A Marina le parecía irónico que una habitación tan llena de velas estuviera sumida en la oscuridad.
—¿Estás aquí? —susurró—. ¿Has venido, amor mío?
Unos tacones de bota arañaron el suelo de piedra. Al cabo de un momento se encendió una cerilla, y un farolillo cobró vida en las tinieblas.
Marina lanzó un suspiro al ver al hombre que estaba ante ella, el gringo, Daniel Goodside. Quedó un instante paralizada por la visión, la luz mortecina creando un halo en torno a su cabello rubio, los ojos azules brillantes como el cielo a mediodía, los labios entreabiertos como si estuviera sorprendido. Recorrió la pequeña distancia que los separaba y se arrojó a sus brazos, recibiendo hambrienta su beso y aferrándose a él desesperada, como si no quisiera soltarlo nunca más.
Nunca olvidaría el día, tres meses antes, en que salió a montar y se topó con un desconocido en el confín más alejado de la finca, un hombre sentado en un taburete y dibujando en un gran libro. Su chaqueta yacía pulcramente doblada sobre la hierba, su camisa refulgía blanca al sol, y un amplio sombrero de paja ocultaba sus facciones hasta que, al oír sus pasos, se volvió, se levantó despacio y se quitó el sombrero, dejando al descubierto una cabellera del color del trigo maduro y ojos color aciano. ¡Y aquella barba! Suave como el vellón, corta y enmarcando una sonrisa misteriosa. Llevaba la corbata aflojada y bajo ella se adivinaba el cuello quemado por el sol. La tela de sus pantalones se tensaba sobre sus piernas fuertes y musculosas. Parecía un dios.
¡Y la saludó en español! Marina siempre había creído que los gringos sólo hablaban inglés, pero aquel hombre hablaba su lengua casi sin acento. Era más que un dios; era un mago, un hechicero. Aquel primer día, un silencio magnético quedó suspendido entre ellos mientras la brisa estival le agitaba el cabello rubio como el sol y Marina sentía que el corazón se le henchía en el pecho como una campánula abriéndose a la mañana.
—Perdonad que os mire con tanta fijeza, señorita —se disculpó entonces el desconocido—, pero cuando visité el pueblo de Los Ángeles, me pregunté a qué ángeles se refería el nombre. Y ahora ya lo sé.
Entre las velas del cobertizo, Marina se abrazó a él con más fuerza, inhalando su aroma, sintiendo sus fuertes manos, escuchando su voz profunda mientras le preguntaba en un susurro qué debían hacer. Al oír aquellas palabras, Marina percibió un nudo en la garganta que apenas la dejaba respirar. Durante tres meses había conocido el gozo y la desgracia, la incertidumbre y los sueños. Había creído amar a Pablo, pero entonces conoció a Daniel. Sin embargo, estaba prometida a Pablo, y el milagro por el que había rezado cada noche, quedar libre de aquella promesa, no se produjo. Y el barco de Daniel zarparía con la marea del día siguiente.
—Moriré —gimió contra su pecho—. No puedo vivir sin ti.
—Yo tampoco, queridísima Marina —repuso él mientras le acariciaba el pelo y se maravillaba de estrechar a aquel ángel entre sus brazos—. Dios me ha elegido para que difunda su palabra por tierras lejanas, y necesitaré tu fuerza y tu delicadeza para seguir tan difícil camino. Antes de conocerte sabía lo que era el miedo. Contemplaba el mar y temblaba ante la idea de caer en manos de los bárbaros. Pero entonces tú, con tu alma amable y generosa, entraste en mi vida para darme serenidad. Cada día me recuerdas la gracia de Dios y que nunca estamos solos. El futuro me depara crueles ordalías, y temo fracasar sin ti.
Durante tres gloriosos meses habían urdido juntos un hermoso sueño mientras caminaban cogidos de la mano por la ciénaga para no ser vistos. Daniel le hablaba de las maravillas del mundo, y Marina las veía con los ojos de la mente. Cuando Daniel le hablaba de todas las cosas que le mostraría, Marina le creía. Durante un tiempo habían vivido sumidos en la fantasía, pero la realidad era inevitable, al igual que su boda con Quiñones. El día fatídico había llegado, y la fantasía tocaba a su fin.
Marina contuvo el aliento. Sabía lo que se avecinaba, las palabras prohibidas aún no escuchadas, pero que Daniel sin duda pronunciaría a continuación.
—Huye conmigo. Sé mi esposa.
El amor se apoderó de ella como una ola del océano, pero con el amor llegó el dolor, el miedo, la pena. No deseaba nada tanto como ser la esposa de Daniel y recorrer el mundo con él, pero sabía el precio que alguien pagaría por un acto tan egoísta.
Se apartó a regañadientes, reacia a abandonar el círculo protector de sus brazos, pero sabedora de que necesitaba crear cierta distancia entre ellos para decir lo que tenía que decir.
—No puedo irme contigo, Daniel. Mi padre es un hombre orgulloso y colérico. Su ira no conocería límites si lo desafiara y deshonrara a la familia.
—Pero estarías muy lejos de él, Marina.
—No temo por mí, pero castigaría a mi madre por mi transgresión. La castigaría con severidad y durante el resto de su vida. ¿Cómo podría ser feliz contigo sabiendo eso, Daniel?
—El amor es un misterio —murmuró Daniel, rodeándole el rostro con las manos—. Nunca pide permiso para entrar.
La besó de nuevo, esta vez con más intensidad, y el cuerpo de Marina reaccionó en consecuencia.
—Dios del cielo —masculló Daniel con voz ronca, consciente de que habían llegado a una frontera peligrosa.
Sería tan fácil… El suelo estaba cubierto de paja y nadie se enteraría nunca.
—No puedo hacerlo —le susurró al oído—. No puedo poseerte así. Si no podemos ser marido y mujer, me conformaré con tus besos.
Se abrazaron de nuevo, y a lo lejos oyeron los lastimeros rugidos del oso pardo y el tintineo de las cadenas mientras intentaba liberarse de ellas.
Marina lloró durante unos minutos y se apartó para contemplar a Daniel una vez más.
—Debo irme: mi padre podría sorprendernos.
Pero Daniel la asió por los hombros.
—Estaré en casa de Francisco Márquez hasta medianoche de mañana y partiré con la marea. Ruego de todo corazón, amada mía, que halles la fuerza necesaria para venir a mí. Pero si no vuelvo a saber de ti, aceptaré que es la voluntad de Dios que no estemos juntos. Y si te casas con Quiñones, te desearé larga vida y felicidad. Nunca te olvidare y nunca amare a nadie tanto como te amo a ti, mi querida. Queridísima Marina.
—¡Mamá, ven, date prisa! Algo le sucede a Marina. ¡Creo que le ha dado uno de sus ataques!
No hacía falta que Carlota añadiera nada más. Angela salió como una exhalación de la cocina, donde las criadas se afanaban en llenar copas de vino para los invitados que iban llegando. La ceremonia nupcial empezaría una hora más tarde.
Al entrar en el dormitorio de Marina encontró a su hija tendida de bruces sobre el lecho, sollozando desconsolada. ¡Y todavía no se había puesto el vestido de novia!
Angela despachó a los demás, incluida Carlota, que había acudido en un principio para ayudar a Marina a vestirse, y con delicadeza incorporó a su hija menor.
—¿Te encuentras mal, hija mía? ¿Quieres que vaya a buscar el láudano?
—No estoy enferma, mamá. Tengo el corazón destrozado. —Angela le enjugó las lágrimas.
—Pero éste debería ser el momento más feliz de tu vida. ¿Por qué lloras? Cuéntamelo, hija.
Marina se arrojó en brazos de su madre y se lo confesó todo entre sollozos. Angela la escuchaba asombrada. ¿Que Marina estaba enamorada del estadounidense? ¿Cuándo habían tenido tiempo y ocasión de enamorarse?
—Marina —dijo con firmeza al tiempo que apartaba de sí a la joven para escudriñarle el rostro—. Dime la verdad… ¿Has estado a solas con él?
Marina bajó la cabeza.
—Durante la siesta, cuando todos dormían.
—¿Has estado a solas con un gringo?
—¡Es un caballero, mamá! Sólo hablábamos. ¡Y qué conversaciones tan maravillosas! —exclamó Marina, empezando a hablar con tanta rapidez que Angela enmudeció, atónita—. Daniel no es comerciante como otros gringos, mamá, es explorador. Viaja por todo el mundo, ve lugares nuevos, fabulosos, y los pinta, mamá, como recordatorio de los pueblos a los que conoce. Me ha hablado de un lugar donde la gente monta unos grandes animales con joroba, y de una tierra donde la gente vive en casas hechas de nieve.
—Tonterías, Marina.
—¡No, mamá! No son lugares imaginarios, sino reales. Y quiero verlos, quiero viajar a China, India y Boston. Quiero beber té y café, llevar capas y turbantes, bailar alrededor de una hoguera, ir en trineo… Tú y yo sólo hemos visto la nieve de lejos, mamá, en la cumbre de las montañas, pero Daniel ha caminado por ella, ha dormido en ella.
Marina asió las manos de su madre con las suyas, febriles.
—Daniel me ha descrito edificios tan altos que se pierden en las nubes, iglesias grandes como ciudades y palacios de cien habitaciones. Ha recorrido caminos de dos mil años de antigüedad, mamá, y hay un río llamado Nilo con unos leones de piedra gigantescos que fueron construidos por seres míticos en la noche de los tiempos.
Angela apenas comprendía las palabras de su hija, pero las palabras carecían de importancia. Lo que la impresionaba era la luz que veía en los ojos de Marina, la luminiscencia de la juventud y el optimismo, el ansia de conocimiento y aventura, una luz que Angela jamás había advertido en sus propios ojos ni en los de ninguno de sus otros vástagos.
Y entonces comprendió la realidad de lo que decía Marina. ¡El estadounidense quería llevársela lejos!
—¿Qué tienen esos lugares que no tengamos aquí?
—Mamá, cuando contemplas el horizonte, ¿no te preguntas qué hay más allá?
De repente, Angela se enfureció con Goodside por llenar la mente de Marina de tonterías.
—No hay nada más allá del horizonte. Sólo existe este mundo, nuestro mundo. Lo que hay más allá pertenece a otras personas, no a nosotros. Aquí está nuestro corazón, aquí es donde ansía vivir nuestra alma.
—Tu alma, mamá, no la mía.
Aquellas palabras la golpearon con tremenda fuerza. «¿Soy yo la única que escucha la poesía de los árboles cuando el viento susurra por entre sus hojas? ¿Soy yo la única cuyo corazón responde al chillido del halcón de cola roja? ¿Soy yo la única que no teme a los terremotos, que imagina que no son más que viejos gigantes que se dan la vuelta mientras duermen?». Pensó.
—Mira, mamá —suspiró Marina mientras se arrodillaba, cogía una caja de debajo de la cama y sacaba de ella grandes papeles cuadrados cubiertos de coloridas imágenes—. Son acuarelas, mamá. Mira la belleza que crea Daniel.
Angela estaba fascinada. El gringo no sólo había captado en sus pinturas la apariencia de California, sino también su esencia. Contemplando los paisajes podía oler el calor del verano, oír el zumbido de los insectos, saborear el aire seco. Había pintado una pareja de codornices con las plumas de la cabeza casi rozándose. También el sereno y azul Pacífico, con unas velas blancas en el horizonte. Eran pinturas delicadas, creadas por un corazón lleno de amor, se dijo Angela.
—Daniel dice que el sol de California no se parece a ningún otro del mundo. Dice que es más penetrante y puro, y que los colores cobran vida a su luz —explicó Marina en voz baja—. Mi Daniel es un artista.
Angela la miró con sobresalto. ¿Mi Daniel? Fuera, los músicos afinaban sus instrumentos, y los invitados se saludaban a voces. Angela sintió de repente un terrible presentimiento.
—Pero piensa en Pablo, Marina. Es un muchacho bueno que te dará una buena vida —señaló, detectando el pánico en su voz.
El corazón le latía con violencia. Si Navarro se enteraba de aquello…
Marina inclinó la cabeza.
—Lo sé, mamá, y me casaré con él.
—¿Te casarás con Pablo a pesar de todo lo que me has contado?
Marina tenía los ojos inundados de lágrimas.
—Me casaré con Pablo porque así lo he prometido. No te deshonraré, mama.
—Pero… no serás feliz.
—Mi corazón siempre pertenecerá a Daniel —admitió Marina con la cabeza gacha—, pero Pablo es un buen hombre, e intentaré ser una buena esposa para él.
Angela contempló la cabeza inclinada de su hija y se maravilló de que ella y Navarro pudieran haber engendrado un espíritu tan bello y fuerte.
—Entonces debes vestirte antes de que los demás empiecen a extrañarse.
Mientras apartaba la caja de costura que la modista había traído para efectuar retoques de última hora en el vestido de novia, recuerdos ya lejanos asaltaron a Angela. Recordaba a su madre haciendo el equipaje para el viaje a España, su desazón al enterarse de que no podían partir. De hecho, pensó, tal vez aquel viaje no sólo estaba proyectado en beneficio de doña Luisa. Por aquel entonces, Angela, que contaba solo dieciséis años y vivía en su universo particular, había creído que su madre quería realizar el viaje por motivos propios, pero ¿acaso no le había dicho que quería una vida mejor para su hija? Recordaba que Luisa se había tornado cada vez más silenciosa después de aquello, como si su alma fuera encogiendo, como una vela cuya llama menguara y menguara hasta extinguirse.
De pronto cayó en la cuenta de que su madre no había tenido intención de regresar de España. Pero abandonar al esposo contravenía las leyes de los hombres y la lglesia. La habrían excomulgado, a ella, Luisa, una mujer tan devota. Tal vez incluso la habrían encarcelado. «¿Quería hacerlo por mí?».
Otro recuerdo acudió a su memoria. Navarro se había burlado al conocer el nombre que Angela había elegido para la pequeña.
—¿Marina? ¿Vas a llamar a nuestra hija como una flota de barcos?
Pero para Angela, Marina era más que el término que designaba a una flota de navíos. Era un nombre que evocaba el océano, imágenes de criaturas marinas que nadaban en libertad. ¡Qué ironía que Marina se hubiera enamorado de un capitán de barco! Tal vez aquel sueño fuera una profecía.
Siguió mirando la cabeza baja de su hija, los hombros hundidos, la actitud resignada, como la del viejo indio cuando el padre se lo llevó. A través de los postigos abiertos y por encima de la música y las risas, Angela oía los chillidos del oso pardo que no había pedido ser capturado, sus rugidos compungidos en petición de ayuda.
—Ese Daniel… —musitó mientras el corazón se le partía en dos—. ¿Es protestante?
Marina alzó la cabeza, iluminado de nuevo el rostro.
—Es un hombre bueno y piadoso, mamá. Quiere llevar la palabra de Dios a gentes que nunca han oído hablar de Jesucristo. ¿Por qué lo preguntas? —inquirió de pronto con el ceño fruncido.