—No me desafíes —le dijo—. No vuelvas a hacerlo.
Ramón le miró con rencor.
—Conmigo sí que os atrevéis, ¿verdad? —le dijo apretando las mandíbulas—. Pero con ellos no.
Joan tragó saliva y le sostuvo el desafío de su mirada.
—Cobarde —oyó que Tomás murmuraba a sus espaldas, muy bajo, entre dientes.
Joan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y fingió no haberle oído.
Por un tiempo, después de instalarse en Barcelona, Joan se había sentido inmune al arma más terrible de la Inquisición: el miedo. Él había participado en batallas por tierra y mar, y les había dado su merecido al canalla de Juan Borgia, a los proxenetas de la taberna del puerto, e incluso al propio fiscal de la Inquisición. No se consideraba un hombre temeroso.
Pero poco a poco empezó a notar que el miedo calaba en su corazón, a pesar de la relativa protección que el prior de Santa Anna le proporcionaba con su influencia sobre fray Joan Enguera, al que el rey nombró inquisidor general de los reinos de Aragón en 1507. Felip no cejaba en su acoso. Durante aquellos años le llamó a declarar tres veces sobre los libros prohibidos que circulaban por el principado y él negó cualquier implicación. También la librería sufrió un par de registros, pero la fortuna y lo acertado del escondite donde guardaban los tipos usados en las impresiones clandestinas los mantuvo a salvo.
Felip, aunque evitaba entrar en la librería, le interceptaba en la calle, siempre con sus matones presentes, en los momentos más inesperados y con las preguntas más incómodas. Le vigilaba y quería que él supiera que lo hacía. Gozaba acosándole; era el juego del gato con el ratón. Y Joan lo sabía.
Ante esa situación, los Serra habían decidido espaciar en el tiempo las impresiones prohibidas en Barcelona y que las más comprometidas se hicieran en ciudades con mayor seguridad. María y Pedro, con el apoyo incondicional de Joan y Anna, que les suministraban recursos económicos y materiales, abrieron su primera librería en Valencia, la ciudad más activa económica y culturalmente de los reinos de Aragón. El éxito acompañó su empresa y de allí partió en 1511 el hijo mayor de María, Andreu, hacia Sevilla, donde con su esposa valenciana abrió su librería. Sevilla era el puerto de las Indias y vivía una gran expansión económica y cultural, y como gran parte de los libros que se vendían eran en latín, se pudo nutrir ampliamente de las imprentas de Valencia y Barcelona y del comercio internacional que Joan coordinaba con sus amigos libreros de Italia. Así, la imprenta sevillana se centró en la producción de textos en castellano. Andreu, que contaba ya con veintisiete años, demostró que había aprovechado bien su tiempo de aprendiz en Roma, de oficial en Barcelona y maestro en Valencia cosechando, para orgullo de los Serra y de su padre adoptivo, Pedro Juglar, un sonado éxito como librero en Sevilla.
Al año siguiente, Pedro y María se mudaron a Zaragoza, ciudad natal del esposo, para abrir otra librería en la capital del reino de Aragón. Junto a ellos viajaban sus cinco hijos en común, la mayor de los cuales, Isabel, contaba ya con catorce años. Por aquel entonces, la librería de Valencia era tan potente como la de Barcelona y quedó a cargo del segundo de los hijos de María, Martí.
—Hemos hecho un buen trabajo durante estos diez años —le comentaba Anna satisfecha.
Sin embargo, Joan se despertaba sobresaltado por la noche soñando con que la Inquisición asaltaba su librería como había hecho con la de los Corró y que él y su familia eran conducidos a la hoguera. Y la pesadilla de Roma se repetía. En ella veía a Felip riéndose, gozando de su victoria final, mientras ellos eran atados a la pira. Y cada día contemplaba el edificio de la vieja librería de sus antiguos patronos en la acera contraria de su calle, tétrico, carcomido por la lepra del abandono, hundiéndose un poco más. Y él notaba que iba derrumbándose lentamente como aquella casa.
Una mañana se miró al espejo y vio a un cobarde en él. Aquella impresión terrible le hizo reflexionar; temía por su vida, pero aquel era el menor de sus temores. Estaba arriesgando a Anna y a sus hijos; si Felip encontrara pruebas, la Inquisición caería también sobre ellos sin piedad.
Escribió en su libro: «¿Estoy sacrificando a mi familia por culpa de mis quimeras platónicas? O ¿simplemente me he convertido en un cobarde?».
Al día siguiente de la aparición de los carteles en las puertas de las iglesias, Felip, montado sobre su caballo y protegido por sus matones, le cortó el paso a Joan.
—Sé que has sido tú,
remença
—le dijo bruscamente—. No sé dónde imprimes las biblias y todo lo demás, pero con esa proclama has traspasado todos los límites. Ya me he cansado de jugar contigo. Ahora iré en serio.
Joan le miró erguido y altivo. Disimulaba su temor.
—Vete al diablo —le contestó.
Empezó a sentir un miedo que le calaba hasta los huesos, que no le permitía vivir. Y al fin decidió confesárselo a su esposa y contarle la última amenaza del fiscal.
—No es la primera vez que os quiere intimidar —le respondió ella con respecto a Felip—. Lo ha hecho desde que llegamos.
—Siento que esta vez va en serio —repuso él—. Ya no contamos con la protección del prior y de fray Joan Enguera y el asunto de los carteles es muy grave.
—Es la vida que elegimos vivir —le respondió ella acariciándole el pelo—. La vida de los libros y de la libertad. Comporta riesgos, pero nos llena y nos hace felices. Vivimos conforme a lo que creemos.
—He vivido una vida plena gracias a vos y a la librería —reconoció Joan—. Pero desde nuestro regreso mi temor por la Inquisición ha ido creciendo. Sé cuánto me odia ese Felip, que aguardaba una equivocación, y creo que esos carteles tendrán consecuencias terribles. Temo en especial por vos y por nuestros hijos; no tengo derecho a arrastraros a semejante peligro a causa de mis quimeras. Vivo intranquilo y he dejado de ser feliz.
Anna le acunó en sus brazos, con ternura, y poco a poco él fue sintiendo que su cuerpo agarrotado se distendía, que el amor fundía el miedo.
—Es la vida que elegimos vivir —insistió después de un largo silencio durante el que le estuvo dando su calor—. No fuisteis solo vos, la decisión fue conjunta. Recordad que fui yo quien os convenció para regresar a Barcelona. No carguéis sobre vuestras espaldas con mi responsabilidad. Es injusto para vos y para mí. Busquemos de nuevo la felicidad, hemos de encontrarla. Estamos juntos en la vida, unidos por propia voluntad, y lo estaremos en la muerte si así lo quiere Dios.
Joan escribió en su libro la última frase de Anna: «Estamos juntos en la vida, unidos por propia voluntad, y lo estaremos en la muerte si así lo quiere Dios».
La leía una y otra vez, y se sentía confortado por su amor; estaban juntos. Pero pronto comprendió que sus temores no se disiparían por mucho que leyera aquella frase. Era muy hermosa, pero en su final contenía una trágica profecía.
La Inquisición apareció de improviso tan pronto como la librería abrió sus puertas. El matrimonio Serra estaba aún en el primer piso y supo lo que ocurría por los gritos de «paso a la Santa Inquisición» y los golpes. Hacía solo unos días que Joan, imponiéndose a los muchachos, había hecho una limpieza completa de cualquier elemento de la imprenta del sótano, que por lo común se mantenía desmontada, como si se tratara de piezas de repuesto de la oficial, situada en la planta. Se había asegurado de que no quedara almacenado ningún libro prohibido, se quemaron todas las pruebas de imprenta y lo más comprometedor, los tipos, había sido enterrado en un lugar seguro en una de las rutas comerciales de los agentes de Bartomeu. La Inquisición no tendría pruebas, pero tampoco las necesitaba; Felip Girgós se había cansado de su juego. El hermoso sueño de los Serra había llegado a su fin, la pesadilla llamaba a su puerta y en esta ocasión no podrían escapar a ella. Anna y Joan se abrazaron para sentir por última vez el placer del contacto de sus cuerpos; intuían lo que ocurriría.
—Os amo, Anna —le dijo él—. Me habéis hecho muy feliz.
—Y yo os amo a vos —contestó ella—. ¡Qué tiempos tan hermosos hemos vivido juntos!
Joan la apretó un poco más contra su pecho y no dijo nada, pero la vio, esplendorosa con su traje español, bailando «la alta y la baja» en la calle, en la fiesta de la inauguración de la librería en Roma.
Se oían ya las botas de los soldados golpeando la escalera cuando él respondió:
—Lo recuerdo todo, cada detalle. Nunca lo olvidaré.
—Yo tampoco —dijo ella.
Aquellos hombres los separaron a la fuerza y entonces Joan vio que no solo el alguacil violaba la intimidad de su hogar, sino también el propio fiscal, Felip.
—Anna Roig de Serra —gritó el alguacil—. ¡Sois presa de la Santa Inquisición!
Y los soldados la asieron para llevársela escaleras abajo.
—Y ¿yo? —preguntó, asombrado, Joan.
—No tengo causa contra vos —le respondió el alguacil.
—Pero ¿por qué ella?
El alguacil descendió por las escaleras sin responder y Joan se encontró cara a cara con Felip.
—¿Por qué ella? —le interrogó buscando su mirada.
—Por hereje —contestó él sonriendo—. Y por tu culpa.
Joan, confuso, siguió a la comitiva con sus hijos, Lluís y el personal de la librería hasta la plaza del Rey, donde las puertas del palacio real, sede de la Inquisición, se cerraron tragándose a Anna.
Joan esperaba ser él el detenido, quizá también sus hijos mayores y alguno de sus empleados, pero nunca Anna. ¿Qué estaba ocurriendo?
—No debía de tener pruebas contra la librería —dijo su viejo amigo Bartomeu cuando acudió a verle. Joan le recibió en el primer piso de la casa, el mismo lugar del que se habían llevado a Anna.
—No necesitaba pruebas —replicó Joan—. Hubiera podido obtener confesiones con la tortura.
—No estaría seguro de que fuerais a confesar ni con tortura —continuó Bartomeu—. Además, la acusación de herejía es peor que la de traficar con libros prohibidos. Y tú eres difícil de encausar como hereje; sabe que eres cristiano viejo y que a pesar de la muerte de Gualbes, el suprior y los frailes de Santa Anna te hubieran defendido como a uno de los suyos. En cambio, Anna es hija de conversos.
Los días transcurrieron sin saber de Anna ni en qué situación se encontraba su caso. Los procedimientos eran secretos y los testigos de la acusación, anónimos. Lo único que Joan sabía era lo que Felip le había dicho; pasaban los días sin noticias y desesperaba. Intentó sobornar a los carceleros, pero estos se embolsaban el dinero y solo le decían que la prisionera se encontraba bien sin dar más detalles. Bartomeu tampoco obtuvo información alguna a pesar de entrevistarse con el gobernador y el obispo; ni siquiera ellos podían hacer nada, ya que el obispo había delegado sus poderes en la Inquisición. Y esta se mostraba opaca, siniestramente silenciosa.
Joan enloquecía. No sabía qué más podía hacer y ni siquiera el consuelo de su hermano Gabriel, que acudía a visitarle y le invitaba a comer a su casa, de Lluís y de otros amigos le ayudaba. Tampoco quería hablar con sus hijos Ramón y Tomás, que aun sin comprender por completo la tragedia que se avecinaba habían tratado de disculparse. Ver sus semblantes contritos aumentaba la rabia de Joan. Apenas se ocupaba de sus dos hijos menores, que quedaron al cuidado de las criadas, de la esposa de Gabriel y de la de Lluís, cuya familia vivía también en la librería.
Se desentendió del negocio por completo, frecuentaba las tabernas del puerto para evitar que sus hijos le vieran beber en casa y desahogaba su angustia en riñas en las que, a pesar de sus cuarenta y dos años, batía a muchachos corpulentos. Era aquella rabia antigua que, espoleada por la impotencia, surgía de nuevo de su interior. Amaba a Anna con desesperación.
En ocasiones, derrumbado sobre una mesa frente a un vaso de vino, notaba la fuerte mano de su hermano Gabriel, que acudía a buscarle. Joan había abandonado su aspecto y su antes cuidada barba se asemejaba ahora a la ensortijada de su hermano, al estilo de los Elois. Otras veces eran Bartomeu y Lluís quienes iban en su busca, y pronto hubo que recogerle de la cárcel de la ciudad, en la plaza del Blat. El alguacil y la milicia ciudadana conocían su caso, se sentían enternecidos y, ayudados por pequeños sobornos, le trataban con cariño. Después de varios de aquellos incidentes se acostumbraron a llevarle a casa de Bartomeu para que se le pasara la embriaguez y se adecentase. Así, sus hijos y sobrinos no le veían en aquel estado.
—Algún día matarás a alguien y te ahorcarán —le decía Bartomeu.
—No me importa que me ahorquen —contestaba Joan, aún bajo los efectos del alcohol—. Solo me importa Anna.
—¿No comprendes que estás cayendo en la trampa de Felip? —insistía el mercader—. Él goza al verte en este estado de degradación, mucho más que si te tuviera en la cárcel o incluso muerto. Tu antiguo enemigo te está venciendo.
—No —repuso Joan—. No me está venciendo: ya me ha vencido. No me queda ni la dignidad.
Felip recibió a Joan en su lujoso despacho, situado en el primer piso de la sede de la Inquisición, que disfrutaba de ventanales sobre la calle. Le esperaba sentado detrás de una mesa y no le ofreció asiento. Joan permaneció de pie.
—Tu esposa ya ha sido juzgada y condenada por judaizante, es una conversa relapsa —le dijo Felip—. Esperaremos unas semanas para tener a más herejes y entonces montaremos un auto de fe. Después, arderá en la hoguera.
A pesar de que Joan esperaba algo parecido, la noticia le golpeó como un puñetazo.
—¡No, no es cierto! —exclamó—. No profesa la religión judía. ¿Qué os ha hecho creer eso?
—Lo de siempre —explicó el fiscal—. Se cocina con aceite de oliva en lugar de grasa de cerdo, se cambian los manteles de las mesas o la ropa de cama el viernes en lugar del sábado… Apenas coméis cerdo y…
Joan se preguntó cómo podía conocer Felip sus hábitos caseros, pues sus criadas les eran fieles. Sin embargo, se dijo que aquello no tenía importancia. Aquel individuo sabía cómo obtener información. Quizá lo había hecho con amenazas o usando a alguna criada de otra casa para hacer que las suyas hablaran ingenuamente.
—Esas son costumbres inocentes que se han mantenido por generaciones, no tienen que ver con la religión que se profesa —repuso Joan—. Ella no cree en el judaísmo.
—Tienes razón —convino Felip sonriente—. Lo hemos comprobado. Nuestro teólogo calificador nos dice que lo suyo se aproxima más a la herejía deísta. Cree en Dios, pero duda de las profecías y de los milagros. Eso la podría hacer desconfiar de las Sagradas Escrituras. Ese es uno de los males que le ha traído tanto mirar hacia la antigüedad y las lecturas prohibidas. La culpa es tuya por dejarla participar en esos debates libertinos que las señoras organizaban en vuestra librería. Arrogancia intelectual; excesiva libertad.