Tierra sagrada (46 page)

Read Tierra sagrada Online

Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Tierra sagrada
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Le habría gustado conocer a Lucy Tyler. Después de ser nombrada tutora ad litem de Erica, le encontró un hogar mejor y la visitaba con regularidad.

—Se convirtió en mi mentora —explicó Erica—. Dios sabe qué vio en mí para creerme digna de salvación, pero en cualquier caso yo quería complacerla, hacerla sentirse orgullosa de mí. Me parece que, en el fondo, no tenía una pizca de autoestima, así que la motivación para llegar a ser alguien no se debía a que creyera en mí misma, sino en ella. Adopté su nombre cuando acabé el instituto… Murió la semana después de que me dieran el doctorado. Linfoma. No había querido decírmelo para no distraerme de los estudios.

—No gran cosa —contestó a su pregunta sobre los Navarro y señaló el libro que había estado consultando, titulado Las familias fundadoras de California—. Lo único que dice aquí es que en Rancho Paloma vivía una familia llamada Navarro, pero no da ninguna información sobre ellos. En la actualidad, en el condado de Los Ángeles viven miles de Navarro. Aunque decidiéramos verificar la ascendencia de cada uno de ellos, siempre quedaría la posibilidad de que los Navarro de Rancho Paloma no se quedaran en Los Ángeles.

Jared asintió.

—Tengo hambre. Abajo hay un puesto de burritos. ¿Lo quieres de ternera o fríjoles?

—De pollo, y cualquier refresco light.

Lo siguió con la mirada mientras reflexionaba asombrada sobre el inesperado giro que había dado su vida. De todos los hombres que habían intentado atravesar la barrera que protegía su corazón. Jared Black, su antiguo enemigo, no era el que había esperado ver salir vencedor. ¿Y ahora qué? ¿Le tocaba mover ficha a ella? Pero ¿cómo podía estar segura de que Jared había pretendido iniciar algo con aquel beso? De pronto el futuro, con sus promesas de misterio y sorpresas, la emocionaba y asustaba a un tiempo.

Se obligó a volver a la realidad. ¿Cómo relacionar la escritura con la cueva?

Erica contempló la ingente cantidad de documentos históricos puestos a su disposición: archivos periodísticos, el registro civil, el registro de la propiedad, hacienda, los archivos policiales. Había cientos de anales, crónicas, recordatorios, memorándums, rollos, registros, estadísticas, listas, libros mayores, documentos públicos y transcripciones judiciales.

¿Por dónde debía empezar?

Decidió hacerlo por las estadísticas para ver si conseguía localizar a algún Navarro muerto entre 1865 y 1885. Se sentó ante un ordenador disponible y seleccionó la base de datos. Los archivos de aquella antigüedad aparecían salpicados de interrogantes tras muchos de los nombres.

—Quizás deberíamos poner un anuncio en el periódico —suspiró cuando Jared volvió con la comida y se sentó junto a ella, desenvolviendo los aromáticos burritos—. «Si alguien tiene información sobre el paradero del señor o la señora Navarro en los aledaños de 1866…».

Jared meneó la cabeza con una carcajada.

Erica destapó la Coca Cola light.

—¡Me entran ganas de dar parte a Personas Desaparecidas! —masculló.

—Eran los parientes de mi madre —la oyó explicar.

El corazón le dio un vuelco.

Dejó a un lado el burrito, posó las manos sobre el teclado, cerró la base de datos estadísticos y abrió la del Departamento de Policía de Los Ángeles relativa a expedientes cerrados o archivados. Los parámetros de búsqueda se ordenaban por división, departamento y fecha. Seleccionó Personas Desaparecidas y se quedó mirando la pantalla con fijeza antes de tomar conciencia de la idea que cobraba forma en su mente. «¿Fue denunciada la desaparición de mi madre?».

Años atrás había intentado localizar a su familia, pero a la sazón las bases de datos actuales no existían, por lo que las indagaciones suponían revisar inmensas cantidades de papeles, una tarea larguísima e infructuosa en última instancia. Pero ahora, llevada por una repentina esperanza, en lugar de buscar a los Navarro, Erica tecleó «1965», el año en que su madre llegó a la comuna hippie. A la fecha añadió «blanca», «embarazada» y «menos de treinta años». Diciéndose que era una idea descabellada, tamborileó sobre la mesa con los dedos mientras esperaba que aparecieran los resultados de la búsqueda. ¿Qué probabilidades tenía? Que su madre se escapara de casa para unirse a una comuna hippie no era más que una conjetura. Tal vez se marchó con conocimiento de sus padres; quizás incluso éstos se alegraron de librarse de ella y no denunciaron su desaparición.

En cuanto salieron los resultados. Erica leyó ansiosa los nombres de las jóvenes cuya desaparición había sido comunicado a la policía. Aquel año habían huido de casa muchas adolescentes, algunas de ellas embarazadas. «Cualquiera de ellas podría ser mi madre».

Volvió al principio de la lista y la leyó con más detenimiento, pronunciando los nombres en voz baja para ver si le sonaba alguno.

Y de repente, «Monica Dockstader. Diecisiete años. Cabello castaño, 1,68 mt, 63 kilos, embarazada de cuatro meses. Vista por última vez en la terminal de autobuses de Palm Springs».

Dockstader. El nombre despertaba vagas reminiscencias en los rincones de su mente. ¡Y la fecha! Julio, lo que significaba que Monica Dockstader salía de cuentas en noviembre, el mes en que nació Erica.

Se dirigió a recepción y pidió microfilms del
Los Ángeles Times
y el
Herald Evening
de 1965. Los llevó a un visor y cargó la primera película con dedos temblorosos.

Tardó menos de cinco minutos.

—¡Dios mío!

Jared alzó la vista.

—¿Has encontrado algo? —inquirió.

—Creo que he encontrado… —se volvió hacia él con los ojos muy abiertos— a mi madre —añadió en voz un poco más baja.

Jared se situó a su espalda y leyó con el ceño fruncido el titular que aparecía en pantalla: «Desaparece la heredera del imperio de los dátiles de Palm Springs. Ha dado comienzo la búsqueda. La familia ofrece una recompensa».

—Rayo de Luna… —murmuró Erica.

Recordaba al hombre calvo, diciendo treinta y cinco años antes a la trabajadora social: «Se hacía llamar Rayo de Luna».

—Por lo visto no la secuestraron —comentó Jared—, sino que se escapó. La única razón por la que se le dio tanta prensa al caso residía en que la familia era rica. Aquí dice que los Dockstader eran los importadores más antiguos e importantes de dátiles en Estados Unidos. Me gustaría saber si la empresa sigue en funcionamiento.

Erica alargó la mano para tocar la pantalla. ¿Aquellas dos personas de mediana edad y aspecto trastornado eran sus abuelos?

En aquel momento. Jared se inclinó hacia adelante.

—Dios mío. Erica, mira la foto en la parte inferior de la página. Esa chica. Monica Dockstader, es una versión más joven de ti.

—¿Te resulta familiar esto? —preguntó Jared mientras salía de la autopista 111 y enfilaba Dockstader Road.

Erica contempló las hileras de palmeras datileras que se extendían a lo largo de lo que parecían kilómetros y kilómetros, y más allá el dorado desierto interrumpido por las montañas, cuyos picos nevados relucían rosados al sol poniente.

—No, pero nací en una comuna en el norte y que yo sepa no salí de allí hasta que me llevaron al hospital de San Francisco. Tenía cinco años y a partir de allí viví en hogares de acogida. No creo haber estado nunca aquí.

En Internet habían encontrado la página web de Plantación Dockstader, más de cuatrocientas hectáreas de magníficas palmeras datileras cerca de Palm Springs, en el valle de Coachella, un enclave dotado de restaurante, tienda de regalos, visitas guiadas y planta de embalaje con muestras gratuitas para todos los visitantes. La página web contenía una sección titulada «Acerca de nuestra familia». Erica había esperado hallar la historia de los Dockstader, pero no era más que una descripción de la familia corporativa, desde el vicepresidente hasta los recolectores de dátiles.

Erica llamó desde el archivo, pero le dijeron que la señora Dockstader no concertaba citas y no estaría disponible hasta que regresara de las vacaciones de seis meses que estaba a punto de iniciar. Contempló la posibilidad de revelar a la secretaria quién era, pues sin duda la señora Dockstader estaría disponible para ver a la nieta a la que nunca había visto, pero decidió que sería mejor presentarse en su casa. Las noticias de aquella índole no debían darse por teléfono y a través de una secretaria y el asunto no podía esperar, ya que la señora Dockstader se marchaba aquella misma noche.

Pasaron ante un rótulo que rezaba «Fundada en 1890» y el estacionamiento de visitantes, y recorrieron un camino asfaltado flanqueado por enormes encinas y sauces. Por fin llegaron a una señal que advertía que aquello era una residencia particular sin acceso al público, pero Jared siguió conduciendo. Erica cerró los ojos mientras el corazón le latía con fuerza. Sabía lo que encontrarían al final del camino: una enorme mansión victoriana construida a finales del siglo xix, atestada de antigüedades y recuerdos familiares, y en ella a Kathleen Dockstader, una bondadosa abuela viuda de setenta y dos años, cabello blanco y manos artríticas. Erica casi podía oler su perfume de lavanda y oír sus palabras emocionadas, «Si, soy tu abuela», seguidas de un cariñoso abrazo.

El camino desembocaba en un sendero de coches curvo, y los sauces y encinas dieron paso a un césped palaciego salpicado de elegantes fuentes, y en el centro una casa que parecía construida en el futuro. Era mitad estuco blanquísimo, mitad vidrio, una edificación de una sola planta, de líneas sobrias, frías, sin ornamento alguno, en parte estilo Santa Fe, en parte invernadero, se dijo Erica. Ante ella se veía un Rolls Royce, y un mayordomo cargaba un juego de maletas y una bolsa de palos de golf en el maletero. Jared aparcó y miró a Erica.

—¿Preparada?

—Estoy nerviosa —confesó Erica, asiéndole impulsivamente la mano—. Gracias por acompañarme.

—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró Jared al tiempo que le oprimía la mano—. Esta mujer lleva treinta y cinco años buscándote, incluso llegó a ofrecer una generosa recompensa para encontrarte —le recordó con una amplia sonrisa—. Espero que tenga sales a mano.

Erica escudriñó los ojos de Jared que ya no le parecían sombríos, sino de un gris expresivo que sugería franqueza, sinceridad.

—Durante toda mi vida me he preguntado si mi madre volvió alguna vez a la comuna para buscarme. A lo mejor no sabía nada del hombre que se nos llevó a mí y a la mujer que murió de una sobredosis a un hospital de San Francisco. ¿Y si me ha estado buscando durante todos estos años?

—Puede que volviera a casa; puede que esté aquí —aventuró Jared, volviéndose hacia la estructura de estuco y vidrio que se alzaba como una maqueta de arquitecto entre árboles y arbustos perfectos.

El mayordomo los detuvo delante de la puerta principal.

—Por favor, es muy urgente —instó Erica—. Dígale a la señora Dockstader que venimos por un asunto relacionado con su hija.

El mayordomo les franqueó el paso a un vestíbulo pintado en suaves colores desérticos, con un suelo de piedra caliza que relucía como el cristal y una claraboya que daba al inmaculado cielo. Los hicieron esperar durante casi media hora, mientras la luz del día moría y daba paso a discretas luces interiores.

La mujer que por fin hizo su aparición no tenía nada de abuela bondadosa.

—Soy Kathleen Dockstader —espetó con sequedad a Jared—. ¿Qué es eso de mi hija?

—Señora Dockstader, me llamo Erica Tyler —logró articular por fin— y tengo motivos para creer que soy su nieta.

La mujer miró a Erica por primera vez. Durante un instante pareció petrificada y por fin pestañeó varias veces.

—¿Por qué? —preguntó en tono gélido.

Deseando poder entrar y sentarse, y que le ofrecieran un poco de té frío para ayudar a sus labios y garganta a encontrar las palabras adecuadas, Erica contó a la señora Dockstader su historia, acabando por el informe de Personas Desaparecidas y el artículo periodístico que había leído.

—Señorita Tyler —resopló Kathleen, impaciente—. Estoy a punto de salir para una gira mundial de golf. Mi avión sale esta noche y no tengo tiempo para especulaciones, así que muéstreme pruebas.

Alargó la mano, que con su piel curtida y las venas prominentes era el único rasgo que delataba su edad.

—No tengo nada.

La mujer frunció los labios.

—Sólo una historia, y pretende que me la trague. —Se volvió para marcharse—. Me está haciendo perder el tiempo.

—Señora Dockstader —balbuceó Erica, desesperada—. Recuerdo que vivía en los bosques con mucha gente, creo que en una comuna hippie. Recuerdo ir en coche de los bosques a la ciudad, y al hombre que conducía, un hombre de pelo largo y barba, que nos llevó a mí y a una mujer al hospital. No se quedó mucho tiempo: dijo que no era el marido de la mujer ni mi padre, y que no sabía su verdadero nombre. Recuerdo vagamente a una señora muy amable, una trabajadora social que me preguntaba cosas como mi nombre, mi fecha de nacimiento y demás. Le dije que me llamaba Erica, pero que nunca había tenido apellido. Pero sabía cuántos años tenía y el día que había nacido, así que me hicieron una partida de nacimiento. Indagaron en la comuna y por casualidad oí a un hombre decir que mi madre, que se hacía llamar Rayo de Luna, se había ido con un motero, dejándome con los hippies. Y entonces me pusieron en manos del Estado. Eso es lo único que sé, lo único que puedo contarle.

Los labios de Kathleen se curvaron en una sonrisa sarcástica.

—¿Acaso cree que no sé qué busca? Conozco otras de su calaña que pretenden aprovecharse de las viudas viejas y ricas.

—Perdone, señora, pero en mi opinión no es usted vieja —terció Jared.

—No me venga con monsergas —espetó la mujer con una mirada fulminante—. Soy vieja, rica y no tengo herederos, lo que me convierte en blanco ideal de estafadores y cazafortunas. No es la primera que afirman ser mi nieta. Ni la mismísima Anastasia Romanova tenía tantos dobles. La desaparición de un hija en 1965 es del dominio público al igual que su embarazo. Puse anuncios en los periódicos de todo el país, incluso ofrecí una recompensa. Le sorprendería saber la cantidad de «nietas» que salieron de debajo de las piedras. Reconozco que la historia de haber crecido en una comuna hippie es novedosa, si acaso un poco melodramática. Ahora, si me disculpan…

—No quiero dinero. No he venido para reclamar nada. Lo único que quiero es saber de dónde vengo, quién es mi familia. Quién soy yo.

Other books

Stellarnet Rebel by J.L. Hilton
One Man Show by John J. Bonk
What Remains_Mutation by Kris Norris
Great Maria by Cecelia Holland
Devil's Mistress by Heather Graham
Tempted by Marion, Elise
The Fatal Fortune by Jayne Castle
Saints Among Us by Anne Marie Rodgers