Tierra de Lobos (45 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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Encendió las lámparas y la estufa y puso nieve a fundir para beber algo caliente. Después de toda una semana, estar con
Buzz
en la cabaña casi le parecía normal, aunque apenas pasaba un minuto sin que se acordase de Helen. Lo había llamado al móvil el día de Navidad, dejándole un largo mensaje con divertidas anécdotas de la boda y su nueva madrastra. Finalizó el mensaje diciendo lo mucho que lo echaba de menos, y deseándole feliz Navidad.

En el rancho Calder, el grado de felicidad había sido más o menos el de siempre. Como la hermana mayor, Lane, había ido a pasar las fiestas con la familia de su marido, sólo quedaron Kathy, Clyde y los padres de Luke. Buck, que estaba de mal humor, se encerró en el despacho. Las mujeres hablaron en la cocina. En cuanto a Clyde, se quedó dormido delante de la tele con unas copas de más. Luke se dedicó a jugar con el bebé casi todo el rato hasta que vio llegada la oportunidad de volver a la cabaña, alegando que tenía que dar de comer a
Buzz
y ver si había algún mensaje. Una vez arriba escuchó el de Helen diez o doce veces.

Desde entonces ella no había vuelto a llamar. Luke volvió a escuchar el buzón de voz, pero sólo había un mensaje de Dan Prior. Tenían previsto salir el día siguiente a dar una vuelta en avioneta, y Dan le pedía que estuviera en la pista a las siete. También le comunicaba que habían llegado los resultados de la prueba del ADN hecha al macho joven que llevaba collar (¡por fin!), y que eran interesantes porque mostraban la diferencia entre sus genes y los del resto de la manada, señal de que se trataba de un ejemplar procedente de otra manada.

Luke se preparó un poco de té y comió un trozo del pastel de Navidad de su madre. Cuando acabó, la cabaña estaba caldeada y la ópera en su apogeo. La cantante italiana, que a juzgar por su voz era una mujer de armas tomar, estaba disgustada por algo, y no se andaba con chiquitas a la hora de demostrarlo. Luke pensó que no estaba mal, aunque no se entendía nada.

Se quitó la parka y se sentó en la litera de Helen para desatarse las botas. Justo entonces oyó una nota rara, y pensó que uno de los músicos había desafinado. O quizá fuera problema del reproductor de compacts. Ya no la oyó más. Seguro que
Buzz
también se había dado cuenta, porque estaba más nervioso de lo normal.

—Es Tosca —le dijo Luke, tirando de los cordones—. En italiano.

La segunda vez reconoció el ruido y se acercó a la ventana para echar un vistazo. El cielo estaba despejado, y empezaban a verse estrellas. Aún había bastante luz para ver al lobo.

Era la madre. Estaba casi en el bosque, al otro lado del lago, justo donde, en un pasado que parecía remoto, Luke se había escondido para espiar a Helen. El pelaje blanco de la hembra destacaba contra la masa oscura de los árboles. Distinguió el collar con claridad. La loba levantó la cabeza y aulló. El aullido, distinto a cuantos había oído hasta entonces, empezaba con una serie de ladridos iguales a los de un perro. Luke fue en busca de los prismáticos de Helen.

Buzz
estaba como loco. Luke le dijo que se callara, aunque la potencia vocal de la cantante italiana hacía difícil que se oyera algo más que la música. Apagó las luces y decidió abrir un poco la puerta para tener mejor vista. En cuanto la empujó un par de centímetros,
Buzz
se escurrió por la rendija sin que tuviera tiempo de detenerlo. El perro corrió hacia el lago. Luke fue tras él.

—¡No,
Buzz
!

Pero de nada servía gritar. La loba interrumpió su aullido y se quedó quieta con la cola en alto, observando al perro. Ya de por sí la situación de
Buzz
no era muy prometedora, pero si andaba cerca toda la manada lo harían trizas.

Luke escudriñó los árboles con los prismáticos. No se veían más lobos, aunque podían estar en el bosque. Emprendió el descenso de la cuesta, pero tropezó con la nieve y cayó de rodillas. No había manera de llegar lo bastante rápido para intervenir. De nuevo en pie, volvió a mirar por los prismáticos.

Buzz
casi había cruzado la superficie helada del lago, y la loba seguía esperándolo. ¿Qué se proponía aquel perro de los demonios? No parecía furioso, sino dispuesto a saludar a una vieja amiga. Ya estaba subiendo por la cuesta. De repente, cuando sólo le faltaban diez metros para llegar hasta la loba, ésta empezó a mover la cola con lentitud.
Buzz
fue agachándose a medida que se aproximaba, hasta rozar el suelo con la barriga. Cuando llegó delante de la loba se tumbó de espaldas. La loba se limitó a menear la cola como si fuera un banderín, apuntando a
Buzz
con el hocico.

Luke creía que la loba iba a lanzarse sobre
Buzz
y darle una dentellada en el cuello, pero sus temores no se cumplieron. La hembra siguió mirando al perro, tendido a sus pies.
Buzz
levantó el hocico y le dio unos lametones, como había visto hacer Luke a los cachorros en verano, cuando pedían comida a los adultos. ¡No podía ser tan tonto para no darse cuenta de que sus posibilidades de comer eran menores que las de ser comido!

Y de pronto la loba se agachó, descansó el pecho en la nieve y se quedó con la cabeza encima de las patas, sin dejar de mover la cola. Luke no daba crédito a sus ojos. ¡Tenía ganas de jugar! En cuanto
Buzz
captó el mensaje la hembra echó a correr alrededor de él, metiendo la cola entre las patas de manera harto cómica. El perro la perseguía sin alcanzarla. La loba se detuvo y volvió a agacharse, al igual que
Buzz
. Al primer movimiento por parte de uno de los dos, reemprendieron la persecución, con la diferencia de que esta vez el perseguido era
Buzz
.

Pasaron varios minutos intercambiando los papeles, y a Luke no tardó en darle un acceso de risa que lo obligó a sentarse en la nieve, apoyando los codos en las rodillas para estabilizar los prismáticos.

De pronto la loba dio media vuelta y se metió en el bosque, dejando a
Buzz
desconcertado. Luke se levantó y lo llamó, pero el pobre estaba divirtiéndose demasiado y optó por correr en pos de la loba hasta desaparecer detrás de los árboles.

Tosca seguía atronando desde la cabaña, indiferente a cuanto sucediera. Estaba anocheciendo por momentos. De repente, el juego de la loba ya no parecía tan gracioso.

El lobero también oyó la música. Estaba recorriendo el valle por la parte alta, de camino al lugar donde había matado al tercer lobo el día de Navidad.

Había dedicado varios días a seguir las huellas del muchacho, cuidando de no hollar la nieve más que en los lugares donde Luke había apoyado los esquís y los bastones. De ese modo, sólo un experto en huellas como el propio Lovelace podía darse cuenta de que había pasado más de una persona.

Resultaba a la vez irónico y gracioso verse guiado hasta los lobos por quien se proponía salvarlos. Anteriormente, en presencia de la chica, Lovelace lo había juzgado demasiado peligroso. Los biólogos podían ser muy listos. El muchacho no era más que un aficionado, aunque no tenía un pelo de tonto; de hecho no se le escapaba detalle.

Lovelace siempre reconocía los lugares donde Luke se había detenido a recoger excrementos o inspeccionar una marca territorial olfativa. Se imponía la prudencia, por si al chico le daba por volver atrás, cosa que todavía no había sucedido; de todos modos, aunque se encontraran, Luke no tenía por qué sospechar. Seguramente tomaría a Lovelace por un viejo loco de paseo por el bosque. Aun así valía más pasar inadvertido.

El muchacho seguía prácticamente los mismos pasos que cuando lo acompañaba la bióloga. Trabajaba las mismas horas, salía de ronda las mismas noches y realizaba las mismas actividades: seguir las huellas en sentido inverso y recoger muestras de los cadáveres devorados por los lobos. De momento, ni el chico ni la bióloga habían pasado dos veces por el emplazamiento de un mismo cadáver; y era ese hecho tan sencillo el que había permitido a Lovelace cazar su tercer lobo.

Una manada de lobos puede devorar lo que ha cazado en una única sesión, sin dejar más que unas pocas sobras para los coyotes y cuervos. No obstante, a veces hay algo que los lleva a dejar la presa a medio comer o esconder pedazos de carne debajo de la nieve para comerlos más tarde. Lovelace había tenido la esperanza de encontrar uno de esos casos, y el muchacho, sin saberlo, lo había guiado hasta uno el día de Nochebuena.

Se trataba de un alce macho de edad avanzada. El chico había hecho lo de siempre: extraer un par de dientes, serrar trozos de hueso y marcharse. Tras encontrar el escondrijo donde los lobos habían dejado parte de la carne, Lovelace colocó trampas en las vías de acceso más probables. Eran de las que aprisionan las patas. Habría preferido las de cuello, pero tenían el peligro de estrangular al lobo aunque se les hubiera puesto un tope. Lovelace no quería arriesgarse a matar antes de tiempo a los ejemplares con collar.

El emplazamiento de las trampas estaba demasiado cerca de la cabaña, pero Lovelace pensó que valía la pena intentarlo. Acampó a un par de kilómetros en el sentido del viento. Regresó esquiando al despuntar el alba, y descubrió que Papá Noel había sido sumamente generoso. No le había dejado un lobo, sino dos: una cachorra y un adulto joven con collar.

Se descalzó los esquís y sacó de la mochila el hacha y dos bolsas negras, observado de soslayo por los lobos.

Estaban asustados, y al verlo acercarse no se atrevieron a mirarlo a los ojos.

—¡Eh, lobito! —dijo al cachorro con tono tranquilizador—. ¡Vaya monada estás hecho!

Se detuvo a cierta distancia, consciente del peligro que representa un lobo asustado. Después levantó el hacha por encima de la cabeza del animal, que lo miró. En ese momento, Lovelace vio algo en sus ojos dorados que le hizo vacilar, pero sólo unas décimas de segundo. Olvidando lo que acababa de ver, le partió el cráneo con dos limpios hachazos.

Le envolvió la cabeza con una de las bolsas, sin esperar siquiera a que dejaran de temblarle las patas; de ese modo no habría manchas de sangre en la nieve. Tras quitarle el cepo de la pata, volvió a levantarse y dobló el alambre. Su agitada respiración formaba nubes de vaho. Un graznido de cuervo arañó el silencio delamanecer. Al levantar la cabeza, el lobero vio dos manchas negras dando vueltas por las alturas, contra un cielo plateado que recordaba las escamas de un pez. Miró al lobo que llevaba collar.

Estaba medio de espaldas y lo vigilaba por el rabillo del ojo. Era mayor que el otro. Lovelace calculó su edad en dos o tres años. Sangraba en abundancia por una pata delantera, porque en sus esfuerzos por escapar se le había clavado el alambre de la trampa. Si Lovelace lo mataba, el radiocollar empezaría a emitir una señal distinta y levantaría sospechas. Quedaba la posibilidad de destrozar el aparato y desembarazarse de él, haciendo que la señal desapareciera sin dejar rastro; pero se corría el riesgo de alarmar al muchacho, y con toda certeza a la muchacha, una vez hubiera regresado. Eran capaces de cambiar de estrategia y empezar a hacer cosas imprevisibles.

Era una pena mirarle el diente a un lobo regalado, y más aún el día de Navidad. No obstante, Lovelace decidió dejar con vida a los tres lobos con collar, y no pensaba cambiar de idea. Ya les llegaría el turno.

Tapó la cabeza del lobo con la segunda bolsa y le ató una cuerda al hocico para que no lo mordiera. Acto seguido se sentó a horcajadas encima de él para tenerlo sujeto mientras soltaba el alambre, metido hasta el hueso en la pata delantera izquierda. Vio que se había mordido a sí mismo para soltarse. Con una o dos horas más habría sido capaz de cortarse la pata a mordiscos. Lovelace ya había visto algún que otro caso.

Le costó arrancar el alambre de la herida, pero al final lo consiguió. Después quitó la cuerda, se levantó y tiró de la bolsa. El lobo se puso a cuatro patas y cojeó en dirección a los árboles. Justo antes de desaparecer se detuvo con la cabeza vuelta hacia atrás, como si tomara nota mentalmente.

—¡Feliz Navidad! —exclamó Lovelace.

Visto que la carne escondida seguía intacta, no era probable que los lobos no volvieran; por lo tanto, volvió a colocar las trampas antes de llevarse a la mina al lobo muerto y tirarlo por el agujero para que se reuniera con sus hermanos. Aún quedaban cinco por matar.

De eso hacía dos días. Desde entonces Lovelace había ido a ver las trampas dos veces al día, al amanecer y a última hora de la tarde, encontrándolas invariablemente vacías. Ya olía demasiado a él. Era hora de quitarlas. Eso era lo que se proponía en el momento de oír la música.

Se detuvo a escuchar. Justo entonces oyó los ladridos del perro, y el lobo se sumó a ellos con un largo aullido. El dúo no casaba mucho con un bosque en penumbra. Después oyó al muchacho llamar al perro, e intuyó que algo iba mal.

Sólo averiguó hasta qué punto media hora después, al acercarse al emplazamiento de las trampas y oír los gañidos. No parecían de lobo. Tampoco lo que iluminó con su linterna tenía aspecto de lobo.

El perro había caído en la misma trampa que la cachorra. Debía de hacer muy poco, porque aún daba vueltas como un poseso, aumentando la presión del alambre. Al ver a Lovelace, el chucho (un chucho bastante raro, por cierto) se puso a menear la cola.

Lovelace se apresuró a apagar la linterna. Seguro que el muchacho estaba buscando al perro, y las huellas lo llevarían hasta él. Si estaba cerca ya debía de haberlo oído quejarse. Quizá fuera mejor largarse; pero eso suponía que el chico encontrara las trampas y lo mandara todo al traste. ¡Maldición! El lobero se recriminó su estupidez. Había hecho mal en arriesgarse a poner trampas. Pero ¿cómo iba a suponer que el perro caería en una de ellas?

De pronto oyó la voz del muchacho un poco más abajo. Escudriñando los árboles, divisó el haz de la linterna. ¡Buena la iba a armar el perro si se ponía a ladrar!

Sólo le quedaba una salida. Se desabrochó las correas de los esquís y los dejó a un lado. El perro gimió por lo bajo.

—¡Eh, perrito! —dijo, con la misma cantinela de cuando estaba a punto de matar a un lobo atrapado—. ¡Tranquilo, bonito! ¡Míralo qué guapo!

Capítulo 29

Lo buscó al salir al vestíbulo del aeropuerto detrás de los demás pasajeros, y vio que estaba delante de un enorme oso disecado, justo donde Dan la había esperado la primera vez.

Luke llevaba su sombrero de siempre, tejanos y botas, con el cuello de su vieja chaqueta de lana marrón vuelto hacia arriba. Helen sonrió, pensando que correspondía punto por punto a la imagen de vaquero joven que se había hecho su hermana. Luke la miró fijamente con cara de no reconocerla.

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