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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (45 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Aparece junto al fuego, si tienes suerte.

—No fumaré más hachís.

Iwang se rió.

—¡Si sólo bastara con eso!

Otra noche de helada, unas cuantas semanas después, Iwang llamó a la puerta del recinto y entró enormemente entusiasmado —borracho, se podría haber dicho, de haberse tratado de otro hombre—, parecía un poseído.

—¡Mira! —le dijo a Khalid, cogiéndolo por el brazo y arrastrándolo hasta el estudio—. Mira, por fin lo he resuelto.

—¿La piedra filosofal?

—¡No, no! ¡Eso es demasiado trivial! Es la única ley, la ley sobre todas las demás. Una ecuación. Mira.

Sacó una pizarra y escribió algo sobre ella muy rápidamente, utilizando los símbolos alquímicos que Khalid y él habían convenido para marcar las cantidades diferentes en distintas situaciones.

—Lo mismo arriba, lo mismo abajo, tal como dice siempre Bahram. Todo es atraído por todo lo demás precisamente por este nivel de atracción. Multiplica las dos masas que se atraen mutuamente, divide eso por el cuadrado de la distancia que las separa, multiplica por cualquiera que sea la velocidad que parte del cuerpo central, y el resultado será la fuerza de la atracción. Mira; inténtalo con la órbita de los planetas alrededor del sol, funciona con todas. Y se mueven en órbitas elípticas alrededor del sol, porque todos se atraen unos a otros al mismo tiempo que se sienten atraídos hacia el sol, por lo que el sol se sitúa en uno de los focos de la elipse, mientras que la suma de todas las otras atracciones forma el otro foco.

Mientras hablaba, dibujaba frenéticamente; Bahram jamás lo había visto tan agitado.

—Esto explica las discrepancias de las observaciones que hicimos en Ulug Bek. Funciona para los planetas, sin duda también para las estrellas en sus constelaciones y para el vuelo de una bala de cañón sobre la Tierra, ¡y para el movimiento de aquellos pequeños animálculos que están en el agua estancada o en la sangre!

Khalid asentía con la cabeza.

—Esto es la mismísima fuerza de la gravedad, representada matemáticamente.

—Sí.

—La atracción está en proporción inversa al cuadrado de la distancia.

—Sí.

—Y esto sucede con todo.

—Eso creo.

—¿Y qué pasa con la luz?

—No lo sé. La luz debe de tener muy poca masa. Si es que tiene alguna. Pero tenga la masa que tenga, se siente atraída por todas las otras masas. La masa atrae a la masa.

—Pero esto —dijo Khalid— es otra vez acción a la distancia.

—Sí —dijo Iwang sonriendo—. Tal vez se trate de tu espíritu universal. Actuando a través de un agente que no conocemos. De ahí se desprende la gravedad, el magnetismo, la iluminación.

—Una especie de fuego invisible.

—O tal vez para el fuego como lo son para nosotros los animales más pequeños. Cierta fuerza sutil. Y sin embargo nada escapa a ella. Todo la contiene. Todos vivimos en ella.

—Un espíritu activo en todas las cosas.

—Como el amor —dijo Bahram.

—Sí, como el amor —reconoció Iwang por esta vez—. En el sentido de que sin ella todo en la Tierra estaría muerto. Nada se atraería ni se repelería, ni circularía, ni cambiaría de forma, ni viviría de ninguna manera; sólo estaría ahí, inerte y frío.

Entonces Iwang sonrió, abiertamente, sus tersas y brillantes mejillas tibetanas tenían dos profundos hoyuelos, sus enormes dientes de caballo relucían:

—¡Y aquí estamos! Así debe ser, ¿lo ves? Todo se mueve, todo vive. Y la fuerza actúa exactamente en proporción inversa a la distancia que hay entre las cosas.

—Me pregunto si esto podría ayudarnos a transmutar... —aventuró Khalid.

Pero los otros dos hombres lo interrumpieron.

—¡El plomo en oro! ¡El plomo en oro! —dijeron ambos riéndose de él.

—Ahora todo es oro —dijo Bahram.

Los ojos de Iwang brillaron de repente, fue como si la diosa del hornillo hubiera entrado en él; cogió a Bahram y le dio un abrazo tosco, húmedo y confuso, susurrando otra vez.

—Eres un buen hombre, Bahram. Eres un muy buen hombre. Escucha, si yo creyera en el amor del que tú hablas, ¿podría quedarme aquí? ¿Sería una blasfemia para ti que yo creyera en la gravedad y en el amor y en la unidad de todas las cosas?

Las teorías sin aplicación causan problemas

La vida de Bahram se volvió más atareada que nunca; lo mismo les pasó a todos los que trabajaban en el recinto. Khalid e Iwang seguían debatiendo las implicaciones del estupendo gráfico de Iwang y realizando demostraciones de todo tipo, tanto fuera para ponerlo a prueba como para investigar asuntos relacionados con ese trabajo. Pero esas investigaciones poco hacían para ayudar a Bahram con los trabajos en la fragua, puesto que era complicado o imposible aplicar los argumentos esotéricos y altamente matemáticos de los dos exploradores al esfuerzo diario para hacer más fuerte el acero o más potentes los cañones. Para el kan, cuanto más grande tanto mejor; él había oído hablar de unos nuevos cañones del emperador chino que ridiculizaban incluso a los viejos gigantes que habían sido abandonados en Bizancio por las grandes pestes del siglo siete. Bahram intentaba competir con esos cañones de los que se hablaba, pero le resultaba muy difícil fabricarlos, moverlos y dispararlos sin que se rompieran. Tanto Khalid como Iwang hacían alguna sugerencia, pero las cosas no funcionaban y Bahram se quedó con la misma prueba a base de eliminación de errores que los metalúrgicos habían utilizado durante siglos, siempre regresando a la idea de que si tan sólo pudiera calentar lo suficiente el hierro fundido, y lograr la mezcla adecuada de maderas para alimentar el fuego, entonces el metal del cañón sería más resistente. Así que era cuestión de aumentar la velocidad de los fuelles para avivar el fuego de los hornos y crear temperaturas que llevaran al metal derretido hasta el blanco incandescente, tan brillante que lastimara los ojos al mirarlo. Khalid e Iwang observaban aquella escena al anochecer y discutían hasta el amanecer acerca de los orígenes de esa luz tan vívida que desprendía el hierro debido al calor.

Todo muy bien, pero no importaba cuánto aire insuflaran en el fuego de carbón, haciendo que el hierro se pusiera tan blanco como el sol y líquido como el agua, incluso aún menos denso: los cañones que se fabricaban con ese metal eran tan frágiles como los anteriores. Entonces aparecería Nadir, sin anunciarse, al tanto de los últimos resultados. Estaba claro que él tenía espías en el recinto y que no le importaba que Bahram lo supiera. O tal vez quería que lo supiera. Cuando llegaba, no parecía muy contento. Su mirada decía: ¡Más y más de prisa!, incluso si sus palabras procuraban tranquilizar diciendo que él estaba seguro de que en el taller estaban haciendo todo lo posible, que el kan estaba contento con las tablas de artillería.

—El kan está impresionado con el poder que tienen las matemáticas para mantener a raya por ahora a los invasores chinos —decía.

Bahram asentía tristemente con la cabeza para indicar que había entendido el mensaje, aunque Khalid hubiera evitado cuidadosamente verlo, y se abstenía de preguntar por la garantía de un amán para Iwang para la primavera siguiente, pensando que lo mejor era confiar en que la buena voluntad de Nadir aparecería en el momento adecuado y regresar al taller para intentar algo nuevo.

Un nuevo metal, una nueva dinastía, una nueva religión

Sólo como una cuestión práctica, en aquel entonces Bahram estaba empezando a interesarse por un metal de color gris apagado que parecía plomo por fuera y estaño por dentro. Era evidente que había mucho azufre en el mercurio —si acaso podía creerse en toda esa descripción de metales — y, al principio, su presencia era tan indefinible que pasaba desapercibido. Pero estaba demostrando en varias pequeñas pruebas y demostraciones ser menos quebradizo que el hierro, más flexible que el oro, y, en pocas palabras, un metal diferente de todos aquellos mencionados por Al-Razi e Ibn Sina, por muy extraño que resultara. ¡Un metal nuevo! Y se combinaba bien con el hierro para formar una especie de acero que tal vez podría llegar a servir para fundir cañones.

—¿Cómo puede ser que haya un metal nuevo? —preguntó Bahram a Khalid y a Iwang—. ¿Y cómo debería llamarse? No podemos seguir llamándolo «la cosa gris».

—No es nuevo —dijo Iwang—. Siempre estuvo ahí con los demás, pero estamos llegando a temperaturas que nunca habíamos alcanzado, entonces se ha manifestado.

En broma Khalid lo llamó «plomoro», pero el nombre quedó a falta de otro. Y el metal, encontrado ahora cada vez que fundían ciertos minerales de cobre de color azulado, se convirtió en parte de su arsenal.

Pasaron los días de frenético trabajo. Los rumores de la guerra en el oeste crecían día a día. Se decía que en China los bárbaros estaban tratando otra vez de derribar la Gran Muralla, de derrocar la despreciable dinastía Ming y de hacer estallar al gigante con una agitación de violencia que ahora se expandía en todas las direcciones. Esta vez los bárbaros no venían de Mongolia sino de Manchuria, al noreste de China; se decía que eran los guerreros más expertos jamás vistos en el mundo y que era muy probable que conquistaran y destruyeran todo lo que se interpusiera en su camino, incluyendo la civilización islámica, a menos que se hiciera algo que hiciera posible una adecuada defensa contra ellos.

Eso era lo que decía la gente en el zoco, y Nadir también, con su modo más tortuoso, confirmaba que algo estaba sucediendo; el sentimiento de peligro fue creciendo a medida que el invierno avanzó y pasó, y llegó otra vez el tiempo de las campañas militares. Primavera, época de guerra y de peste, los dos brazos más grandes de la muerte de seis brazos, como decía Iwang.

Durante aquellos meses, Bahram trabajó como si una gran tempestad estuviera permanentemente visible, amenazante, en el horizonte hacia el este, moviéndose hacia atrás contra los vientos predominantes, presagiando una catástrofe. Esto agregó una nota de dolor al placer que le ofrecía su pequeña familia, y a la más amplia existencia en el recinto: su hijo y su hija correteando de acá para allá y moviéndose sin parar durante la oración, vestidos impecablemente por Esmerine; los niños, muy educados, excepto cuando se enfurecían, algo a lo que ambos tenían tendencia, llegaban a un grado de enfado que sorprendía tanto a su madre como a su padre. Era uno de sus principales temas de conversación, en las profundidades de la noche, cuando el deseo se despertaba y Esmerine salía un rato para aliviarse, luego regresaba y se quitaba rápidamente la camisa, sus pechos como plateadas gotas de lluvia a la luz de la luna en las manos de Bahram para darles calor, en ese mundo soñoliento de sexo de vigilia que era uno de los espacios más hermosos de la vida cotidiana, la salvación del dormir, el sueño del cuerpo, tanto más cálida y afectuosa que cualquier otra parte del día que cuando llegaba la mañana resultaba difícil creer que realmente había sucedido, que él y Esmerine, tan seria en su forma de vestir y en sus modales, Esmerine, que dirigía a las mujeres en sus trabajos tan duramente como Khalid lo hacía en sus momentos más tiránicos, quien nunca le hablaba a Bahram ni lo miraba excepto de la manera más formal, puesto que era lo más adecuado y correcto, había sido de hecho transportada junto con él a otros mundos de arrebato, en las profundidades de la noche, en su cama.

Mientras la observaba trabajar durante las tardes, Bahram pensaba: el amor lo cambiaba todo. Después de todo, todos eran simplemente animales, criaturas que Dios había creado no muy diferentes de los monos, y no había una verdadera razón por la que los pechos de una mujer debían ser distintos de las ubres de una vaca, oscilando de un modo tan poco elegante cuando ella se inclinaba hacia adelante para hacer alguna tarea; pero el amor los convertía en joyas de la más suprema belleza, y lo mismo pasaba con todo en el mundo. El amor ponía las cosas bajo la lente de una lupa, y sólo el amor podía salvarlas.

En busca de algún dato de este nuevo «plomoro», Khalid releyó algunos capítulos informativos en sus viejos textos, y se interesó mucho al llegar a un párrafo en el antiguo clásico de Jabir Ibn Hayyam,
El libro de las propiedades
, escrito en los primeros años de la jihad, en el que Jabir enumeraba siete metales, a saber: oro, plata, plomo, estaño, cobre, hierro y kharsini, que significaba «hierro chino», de un gris apagado, plateado cuando era pulido, conocido por los chinos como
paitung
, o «cobre blanco». Los chinos, había escrito Jabir, con ese material habían hecho espejos capaces de curar las enfermedades del ojo de los que se miraban en ellos. Khalid, cuyos ojos se debilitaban cada año, se encomendó inmediatamente a la fabricación de un pequeño espejo con el plomoro obtenido, sólo para ver. Jabir también sugirió que hicieran campanas de kharsini que sonarían en un tono particularmente agradable; entonces Khalid hizo que con el material que les quedaba se fabricara una campana, para ver si su tono era especialmente bonito, lo cual podría ayudar a identificar el metal. Todos estuvieron de acuerdo en que la campana sonaba muy agradablemente; pero la vista de Khalid no mejoró después de mirarse en el espejo del nuevo metal.

—Llamadlo kharsini —dijo Khalid. Suspiró—. Quién sabe qué será. No sabemos nada.

Pero siguió haciendo pruebas, escribiendo largos comentarios acerca de cada prueba, cada noche y hasta más de un amanecer insomne. Él y su amigo Iwang se dedicaban a sus estudios. Khalid ordenó a Bahram, a Paxtakor, a Jalil y al resto de sus antiguos artesanos que hicieran nuevos telescopios y microscopios y medidores de presión y bombas. El recinto se había convertido en un lugar en el que sus habilidades en metalurgia y en artesanía mecánica se combinaban para darles más poder para construir cosas nuevas; si podían imaginar algo, ellos eran capaces de construir una primera aproximación de lo que imaginaban. Cada vez que los viejos artesanos lograban hacer moldes y herramientas con más precisión, podían afinar aún más el ajuste de las piezas, y por consiguiente, a medida que iban progresando, todo podía ser mejorado: desde la complejidad de un mecanismo de relojería hasta la fuerza aplastante de las ruedas hidráulicas o los cañones. Khalid desmontó un telar persa para alfombras con el objeto de estudiar todas sus pequeñas piezas de metal, luego le comentó a Iwang que combinado con un engranaje de cremallera y piñón, el dispositivo podía adaptarse para funcionar con sellos con formas de letras, en lugar de una lanzadera, en matrices que podían ser entintadas y luego prensadas sobre un papel; de ese modo se podría escribir toda una página de una sola vez, y eso podría repetirse tantas veces como uno quisiera, de manera que los libros acabarían siendo algo tan común y corriente como las balas de cañón. Iwang se había reído y había dicho que en el Tíbet los monjes habían grabado unos bloques parecidos, pero que la idea de Khalid era mejor.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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