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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (23 page)

BOOK: Tiempo de odio
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Ciri se despertó cubierta de sudor, con las manos tan aferradas a las sábanas que hasta le hacían daño. Alrededor había silencio y una blanda penumbra atravesada por el estilete de un rayo de luz de luna.

Un incendio. Fuego. Sangre. Una pesadilla... No recuerdo, no recuerdo nada...

Aspiró profundamente el vigoroso aire nocturno. La sensación de ahogo había desaparecido. Sabía por qué.

Los hechizos de protección no funcionaban.

Qué habrá pasado, pensó Ciri. Saltó de la cama y se vistió rauda. Se ciñó el estilete. No tenía espada, Yennefer se la había quitado y la había dejado al cuidado de Jaskier. El poeta seguramente dormía ya, en Loxia reinaba el silencio. Ciri estaba pensando si debía ir y despertarle cuando de pronto sintió en los oídos las fuertes pulsaciones y el ritmo de la sangre.

El brillante rayo de luna que atravesaba la ventana se convirtió en un camino. Al final del camino, muy lejos, había unas puertas. Las puertas se abrieron, apareció Yennefer.

Ven.

A espaldas de la hechicera se abrieron otras puertas. Unas detrás de las otras, interminablemente. En las tinieblas se dibujaban difusas las negras formas de unas columnas. O quizás fueran estatuas... Estoy soñando, pensó Ciri, yo misma no creo en esto. Estoy soñando. Esto no es un camino, esto es luz, un rayo de luz. No se puede andar por el...

Ven.

Obedeció.

 

Si no hubiera sido por los tontos escrúpulos del brujo, si no hubiera sido por sus irrealizables principios, muchos acontecimientos posteriores habrían discurrido de una forma completamente distinta. Muchos acontecimientos seguramente ni siquiera habrían tenido lugar. Y entonces la historia del mundo hubiera sido distinta.

Pero la historia del mundo resultó como resultó. Y la única causa de ello fue que el brujo tenía escrúpulos. Cuando se despertó al amanecer y sintió necesidad, no hizo lo que hubiera hecho cualquiera. No salió al balcón y meó en la maceta de capuchinas. Tuvo escrúpulos. Se vistió sin hacer ruido, para no despertar a Yennefer, que dormía profundamente, sin moverse y casi sin respirar. Salió de la habitacioncilla y se fue al jardín.

Todavía continuaba el banquete pero, a juzgar por los sonidos, sólo en forma residual. Las ventanas de la sala de baile todavía ardían con una luz que inundaba el atrio y los macizos de peonias. El brujo avanzó algo más, entre unos arbustos algo más densos, allí se quedó mirando el cielo que iba clareando y que ardía ya en el horizonte con las señales purpúreas del amanecer.

Cuando volvía despacio, reflexionando sobre graves asuntos, su medallón tembló con fuerza. Lo sujetó con la mano, sintió las vibraciones que le atravesaban todo el cuerpo. No había duda. Alguien había lanzado un hechizo en Aretusa. Geralt aguzó el oído y escuchó gritos ahogados, rumores y estrépitos que provenían de una galería en el ala izquierda del palacio.

Cualquier otro se habría dado la vuelta sin dudarlo y habría regresado a su habitación haciendo como que no oía nada. Y entonces, la historia del mundo también podría haberse desarrollado de otro modo. Pero el brujo tenía escrúpulos y acostumbraba a obrar siguiendo principios irrealizables y estúpidos.

Cuando llegó corriendo a la galería y al pasillo, se estaba desarrollando allí una lucha. Algunos soldados vestidos con jubones grises inmovilizaban a un hechicero bajito que estaba caído en el suelo. A los inmovilizadores les dirigía Dijkstra, el jefe de los servicios secretos de Vizimir, rey de Redania. Antes de que Geralt acertara a emprender acción alguna, él también fue inmovilizado. Otros dos esbirros grises le empujaron contra la pared y un tercero le puso contra el pecho una corseca de hierro de tres dientes.

Todos los esbirros tenían en el pecho un medallón con el águila redana.

—A esto se le llama meter la pata —le explicó en voz baja Dijkstra, acercándose—. Y tú, brujo, creo que tienes talento natural para meterla. Estate tranquilo e intenta no prestarle atención a nada.

Los redaños inmovilizaron por fin al hechicero bajito y lo incorporaron sujetándolo de los brazos. Era Artaud Terranova, miembro del Capítulo.

La luz que le permitía ver los detalles provenía de una bola que colgaba sobre la cabeza de Keira Metz, la hechicera con la que Geralt había conversado por la noche en el banquete. Apenas la reconoció. Había cambiado los ligeros tules por unas ásperas ropas masculinas y llevaba un estilete al costado.

—Sujetadlo bien —ordenó. En su mano tintineaban unas esposas hechas de un metal azulado.

—¡No te atrevas a ponerme eso! —gritó Terranova—. ¡No te atrevas, Metzl ¡Soy un miembro del Capítulo!

—Lo eras. Ahora eres un traidor común y corriente. Y serás tratado como traidor.

—Y tú eres una asquerosa puta que...

Keira retrocedió un paso, balanceó ligeramente las caderas y le golpeó con toda la fuerza de su puño en la cara. La cabeza del hechicero cayó hacia atrás de tal modo que por un momento Geralt tuvo la sensación de que se iba a desprender del tronco. Terranova quedó colgado de las manos de los que le sujetaban, con la sangre Huyéndole por la nariz y los labios. La hechicera no dio un segundo golpe, aunque tenía la mano alzada. El brujo percibió el brillo de lata de un rompecabezas entre sus dedos. No se asombró. Keira era pequeñísima, un golpe así no podía haber sido dado sólo con el puño.

Geralt no se movió. Los esbirros le sujetaban con fuerza, y las puntas de la corseca le pinchaban en el pecho. Geralt no estaba seguro de que se hubiera movido en caso de estar libre. Si hubiera sabido qué hacer.

Los redaños pusieron cadenas en las manos del hechicero, que le habían doblado hacia atrás. Terranova gritó, se retorció, se dobló, hizo un amago de vómito. Geralt sabía de qué estaban hechas las esposas. Era una aleación de hierro y dwimerita, un extraño mineral cuyas propiedades residían en que sofocaba las capacidades mágicas. A esta sofocación la acompañaban unos efectos secundarios bastante desagradables para los magos.

Keira Metz levantó la cabeza, se retiró los cabellos de la frente. Y entonces lo vio.

—¿Qué hace éste aquí, maldita sea? ¿De dónde ha salido?

—Metió la pata —respondió Dijkstra impasible—. Tiene talento para meterla. ¿Qué tengo que hacer con él?

Keira refunfuñó, dio varios golpes en el suelo con los tacones de las botas altas.

—Vigílalo. Ahora no tengo tiempo.

Se fue deprisa, detrás de ella caminaban los redaños, que arrastraban a Terranova. La bola iluminada revoloteó detrás de la hechicera, pero ya amanecía, clareaba a toda velocidad. A una señal de Dijkstra, los esbirros soltaron a Geralt. El espía se acercó y miró al brujo a los ojos.

—Manten una absoluta tranquilidad.

—¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Qué...?

—Y un absoluto silencio.

Keira Metz regresó al poco tiempo, acompañada. Venía con ella el hechicero de cabellos de color lino que el día anterior le habían presentado a Geralt como Detmold de Ban Ard. A la vista del brujo, el hechicero maldijo y golpeó con el puño en la mano.

—¡Su puta madre! ¿No es éste el que le gustaba a Yennefer?

—Es él —confirmó Keira—. Geralt de Rivia. El problema reside en que no sé cómo es con Yennefer...

—Yo tampoco lo sé. —Detmold se encogió de hombros—. En cualquier caso él ya está metido en esto. Ha visto demasiado. Llevádselo a Filippa, ella decidirá. Encadenadlo.

—No es necesario —dijo Dijkstra, en apariencia somnoliento—. Yo respondo por él. Lo conduciré adonde sea.

—Estupendo, entonces —afirmó Detmold con la cabeza—. Porque nosotros no tenemos tiempo. Ven, Keira, allá arriba se está complicando el asunto...

—Cuidado que están nerviosos —murmuró el espía redaño, mirando a los que se iban—. Falta de práctica, no otra cosa. Y los golpes de estado y los putsch son como el gazpacho. Hay que tomarlos fríos. Vamos, Geralt. Y recuerda: tranquilo, digno, sin alborotos. No me hagas lamentar el que no te mandara atar ni encadenar.

—¿Qué es lo que está pasando, Dijkstra?

—¿Todavía no te has dado cuenta? —El espía andaba junto a él, tres redaños se mantenían detrás—. Habla con sinceridad, brujo, ¿cómo es que has aparecido aquí?

—Tenía miedo de que se secaran las capuchinas.

—Geralt. —Dijkstra le puso malos ojos—. Has metido la pata hasta el cuello en la mierda. Has buceado y tienes la boca en la superficie pero todavía no alcanzas con los pies el fondo. Alguien te da la mano para ayudarte, arriesgándose a caerse también y ahogarse. Así que déjate de bromas idiotas. Yennefer fue quien te mandó venir aquí, ¿no?

—No. Yennefer duerme en una cama calentita. ¿Te tranquiliza eso?

El gigantesco espía se volvió bruscamente, agarró al brujo por los brazos y lo empujó contra la pared del pasillo.

—No, no me ha tranquilizado, puto idiota —chilló—. ¿Acaso no has entendido, payaso, que los hechiceros honrados y fieles a los reyes no duermen esta noche? ¿Que ni siquiera se metieron en la cama? Los que están durmiendo en sus camas calentitas son los traidores comprados por Nilfgaard. Vendepatrias que habían preparado ellos mismos un putsch, pero para más tarde. No sabían que habían descubierto sus planes y se les habían adelantado. Y ahora mismo se les está sacando de sus blandos lechos, se les da con un rompecabezas en los morros y se les pone en las zarpas anillitos de dwimerita. Los traidores están acabados, ¿comprendes? ¡Si no quieres irte al fondo con ellos, deja de hacerte el idiota! ¿Acaso te captó Vilgefortz ayer por la noche? ¿O te había captado antes Yennefer? ¡Habla! Deprisa, porque la mierda comienza ya a llegarte a la boca!

—Gazpacho frío, Dijkstra —le recordó Geralt—. Llévame hasta Filippa. Tranquilo, digno y sin alborotos.

El espía le soltó, retrocedió un paso.

—Vamos —dijo con voz fría—. Por estas escaleras, hacia arriba. Pero terminaremos esta conversación. Te lo prometo.

 

Allá donde se unían cuatro pasillos, debajo de una columna que sujetaba el techo, había una claridad que provenía de faroles y bolas mágicas. En aquel lugar se arremolinaba un grupo de redaños y hechiceros. Entre estos últimos había miembros del Consejo: Radcliffe y Sabrina Glevissig. Sabrina, como Keira Metz, también iba vestida con un traje gris de hombre. Geralt comprendió que en el golpe que estaba teniendo lugar ante sus ojos se podía reconocer a las partes por sus uniformes.

Sobre el suelo estaba arrodillada Triss Merigold, inclinada sobre un cuerpo que yacía en un charco de sangre. Geralt reconoció a Lydia van Bredevoort. La reconoció por los cabellos y por el vestido de terciopelo. Nunca la hubiera reconocido por su rostro porque aquello no era ya un rostro. Era una horrible y macabra máscara de cadáver, con los dientes descubiertos brillando hasta la mitad de las mejillas y con una mandíbula inferior deformada, hundida, de huesos mal crecidos.

—Cubridla —dijo Sabrina Glevissig con la voz sorda—. Al morir ha desaparecido la ilusión... ¡Joder, cubridla con algo!

—¿Qué es lo que ha pasado, Radcliffe? —preguntó Triss, retirando la mano de la dorada empuñadura del estilete clavado por debajo del esternón de Lydia—. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¡Se supone que tenía que hacerse sin muertos!

—Nos atacó —murmuró el hechicero, bajando la cabeza—. Cuando se llevaron a Vilgefortz se echó sobre nosotros. Hubo un revuelo... Yo mismo no sé de qué modo... Éste es su propio estilete.

—¡Cubrid su cara! —Sabrina se dio la vuelta bruscamente. Vio a Geralt, sus ojos feroces brillaron como antracita.

—¿De dónde ha salido éste?

Triss se alzó como rayo y se arrojó sobre el brujo. Geralt percibió delante de su cara la mano de ella. Luego vio un relámpago y se hundió suavemente en las tinieblas. Sintió unas manos en el cuello y una violenta sacudida.

—Sujetadlo, que se cae. —La voz de Triss era poco natural, resonaba en ella una furia fingida. Tiró de él de nuevo de modo que al momento se encontró junto a ella.

—Perdona —escuchó su rápido susurro—. Tenía que hacerlo.

Los hombres de Dijkstra lo sujetaron.

Movió la cabeza. Puso en marcha otros sentidos. En el pasillo reinaba la agitación, el aire ondulaba, transportaba olores. Y voces. Sabrina Glevissig maldecía, Triss la intentaba calmar. Los redaños, que olían a cuartel, arrastraban por el suelo un cuerpo inerte cuyo vestido de terciopelo chasqueaba. Sangre. El olor de la sangre. Y el olor a ozono. El olor de la magia. Voces enervadas. Pasos, el golpeteo nervioso de los tacones.

—¡Apresuraos! ¡Esto ya dura demasiado! ¡Deberíamos estar ya en el Garstang!

Filippa Eilhart. Nerviosa.

—Sabrina, encuentra deprisa a Marti Sodergren. Si hace falta, sácala de la cama. Algo va mal con Gedymdeith. Creo que es un ataque al corazón. Que se ocupe Marti de ello. Pero no le digas nada, ni a ella ni a ése con el que duerme. Triss, tienes que buscar y luego llevar al Garstang a Dorregaray, Drithelm y Carduin.

—¿Para qué?

—Representan a los reyes. Que Ethain y Esterad estén informados de nuestra acción y de sus consecuencias. Los llevarás... ¡Triss, tienes sangre en las manos! ¿Quién?

—Lydia.

—Maldita sea. ¿Cuándo? ¿Cómo?

—¿Acaso importa cómo? —Una voz fría y tranquila. Tissaia de Vries. El rumor de un vestido. Tissaia estaba vestida con traje de baile, no con uniforme de rebelde. Geralt aguzó el oído pero no escuchó el tintineo de las cadenas de dwimerita.

—¿Finges estar afectada? —siguió Tissaia. —¿Preocupada? Cuando se organiza una revuelta, cuando se hacen entrar esbirros armados por la noche, hay que contar con que habrá víctimas. Lydia está muerta, Hen Gedymdeith se está muriendo. He visto hace un momento a Artaud con el rostro masacrado. ¿Cuántas víctimas más va a haber, Filippa Eilhart?

—No sé —respondió Filippa con dureza—. Pero no voy a volverme atrás.

—Por supuesto. Tú no retrocedes ante nada.

El ambiente tembló, unos tacones golpearon contra el suelo con un ritmo conocido. Filippa se acercó a él. Recordaba el nervioso ritmo de sus pasos cuando, el día anterior, caminaban juntos por la sala de Aretusa para regalarse con el caviar. Recordaba el olor a canela y nardos. Ahora este olor se mezclaba con el de la soda. Geralt no pensaba participar jamás en ningún golpe o putsch pero no creía que, si participara, se fuera a acordar de lavarse los dientes con anterioridad.

—Él no te ve, Fil —dijo Dijkstra, en apariencia soñoliento—. No ve nada y no ha visto nada. Ésa del pelo bonito lo ha dejado cegato.

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