Tiempo de cenizas (68 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Gracias, padre —repuso Joan con una inclinación de cabeza y, sin poder evitarlo, una amplia sonrisa irónica.

Recordaba bien cuando, encogido de temor junto a su hermano, compareció frente a aquel individuo. El prior no quería aceptarlos en el convento e incluso los intimidó mencionando la horca. La memoria era muy frágil para algunos.

También visitó a distintos libreros de la ciudad, que le recibieron amablemente. No habían olvidado su tiempo de aprendiz con la familia Corró, y el hecho de que desease comprar una librería ya establecida les agradaba, pues la competencia no iba a aumentar. El primero al que visitó fue Joan Ramón Corró, en su establecimiento de la calle Especiers. Había tenido poco trato con el hijo de sus patronos, puesto que en su época de aprendiz él estudiaba en la Universidad de Lleida; sin embargo, quiso saludarle en primer lugar en recuerdo a sus padres.

El siguiente fue su amigo Lluís, su colega aprendiz en la librería Corró. Él había tenido la fortuna de poder continuar en el oficio de encuadernador después del asalto de la Inquisición a la librería gracias a que poseía parientes libreros.

—Como sabes, aún no se ha constituido el gremio de libreros —le explicó—. Aunque nos agrupamos en la cofradía de la Trinitat, que aún tiene su sede en la iglesia del mismo nombre. Tan pronto como tengas tu librería, yo mismo te propondré para que te admitan.

—Gracias, Lluís.

—¡No sabes cuánto me alegro de volver a verte! —dijo después de abrazarle de nuevo. Y, más serio, añadió a continuación—: ¿Recuerdas nuestro tiempo de aprendices? Y ¿las batallas a pedradas?

—Claro que lo recuerdo —repuso Joan—. ¿Cómo iba a olvidarlo? Y también recuerdo nuestras correrías por la ciudad, al matón de Felip y la forma en que pude derrotarle gracias a tu ayuda.

—¿Sabes que ahora es quien controla en la práctica la Inquisición en Barcelona?

—Me he encontrado con él, aunque no pareció reconocerme. Igual se ha olvidado de mí. ¿Te ha molestado alguna vez?

—Estoy seguro de que no me ha perdonado por ayudarte y de que tratará de vengarse en cuanto tenga ocasión. —Joan le notaba preocupado—. Sin embargo, soy cristiano viejo, trato de no cruzarme en su camino y creo estar a salvo de la Inquisición. Aunque me mantengo siempre alerta. Cuando nos vemos, me ignora, como si no existiera. Y yo, como es natural, no le saludo. Es una mala persona en todos los aspectos y puede golpear cuando menos te lo esperas. Se cuenta que él y los secuaces que siempre le acompañan, después de haber bebido, secuestran a indigentes y buscan un lugar apartado para golpearlos por el simple placer de ver correr la sangre y contemplar su sufrimiento. No dejan a ninguno vivo. La ciudad le teme y los testigos se esconden y callan. No quieren correr la misma suerte.

Joan se estremeció. Recordaba ver al pelirrojo golpeando con una piedra a un fraile, frente a su pandilla, hasta que lo creyó muerto. Estaba seguro de que su sed de sangre no se había saciado en aquellos años y que era cierto lo que de él se contaba.

—No creas que te ha olvidado o perdonado —insistió Lluís—. Ni pienses que no te ha reconocido después de diez años. Solo te ignora para que te confíes. Ándate con cuidado, amigo.

«Otra advertencia», anotó Joan aquella noche en su libro.

103

Fue un muchacho quien, a la hora de la comida, jadeante, trajo la noticia de la llegada de la galera de Nápoles. Los hermanos se miraron con una sonrisa emocionada y salieron a toda prisa hacia el puerto. Era un luminoso día de finales de abril y a través de la brecha en la muralla del mar, Joan vio aquella galera, tantas veces soñada, balancearse suavemente junto a otras naves y después al grupo de personas que esperaba en la playa a que las chalupas descargaran el barco.

Allí estaba Anna, con unos bucles de sus cabellos azabache escapándose bajo su toca. Al verle, sonrió y en sus mejillas se formaron aquellos hoyuelos que él tanto amaba. Tenía en brazos a la pequeña Caterina, a punto de cumplir los diez meses, y que le miró con aquellos ojos verdes que tanto le recordaban a la madre, sonriéndole. A Joan el corazón le dio un vuelco, era un encanto.

—¡Mirad a papá! —advirtió Anna a los niños, que jugaban en la arena.

Los pequeños Ramón, ya con ocho años, y Tomás, de casi seis, chillaron al verle y corrieron a abrazarle mientras ella aguardaba feliz a que Joan repartiera besos y caricias. Después, los esposos se fundieron en el cálido y tierno abrazo tanto tiempo ansiado, que incluía a la niña, y en silencio se transmitieron el inexplicable placer del reencuentro. Mientras, Gabriel abrazaba a María y a Eulalia con gestos y palabras que expresaban su alegría. Hacía ocho años, desde un breve encuentro en Génova cuando ellas recuperaron su libertad, que no se veían. Cuando se calmaron, María presentó a Gabriel a su esposo. Pedro le tendió la mano a su cuñado y este se la dio para abrazarle a continuación. Después les llegó el turno de abrazos a los hijos de María, Andreu, de diecinueve años, ya oficial impresor, y Martí, de diecisiete, aprendiz encuadernador. Ambos trabajarían en la nueva librería, tal como lo hicieron en la de Roma. Y finalmente, Gabriel conoció a Isabel, la hija de Pedro y María, que contaba con cinco años, y a Ramón y Tomás.

—¡Qué grande se ha hecho la familia en un solo día! —exclamó, encantado, contemplando el grupo.

Los trámites de aduana se demoraron bastante, pero no importaba, tenían mucho de que hablar, y después la comitiva formada por toda la familia y los mozos que cargaban el equipaje se dirigió a la calle Tallers. Allí, el gremio de los cañoneros dispuso para los recién llegados alojamiento en distintos hogares, y aquella noche, Eloi, el patriarca de la casa, ofreció una espléndida cena a sus invitados. Hubo risas y la guitarra de Pedro Juglar hizo cantar a grandes y chicos. Cuando mayor era el jolgorio, Joan tomó a Anna de la mano y, apartándola del bullicio, la llevó a la calle, solitaria a aquellas horas, y abrazándola murmuró:

—Soy muy feliz.

Ella se apretó contra su cuerpo musitando que también lo era. Mucho.

Al día siguiente, pronto por la mañana, Joan condujo a Anna a la librería. La observaron un largo tiempo desde el exterior y, tras saludar a los empleados, a los que Joan ya conocía de sus frecuentes visitas, la vieron por dentro.

—Tiene una situación inmejorable —repetía Joan poco después mientras paseaban por unas calles que olían a azahar, de los naranjos que abundaban en plazas y jardines, y a primavera—. Es la mayor de las librerías de Barcelona, aunque le falta un salón al estilo de la nuestra de Roma y una imprenta, pero en un mes podemos rehabilitarla a nuestro gusto. ¿Qué os parece?

—Es estupenda —repuso ella con una sonrisa—. No esperéis más, cerrad el trato.

Sin embargo, Joan percibió algo en la voz de su esposa que le decía lo contrario; era decepción.

—Aunque nunca será como la que tuvimos en Roma —dijo él melancólico. Compartía el sentimiento de Anna.

—Nunca ninguna librería podrá ser como la de Roma —contestó ella animosa—. Será distinta, carecerá de algunas cosas de aquella, pero tendrá otras a cambio. Haremos de esta nuestra casa y nuestro hogar. Aquí crecerán nuestros hijos y seremos felices. Eso es lo que importa.

—No habrá princesas, generales, embajadores, altos nobles y cardenales que frecuenten nuestro establecimiento —continuó Joan—. No será lo mismo.

—No puede serlo, Joan —dijo ella acariciándole la mejilla para consolarle—. Roma es única; el centro del mundo. Barcelona no tiene ni siquiera corte real; seamos razonables. Roma está ya lejos en nuestras vidas, y aunque luchasteis con todas vuestras fuerzas fue imposible permanecer allí. Por tanto, olvidaos de una vez de embajadores, altos nobles y cardenales.

—Tiene razón Innico d’Avalos. España se ha convertido en un imperio. No solo por Nápoles, sino también por las posesiones de las Indias. Y Barcelona, hace años corte real, es ahora una ciudad de segundo orden.

—Sin embargo, tenemos mucho que aportar aquí. Y Constanza d’Avalos piensa que nuestro trabajo en Barcelona tendrá mayor mérito y valor que el de Roma.

—¿Constanza d’Avalos? Y ¿qué piensa su hermano?

—Innico d’Avalos falleció de la peste sitiando, a las órdenes del Gran Capitán, un reducto de nobles angevinos poco después de que vos embarcarais para España.

—No sabía nada. —La noticia provocaba en Joan tristeza al tiempo que un sentimiento de orfandad. Había llegado a sentir un gran aprecio por el noble napolitano y veía en su isla mediterránea un posible refugio frente a la adversidad—. Lo lamento mucho. No he conocido a nadie capaz de anticipar los acontecimientos políticos como él. No solo acertó la caída de Savonarola y la del reino de Nápoles, sino también la victoria española y la desaparición de los
catalani
. Era un personaje singular que siempre nos apoyó y admiraba su labor en pro de la protección del arte y de la libertad.

—Constanza continúa su obra —explicó Anna—. Antes de entregar las islas a España, Innico negoció con el almirante Vilamarí que el título de gobernador de Ischia y Procida fuera hereditario. El rey Fernando aceptó y ahora su hermana Constanza es la gobernadora y rinde cuentas directamente al rey sin pasar por el Gran Capitán, que gobierna Nápoles.

—No es frecuente que una mujer goce de tanto poder —murmuró Joan—. Me alegro por ella, pero siento mucho la muerte de su hermano. Apenas conozco a Constanza y mi relación con ella no es ni por asomo lo cercana que era con Innico d’Avalos.

—No os preocupéis por eso. A mí me ocurre lo contrario y continuaremos teniendo un amigo poderoso en Ischia, que nos apoyará en caso de necesidad.

Conversando habían llegado hasta la parte final de las Ramblas y después siguieron la muralla del mar hasta que llegaron a uno de los tramos derruidos donde esta se abría a la playa.

—He visto a Felip —le dijo él entonces.

Ella recordaba bien a aquel matón que incluso llegó a toquetearla y a amenazarla cuando eran adolescentes. No se había olvidado ni de su corpachón, ni de su pelo rojizo, ni de su desagradable olor a sudor, ni de sus ojillos crueles.

—Lo leí en vuestra carta.

—Ahora es el fiscal de la Inquisición y eso le convierte en un hombre muy poderoso. Creo que debiéramos considerar instalarnos en otra ciudad.

—Si somos cuidadosos, nada nos tiene que ocurrir —repuso ella—. También hablamos de eso con Constanza, Pedro y María. Bien sabéis que acordamos con vuestra hermana y Pedro que nos ayudarían a poner en marcha la librería en Barcelona y que después ellos instalarían la suya, con sus hijos, seguramente en otra ciudad. Nosotros los apoyaremos y también lo hará Constanza desde Ischia si es preciso. Así, si surgen dificultades en Barcelona, podremos imprimir los libros más comprometidos en otras ciudades y distribuirlos desde ellas.

—Creo en nuestra misión, Anna —le dijo él tomándola de las manos a la orilla del mar y mirándola a los ojos—, pero vos y nuestra familia sois lo primero. No quiero veros en peligro; de nada me sirve la libertad si no os tengo.

Ella le abrazó cariñosa y estuvieron un tiempo escuchando el rumor de las olas.

—En la vida estamos siempre a merced de la Providencia —murmuró ella al rato—. Desconocemos nuestro destino y es imposible vivir sin riesgo. Sin embargo, sí que podemos vivir conforme a nuestras convicciones. Comprad esa librería. Aquí tenemos amigos y familia y estoy segura de que seremos tan felices en Barcelona como lo fuimos en Roma.

—Que el Señor os escuche.

Joan deshizo el abrazo para mirarse en los ojos de su esposa. Ella le sonreía y él la besó.

104

Al día siguiente se cerró definitivamente el trato y la librería pasó a ser propiedad de los Serra. Joan, que había trabajado en el proyecto mientras esperaba a los suyos, mostró a la familia sobre una mesa del taller de Eloi el plano de su distribución:

—Esta será la nueva librería Serra —dijo hinchando el pecho con orgullo.

Anna ya conocía alguno de los detalles por las cartas enviadas por Joan, los había tratado con Pedro y María y cada uno había propuesto sus ideas. Llevó un par de días obtener el acuerdo definitivo, y una vez contratados los operarios, se cerró la librería para su remodelación, que incluía la casa adyacente, alquilada por los Serra. La tienda mantendría sus dos accesos, uno por la calle Especiers y el otro por la calle Paradís, y dispondría de un salón interior semejante a los del establecimiento romano. En la planta baja también estaría el taller de encuadernación e imprenta, y se reservaba el sótano como almacén. El primer piso estaría a disposición de las familias, repartiéndose las habitaciones como en Roma. En el segundo y último piso se preparó un
scriptorium
con dos mesas de copista, destinándose el resto del espacio a almacén.

Joan le pidió a Abdalá que fuese a vivir con ellos y que trabajara en el
scriptorium
copiando y traduciendo.

—Ya soy muy viejo, Joan —repuso el musulmán—. Mi vista falla y mi pulso es inseguro. Te sería de poca ayuda.

—Opino lo contrario, maestro. Quizá vuestra vista y vuestro pulso no sean los de antes. Pero vos sois el mismo. Enseñad a nuestros hijos como hicisteis conmigo.

—Los viejos nos volvemos gruñones; quizá carezca de la paciencia necesaria.

—Solo os pido que trabajéis en mi
scriptorium
como lo hacéis en el de Bartomeu. Tendréis un aprendiz que os ayude. El resto de los jóvenes de la familia pasarán el día trabajando en otras actividades en la librería o en la escuela, y antes de la cena acudirán al
scriptorium
a que les enseñéis.

—Y ¿qué queréis que les enseñe?

—Habladles de libros, de la libertad, de otros países, de otros idiomas, de la vida… Enseñadles vuestra hermosa caligrafía. Contadles lo que habéis vivido. Como hicisteis conmigo.

El anciano quedó pensativo.

—Tú eras especial. El mejor de mis aprendices.

—¿Os acordáis de cuando me dijisteis que los libros, como las personas, tenían cuerpo y alma?

Abdalá asintió con la cabeza.

—Y aún lo afirmo. Y en el alma incluyo tanto las emociones como el intelecto.

—Pues los niños son libros en blanco, libros por escribir. Escribid con vuestra bella caligrafía en los libros de nuestros hijos. Ayudadlos a formar un carácter firme y virtuoso, dadles vuestro saber.

El musulmán juntó sus manos como para orar, cerró los ojos y mantuvo un largo silencio que Joan respetó. Le conocía.

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