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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (76 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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De cualquier manera, fuera cual fuera el sitio, el Tíbet o el Bardo, en la vida o fuera de ella, la guerra continuaba. Por la noche pasaban volando rugientes aparatos que les arrojaban bombas. Los reflectores de arco perforaban la oscuridad como con una lanceta y clavaban las máquinas contra las estrellas, y a veces las hacían estallar en gotas de llamas que caían. Las imágenes de los sueños de Bai caían del escaso aire como de la nada. La nieve negra brillaba a la luz blanca de un sol bajo.

Se detuvieron ante una imponente cordillera, otro decorado puesto por el teatro de los sueños. Un desfiladero tan profundo que visto a la distancia parecía hundirse suavemente bajo el seco manto de la estepa. Ese paso era el objetivo de todos ellos. La tarea que les esperaba consistía en hacer volar por los aires las defensas y avanzar hacia el sur por ese paso, hacia un nivel más bajo que el suelo del universo donde estaban. El paso que llevaba a la India, supusieron. La puerta de entrada a un reino más bajo. Muy bien defendida, por supuesto.

Los «musulmanes» que defendían el paso se mantenían invisibles, siempre sobre la inmensa masa nevada de las cimas de granito, más grandes de lo que podría ser ninguna montaña de la Tierra, montañas asura, y los grandes cañones que habían traído para intimidarlos, cañones asura. Para Bai nunca había estado tan claro que estaban atrapados en una guerra más grande, muriendo junto a millones por una causa que no era la de ellos. Los colmillos de hielo y de roca tocaban el techo de estrellas, nubes de nieve se movían como vapor en el viento monzónico alejándose de las cimas, fundiéndose con la Vía Láctea, convirtiéndose al atardecer en llamas asura que ardían horizontalmente, como si el reino de los asuras estuviera perpendicular al de ellos, tal vez otra razón por la que sus penosas imitaciones de batallas eran siempre tan desesperadamente torcidas.

La artillería de los musulmanes estaba en el lado sur de la cordillera, nunca llegaron a oírla. Sus proyectiles silbaban cerca de las estrellas y dejaban estelas de escarcha blanca en forma de arco iris en el cielo negro. La mayoría de estos proyectiles aterrizaban en la enorme montaña blanca que estaba hacia el este del enorme desfiladero, perforándola con una explosión increíble tras otra, como si los musulmanes se hubieran vuelto locos y le hubieran declarado la guerra a las rocas de la Tierra.

—¿Por qué odian tanto esa montaña? —preguntó Bai.

—Esa montaña es Chomolungma —dijo Iwa—. Era la montaña más alta del mundo, pero los musulmanes bombardearon la cumbre hasta que quedó más baja que la que le seguía en altura, una montaña de Afganistán. Ahora, la cima más alta del mundo es musulmana.

Su rostro era del blanco habitual, pero sonaba triste, como si la montaña le importara. Esto preocupó a Bai: cuando Iwa se volviera loco, todos en la Tierra ya se habrían vuelto locos. Iwa sería el último en volverse loco. Pero tal vez eso había sucedido. Un soldado de su pelotón había comenzado a llorar desconsoladamente al ver a los caballos y las mulas muertos; el hombre soportaba bien cuando veía cadáveres humanos tirados por todas partes, pero los cuerpos hinchados de sus pobres bestias le rompían el corazón. De alguna manera extraña, eso tenía sentido, pero por las montañas Bai era incapaz de evocar cualquier tipo de compasión. Como mucho era un dios menos. Parte de la batalla en el Bardo.

Por las noches, el frío se acercaba a la estasis. Con las estrellas que brillaban sobre la meseta vacía, fumando un cigarrillo junto a las letrinas, Bai pensaba en qué podría significar que hubiera guerra en el Bardo. Ése era el lugar donde las almas eran clasificadas, donde se reconciliaban con la realidad; allí eran enviadas otra vez al mundo. Después del juicio y la evaluación del karma, las almas eran enviadas otra vez para que volvieran a intentarlo, o eran liberadas en el nirvana. Bai había estado leyendo el ejemplar que Iwa tenía del
Libro de los Muertos
, mirando a su alrededor y viendo cómo cada frase daba forma a la meseta. Vivos o muertos, ellos habían entrado en una sala del Bardo, trabajando en su destino. ¡Siempre era así! Esta sala sombría como cualquier otro escenario vacío. Acampaban sobre la gravilla y la arena en el fondo de un glaciar gris. Sus grandes cañones estaban acurrucados, apuntando al cielo. Unos cañones más pequeños junto a los muros del valle protegían contra los ataques aéreos; estos emplazamientos parecían los viejos monasterios de estilo dzong que todavía se alineaban a lo largo de algunos contrafuertes en aquellas montañas.

Llegó el rumor de que intentarían abrirse paso a través de Nangpa La, el profundo puerto de montaña que interrumpía la cordillera. Uno de los antiguos pasos utilizados por los comerciantes de sal, el mejor en muchos lis en cualquier dirección. Los sherpas serían los guías, los tibetanos que se habían trasladado al sur del puerto. En el otro lado, se extendía un cañón hasta su capital, la pequeña Namche, un zoco que ahora estaba en ruinas, como todo lo demás. Desde Namche, los caminos iban directamente hacia el sur hasta las llanuras de Bengala. De hecho era un paso muy bueno para atravesar el Himalaya. Los rieles podían reemplazar a los caminos en cuestión de días, entonces se podrían enviar los numerosos ejércitos de China, o lo que quedaba de ellos, hasta las llanuras del valle del Ganges. Los rumores rodaban de aquí para allá y eran reemplazados cada día por nuevos rumores. Iwa pasó toda la noche escuchando la radio.

A Bai le parecía que se trataba de un cambio en el mismísimo Bardo. Pasaban a la próxima habitación, un mundo de infierno tropical atascado con historia antigua. Por lo tanto, la batalla por el puerto sería particularmente violenta, como lo es cualquier paso entre dos mundos. La artillería de las dos civilizaciones se agolpaba a ambos lados de las montañas. Las avalanchas provocadas eran algo frecuente en las escarpas de granito. Mientras tanto, las explosiones en la cumbre de Chomolungma seguían quitándole altura. Los tibetanos peleaban como pretas al ver aquello. Iwa parecía haberse reconciliado con eso.

—Ellos tienen un dicho que dice que la montaña fue a Mahoma. Pero yo no creo que eso le importe a la diosa madre.

Sin embargo, este hecho evocó la demencia de sus adversarios. Discípulos ignorantes y fanáticos de un culto cruel y estéril, a quienes se les prometía la eternidad en un paraíso en el que el orgasmo con hermosas huríes duraba diez mil años, no era de extrañar que tan a menudo fueran valientes suicidas, felices de morir en narcotizadas, insensatas y desenfrenadas maneras difíciles de contrarrestar. De hecho eran conocidos por ser prodigiosos consumidores de bencedrina y fumadores de opio, que hacían la guerra en un estado de espasmódico sueño que podía incluir una ira bestial. Muchos chinos se hubieran alegrado de unirse a ellos en ese aspecto; el opio se había abierto camino entre los ejércitos chinos, por supuesto, pero la provisión era escasa. Sin embargo Iwa tenía contactos locales, y mientras se preparaban para el ataque en Nangpa La consiguió un poco de los policías militares. Él y Bai lo fumaban en cigarros y lo bebían como una solución medicinal de alcohol, junto con clavo y una tableta de medicinas de Travancore que agudizaba la vista y embotaba las emociones, según se decía. Funcionaba bastante bien.

Finalmente había tantos regimientos y divisiones y grandes armas acumuladas en aquella alta llanura del Bardo, que Bai se convenció de que los rumores estaban en lo cierto, y que un ataque general en Kali o en Shiva o en Brahma estaba a punto de comenzar. Como evidencia confirmatoria, él hizo notar que muchas divisiones estaban compuestas por soldados veteranos, no por muchachos novatos ni campesinos ni mujeres; eran divisiones experimentadas en las batallas de las islas del Nuevo Mundo, donde la lucha había sido particularmente intensa, y a las que se atribuían todas las victorias. En otras palabras, eran precisamente esos soldados los que con mayor probabilidad ya deberían haber muerto. Y parecían muertos. Fumaban como hombres muertos. Un ejército de muertos, reunidos y preparados para invadir el rico sur de los vivos.

La luna subía y bajaba y el bombardeo del enemigo invisible continuaba en toda la cordillera. Flotas de aviones con la forma de una hoz pasaban disparadas sobre el puerto y nunca regresaban. El octavo día del cuarto mes, la fecha de la concepción de Buda, comenzó el ataque.

El paso había sido convertido en una trampa: cuando sus últimos defensores ya estaban muertos o se habían retirado hacia el sur, las crestas que lo protegían volaron en enormes explosiones y cayeron sobre el paso. El Cho Oyu perdió parte de su masa con esta explosión. Ése fue el fin para varios regimientos que debían hacerse con el puerto. Bai miraba desde abajo y se preguntaba dónde iría uno cuando moría en el Bardo. Era simplemente una cuestión de suerte que la unidad de Bai no hubiera estado en la primera oleada.

Las defensas fueron enterradas al igual que la primera oleada de chinos. Después de aquello, el paso estaba asegurado y se podía comenzar el descenso por el enorme cañón cortado por el glaciar hacia el sur, hacia el Ganges. Eran atacados a cada paso, principalmente con bombardeos a distancia, trampas explosivas y poderosas minas enterradas en los caminos, en puntos cruciales.

Las desactivaban o las hacían estallar tan pronto como podían, lamentaban las esporádicas bajas, reconstruían el camino y las vías férreas a medida que iban avanzando. Era sobre todo un trabajo de construcción de caminos a gran velocidad, mientras los musulmanes cedían terreno y se retiraban a la llanura, y solamente quedaban sus bombardeos aéreos más distantes, proyectiles disparados desde los alrededores de Delhi, irregulares e irrisorios, a menos que por casualidad dieran un golpe afortunado.

En el profundo cañón del sur, se encontraron en un mundo diferente. De hecho, Bai tuvo que reconsiderar la idea de que estaba en el Bardo. Si lo estaba, desde luego, éste era un nivel diferente: caluroso, húmedo, exuberante, los árboles, arbustos y hierbas explotaban de la tierra negra y lo invadían todo. El granito mismo parecía estar vivo aquí abajo. Tal vez Kuo le había mentido, y él, Iwa y el resto habían estado vivos todo el tiempo, en un mundo real convertido ahora en uno sepulcral por la muerte. ¡Qué idea más espantosa! El mundo real se convierte en el Bardo, los dos son lo mismo... Bai repasaba sus días agitados y se sentía horrorizado. Después de tanto sufrimiento simplemente había vuelto a nacer en su propia vida, aún en curso, ahora recuperada como si no hubiera habido ningún corte, sólo un momento de cruel ironía, unos pocos días de locura, y ahora reanudaba la marcha en una nueva existencia kármica mientras seguía atrapado en el mismo miserable ciclo biológico que por alguna razón se había convertido en un excelente simulacro del propio infierno, como si la rueda kármica se hubiera roto y los engranajes que conectaban la vida kármica con la vida biológica se hubieran separado, se hubieran ido de manera que se fluctuaba sin advertencia previa; a veces se vivía en el mundo físico, otras veces en el Bardo, a veces en sueños y a veces despierto, y muy a menudo todo al mismo tiempo, sin motivo ni explicación. Los años en el corredor Gansu, Bai hubiera dicho antes toda su vida, ya se habían convertido en un sueño casi olvidado, y hasta la mística y narcotizada extrañeza de la planicie tibetana se estaba convirtiendo rápidamente en un recuerdo irreal, difícil de evocar a pesar de que estaba grabada en sus globos oculares y él aún seguía mirándola.

Una tarde, el oficial del telégrafo salió corriendo y ordenó a todos que subieran inmediatamente la colina. Los musulmanes habían bombardeado la presa de un lago glacial más arriba y ahora una enorme masa de agua bajaba por el río, llenando el cañón hasta una altura de ciento cincuenta metros o más, dependiendo de la estrechez de la garganta.

Comenzaron a subir como pudieron. Aquí estaban, hombres ya muertos, muertos hacía años, y sin embargo escalaban como monos, frenéticos por escalar la pared del cañón. Habían estado acampando en un estrecho y empinado desfiladero, el mejor sitio para evitar las bombas que caían del aire, y mientras subían arrastrándose oyeron con más claridad que nunca un rugido distante como el retumbo constante de truenos, probablemente unas cataratas en el generalmente ruidoso Dudh Kosi, pero tal vez no, quizá fuera la riada que se acercaba, hasta que finalmente llegaron a un descanso en la pendiente; después de una hora estaban todos a unos buenos trescientos metros sobre el Dudh Kosi, mirando hacia abajo el hilo de agua que ahora parecía tan inofensivo desde el ancho morro de un promontorio donde los oficiales los habían reunido, mirando hacia abajo a través de la garganta pero también a su alrededor los inmensos muros y picachos de hielo, escuchando el rugido que llegaba desde el norte, un saludable rugido, como el de un dios tigre. Aquí arriba estaban en una buena posición para presenciar la inundación, que llegó justo cuando caía la noche: el rugido creció hasta convertirse en algo casi tan intenso como el bombardeo en el frente, pero que iba por debajo, casi subterráneo, sentido tanto en las plantas de los pies como en los oídos; entonces apareció una muralla de agua blanca y sucia, que llevaba árboles y rocas en su caótico muro frontal desgarrando las paredes del cañón hasta la roca firme y formando diques, algunos de los cuales eran lo suficientemente grandes como para retener el torrente unos minutos, antes de que el agua lo arrastrara en la inundación general. Cuando aquella masa de agua acabó de pasar, sólo quedaron unos muros destrozados, blancos a la luz del crepúsculo, y un río marrón y espumoso que bramaba con sonido metálico y sordo apenas un poco más arriba de su nivel habitual.

—Deberíamos construir los caminos a más altura —señaló Iwa.

Bai sólo atinó a reírse ante la frescura de Iwa. El opio estaba haciendo de las suyas. De repente comprendió algo:

—¡Vaya, se me acaba de ocurrir: ya me he ahogado antes en alguna inundación! Ya he sentido el agua que me cubría. Agua, nieve y hielo. ¡Tú también estabas allí! Me pregunto si eso no estaría destinado a nosotros, quizás hemos escapado por casualidad. Creo que en realidad no deberíamos estar aquí.

Iwa lo miró.

—¿En qué sentido?

—¡En el sentido de que se suponía que la inundación ahí abajo tenía que matarnos!

—Bueno —dijo Iwa lentamente, aparentemente preocupado—.

Supongo que la esquivamos.

A Bai sólo le cabía reírse. Este Iwa: toda una mente.

—Sí. Al diablo, con la inundación. Ésa era una vida diferente.

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