Pero mientras levantaba los brazos y buscaba las palabras adecuadas, la asaltó de nuevo el mal de la cabeza. Cayó de rodillas y se oprimió los ojos con las manos. Cuando el dolor se la llevó en volandas, vio a un niño perdido y atrapado entre unas rocas. Lo vio desde el cielo, como si fuera un pájaro. Acto seguido vio a mucha gente buscando al niño, pero en la dirección equivocada, alejándose cada vez más de él.
—Cuervo me ha guiado hasta un niño perdido —anunció a Payat cuando el dolor se disipó—. Debemos encontrarlo antes de que los buitres lo devoren.
Localizaron al pequeño en la garganta rocosa y yerma de un río seco; estaba inconsciente y deshidratado, pero aún vivía.
—Oh, pobre niño, pobrecito —canturreó Marimi tras arrodillarse junto a él—. Mira, Payat, tiene el pie atrapado.
El tobillo del niño estaba ensangrentado, y las rocas mostraban cicatrices allí donde las había arañado en un intento de liberarse.
Marimi se puso en cuclillas, aguzó el oído y husmeó el aire. Luego cerró los ojos y trató de recuperar la visión que el cuervo le había mostrado desde el cielo.
—Allí hay un río —musitó a Payat, señalando los cantos rodados.
Marimi calmó la sed de Payat y la suya antes de llevar agua al niño y hacerle beber. También cogió hojas de hiedra a la orilla del río y envolvió con ellas el tobillo del pequeño. El río iba cargado de peces; Payat pescó varios con ayuda de una cesta, y aquella noche los tres dieron cuenta de un festín alrededor de una hoguera que brillaba con tanta intensidad como la luna llena.
Al día siguiente, el niño, que ya empezaba a recobrarse de la ordalía vivida, les dijo que se llamaba Wanchem, pero no sabía el nombre de su clan ni de su familia, e ignoraba dónde vivía. Mientras Marimi se preguntaba cómo podría devolverlo a su gente, vio que el cuervo la llamaba trazando impacientes círculos en el cielo. No le quedaba más remedio que seguirlo. Se colgó la cesta y la manta del hombro, cogió la lanza, se colocó a Wamchen en la cadera y, con Payat a su lado, emprendió de nuevo viaje hacia el sol poniente.
Por fin llegaron al margen occidental del desierto, donde una fiera cordillera de montañas se alzaba abrupta y mellada. Marimi encontró un paso y, tras varios días de difícil viaje, desembocaron en una gran llanura fértil que se extendía a sus pies. Poseía un verdor que jamás habían visto, y estaba salpicada de árboles hasta donde alcanzaba la vista, así como ríos, lagunas y suaves colinas. Al descender hacia el valle encontraron una antigua vereda y, sabedores de que los conduciría a algún lugar con agua y comida, la siguieron. En efecto, pasaron junto a árboles cargados de frutos y ríos caudalosos, llenos de peces. Marimi sintió deseos de detenerse y hacer allí su hogar, pero el cuervo siguió volando hacia el oeste, y la joven fue en pos del pájaro sin cuestionar su proceder.
Continuaron por el sendero, pasando por claros y campos, marismas y grandes lagunas de una sustancia negra en cuyas superficies se veían burbujas hediondas. Prosiguieron hacia el oeste, topándose en su viaje con algunas personas que se mostraban amables pero hablaban en una lengua desconocida para Marimi. Aquellas personas vivían en pequeñas chozas redondas y compartían su comida con los viajeros. En ocasiones, Marimi se detenía para examinar a un niño o anciano enfermo, así como para compartir las hierbas medicinales que llevaba.
Un día, el aire empezó a adquirir un cariz del todo nuevo para ella y Payat; era un aire limpio y frío que olía a sal. Y cuando Marimi divisó a lo lejos las montañas verdes, le acometió la sensación de que el viaje tocaba a su fin. Muy pronto, aseguró a Payat y Wanchem, Cuervo se detendría definitivamente.
Cuando se acercaban al pie de las montañas verdes, el cielo se cubrió de negros nubarrones. Empezó a soplar un viento que impedía avanzar a Cuervo. El ave describía círculos y más círculos en el cielo, mientras Marimi abrazaba a los dos niños y los abrigaba con su manta de piel de conejo. Al estallar la tormenta se cobijaron bajo la copa de una gran encina y contemplaron aterrados los torrentes que se precipitaban por barrancos y desfiladeros, amenazando con arrastrar a los tres humanos a su paso. Horrorizados presenciaron cómo varios acantilados sucumbían al agua y se abalanzaban hacia ellos en avalanchas fangosas. El viento rugía, y la tempestad zarandeaba la robusta encina. Marimi perdió de vista al cuervo y se preguntó asustada si ella y los niños habrían violado algún tabú y ahora estaban recibiendo su castigo.
Y en aquel instante empezaron los dolores del parto.
Dejó a los niños al abrigo del árbol y salió a la tormenta en busca de algún refugio. Cegada por la lluvia, caminó dando tumbos entre rocas y arbustos, desesperada por encontrar un lugar seco.
Por fin, entre la espesa cortina de lluvia, vislumbró la silueta negra del pájaro que planeaba elegante pese al agua y el viento, guiándola hacia un montón de rocas. Cuervo se posó sobre ellas, se sacudió las plumas y se comunicó con ella en silencio. Marimi exploró la zona, dando frecuentes traspiés sobre el suelo resbaladizo y empapado, y descubrió que las grandes rocas ocultaban la boca de una garganta. Se adentró en el pequeño cañón, pestañeó para ahuyentar la lluvia de sus ojos y vio la entrada de una cueva donde ella y los niños podrían entrar en calor, secarse y protegerse de la tormenta. Más tarde, cuando su hijo hubiera nacido y ella hubiera recobrado las fuerzas, Marimi regresaría a las rocas y grabaría dos petroglifos en ellas. El símbolo del cuervo, en agradecimiento por haberlos conducido hasta allí, y el símbolo de la luna, por haber respondido a sus plegarias.
A Marimi no le extrañó dar a luz dos niñas, pues procedía de una larga estirpe de mujeres que sólo alumbraban hembras. Cuando recobró las fuerzas, el cuervo voló hasta la cima de la cresta, seguido de Marimi con sus dos bebés, Wanchem y Payat. Al llegar a la cumbre quedaron petrificados durante largo rato.
Habían llegado al final del mundo, pues ante ellos se extendía la llanura de agua más inmensa que Marimi había visto en toda su vida. Era la tierra de los muertos, pensó, el lugar al que iban los topaa después de morir. Su majestuosidad cortaba el aliento.
El cuervo se había posado en una encina y llevaba algo en el pico que dejó caer antes de desaparecer para siempre. Al recogerlo, Marimi comprobó que era una extraña y hermosa piedra, perfectamente redonda y lisa, negra azabache como la pluma del ave. Cerró los dedos en torno a ella y sintió toda la fuerza del espíritu del cuervo.
Se volvió de nuevo hacia el agua azul y vio, a su orilla, delgadas columnas de humo procedentes de hogueras.
—No iremos a ese poblado —anunció a los dos niños y a las pequeñas que llevaba en brazos—. Sus costumbres, tabús y leyes serán distintos de los nuestros. Fuimos desterrados, y ahora seremos nuestro propio pueblo. Este es nuestro hogar, y lo llamaremos la Morada del Pueblo.
Formó la palabra uniendo dos vocablos de su lengua, topaa, que significaba «el pueblo», y ngna, que significaba «la morada de».
Abandonaron la cueva de Topaa-ngna y se trasladaron a la llanura pantanosa situada en las inmediaciones del océano, al pie de las colinas. Erigieron chozas redondas, cazaban piezas menores y una vez al año subían a las montañas para recolectar bellotas. Marimi acudía a la cueva cuando necesitaba consejo del cuervo y la luna. En esas ocasiones percibía que el don espiritual se adueñaba de ella y se adentraba a ciegas en el pequeño cañón, con la cabeza a punto de estallar por el dolor, y se sentaba en la oscuridad de la cueva mientras numerosas imágenes surcaban su mente. Así le fueron transmitidas las leyes de su nueva familia.
Marimi comprendía la importancia vital de que una persona conociese su clan, su segunda familia y su primera familia, pues si los desconocía, podía quebrantar tabús sin darse cuenta de ello. Así pues, intentó reconstruir el linaje de Wanchem. Puesto que el cuervo la había conducido hasta él, decidió que pertenecía al Clan del Cuervo. Su segunda familia era el «Pueblo que Vivía con los Cactus», y la primera era la que Marimi acababa de fundar: «El pueblo que come bellotas».
La pequeña familia crecía y florecía. Durante el cuarto invierno que pasaron allí, la nieve cubrió cada rama y cada arroyuelo. Un cazador de osos que se había perdido se refugió en la cueva de Marimi, donde ella lo encontró. Se quedó con la familia hasta la primavera y luego prosiguió su camino. En verano, Marimi parió otro par de gemelas, esta vez del cazador.
A medida que los niños se acercaban a la edad adulta, Marimi empezó a preocuparse por los tabús y los vínculos familiares. Las reglas no eran de su invención, sino que las habían decretado los dioses al principio de los tiempos. El hermano no podía casarse con la hermana, el primo hermano materno no podía contraer matrimonio con la prima hermana materna. Si se quebrantaban tales normas, la tribu podía enfermar y morir. Sin embargo, Marimi sabía que el primo hermano materno podía casarse con la prima hermana paterna, de modo que la familia necesitaba sangre nueva. Fue a la cueva en busca de consejo, y el cuervo le indicó que encontrara un marido en alguna tribu vecina y lo llevara a vivir con ellos.
Cargada con la lanza y una cesta de bellotas, Marimi se dirigió al este, hacia un poblado por el que había pasado hacia varias estaciones. Ofreció a sus moradores abalorios de concha, que eran muy apreciados, y prometió al futuro esposo gran cantidad de bellotas y pesca. A cambio, él debía aceptar las normas de los topaa, advirtió Marimi, y convertirse en uno de ellos. La familia del hombre convino en que era conveniente tener vínculos con una tribu de la costa, pues era bien sabido que poseían pieles de nutria y carne de ballena. El esposo escogido pertenecía al Clan del Ciervo, al Pueblo que Vive en Tierra Temblorosa y a los «moradores de la marisma». A partir de entonces formaría parte del «pueblo que come bellotas».
Al llegar a la edad adulta, las primeras hijas de Marimi se casaron con Payat y Wanchem. Una de las hijas del cazador también contrajo matrimonio con Payat, pues Marimi lo había nombrado jefe de su pequeña tribu, y el jefe podía tener más de una esposa. La segunda hija del cazador se casó con un hombre procedente del este que venía en busca de pieles de nutria y decidió quedarse. El esposo de Marimi le dio tres hijos y cuatro hijas, que a su debido tiempo se casaron y engrosaron la tribu.
En el transcurso de las estaciones, Marimi enseñó a sus hijas y nietas a tejer cestas, a rezar y cantar para que se les confiriera vida y por tanto espíritu. Transmitió a los jóvenes las reglas y los tabús de los topaa, que cuando los saltamontes y grillos escaseaban no debían comérselos, que cuando llegaba la cosecha de la bellota no debían recolectarla hasta acabar con sus existencias, sino dejar las suficientes para garantizar una buena cosecha al año siguiente, que un esposo no copulaba con su esposa durante los cinco días que duraba su luna, que el cazador que traía carne no comía de ella, sino de la de otro cazador. Porque sin reglas y desconociendo los tabús, las personas no podían manejar sus vidas, les decía. Los topaa sabían por la naturaleza que existían reglas. Sabían que el gato no se apareaba con el perro, que el ciervo no comía carne, que el búho sólo cazaba de noche. Al igual que los animales, los topaa debían obedecer las reglas.
Un otoño, una plaga azotó las encinas, las bellotas cayeron a tierra, inservibles, y los animales desaparecieron del lugar, de modo que no encontraban ni una triste ardilla que asar en la hoguera. La familia empezó a pasar hambre, y Marimi recordó la ocasión en que había rezado a la luna. Volvió a hacerlo con gran respeto, prometiéndole a cambio gratitud. Y ocurrió un milagro. La noche siguiente, numerosos peces aterraron en la orilla coleando. Marimi ordenó a todos que bajaran a la playa con cestas y los recogieran. Una vez secos, los peces proporcionarían alimento hasta la primavera, que traería bayas y semillas en abundancia. En señal de agradecimiento, la siguiente vez que aparecieron peces en la orilla, Marimi hizo que sus hijos devolvieran algunos a la mar, explicándoles que lo que se toma de los dioses se retorna a ellos.
Marimi inculcó a su familia la importancia de contar historias, que las historias debían transmitirme de generación en generación para que el clan conociera su pasado y recordara a sus antecesores. Cada noche, alrededor de la hoguera, les contaba cómo habían sido creado el mundo y los topaa, les narraba historias de los dioses y las fábulas que encerraban valiosas enseñanzas. Les repetía que debían rezar respetuosamente al Padre Sol y la Madre Luna, que los topaa eran hijos de los dioses y no necesitaban chamanes que intercedieran por ellos. Como todos los padres, el sol y la luna les gustaba oír la voz de sus hijos, pero sólo si eran respetuosos, obedientes y prometían ser reverentes. En tales condiciones, los dioses protegían a sus hijos y velaban por ellos.
De vez en cuando, en el transcurso de los años, Marimi dejaba sus tareas y miraba hacia el este, donde el sol de la mañana asomaba entre las montañas. Pensaba en su madre y en el clan, y una peculiar tristeza se adueñaba de su corazón.
Cuando el cabello de Marimi se había tornado blanco como la nieve que trajera al cazador de osos tanto tiempo atrás y supo que pronto emprendería el viaje hacia el oeste para reunirse con sus antepasados en el océano, pasaba todo los días en la cueva, mezclando colores. El rojo con corteza de aliso, el negro con bayas de saúco, el amarillo con ranúnculos, el violeta con girasoles. Con aquellas pinturas plasmó meticulosamente en pictogramas el viaje que había realizado a través del Gran Desierto, para que los topaa del futuro conocieran la historia de su tribu.
Marimi agonizaba rodeada de su familia. Si bien ahora el grupo consistía en nueve familias de cinco tribus y cuatro clanes, con hermanos de un grupo casados con hermanas de otro, y forasteros que habían llegado para desposar a las hijas restantes, la generación joven descendía por entero de Marimi. Les había enseñado a cazar y recolectar frutos secos, a tejer cestas y cantar las canciones de sus antepasados, a venerar a la Madre Luna y vivir en armonía con los espíritus que habitaban cada animal, cada roca, cada árbol. Les había repetido una y otra vez que no debían olvidar jamás que eran topaa.
Payat, a la sazón ya abuelo, esbozó una sonrisa triste cuando Marimi le apoyó una mano en la cabeza para bendecirlo.
—Recuerda siempre que en mi familia no habrá proscritos, no habrá muertos vivientes como tú y yo fuimos un día. Enseña a nuestro pueblo que no debe vivir atemorizado e impotente como nosotros vivimos una vez, sino en paz y amor. No olvides contar a los niños nuestra historia, nuestro viaje desde el este, el temblor que provocamos al pisar el caparazón del «Abuelo Tortuga», el día que encontramos a Wanchem junto al río mágico, el modo en que la Madre Luna nos protegió y alumbró nuestro camino. Enséñales a recordar esas historias y transmitirlas a sus hijos, para que los topaa de las generaciones venideras conozcan sus orígenes.