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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (72 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Gen se sentó en el bajo muro de uno de los paseos que daban al estrecho. Movió una mano señalando el norte, donde las calles y los tejados cubrían todo lo que estaba a la vista.

—El mejor puerto de la Tierra. La mejor ciudad del mundo, dicen algunos.

—Es grande, de eso no cabe duda. No sabía que era tan...

—Dicen que aquí viven un millón de personas. Y siguen llegando más sin cesar. No paran de construir hacia el norte, hacia arriba en la península.

Más allá, en el otro lado del estrecho, la península austral era una zona de marjales y colinas desnudas y empinadas. En comparación con la ciudad, parecía un sitio muy desolado. Kiyoaki hizo una observación al respecto.

Gen se encogió de hombros:

—Demasiado pantanoso, supongo, y demasiado empinado para construir calles. Me imagino que en algún momento llegarán allí también, pero aquí se está mejor.

Las islas que salpicaban la bahía estaban ocupadas por las residencias de los burócratas imperiales. En la isla más grande, la mansión del gobernador estaba techada con oro. El agua marrón de la bahía estaba salpicada de pequeñas embarcaciones de carga, la mayoría de ellas de vela, algunas llevaban un humeante motor de dos tiempos. Junto a las islas había pequeñas marinas de cuadradas casas flotantes, Kiyoaki contemplaba el paisaje alegremente.

—Tal vez me mude aquí. Aquí debe de haber trabajo.

—Oh, sí. Abajo, en el muelle, en la descarga de los barcos de carga. Coge una habitación en la casa de huéspedes; hay mucho trabajo. En la cerería también.

Kiyoaki recordó el despertar de aquella mañana.

—¿Por qué estaba ese hombre tan enfadado?

Gen frunció el ceño.

—Eso fue una casualidad. Tagomi-san es un buen hombre, no suele golpear a sus ayudantes, te lo aseguro. Pero está frustrado. No podemos lograr que las autoridades entreguen arroz para alimentar a la gente que está atrapada en el valle. El cerero tiene mucho poder en la comunidad japonesa de aquí, y ya hace meses que lo está intentando. Cree que los burócratas chinos, allá en la isla —dijo señalando con un gesto— esperan que gran parte de la gente que está tierra adentro se muera de hambre.

—¡Pero eso es una locura! Muchos de ellos son chinos.

—Sí, seguro, muchos son chinos, pero aún hay más japoneses.

—¿Cómo es eso?

Gen lo miró.

—Hay más de los nuestros que chinos en el valle central. Piensa en ello. Quizá no sea muy evidente, porque sólo a los chinos se les permite poseer tierras, y entonces se encargan de los arrozales, especialmente allí de donde vienes tú, del lado este. Pero en la parte de arriba del valle y en la de abajo, es decir, en los extremos, la mayoría son japoneses, y en las faldas de la montaña y en la sierra costera, incluso más. Nosotros estábamos aquí primero, ¿entiendes? Ahora viene esta gran inundación, la gente debe abandonar sus casas por la inundación y se muere de hambre. Los burócratas piensan que cuando todo acabe y la tierra pueda volver a cultivarse, suponiendo que esto suceda algún día, si la mayoría de los japoneses y de los nativos han muerto de hambre, entonces podrán enviarse nuevos inmigrantes para que tomen el valle. Y serán todos chinos.

Kiyoaki no supo qué decir.

Gen lo miraba fijamente y con curiosidad. Parecía gustarle lo que vio: —Así que, ya sabes; Tagomi ha estado organizando una ayuda benéfica privada, y nosotros la hemos llevado tierra adentro con la inundación. Pero no va muy bien y nos cuesta mucho dinero; ésa es la razón por la que el viejo está irritado. Sus pobres trabajadores están pagando por eso. —Gen se rió.

—Pero tú rescataste a esos chinos que estaban en los árboles.

—Sí, sí. Ése es nuestro trabajo. Es nuestro deber. Lo bueno tiene que salir de lo bueno, ¿no? Eso es lo que dice la mujer que te hospeda. Por supuesto, la engañan siempre.

Observaron una nueva capa de niebla que entraba en el estrecho. Las nubes de lluvia sobre el horizonte parecían una gran flota tesoro a punto de llegar. Una negra escoba de lluvia ya barría la desolada península austral.

Gen le dio unas palmadas en el hombro de manera amistosa.

—Vamos, tengo que comprar algunas cosas en la tienda que ella me encargó.

Condujo a Kiyoaki hasta una estación de tranvías, y subieron al primero que salió hacia el lado occidental de la ciudad. Subiendo y bajando calles, pasando por sombreados barrios residenciales, luego otro barrio del gobierno, en lo alto de las pendientes de cara al océano manchado, amplios paseos con hileras de cerezos; luego otra fortaleza. Los barrios en la montaña al norte de aquellos cañones albergaban muchas de las mansiones más ricas de la ciudad, decía Gen. Miraron detenidamente algunas desde el tranvía mientras pasaban junto a ellas. Desde lo alto de las empinadas calles podían ver los templos de la cumbre del monte Tamalpi. Luego bajaron a un valle, descendieron del tranvía y fueron hacia el este en otro que atravesó la península y los llevó de regreso a Ciudad Japón, con las bolsas de comida que compraron en un mercado para la propietaria de las casa de huéspedes.

Kiyoaki miró en el ala de las mujeres para ver cómo estaban Peng-ti y su bebé. Ella estaba sentada en el alféizar de una ventana con la niña en brazos, parecía pálida y desolada. No había salido a buscar a algún pariente chino ni a buscar la ayuda de las autoridades chinas, aunque tampoco parecía que por ese lado pudiera conseguir demasiado; de cualquier manera, no parecía muy interesada. Se quedaba con los japoneses, como escondiéndose. Pero no hablaba japonés, y eso era todo lo que hablaban aquí, a menos que pensaran hablarle a ella directamente en chino.

—Ven conmigo —le dijo él en chino—. Tengo algo de dinero que me ha dejado Gen para el tranvía, podemos ver la Puerta del Oro.

Ella dudó, luego aceptó. Kiyoaki la llevó con los tranvías que acababa de conocer, y bajaron hasta el parque desde donde se veía el estrecho. La niebla estaba casi disipada por completo, y la siguiente línea de nubes de tormenta todavía no había llegado; y el espectáculo de la ciudad y la bahía brillaba bajo la luz húmeda y parpadeante del sol. El agua marrón seguía descargando en el mar, las líneas de espuma mostraban lo rápido que avanzaba la corriente; quizás era la hora del reflujo. Allí estaban todos los arrozales del valle central, lavados y llevados por la corriente hasta el gran océano. Tierra adentro todo tendría que ser construido de nuevo. Kiyoaki dijo algo acerca de aquello, y un destello de ira cruzó el rostro de Peng-ti, rápidamente reprimido.

—Bueno —dijo ella—. No quiero volver a ver ese lugar, jamás.

Kiyoaki la miró con atención, sorprendido. Ella no tendría más de dieciséis años. ¿Qué pasaba con sus padres, con su familia? Ella no lo decía, y él era demasiado educado para preguntar.

En cambio, se sentaron bajo el sol, tan poco frecuente, mirando la bahía. La niña gimoteó, y Peng-ti la amamantó discretamente. Kiyoaki observó su rostro y la marea de gente que subía por la Puerta del Oro, pensando en los chinos, en su implacable burocracia, en sus inmensas ciudades, en su dominio de Japón, Corea, Mindanao, Aozhou, Yingzhou e Inca.

—¿Cómo se llama tu bebé? —preguntó Kiyoaki.

—Hu Die —contestó la muchacha—. Significa...

—Mariposa —dijo Kiyoaki, en japonés—. Lo sé.

Simuló un aleteo de mariposa con la mano, y ella sonrió y asintió con la cabeza.

Las nubes oscurecieron el sol una vez más, y pronto la brisa del mar lo enfrió todo. Cogieron el tranvía de regreso a Ciudad Japón.

Cuando llegó a la casa de huéspedes, Peng-ti fue al ala de las mujeres, y Kiyoaki, al ver que el ala de los hombres estaba vacía, fue a la cerería de al lado, pensando en pedir trabajo. La tienda estaba desierta, y oyó voces en la planta de arriba, así que subió la escalera.

Allí estaban la contabilidad y el taller. La puerta de la oficina del cerero estaba cerrada, pero desde dentro podían oírse voces. Kiyoaki se acercó, y oyó a unos hombres que hablaban japonés:

—... no veo cómo podríamos coordinar nuestros esfuerzos, cómo podríamos asegurarnos de que todo salga a tiempo...

La puerta se abrió de golpe y Kiyoaki fue cogido por el cuello y arrastrado dentro de la sala. Ocho o nueve japoneses lo miraban con furia, todos sentados alrededor de un extranjero anciano y calvo, sentado en la silla del invitado de honor.

—¿Quién lo ha dejado entrar? —bramó el cerero.

—Abajo no hay nadie —dijo Kiyoaki—. Yo sólo quería hablar con alguien por un...

—¿Cuánto hace que estás ahí? —El anciano parecía listo para golpear a Kiyoaki con su ábaco, o algo peor—. ¿Cómo te atreves a escuchar detrás de la puerta? Con eso conseguirás que alguien te ate una gran piedra en los pies y te arroje al fondo de la bahía.

—Éste es uno de los que recogimos en el valle —dijo Gen en un rincón—. He estado conociéndolo. Bien podríamos alistarlo, puesto que ya está aquí. Ya lo he investigado. No tiene nada mejor que hacer. De hecho, será bueno.

Mientras el anciano balbuceaba algunos reparos, Gen se puso de pie y cogió a Kiyoaki de la camisa.

—Que alguien cierre la puerta de entrada —dijo a uno de los más jóvenes, quien salió rápidamente de la sala. Luego se dirigió a Kiyoaki—: Escucha, muchacho. Estamos tratando de ayudar a los japoneses, como te dije esta mañana.

—Me parece bien.

—En realidad estamos trabajando para liberar a los japoneses. No sólo aquí, sino también en Japón.

Kiyoaki tragó saliva, y Gen lo sacudió.

—¡Eso es, en el propio Japón! Una guerra de independencia para liberar el viejo país, y aquí también. Puedes trabajar para nosotros, y unirte a una de las mejores causas posibles para un japonés. ¿Estás con nosotros o no?

—¡Con vosotros! —dijo Kiyoaki—. ¡Contad conmigo, por supuesto! ¡Sólo decidme qué puedo hacer!

—Puedes sentarte y cerrar la boca —dijo Gen—. Eso ante todo. Escucha y luego se te dirán más cosas.

El anciano extranjero hizo una pregunta en su idioma.

Otro de los hombres indicó a Kiyoaki que se apartara, y contestó en el mismo idioma.

—Éste es el doctor Ismail, que nos visita desde Travancore, la capital de la Liga India —explicó a Kiyoaki—. Está aquí para ayudarnos a organizar la resistencia contra los chinos. Si vas a quedarte en esta reunión, debes jurar que nunca dirás a nadie nada de lo que veas y escuches. Significa que estás comprometido con la causa y que ya no tienes posibilidad de echarte atrás. Si nos enteramos de que alguna vez le cuentas algo de esto a alguien, te mataremos, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Kiyoaki—. He dicho que estoy con vosotros. Podéis proceder sin temer nada de mi parte. He sido esclavo de los chinos trabajando en el valle toda mi vida.

Los hombres de la sala lo miraron fijamente; sólo Gen sonreía al ver a alguien tan joven utilizando la frase «toda mi vida». Kiyoaki se dio cuenta y se sonrojó. Pero aquello era cierto sin importar cuántos años tuviera.

Apretó la mandíbula y se sentó en el suelo en el rincón junto a la puerta.

Los hombres retomaron la conversación. Estaban haciendo preguntas al extranjero, quien los miraba con la expresión vacía de un pájaro, acariciando con los dedos un bigote blanco, hasta que el hombre que hacía de intérprete le habló a él, en una lengua fluida que no parecía tener sonidos suficientes para crear todas las palabras; pero el viejo extranjero le entendió y respondió a las preguntas cuidadosamente y con detenimiento, haciendo pausas después de algunas oraciones para que el joven intérprete lo dijera en japonés. Evidentemente, el hombre estaba muy acostumbrado a trabajar con intérpretes.

—Dice que su país estuvo bajo el yugo de los mogoles durante muchos siglos, y finalmente se liberaron en una campaña militar dirigida por su Kerala. Los métodos que utilizaron han sido sistematizados y pueden ser enseñados. El propio Kerala fue asesinado, hace unos veinte años. El doctor Ismail dice que eso fue un... un desastre que no puede describirse con palabras, podéis ver que aún le afecta hablar del tema. Pero la única cura es seguir adelante y hacer lo que el Kerala hubiera querido que hicieran. Y él quería que todo el mundo fuera liberado de todos los imperios. Así que ahora la propia Travancore forma parte de una Liga India, la cual tiene sus desavenencias, incluso violentas, pero normalmente resuelven sus diferencias como iguales. Dice que esta clase de liga se desarrolló primero aquí en Yingzhou, en el este, entre los nativos hodenosauníes. Los firanjis han tomado gran parte de la costa oriental de Yingzhou, así como nosotros hemos hecho con la parte occidental, y muchos de los que llevan largo tiempo allí han muerto por enfermedad, como aquí, pero los hodenosauníes todavía tienen la zona alrededor de los Grandes Lagos, y los de Travancore les han ayudado a luchar contra los musulmanes. Dice que ésa es la clave del éxito; los que luchan contra los grandes imperios tienen que ayudarse mutuamente. Dice que también han ayudado a algunos africanos, en el sur, a un tal rey Moshesh, de la tribu basuto. El doctor viajó él mismo hasta allí e hizo lo necesario para conseguir ayuda para los basutos, lo que les permitió defenderse de los comerciantes de esclavos musulmanes así como de la tribu zulú. Sin su ayuda, los basutos probablemente no hubieran sobrevivido.

—Pregúntale a qué se refiere exactamente cuando habla de ayuda.

El médico extranjero asintió con la cabeza cuando se le hizo la pregunta. Utilizó los dedos para enumerar su respuesta.

—Dice que primero ayudan enseñando el sistema elaborado por el Kerala para organizar una fuerza de combate, incluso ejércitos cuando los ejércitos oponentes son mucho más grandes. En segundo lugar, en algunos casos pueden ayudar con armas. Pueden introducirlas subrepticiamente en nuestro país si comprueban que somos serios. Y tercero, algo poco frecuente pero posible, pueden unirse a nosotros en la lucha, si creen que esto puede ayudar a cambiar el curso de la historia.

—Pelearon contra los musulmanes, pero los chinos también luchan contra ellos. ¿Por qué deberían ayudarnos a nosotros?

—Dice que ésa es una buena pregunta. Dice que lo que importa es tratar de mantener el equilibrio y de que los dos grandes poderes se enfrenten. Los chinos y los musulmanes están luchando unos contra otros en todas partes, incluso en la propia China, donde hay rebeliones musulmanas. Pero, ahora mismo, los musulmanes en Firanja y en Asia están divididos y débiles, siempre están peleándose entre ellos, incluso aquí en Yingzhou. Mientras tanto, China continúa engordando con sus colonias aquí y alrededor del Dahai. A pesar de que la burocracia Qing es corrupta e ineficiente, sus industrias están siempre ocupadas, y el oro sigue llegando, desde aquí y desde Inca. Así que no importa lo ineficientes que sean, ellos son cada vez más ricos. A estas alturas, dice, los de Travancore están interesados en evitar que China llegue a ser tan poderosa que pueda dominar el mundo entero.

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