados, don Joan —afirmaron convencidos.
Joan revisó el arma y las once cargas de pólvora que Diego mantenía colgadas del correaje que le cruzaba el pecho y le dio una palmadita de ánimo en el hombro. Después comprobó que el arma de Santiago y las del resto de los hombres de su unidad estuvieran a punto y ordenó que se encendiesen las mechas lentas. Él, con el corazón encogido, se situó con su arma en posición de disparo entre Santiago y Diego, detrás de la tierra amontonada y de las estacas. Rezaba para que el Señor le permitiera volver a ver a Anna, a sus hijos, a su familia.