Tiempo de cenizas (67 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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Santa Madonna!
—exclamó uno de los marinos napolitanos ante aquella violencia inesperada.

Joan se revolvió rápido para machacar al hombre al que había tumbado con la jarra antes de que se recuperase, pero se detuvo al verlo arrodillado en el suelo sobre un charco de vino y sangre, aturdido. Tenía una gran brecha en la frente. Amenazante, Joan levantó el taburete, pero las mujeres le suplicaron que lo dejara.

—¡Que hable él! —gruñó Joan—. ¡Que me pida perdón!

El hombre le miró y, aun sin recuperar plenamente sus sentidos, supo que Joan estaba a punto de partirle la cabeza.

—Perdonadme, señor —dijo.

Joan vio que el otro aún tardaría en levantarse y tiró el taburete con rabia contra una mesa vacía. Su furia no había cesado y se quedó con las ganas de descargarle un último golpe a aquella escoria. Respiró hondo y después gritó para que todos le oyeran:

—¡Para que aprendáis a respetar a un soldado veterano de Italia!

Y salió de la tasca haciendo caso omiso al tabernero, que le amenazaba, sin convicción, con denunciarle al alguacil.

Aquella noche escribió en su libro: «Tenía razón Innico. España se convertirá en un imperio, pero un cáncer corroe sus entrañas: la Inquisición. ¿Podrá nuestra débil luz vencer una oscuridad tan grande?».

101

—En muchas ocasiones la violencia no es más que el producto de tu propio miedo —le dijo Abdalá cuando Joan le contó lo ocurrido en la taberna—. Quizá creas que mostraste fuerza, pero fue debilidad. ¿Por qué no trataste de razonar?

Y se quedó mirándole con sus ojos azules algo opacos a causa de la edad. Sonreía comprensivo; no había reproche en su tono. Joan agachó la cabeza; al salir de la taberna se creía bravo y poderoso, pero ahora ya no. Se sentía como cuando de aprendiz Abdalá le golpeaba con una varilla en la mano izquierda si no copiaba con su mejor caligrafía. El toque apenas le dolía físicamente; sin embargo, le punzaba muy adentro. El viejo maestro tenía el poder de desarmarle, de hacerle mirar en su interior; con él no podía haber disimulos ni excusas, le invitaba a abrir el corazón.

—Es cierto, maestro. Temo. Y aún más por mi familia. —Hizo una pausa—. Pero no me asustan los matones de taberna. A esos les daría de nuevo la misma lección. Mi temor proviene del compromiso que he asumido y de la Inquisición. Estoy aquí para preparar la llegada de los míos y continuar la labor que un día hicisteis los Corró, Bartomeu y vos. No quise saber sobre Felip Girgós durante muchos años, traté de olvidarle, y ahora le veo poderoso y amenazante, él es la Inquisición. El choque con ese matón será inevitable. Quizá debiera rechazar mi misión, regresar a Italia, huir.

—Escapar puede ser una opción digna. Tanto si lo haces por salvar tu vida o por tu familia. Aun así, podrás huir de Felip, pero nunca de ti mismo. Hazlo si te crees capaz de vivir con ese pensamiento.

Joan se quedó en silencio rumiando las palabras de Abdalá.

—Mi padre me pidió que fuera libre y he escogido el camino de los libros para conseguirlo. Si abandono ahora, si huyo, sentiré que traiciono a los Corró, a mi padre y a mí mismo. Incluso a Anna, que me empujó a regresar. No lo puedo hacer, Abdalá, no lo puedo hacer.

—Piensa que el miedo también esclaviza, Joan. Prepárate para sentirlo aquí en Barcelona.

—¿Cuál es la solución?

—Creo que la conoces. —El viejo volvía a sonreír—. La única forma de vencer tu miedo es…

—¡Aceptarlo y enfrentarme a él! —exclamó Joan cortándole—. Ya lo sé, es una vieja lección, aunque demasiado fácil de olvidar y demasiado difícil de seguir.

El viejo se encogió de hombros.

—Huye.

—Sabéis que no puedo.

Se quedaron mirándose y Joan cogió las manos del anciano, acariciándolas. En su piel casi translúcida se marcaban unas venas azules que se notaban al tacto.

—Ayudadme, maestro, como lo hicisteis cuando era un muchacho. Entonces, aunque Felip era mayor y más fuerte, le derroté gracias a vos. Recuerdo bien vuestro consejo: voluntad de vencer, acción de conjunto y sorpresa.

—La mejor guerra es la que no se inicia, hijo. Quizá Felip se haya olvidado de ti, quizá tenga mayores preocupaciones. Mantente alerta y trata de evitar un conflicto que no te conviene.

—Tarde o temprano nos volveremos a enfrentar —dijo Joan con convicción—. Debo estar preparado.

—Prepárate, aunque piensa que él lo está mucho más que tú. Porque se encuentra en una situación de poder y controla su entorno a la perfección. Estúdiale bien y si, como creo, es superior a ti, te aconsejo que evites el combate tantas veces como haga falta, aunque él te provoque. Llegará el momento en que puedas sorprenderle, como ocurrió cuando erais chicos. Y si ese momento no llega, mejor será que no pelees.

Joan reflexionó unos instantes bajo la atenta mirada de Abdalá.

—No me ayudáis mucho con eso —dijo al rato.

—Lo siento. No tengo ninguna fórmula mágica que ofrecerte.

—Lo sé, maestro —repuso el librero con ternura—. Lo sé.

—Sin embargo, no renuncies ni a tu voluntad de vencer ni a preparar con cuidado una posible acción. Aunque nunca te llegue la oportunidad de sorprenderle. Tu enemigo es muy poderoso, pero su poder tiene sus límites. La última palabra la tiene el inquisidor general y ahora los inquisidores no son tan fieros y arrogantes como al principio. A veces incluso escuchan. Te animo a que te presentes al gobernador y al obispo con las cartas de recomendación que traes de Italia y les hagas partícipes de tu ilusión por la librería. Trata de tenerlos de tu lado. Quién sabe si algún día te pueden ayudar.

En los siguientes días, siguiendo los consejos de su maestro, Joan visitó a Jaime de Luna, el gobernador de Cataluña, para presentarle sus respetos y las cartas que ensalzaban sus servicios en la guerra de Nápoles firmadas por el embajador español y el Gran Capitán. El gobernador quiso conocer los detalles de la batalla de Ceriñola y Joan se la relató con entusiasmo, hablándole también de los fascinantes personajes a los que había conocido en Italia. El oficial, impresionado, le brindó su apoyo al tiempo que aceptaba complacido la invitación de visitar la librería en cuanto esta abriera. Al obispo le mostró sendos documentos firmados por dos cardenales del clan
catalano
en los que se certificaba el cristiano e irreprochable comportamiento de la familia Serra, y el eclesiástico también prometió visitar la librería. Al término de estas entrevistas, Joan estaba más tranquilo. Tenía las simpatías de dos de los grandes poderes de la ciudad.

Se dijo que el viejo Abdalá continuaba lúcido.

Joan mantenía correspondencia no solo con su familia, sino también con Paolo, en Roma, Antonello, en Nápoles, y Niccolò, en Florencia, para saber de las vidas de sus amigos.

Vuestro amigo Miquel Corella nos ha sorprendido a todos
—escribía Niccolò—.
El papa se alegró muchísimo cuando le capturamos. Quería hacerle confesar los crímenes de César para poder juzgar al hijo de su antecesor y así terminar definitivamente con él. Sin embargo, don Michelotto soportó estoicamente sin delatar a su señor las mismas torturas que doblegaron a Savonarola. Decía que a ningún soldado se le puede juzgar por los muertos en combate y que en tiempo de paz solo mató por orden directa del papa. Y por más suplicios que le aplicaron, jamás inculpó a César. Julio II se enfurecía cada vez que los verdugos le comunicaban su fracaso y ordenaba más torturas. Es precisamente la lealtad, esa virtud, o defecto, tan poco frecuente en nuestro tiempo, lo que le ha salvado. Todos, incluso el papa, se admiraron de su comportamiento heroico y, cansados de torturarle, le encerraron en un calabozo en Roma para que se pudra en él. Machacaron su cuerpo, pero no su voluntad.

Joan se sintió orgulloso de su amigo Miquel. A pesar de ser un asesino, poseía una ética muy peculiar. Despreciaba la traición, era el perro fiel de los Borgia y acababa de dar una lección de lealtad. Le hacía feliz pensar que, aun tullido por las torturas y en prisión, continuaba vivo. Le envió una carta para que Paolo se la hiciese llegar a su cárcel en Roma, dándole ánimos y renovando su amistad. Jamás recibió respuesta.

«Miquel está vivo y César recuperará la libertad —escribió en su libro—. Quizá aún quede esperanza para los
catalani
. Quizá este no sea su fin.»

102

Joan aguardaba impaciente la llegada de su familia y acudía con frecuencia al puerto para contemplar el mar imaginando que descendían de una galera llegada de Nápoles. Oía sus voces, veía sus rostros y notaba el calor de sus abrazos. Sin embargo, era consciente de que aquello no ocurriría hasta principios de mayo, cuando la navegación fuera más segura.

En aquellos meses de espera compartió mucho tiempo con su hermano. De niños, durante muchos años, solo se tenían el uno al otro. Joan trataba de protegerle entonces como mejor podía y le admiraba verle ahora con aquel aspecto fornido y confiado. Jugaba con sus sobrinos añorando a sus propios hijos y estaba presente en las comidas familiares, en las que Águeda y Gabriel le pedían que les contara historias de Italia que todos escuchaban atentos. Junto a su barbudo hermano practicaba con la azcona del padre, que Joan había llevado consigo, en el descampado de detrás de la fundición, y Joan se sorprendía de la fuerza y acierto con que manejaba el arma Gabriel, al que recordaba como poco más que un muchacho, pero que ahora le superaba en altura y corpulencia.

—Lanzar nuestra azcona es mucho más que un ejercicio —decía Gabriel emocionado—. Es un homenaje a nuestro padre y a la libertad.

A pesar de ser reconocido como un experto maestro cañonero, el prestigio de Gabriel como fundidor de campanas trascendía las fronteras del principado de Cataluña, y le llegaban encargos desde Valencia y Aragón. Continuaba fascinado con aquel instrumento y se aplicaba con entusiasmo en fabricarlo e incluso en tañerlo. Había alcanzado tal maestría haciendo sonar las campanas que el obispo le había concedido el honor de dirigir los toques principales de la catedral en los días festivos. Gabriel Serra era todo un personaje no solo en la cofradía de los Elois, sino en la ciudad entera, y Joan se sentía orgulloso de su hermano.

Su primera visita al convento de Santa Anna, que los había acogido a él y a Gabriel de niños, le llenó de emoción. Cruzó el umbral que separaba la calle del patio del recinto recordando el temor experimentado la primera vez que lo hizo, veinte años antes. Aquel portón les pareció a los pequeños unas fauces hambrientas dispuestas a devorarlos. En el interior observó, con cierta melancolía, cada edificio y cada objeto comparándolo con sus recuerdos. Su aspecto no había cambiado, incluso los huertos se mantenían igual, y el piso superior del claustro continuaba con unas obras que mostraban un escaso avance. Joan se dijo que las estrecheces económicas, y con ellas las discusiones entre prior y suprior, debían de seguir tal como su hermano y él las habían conocido de niños a su llegada al convento.

Era la hora en la que los fieles acudían a misa y después de oírla saludó a los frailes. Varios habían muerto y Pere, el antiguo novicio, hacía años que era ya fraile y había sustituido al bibliotecario. Joan experimentó un gran placer abrazándole y también a Jaume, el encargado de cocinas, que con tanto cariño los había cuidado a Gabriel y a él.

—Las disputas entre el suprior y el prior por las cantidades que el segundo debe abonar para el mantenimiento de los frailes continúan —le ratificaron mientras paseaban por el huerto—. El obispo y el consejo ciudadano tuvieron que intervenir de nuevo, porque llegaban a las manos, y se firmó un segundo documento de concordia.

—Parece que no hayan pasado los años —dijo Joan con una risita.

Recordaba el temor que le produjo de niño presenciar uno de los estrepitosos choques entre ambos personajes. Sin embargo, ahora le divertía la persistencia de aquella trifulca que parecía inmune al paso del tiempo.

—El prior Gualbes sigue empeñado en terminar la construcción del piso superior del claustro; es una cuestión de prestigio para él —explicaba Pere—. Aunque verás que no ha avanzado demasiado. Mientras, el suprior Miralles clama que nos escatima la comida.

Después de departir largo rato con los frailes, Joan visitó al suprior. Miralles continuaba enérgico y vivaz. Su mirada no había perdido su dureza y su delgadez se había acentuado como si él mismo fuera prueba de cargo contra el prior en su acusación de escatimar comida. Joan no había olvidado cómo, a pesar de su apariencia antipática, el fraile, valiente, salió en su defensa cuando, siendo un muchacho, sufrió el acoso de la Inquisición a raíz de la detención de sus patronos.

—¿Cumples bien con tus deberes religiosos? —le interrogó severo como si aún le viera como un niño, sin que pareciesen importarle lo más mínimo las aventuras italianas de Joan, papa incluido—. ¿Te confiesas con frecuencia?

—Sí, padre, aunque no lo he hecho desde que partí de Italia —repuso Joan adoptando la actitud de un novicio, pero sin poder disimular la sonrisa—. Precisamente quisiera que aceptarais ser de nuevo mi confesor, tal como lo fuisteis antes.

—Acepto —dijo el hombre—. Espero que tu estancia en Italia no te haya desviado demasiado y que no me cueste reconducirte al buen camino.

—Gracias, padre —murmuró Joan diciéndose que bajo ningún concepto le iba a contar al suprior su aventura como falso fraile en Florencia. Imaginaba el escándalo que aquello le produciría. No había necesidad de ello, pues cualquier pecado cometido allí ya le había sido perdonado con creces en Roma.

Joan también visitó al prior Gualbes. Mientras que el suprior le recordaba a los dominicos de Savonarola, identificaba al prior con los elegantes prelados de la curia romana. El eclesiástico pertenecía a la nobleza ciudadana, y a pesar de estar cercano a los setenta años, vestía un elegante hábito de seda negra y de su cuello colgaba un crucifijo de plata. Joan usó con él las cartas del Gran Capitán, del embajador y de los cardenales que traía de Italia; sabía que, al contrario que al suprior, a Gualbes le impresionarían, tal como en efecto ocurrió.

—Contad con todo mi apoyo en lo que pueda ayudaros —le dijo después de escuchar con atención la benévola descripción de Roma y del papado que Joan le hizo—. Visitaré encantado vuestra librería. Me enorgullece que un niño al que generosamente acogimos en Santa Anna hace tantos años haya progresado como vos lo habéis hecho.

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