Tiempo de silencio (29 page)

Read Tiempo de silencio Online

Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Tiempo de silencio
5.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nuestra profesión es un sacerdocio —dijo pausadamente y sin rastro alguno de ira— y exige que seamos dignos de ella. Yo diría que no basta con responder a ese mínimum de honestidad, sino que es necesario además aparentarlo. Hay sospechas que no pueden tolerarse. Ya sé que me dirá usted que está libre de toda acusación. En efecto, está usted libre de toda acusación, pero no —fíjese bien— no de toda sospecha. Muy al contrario, resulta usted para todos sospechoso y hay sospechas que sólo pueden alcanzarnos cuando imprudentemente nos ponemos en la ocasión de que se produzcan. Hay frecuentaciones, tratos, actitudes precipitadas, faltas ya que no a la moral, a la norma profesional, que no son admisibles. Usted ha actuado mal. En varias ocasiones me ha dicho —y yo le he creído que el ejercicio de la profesión no le atraía, que usted quería dedicarse a la investigación. Era un noble ideal. Pero ahora me sale con eso: con un ilegal, absurdo y sospechoso ejercicio de una actividad para la que no está preparado e incluso ni siquiera autorizado. ¿Cómo quiere que yo interprete eso? No puede usted pedirme comprensión para unos hechos que rozan, si es que no están de lleno incluidos, con el articulado del Código Penal. Yo lo siento. Lo siento profundamente. Había llegado a tomarle cariño, como me ocurre siempre con mis discípulos. Yo creía que tenía usted un cierto interés, que le interesaba a usted la ciencia. Bien es verdad que, desgraciadamente, los frutos de sus investigaciones han sido pobres, muy pobres… casi nulos (esparciendo desdeñosamente sobre la mesa cuatro o cinco protocolos de autopsias ratoniles), no ha llegado usted a nada… Pero yo quería esperar que, con el tiempo, usted maduraría. Su cultura científica era escasa y usted no leía mucho. Pero, tal vez, un azar afortunado o las sugerencias de sus compañeros y maestros hubieran llegado un día a mostrarle su camino. No ha sido así. Lo siento. Creo que no sabe usted muy bien lo que quiere. Oiga mi consejo. Déjese de investigaciones. Usted no está dotado para esto. Nunca llegará a nada. Me veo obligado, en vista de las circunstancias, a no prorrogar su beca. Pero tal vez esto sea un bien para usted. Tiene buenas manos. Váyase a una provincia. Ejerza la profesión. Puede usted hacer un discreto cirujano. Vivirá más tranquilo y lejos de ciertas compañías. Repósese. Esto no es para todos. Creo que, al final, resultará un beneficio. Dentro de unos años me lo agradecerá usted. (Levantándose y cogiéndole la mano.) Siento que no podamos seguir colaborando. (Llevándole por el hombro hasta la puerta.) Métase ahora en su casa y prepare las oposiciones de la Asistencia Pública. Tiene usted buena memoria. Las ganará sin gran esfuerzo. Yo diré una palabrita al Tribunal. Y no vuelva a enredarse en estas cosas. En una provincia se olvidará todo: los periódicos de Madrid no llegan, y aunque los lean no le identificarán. Vivirá tranquilo. Dígame cuándo sean los ejercicios para que yo hable con el Tribunal. Ya lo sabe, no le dejaré caer. Y lea, lea usted, estudie…, de verdad le digo que todo está en los libros.

[58]

Amador lo sintió mucho. Sabía que era responsable de haberle puesto en contacto con aquel mundo infernal de las chabolas que contamina a cuantos lo tocan y que él mismo había procurado mantener lejos de su casa desde el día de la posguerra agria en que se le habían metido los parientes con su colchón hasta dentro de la cocina de su piso. Había pasado miedo Amador, pero nada le había ocurrido. Mientras el Muecas y el Mago de la aguja iniciaban una navegación imprevisible por calabozos, cárceles, tribunales de justicia, penales y comisarías cuyo posible fin por ahora no podía ser imaginado, Amador seguía cogiendo con sonrisa indiferente los perros de sus jaulas de alambre y buscando en la juntura de la pata la vena en que tan hábilmente —él entre todos los mozos— sabía inyectar la sustancia que concluye en pocos segundos con los ladridos insoportables y deja al animal, atado sobre una mesa de operaciones de madera sucia en forma de canal de aguas negras, preparado para que la ciencia medre a expensas de su sangre. Amador ayudaba a los inexpertos investigadores fabricantes de tesis doctoral y no sólo les decía cómo había que operar el perro, sino que los operaba él mismo, una vez que silencioso y reflexivo, hubiera llegado a coger el quid de la cuestión, por lo general apenas variable dentro de ciertos módulos incesantemente repetidos: fístulas gástricas, fístulas salivares, circulación cruzada, fracturas experimentales. Cuando don Pedro iba bajando por la escalera, lentamente y sin apariencia de sonrisa, algo pálido, con la pequeña alegría reactiva que había sobrevivido a su liberación perdida en una nueva melancolía, lo vio Amador. Y se alegró de verlo libre.

Don Pedro bajaba por la calle en cuesta andando muy despacio. Llevaba las dos manos metidas en los bolsillos deformes del pantalón, levantando el vuelo de la chaqueta. La cabeza un poco gacha, con gesto de muchacho que llega tarde al Instituto y que ya casi prefiere no llegar. Iba dando golpes a una piedra y comprobando lo polvoriento de sus zapatos.

—¿Y qué dice, el hombre? —le asustó Amador, dándole alcance.

Pedro levantó la cabeza y vio ante él el rostro siempre sonriente, los gruesos labios rojos, los ojos grandes y separados, la frente arrugada, el pelo negro rizado.

—Tomemos un chato —insistió Amador—. ¡Yo le convido!

Se encontraron sentados en una tasca sucia y pequeña donde no había nadie. Un hombre viejo, con un mandil azul, se acercó y les puso el vino delante. Se acomodaron en unos sentajos redondos de madera.

—¿Y le echaron, don Pedro?

Pedro agradeció que Amador le mirara con aquellos ojos sinceramente entristecidos.

—Sí. Pero no me importa. Casi es mejor. Ahora podré casarme y ganar dinero.

—Claro. Eso ya se entiende…

—Al fin y al cabo aquí no hacía nada.

—¡Cuánta pérdida de tiempo, don Pedro! Se lo digo yo que he visto tanta juventud gastada en esta casa… ¿Y para qué, dígame don Pedro, y para qué? ¿Quién se lo iba a agradecer? Son ilusiones bobas. Lo único que vi que valiera la pena era sacarse la tesis, eso sí. Luego van ya a cátedras. ¿Pero, otra cosa? ¡Pamplinas! ¡Váyase! ¡Váyase y gane dinero! Ésa es la positiva. Yo ya ve, porque es mi oficio y no tengo otro, pero ustedes, me quiere usted decir ustedes qué provecho sacan…

A Pedro la tristeza, de golpe, se le volvió a echar encima.

—¿Y todo por qué? —se indignó—. Yo no había hecho nada. Tú sabes que yo…

—¡Déjelo estar! —ordenó Amador—. No piense más en aquello. Una desgracia. Eso es lo que fue. Una desgracia.

—No sé lo que ese tío se habrá creído…

—¡Déjelo, don Pedro! ¡Déjelo estar!

En la tasca entró un sujeto de mala catadura. Pidió aguardiente. Llevaba una barba rala, pelirroja. La chaqueta de paño pardo tenía manchas de cal. En la puerta se había quedado un perro rubio mirándolo fijamente, sin atreverse a entrar.

Amador bajó la voz confidencial.

—Usted tiene que irse cuanto antes de este pueblo, don Pedro. ¡Váyase cuanto antes!

—Ya me iré, ya me iré…

—¡Váyase en seguida!

—Pero ¿por qué? —se alarmó Pedro sin comprenderle.

—El querido que la había desgraciado… un mal sujeto… cree que usted fue el que… ya sabe.

—¡Qué tontería!

—Es un mal sujeto, se lo advierto.

—¿Pero él qué sabe?

—Se lo dije yo, don Pedro, yo se lo dije. Me sacó una navaja así de grande. Se me heló la sangre. ¿Yo qué podía? Se lo dije todo…

—¿Todo, qué?

—Que había sido el médico. Yo creí que usted se iría…

—Tonterías… ¿Qué puede hacerme ése?

—Es un mal sujeto… Yo cumplo advirtiéndole, don Pedro, porque, perdonando, es una bestia, una mala bestia.

[59]

La honrada familia organizó un sarao a la altura o un poco por encima de sus posibilidades. Conscientes de sus obligaciones sociales y del modo como se debe proceder para que un joven, incauto aunque agradable, olvide los sufrimientos a que su atolondramiento lo conduce. Alegres de conmemorar al mismo tiempo unos esponsales y la liberación de un cautivo con el regreso del pródigo todavía-no-pero-ya-casi-inevitablemente hijo. Satisfechas por proclamar ante la vecindad al fin la llegada legítima de varón con dos apellidos a la casa. Orgullosas de las altas prendas del elegido. Tiernamente conmovidas ante las muestras de ternura que emanaban de cada gesto, de cada palabra, de cada posición soñadora del esbelto cuerpo carne de su carne y obra maestra de la familia: fruto que habían logrado varias generaciones de elaboraciones ciegas pero conducentes a un determinado fin. Sabiendo que en ella se conjugaban armoniosamente la herencia bizarra del coronel y de la abuela junto con el pequeño punto de afeminada decadencia que el bailarín maldito había introducido subrepticiamente pero de un modo afortunado para la estética de una estirpe en la que, hasta aquel momento, las muñecas habían sido demasiado gruesas y las narices demasiado largas.

No pudieron organizar una comida servida por criados de librea (o al menos por camareros de smoking) en que hubieran ofrecido un menú de huevos, tres principios, caza y asado, ni cena de consomé, caviar, foie y langosta con champán frío a causa de que tanto a la hora de comer como a la de cenar, el comedor de la casa estaba ocupado por los habituales huéspedes. Tampoco pudieron organizar un cocktail con bebidas exóticas y whisky que aderezaran pequeñas y variadas suculencias picantes, tales como cuadraditos de queso con pimienta, aceitunas enanas calientes y hojaldres en receptáculos de plata, porque encontraban estos alimentos escasamente nutritivos y algo indigestos. Así que dispusieron una sana merienda española con chocolate espeso y humeante, rebanadas de pan tostado con mantequilla Arias, churros fabricados por la propia madre de la bella (aunque estúpida, dotada para las artes culinarias), mantecadas de Astorga legítimas adquiridas en una dirección secreta a la que van a parar camioneros provenientes de la lejana ciudad brumosa y pestiños con miel o mermelada.

En esta hora de la media tarde, la casa tomaba un aire misterioso, distinto del misterio de la alta madrugada, pero también producido por la presencia-ausencia de los huéspedes. Mientras que algunos —los menos— trabajaban fuera, otros —los más— permanecían en sus cuartos dedicados a ocupaciones ignoradas y fingiendo no saber nada de cuanto indudablemente sucedía. Posiblemente estas lentas horas serían ocupadas en la lectura, en largas y calenturientas siestas, en cuidadoso espionaje por la ventana interior o los balcones exteriores, en la ejecución de esos solitarios en los que (una vez resueltos) las cartas quedan repartidas en cuatro mugrientos montones encabezados por un as, en una ensoñación melancólica cien veces repetida en la que irían apareciendo (para cada uno) con el halo de la desesperanza, los sueños de la juventud que nunca la vida ha llegado a concretar. Pero estas actividades encubiertas quedaron suspendidas aquella tarde todo a lo largo del sarao con que las nobles damas festejaron el regreso del doncel.

Las damas (como tenían su industria en la misma casa que les servía de cobijo) derivaban cierta incomodidad de la convivencia con los huéspedes. Procuraban evitarla tejiendo barreras de indiferencia fingida. Así —durante el sarao— procedieron como si no supieran que los sentidos vigilantes de los huéspedes no invitados orientaban sus antenas hacia ellas pretendiendo captar en toda su integridad cuanto goce o dolor pudiera conmover sus ya fatigados corazones.

Para mayor ofensa de los huéspedes más viejos, la osada ignorancia de sus respetables sentimientos fue llevada hasta el punto de, haciendo caso omiso de sus derechos, invitar a las relaciones extrapensionarias de la festejante familia. Pudo verse entonces vagar por el comedor al socaire del caliente soconusco a la gruesa madre (vestida de negro con trozos de crespón de seda en la parte alta del vestido) de la amiga predilecta de Dorita, que al contrario que su progenitora, muerta de envidia y rabiando de celos, pasando sin cesar revista mental al poco lucido plantel de sus actuales, pasados y posibles pretendientes, no probó bocado. Asimismo pudo verse a un señor ya mayor, algo baboso, toda la tarde al lado de la madre, sonriente sin cese, vestido también de oscuro, con un bastón en la mano, que no era otro sino el prestamista que en los momentos difíciles había ayudado a mantener a flote la poco airosa nave de la casa de huéspedes mediante ignorados favores que no es preciso detallar. De la generación de la adusta abuela quedaba una viuda que fue en tiempos de buen ver y que también acudió ilusionada y curiosa, con su aguerrido bigote, insinuando cuantos atravesados lances pudo firmemente sobrellevar en los tiempos en que fuera escándalo de guarnición y causa de petición de retiro prematuro de un marido pequeño a quien no tardó en consumir una tristeza sólo atenuada por el discontinuo cariño de su cónyuge. Estas personas brotadas de una historia despreciable pero cierta existían a despecho de su apariencia de sombras, y consumían cantidades de pestiños y de mantecadas de las que hacía tiempo no habían podido disponer. Por ello la conversación no era especialmente lucida, pero el brillo agradecido de las miradas era suficiente para dar constancia de una cordialidad y de un gozo que sólo la despechada amiga de Dorita interrumpía con su pertinaz falta de todo apetito corporal.

—¡Come, hija! —insistía su madre—. Está muy rico. Si no comes te vas a quedar hecha una estampa.

La hija prefería mirar a Dorita que sin recato cogía una de las manos de su galán vencido.

—¿Cuándo os casáis? —preguntó punzante.

Pedro y Dorita la miraron con ojos sorprendidos y luego volvieron a mirarse ellos sin contestar. Era demasiado guapa Dorita. ¡Qué profundamente podían iluminar aquellos ojos inmensos! ¡Qué delicadamente podía recortarse su nariz bajo una frente pura! ¡Qué tierna jugosidad tenían los tejidos allí mismo, bajo sus sienes, donde el tiempo primero se empeña en dibujar su surco!

—Mi primera instalación fue en la calle del Pez —explicaba el señor mayor—. Yo vivía en el sotabanco y tenía la tienda abajo, en el portal. ¡Qué tiempos aquellos! Un duro era un capital. No como ahora que no sé dónde vamos a llegar. A veces me dan tentaciones de dejarlo todo y retirarme. Acaba uno por asquearse de todo. Ya no hay palabra ni formalidad.

Dora, la madre, a quien competían las relaciones con e1 prestamista y su hábil manejo con vistas a los gastos extra del enlace próximo, le decía sin ton ni son:

—¡Siempre será el mismo don Eulogio! Nunca se sabe cuándo habla en serio. Es usted un hombre terrible. Claro que a las que le conocemos bien, no nos la da. Es todo corazón.

Other books

Jaided by Rose, Ashley
The Stepsister Scheme by Jim C. Hines
Selling Scarlett by Ella James, Mae I Design
Kilgannon by Kathleen Givens
All Together in One Place by Jane Kirkpatrick
Sword Song by Bernard Cornwell
The Last Juror by John Grisham