Authors: Nicholas Evans
—¿Qué le han regalado a este granujilla? —preguntó Buck.
Kathy leyó la lista mientras el bebé trataba de meterse en la boca su trozo de pastel de chocolate, con tan poco éxito que la mayor parte acabó en su cara o en el suelo.
—Y Lane le ha enviado un mono precioso, blanco y plateado. Clyde dice que cuando se lo pone parece Elvis Presley.
—Le queda superridículo —dijo Clyde.
—¡Qué va! ¿A que no, cielito mío? A ver qué más... Ah, sí. Aunque parezca increíble, Lovelace trajo una especie de cuerno tallado con formas de animales.
Todo el mundo se quedó callado. Clyde miró a Buck de reojo.
—¿Puede saberse quién es ese Lovelace? —inquirió Eleanor.
Kathy se dio cuenta de su metedura de pata y puso cara de estar pensando en una respuesta, pero Clyde se le adelantó.
—Nada, un viejo que nos hace de carpintero.
Eleanor frunció el entrecejo.
—El nombre me suena. ¿De dónde es?
—De Livingston. Trabajó mucho para mi padre. ¡Eh, Kathy, ten cuidado, que el pastel está a punto de caerse!
Pasó el peligro. Luke no parecía muy interesado, y Eleanor no formuló más preguntas. Después de pedir a Luke que trajera un poco de leche fue a la cocina para preparar más café.
—Pero bueno, ¿qué te ocurre? —dijo Clyde a Kathy entre dientes, por encima de la cabeza del bebé.
—Se me había olvidado.
—Tranquilos —los apaciguó Buck—. No ha pasado nada.
Se acercó a Eleanor y Luke. Con lo de los lobos, el chico había estado yendo y viniendo a horas muy raras, y hacía tiempo que Buck casi no lo veía. Estaba diferente, como más mayor. Pero así son los chicos de esa edad: a la que te distraes ya han crecido dos o tres centímetros.
—¿Qué, desaparecido? —dijo Buck, dándole una palmada en la espalda—. ¿Cómo va eso?
—Bi... bien.
—¿Se puede seguir a los lobos con tanta lluvia?
—Hay mucho ba... barro.
—¿Y cómo matáis el tiempo ahí arriba?
Clyde soltó una risita. Luke se volvió hacia él.
—¿Pe... perdón?
Clyde puso cara de inocente.
—Nada.
Kathy gruñó.
—No hagas el tonto, Clyde.
—¡Si no he abierto la boca!
Buck estaba al corriente de los rumores sobre Luke y Helen Ross. Los había oído la noche anterior, en El Último Recurso, y le parecían absurdos. Ni siquiera le apetecía pensar en ello, y menos con su vida amorosa hecha un desastre. Luke nunca había dado indicios de interesarse por las chicas. En ese tema, los genes Calder los había copado su hermano. De hecho, Buck había llegado a temer que Luke tuviera otras inclinaciones.
Ignorando la estúpida sonrisita de Clyde, el muchacho siguió contestando a su padre.
—Estamos juntando to... to... todos los datos que tenemos.
Buck engulló un pedazo de pastel.
—¿Y por dónde andan?
—Es que últimamente ca... casi no hemos po... po... podido seguirlos...
—Ya, ya. Me refería a la última vez que salisteis a rastrear.
Luke lo miró a los ojos. Se notaba que no confiaba en él. Buck lo encontraba desesperante.
—Ah, ya. Pues un po... po... poco por todas partes.
—¿Tienes miedo de que se lo diga a Abe, o qué?
—No...
—Entonces, ¿por qué no me lo dices? ¡Soy tu padre, caray!
En ese momento intervino Eleanor, con su exasperante manía de ayudar al muchacho.
—No puede revelar información secreta, ¿verdad, Luke? No olvides que trabaja para el gobierno de Estados Unidos. A ver, ¿quién se acaba el pastel? Toma más café, Clyde.
Era curioso, pero hasta entonces Buck no lo había considerado desde ese punto de vista. ¡Su propio hijo trabajando para el maldito gobierno! ¡Y encima gratis! La idea no lo puso de mejor humor. De repente cayó en la cuenta de ser el único que hacía el tonto con el sombrerito de marras. Lo arrugó y lo tiró encima de la mesa. Después, hosco y silencioso, se acabó el pastel, mientras las dos mujeres charlaban.
—Espero que esa chica sepa que te vamos a necesitar todo el día en cuanto empiecen a parir las vacas —dijo Buck al cabo de un rato.
Todos advirtieron lo frío de su tono y guardaron silencio. Luke frunció el entrecejo y empezó a contestar, pero Buck lo interrumpió sin miramientos. Estaba harto. Ver al chico tartamudeando lo enfureció todavía más.
—No te lo pido, te lo ordeno.
Y se marchó haciendo chocar el plato contra la mesa.
Desde que el barro acosaba a los humanos, los lobos de Hope tenían todo el bosque para sí. Gran parte de la nieve se había fundido, pero su presencia había debilitado a ciervos y alces, haciendo que fueran presa fácil hasta para una manada con sólo dos adultos.
La muerte de un macho dominante y la posterior rivalidad entre los candidatos a sustituirlo pueden escindir una manada. No fue así en la de Hope. Las dudas sobre la sucesión ni siquiera se plantearon, por el simple hecho de que sólo había otro macho adulto. Se trataba del macho radiomarcado que, aun no perteneciendo a la manada, se había sumado a ella dos otoños atrás, a la edad de un año.
Tras la muerte del viejo lobo negro, terror de perros y terneros, los componentes de la manada habían tardado cierto tiempo en reconocer el liderazgo del otro macho, pero finalmente habían acatado su autoridad. Así pues, se habían acercado a él con la cabeza gacha y la cola entre las piernas y se habían puesto panza arriba en señal de sumisión, lamiéndole las mandíbulas. Él los había contemplado con altivez y benevolencia.
El nuevo jefe tenía el derecho y el deber de aparearse con la hembra dominante blanca. Aun en caso de haber otros adultos sexualmente maduros, no se les habría consentido hacer otro tanto. De cada manada, sólo podía procrear la pareja dominante.
Por desgracia, el nuevo rey estaba lisiado. Pasado un mes, la herida infligida por la trampa del lobero se había infectado. El lobo había pasado muchos días escondido en una grieta próxima al arroyo, lamiéndose la pata entre rocas y madera podrida. Cada día estaba más flaco y débil.
Conscientes tal vez de que su supervivencia como manada dependía de él, la madre y los tres cachorros supervivientes lo habían cuidado, vigilado y alimentado con el fruto de sus cacerías.
Al aproximarse enero a su fin y declararse una nueva ola de frío, la hembra dominante empezó a sangrar, señal de que estaba lista para aparearse. Acostada en la cueva junto al macho, le lamía la cara y (si no encontraba resistencia) la herida. También el macho la lamía, y a veces hacía el esfuerzo de levantarse para ir con ella a beber al arroyo. Una vez ahí la acariciaba con el hocico y le ponía la pata herida en el lomo.
De haber pasado por ahí un macho desgajado de otra manada, podría haber reclamado sus derechos sobre el maltrecho grupo y su hembra dominante. Nada habría impedido a ésta dejarse cortejar, y ceder a las pretensiones del recién llegado. Sin embargo, no pasó ningún lobo.
Y así, la primera semana de febrero, en un mundo donde el viento había dejado paso a nuevas heladas, la reina blanca y su tullido rey se aparearon bajo la nieve, mientras los blancos copos se posaban como plumas encima de su pelaje. Permanecieron unidos mucho rato, mientras los tres lobeznos supervivientes observaban en silencio desde la otra orilla del arroyo.
Esa misma noche, al otro lado del bosque silencioso, Luke y Helen yacían desnudos y abrazados a la luz de las velas.
Ella dormía, acurrucada contra él en posición fetal y usando su pecho de cojín. Luke percibía el calor de su respiración, tenue y pausada. La pierna izquierda de Helen descansaba sobre la parte superior de los muslos de Luke, y su estómago palpitaba suavemente contra la cadera del joven, sensible a cada centímetro de su cuerpo, a cada matiz y textura de su piel. Luke nunca había imaginado que su cuerpo pudiera alcanzar tal grado de vida, tan ininterrumpida plenitud.
Sus primeros intentos de ejercer de amante habían sido torpes e indecisos. En los días posteriores al regreso de Helen, después del beso en el coche, la precipitación había empañado el placer. Luke se había sentido infantil y desdichado, y se había extrañado de que ella no se le riera en la cara ni lo mandara a freír espárragos, como creía él que hacían las mujeres con los hombres de poco aguante.
Helen, sin embargo, le había dicho que no tenía importancia, y lo había ayudado a relajarse hasta que, pasado un tiempo, él había descubierto que sí podía hacerlo. Y que era más maravilloso de lo que se había atrevido a soñar o imaginar; no sólo por intenso y estremecedor, sino porque le permitía no seguir viéndose como un chiquillo inútil y tartamudo, y vislumbrar el inicio de su vida adulta. Todo ello, y mucho más, se lo debía a Helen.
La vela, en una silla al lado de la litera, estaba a punto de consumirse y la llama empezaba a temblar, haciendo agitarse en la pared contigua dos sombras fundidas en una. Luke estiró el brazo con cuidado, tratando de no despertar a Helen, y apagó la llama con los dedos. Ella se movió un poco y murmuró algo; debía de tener la mano fría, porque la metió debajo del brazo de Luke. Movió una pierna. Después, su sueño volvió a hacerse tan profundo como antes. Luke le tapó los hombros con el saco de dormir y la cogió con un brazo, pegándose a ella y respirando su maravilloso olor.
Recordó aquel día de principios de otoño en que ella lo había llevado a la guarida de los lobos, y una vez allí lo había convencido de que se metiera por el agujero, como había hecho ella. Recordó el momento en que, solo y a oscuras, había pensado que era un lugar perfecto para morir.
Ahora sabía que no era así. Aquella otra oscuridad, tan cerrada como la primera, pero con otro ser vivo a quien abrazar, ése sí era el lugar perfecto.
El juicio de Abraham Edgar Harding se celebró a finales de febrero. El tercer y último día se estaba aproximando a su fin, un fin a la vez triste y previsible. Como hacía demasiado calor para que nevase y demasiado frío para que lloviese, el aguanieve, solución de compromiso, caía al sesgo sobre el apenado grupo de partidarios de Harding, calándolos sin compasión mientras paseaban delante del juzgado federal bajo un cielo plomizo.
Dentro reinaba un calor sahariano. En espera de que Helen volviese del baño, Dan miró al grupo por una ventana del pasillo. El jurado llevaba media hora reunido. Se preguntó por qué diantre tardarían tanto.
Fuera sólo quedaban ocho manifestantes, uno de los cuales, cabizbajo, volvió a su coche justo cuando Dan estaba haciendo el recuento. Para contrarrestar la deserción, los demás redoblaron el vigor de sus consignas, si bien, desde dentro, todo quedaba en una letanía apenas audible, semejante al agónico zumbido de una abeja en una campana de vidrio.
¿Qué queremos?
¡Que no haya lobos!
¿Cómo los queremos?
¡Muertos!
Durante la primera mañana, el número de partidarios de Harding, cincuenta o sesenta, había obligado a casi otros tantos policías a mantenerlos a distancia de un grupo de defensores de los lobos, menos nutrido pero parejo en locuacidad. El contingente de fotógrafos y reporteros de prensa y televisión no había ocultado su alegría al ver que ambas facciones polemizaban, gritaban y enarbolaban pancartas de variable fortuna expresiva y ortográfica.
Algunas consignas mostraban una agradable simetría. Al «¿Lobos? ¡No!» de unos respondía el «¿Lobos? ¡Sí!» desde el otro lado de la calle. Otras eran más oscuras, como la que salmodiaba un joven de barba hirsuta a quien Dan recordaba haber visto la noche de la reunión. Llevaba gorra y chaqueta de camuflaje, y botas hasta las rodillas. Su pancarta rezaba: PRIMERO WACO Y AHORA LOS LOBOS.
De las pancartas favorables a Harding, muchas daban la impresión de haber sido escritas por la misma persona o por varias con nivel de instrucción afín, ya que coincidían en acusar al «govierno».
El primer día, Abe había protagonizado una aparición de famoso que se ha dejado el carisma en casa. Persistía en su valiente postura de no querer abogado; de ahí que quien lo llevara en coche al juzgado (amén, sin duda, de instruirlo sobre cómo enfrentarse al juicio) fuera el testigo estrella de la defensa, Buck Calder. Desde la escalinata del edificio, flanqueado por sus hijos (cuya sonrisa de suficiencia no había manera de borrar), Abe se había visto sometido a varias preguntas, pero sus dientes sucios de tabaco sólo habían articulado una respuesta, repetida hasta la saciedad: que era americano (nadie lo dudaba), y que había venido a defender sus «derechos inalienables» a la vida, la libertad y la caza de lobos.
Dispuesto acaso a demostrar que, de dichos derechos, el segundo podía ser efectivamente alienable, el juez Willis Watkins había exhortado a Abe a replantearse tanto su declaración de inocencia como su decisión de no ser representado por ningún profesional. Abe se negó en redondo, insistiendo en que era cuestión de principios. De resultas de ello, doce pacientes ciudadanos de Montana habían asistido a tres días tediosos de declaraciones, en espera de llegar a una conclusión de la que sólo podían dudar los más acérrimos defensores de Abe.
Dan y Helen habían prestado declaración el segundo día por la mañana, antes de que Abe los sometiera a un contrainterrogatorio entrecortado y surrealista. El que lo tuvo más fácil fue Dan, porque Abe se dedicó a barajar montones de notas e incurrir en pausas de tan épicas proporciones que Willis Watkins tuvo que preguntarle dos veces si había terminado. En cuanto a Helen, lo primero que le preguntó Abe fue si, como él, había defendido a su país en Vietnam. Al señalar la joven que el final de la guerra la había pillado poco menos que recién nacida, Abe emitió un estentóreo y triunfal «¡Ajá!», como si hubiera demostrado algo.
Parecía convencido de que Helen había soltado a los lobos de Hope siguiendo las directrices de un programa secreto del gobierno cuyo supuesto propósito era enseñar a los lobos a cazar ganado para que los rancheros se quedasen sin trabajo, y así poder apoderarse de sus tierras. Intentó que ella admitiera haber sido sorprendida merodeando por su propiedad, llevando a cabo una inspección clandestina para cumplir los objetivos susodichos, y, al calificarla de «maldita entrometida», se ganó una severa reprimenda por parte del juez. Helen, modelo de compostura y buenos modales, confirió a su rostro la impasibilidad de un marine en pleno desfile.
Buck Calder hizo lo posible por dar buena imagen de Abe, encomiando su habilidad como ranchero, afabilidad y abundantes cualidades personales; pero Abe era un caso perdido. En su alegato final al jurado, y después de negarse a testificar, se mostró orgulloso de haber matado al animal, a sabiendas de que era un lobo; es decir, ni más ni menos que lo que quería demostrar la acusación. Acabó diciendo que sólo lamentaba una cosa: no haber matado al otro lobo, y de paso a algunos melenudos. Tratárase o no de un chiste, el juez Watkins no se lo tomó nada bien.