Los arqueólogos no eran los únicos que vivían en la zona. Había también miembros del Instituto Sismográfico, que controlaban delicados instrumentos instalados por toda la mesa y la urbanización de Emerald Hills Estates, vigilantes jurados contratados por los propietarios para proteger las mansiones de los saqueadores y albañiles enviados para apuntalar el barranco, el cráter de la piscina y el interior de la cueva, tipos con casco que flirteaban con las esbeltas licenciadas en antropología llegadas de la UCLA. Muchos de los albañiles eran indios contratados de acuerdo con la nueva legislación aprobada en parte gracias a Jared Black, quien arguyó que la supervisión de túmulos indios no sólo proporcionaba empleos a indios, sino también despertaba la conciencia cultural de los miembros de las tribus, contribuía a financiar los programas de formación tribal y aportaba los expertos que los promotores inmobiliarios y los organismos gubernamentales necesitaban para cumplir las leyes de impacto medioambiental tanto federales como estatales.
También habían acudido otros indios, manifestantes que desde el otro lado del cordón policial exigían la interrupción de la excavación pese a que nadie sabía aún a qué tribu habían pertenecido la cueva y el esqueleto. Otros querían que los trabajos continuaran, pues albergaban la esperanza de que se lograran identificar los restos. Jared Black conversaba a menudo con los manifestantes e intentaba mediar entre grupos indios en conflicto. Ya había estallado una pelea, y varios manifestantes habían sido retirados del lugar esposados. Desde el decreto de 1990 relativo a los derechos patrimoniales de los indios estadounidenses, numerosos esqueletos habían sido trasladados de sus museos para recibir sepultura. El Smithsonian ya había devuelto dos mil y se proponía retornar los otros catorce mil que obraban en su poder. Sin embargo, el problema de la Mujer de Emerald Hills residía en que su adscripción tribal aún se desconocía, por lo que a algunas tribus les preocupaba que un grupo rival tocara los huesos y así maldijera a sus adversarios y a los descendientes de éstos.
Mientras cruzaba el bullicioso campamento, Erica miró la ostentosa autocaravana Winnebago de quince metros de Jared Black, aparcada a cierta distancia de las demás caravanas y tiendas, de características mucho más modestas. El vehículo de Black estaba a oscuras. Aquella mañana lo había visto marcharse temprano, saliendo de la zona de estacionamiento como si su Porsche estuviera ardiendo. Por lo visto, aún no había vuelto.
Jared no era hombre que se cruzara de brazos. Además de formar parte de la Comisión en pro del Patrimonio Indio del Estado de California, seguía ejerciendo como abogado en un prestigioso bufete de San Francisco. Tenía a todo su personal buscando escrituras locales y referencias históricas de la cueva, revisando los archivos de las misiones franciscanas y revolviendo asimismo los archivos de la ciudad, el condado y el Estado en un intento de averiguar si en ellos figuraba alguna mención a los indios y a alguna tribu india autóctona.
Erica había estado una vez en el interior de la autocaravana, cuando Jared convocó una reunión con ella, Sam y varios miembros de una tribu local. El vehículo estaba equipado con aparatos electrónicos de última generación, televisor y equipo de música, una cama inmensa, un frigorífico potentísimo, lavavajillas, microondas, máquina de hielo automática, alfombras mullidas y vitrinas con copas de cristal. Era más lujoso y cómodo que cualquiera de los pisos que Erica había habitado en su vida. En su opinión, Jared Black, el abogado y activista que luchaba por los derechos de los indios, era un fantasma al que le gustaba estar en el candelero. Jared incluso tenía una secretaria, cortesía de un bufete de abogados de la zona, que acudía cada mañana y se marchaba horas más tarde con el maletín repleto de papeles. Un sinfín de personas entraba y salía de la autocaravana durante todo el día. Ahogados, políticos, representantes tribales… Su vida profesional era un libro abierto.
Pero por otro lado, el Jared Black hombre constituía un enigma.
Al final del día, cuando el trabajo terminaba, los trabajadores volvían a sus casas, y Erica y su equipo guardaban las herramientas antes de ir a la cantina o el alojamiento de cada uno. Jared Black también cerraba la barraca, el torrente de visitantes cesaba, las luces se encendían en el interior de la autocaravana y la puerta permanecía cerrada. Nunca cenaba en compañía, sino siempre solo, y alrededor de las ocho se marchaba con una pequeña bolsa de gimnasio y regresaba al cabo de dos horas con el cabello húmedo. Erica imaginaba que iba a hacer ejercicio a algún lugar, tal vez a jugar a balonmano o nadar, pero aquellas salidas eran diarias. «Es entrenador personal de luchadores profesionales y estrellas del kung fu. Cada noche escala la fachada del Hotel Bonaventure, con permiso de la dirección, por supuesto». Fuera como fuese, eso explicaba su físico: aun enfundado en sus trajes de tres piezas, era evidente que Jared Black poseía un cuerpo esbelto y musculoso.
A juzgar por lo que veía Erica, carecía de vida social. Se preguntó por qué su mujer no se habría reunido con él. Dos semanas antes, Jared se había ausentado durante cuatro días, Erica suponía que para ir a San Francisco, donde vivía. «Él y su mujer hacían el amor con pasión y desenfreno. Hacían el amor en todas partes, en su dormitorio, en el parque Golden Gate, en el tranvía… Un festín de amor insaciable para recuperar el tiempo perdido y afrontar con vigor los meses de celibato que se avecinaban».
Las piezas de la vida de Jared no encajaban como las de otras personas. Erica no lograba descifrarlas. Si bien conocía los hechos superficiales que lo marcaban, no lograba desenterrar los artefactos enterrados bajo las múltiples capas de su compleja personalidad.
Pero una cosa sí sabía, y era que no confiaba en él.
—¿Estás aquí? —interrumpió sus pensamientos una voz estentórea. Sam Carter salía de la cantina con la corbata manchada de café—. Quería hablar contigo.
«Malas noticias», se dijo ella.
—Acabo de hablar con la OIU. Estamos a merced de la naturaleza, Erica, no hay vuelta de hoja. Después de los temblores de ayer y del hundimiento de otra piscina, dicen que el cañón entero puede desmoronarse en cualquier momento. Tienes que estar dispuesta a ahuecar el ala en cualquier momento.
—¡Pero si no he terminado!
—Erica, la Oficina de Intervención Urgente no quiere asumir la responsabilidad de tu seguridad si se produce otro temblor, y creen que pasará.
—Yo asumiré mi propia responsabilidad.
—Erica, tu seguridad es responsabilidad mía, y si la OIU dice que tenemos que marcharnos, nos marchamos.
Se fijó en el libro que Erica llevaba bajo el brazo. Al ver su mirada interrogante, se lo alargó. La extraña vida y el ministerio de la hermana Sarah. El título estaba sacado del titular de un artículo aparecido en el
Los Ángeles Times
1926, en el que se hablaba del arrollador éxito de las sesiones colectivas de espiritismo que la médium celebraba en el Auditorio Shrine, donde más de seis mil personas histéricas afirmaban haber visto y hablado con espíritus.
—¿Qué, un poco de lectura ligera antes de dormir? —preguntó Sam.
—Siento curiosidad por saber qué atrajo a la hermana Sarah a este lugar, por qué eligió este cañón para su «Iglesia de los espíritus».
—Puede que porque le saliera barato el solar. En aquella época, el suelo valía poco por aquí. No había carreteras ni servicios; debía de ser un coñazo vivir en este lugar.
Sam ojeó las fotografías en blanco y negro y se detuvo en un espectacular retrato de Sarah envuelta en su túnica blanca, con el cabello atusado y ojos de vampiresa. Parecía más una estrella de cine mudo que una médium. Y entonces recordó que así había empezado. ¿No la habían «descubierto» o algo por el estilo?
Devolvió el libro a Erica y se volvió hacia la Winnebago.
—Estoy buscando a nuestro amigo el comisario. ¿Lo has visto?
—Me parece que no está.
—¿Adónde crees que va por las noches?
—A tomar clases de guitarra con un músico de jazz jubilado —Sam la miró asombrado hasta que vio su sonrisa sarcástica.
—Algún día, tu imaginación te meterá en un buen lío, Erica.
«Mi padre es espía y mi madre, una princesa francesa a la que sus padres desheredaron por casarse con él».
«Erica, querida, ¿por qué cuentas mentiras a los demás niños?» «No son mentiras, señorita Barnstable. Son historias» «A ver, niños, Erica tiene algo que deciros. Vamos, Erica, dile a la clase que sientes haber contado mentiras».
—¿Has abierto ya la bolsa de pelo de conejo? —inquirió Sam.
Sabía que Erica ya habría urdido una historia, aun sin saber qué contenía el paquetito. Eso era precisamente lo que le había causado tantos problemas en el asunto Chadwick; tenía demasiada imaginación y estaba demasiado ansiosa por conocer la historia. Si los hechos no la contaban, la mente de Erica se encargaba de tejerla. En sus manos, un fragmento de cerámica no era sólo un fragmento de cerámica, sino el enojo de una esposa que trabajaba furiosamente la arcilla mientras pensaba en su marido coqueteando con la mujer de su hermano, un esposo perezoso que no sabía cazar, por lo que su mujer se veía obligada a hacer vasijas para trocarlas por carne y pescado mientras su marido contemplaba la posibilidad de violar un tabú tribal que los destruiría a todos. Erica trabajaba con pasión y ningún distanciamiento científico.
«¡Mira esto!» gritaba de pronto mientras sostenía en alto algún objeto sucio y mohoso «Es fantástico, ¿no te parece? Me parece estar oyendo su historia».
Historia que no tenía por qué ser cierta, sólo posible.
Tal vez por eso era una mujer tan solitaria. Quizás las historias le bastaran. A Sam le asombraba la facilidad con que Erica se había instalado en el campamento, utilizando sus escasas pertenencias, como siempre hacía, para transformar una simple tienda en un hogar. Carecía de domicilio permanente y sus señas quedaban reducidas a un apartado de correos en Santa Bárbara. Era increíblemente flexible, lo que le permitía cambiar de proyecto en un abrir y cerrar de ojos y mencionar con frecuencia y una carcajada burlona su vida errante. Hubo un tiempo en que Sam envidiaba aquella falta de raíces porque él estaba ligado a una costosa hipoteca en Sacramento, con sus hijos ya mayores y sus nietos pequeños viviendo a pocas manzanas, su ex-mujer, con la que aún se llevaba bien, en el mismo barrio, y su madre inválida alojada en una residencia geriátrica cercana. Poder coger tus bártulos e ir a cualquier parte sin dar explicaciones ni hacer promesas de llamar o volver pronto, le había parecido un sueño al llegar a la crisis de la madurez. Sin embargo dejó de envidiar a Erica unas Navidades, cuando trabajaban en una excavación en el desierto de Mojave. Sam cogió un avión para pasar las fiestas con su familia, pero Erica se quedó para catalogar huesos. Más tarde, Sam se enteró de que su colaboradora había dado cuenta de la cena de Navidad en el restaurante de carretera más cercano, compartiendo pavo embutido y salsa de arándanos enlatada con tres camioneros, dos policías de carretera, dos jóvenes autoestopistas, un guarda forestal y un viejo y canoso explorador llamado Clyde. A Sam le pareció el cuadro más deprimente que había oído en su vida.
A veces se preguntaba en qué consistiría su vida sentimental. Había visto hombres entrar y salir de su vida, pero nunca permanecían en ella demasiado tiempo. ¿Cómo terminaban aquellas aventuras? ¿Tal vez Erica les decía que había llegado el momento de marcharse? ¿O quizá sus hombres comprendían pronto que ella sólo les daría amor físico, que su corazón era territorio tabú? En los primeros tiempos de su trabajo en común, Sam se había sentido atraído por ella, pero Erica le indicó con delicadeza que lo admiraba y respetaba, y que no quería echar a perder su amistad con complicaciones. En aquel momento, Sam se creyó rechazado por tener veinte años más que ella, pero con el tiempo había llegado a la conclusión de que Erica no permitiría que nadie en absoluto traspasara sus fortificados muros. Sospechaba que se debía a su pasado. No podía decirse que Erica Tyler hubiera tenido una vida fácil precisamente.
—¿Por qué la mujer de Jared no viene a visitarlo? —preguntó Erica mientras ambos seguían mirando la autocaravana a oscuras. Sam la miró sobresaltado.
—¿La mujer de Jared? Pero ¿es que no lo sabes?
Jared alargó la mano hacia el contestador, pero de pronto se detuvo.
—Hola, hijo, tu madre y yo estábamos hablando de ti y preguntándonos qué tal estarías —oyó decir a su padre por el altavoz mientras dejaba el maletín y las llaves del coche sobre una mesa.
Jared se quedó mirando el contestador automático, pero no hizo ademán de descolgar el teléfono.
—Hemos leído el artículo en el periódico —continuaba la voz de su padre— sobre el trabajo que estás haciendo en Topanga, y estamos muy orgullosos de ti —breve pausa—. Bueno, sé que estás muy ocupado, pero llámanos. Al menos llama a tu madre; le encantaría hablar contigo.
Jared pulsó el botón de parada y contempló el teléfono durante largo rato. «Lo siento, papá», quería decir. «Ya nos lo hemos dicho todo. No queda nada que decir».
Tras encender las luces y prepararse una copa, cogió de nuevo el fax que acababa de recibir del Grupo Parlamentario Indio de Washington e intentó concentrarse en su contenido, pero no le quedó más remedio que dejarlo a un lado. La llamada de su padre había desencadenado de nuevo el dolor, la rabia.
Empezó a pasearse por la autocaravana, desde el asiento del conductor hasta el dormitorio, mientras se golpeaba la palma de la mano con el puño. Necesitaba ir al gimnasio. Sentía la furia bullendo en su interior como la lava en un volcán. Una hora en el gimnasio, machacando el cuerpo hasta sus límites físicos, lograría desahogar la rabia. Pero aquella noche habían cerrado para realizar las labores de mantenimiento, dejando a numerosos tigres y tigresas deambulando sueltos por Los Ángeles en busca de una válvula de escape para sus energías y frustraciones. Al igual que la mayoría de los demás socios, Jared no iba al gimnasio para estar en forma.
Viendo los trastos agolpados en su hogar/despacho provisional, el ordenador que nunca dormía, los teléfonos que nunca dejaban de sonar, el fax que nunca dejaba de escupir mensajes y los papeles apilados y esparcidos por todas partes como si una nevisca hubiera dejado caer documentos, informes, memorándums, cartas, escrituras y pedidos, Jared comprendió que la autocaravana, pese a sus generosas dimensiones, no bastaba para soportarlos a él y su furia, de modo que cogió una chaqueta y salió a la noche.