Y ahí estaban, en su memoria, consolándola… y prestándole ayuda cuando más la necesitaba.
La abuela Angela sentada a la mesa de la cocina, a la que Angélique, de seis años, apenas llegaba, removiendo algo en una taza mientras explicaba con gran paciencia a la niña que la corteza bajaba la fiebre.
Sin pensárselo dos veces, Angélique salió corriendo de la cabaña, fue a la orilla del arroyo y siguió su curso hasta llegar junto a un sauce. Empezó a arañar la corteza hasta que la desprendió, volvió como una exhalación a la cabaña, hirvió la corteza en agua y dejó enfriar la infusión antes de intentársela hacer beber a Seth. El joven tosió y la escupió. Angélique volvió a acercarle la taza a los labios, pero Seth no podía beber, así que empapó un pañuelo en la infusión y se lo exprimió entre los labios, repitiendo la operación hasta que tras varias horas consiguió hacérsela ingerir entera.
Luego cogió el rosario, se arrodilló junto a la cama, apoyó la cabeza sobre el pecho de Seth y rezó con todas sus fuerzas. Se durmió en aquella postura y despertó al sentir la mano de Seth en su cabello.
La fiebre había bajado. Por fin, lo peor había pasado.
Aunque Seth seguía enfermo, Angélique podía dejarlo solo para ir a asistir a los demás. Ayudaba a dar de comer y bañar a los enfermos, cocinaba inmensas cantidades de fríjoles para los sanos, echaba una mano en los entierros, quemaba ropa y sábanas, y compartía con todos el secreto de la infusión de corteza de sauce. Por las noches se sentaba junto a la cama de Seth y le leía en voz alta pasajes de la Ganadería.
—Si desea criar gallinas ponedoras, la White Leghorn es la mejor —recitaba, lo que arrancaba débiles sonrisas al paciente durante los primeros días.
Más tarde, a medida que recobraba fuerzas, empezó a reírse a carcajadas al oírla leer en tono muy serio:
—La vaca Holstein produce más leche que la vaca lechera convencional…
Por fin la fiebre tifoidea desapareció de Devil's Bar. El último entierro había tenido lugar varios días antes, y los que quedaban empezaban a rehacer sus vidas, inspeccionar sus explotaciones auríferas y dejar atrás el horror. Seth, ya capaz de sentarse en una silla, miró a Angélique con ojos límpidos, sin rastro alguno de la enfermedad.
—Estoy muerto de hambre —declaró.
Angélique le preparó una comida sólida, y Seth quedó maravillado ante la perfección de los pasteles de patata, blandos por dentro, crujientes en los bordes y condimentados en la medida justa. Mientras comía, Seth preguntó por los demás.
—Ingvar Suenson ha perdido a su mujer y al bebé. La señora Ostler ha muerto.
Hablaba con dificultad; treinta y dos nuevas sepulturas poblaban la colina.
—¿Y Eliza? —inquirió Seth.
—La señorita Gibbons sigue muy enferma.
—Iré a visitarla en cuanto recobre las fuerzas. ¿Dije algo mientras deliraba?
Angélique sonrió.
—¿Debo disculparme?
—Una vez despertó, me miró y dijo que no sabía que había ángeles en el infierno. También habló de su madre… ¿Volverá a su casa?
—No puedo volver a casa —repuso Seth—. No quieren saber nada de mí.
—Comprendo lo de su padre. Está furioso, ¿verdad? Pero seguro que su madre quiere volver a verlo.
—El día que salí de la cárcel fui a casa. Mi madre me dijo que me marchara y no volviera jamás. Dijo que la había dejado con un inválido inútil, que debería haberlo matado o bien dejado en paz. Dijo que su vida había empeorado muchísimo por mi culpa.
—Cambiará de opinión; sigue siendo su madre.
—El año pasado le envié todo el dinero que encontré el primer mes, más de quinientos dólares en oro. Me escribió diciéndome que me quedara el dinero, que lo único que haría mi padre con él sería comprar bebida. —Meneó la cabeza—. No quieren saber nada de mí. Sé que estoy solo.
Angélique sintió una punzada de dolor en el corazón. Sintió deseos de estrecharlo entre sus brazos, llorar por él, decirle que no estaba solo, que alguien lo amaba, pero no se veía capaz de moverse ni pronunciar aquellas palabras.
—Descanse —ordenó en cambio—. Pronto estará lo bastante recuperado para ir al arroyo y trabajar.
—¿Por qué no enfermó usted?
—No comí ni un solo melocotón.
—No volveré a comer un melocotón mientras viva. ¿Cómo sabía que no debíamos comerlos?
—En México, las curanderas dicen que hay personas que llevan dentro el mal, pero no enferman. Si comes la comida que cocinan o el agua que te sirven, caerás enfermo. Tuve el presentimiento de que el viejo vendedor era uno de esos portadores.
Seth recorrió todo su cuerpo con la mirada.
—A excepción de las trenzas, parece un muchacho.
No me queda ningún vestido —señaló Angélique con una sonrisa.
Luego se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.
Una vez restablecido, Seth fue a visitar a Eliza Gibbons, ya repuesta, y a inspeccionar su parcela junto al río.
Al volver encontró a Angélique haciendo la maleta. Ya no necesitaba el baúl, pues todo cuanto poseía cabía en una funda de almohada.
—Cuando llegué a San Francisco tenía la esperanza de encontrar a alguien que cuidara de mí. El señor Boggs, mi padre… o alguien con quien poder casarme. En ningún momento pensé que podría arreglármelas sola. Pero ahora sé cocinar, lavar la ropa y llevar una casa. Incluso he aprendido a hablar como una estadounidense. Viajaré de campamento en campamento, de mina en mina, cocinando, lavando y cuidando de mí misma hasta que encuentre a mi padre.
—¡No puede marcharse!
—Nuestros caminos se separan aquí, señor Hopkins —musitó Angélique con la barbilla temblorosa y sin mirarlo a los ojos—. Usted volverá a buscar oro y se quedará con Eliza Gibbons, que está enamorada de usted y yo tengo que encontrar a mi padre.
Seth la sobresaltó al asirla por los hombros.
—Angélique, te necesito. Antes de que entraras en mi vida, vivía en un mundo sin color. Todo en él era marrón, gris y negro. Pero tú me trajiste el arco iris, puestas de sol y todas las flores que crecen en la buena tierra. Por el amor de Dios, ¿qué me pasaba? Te encerré en una cabaña oscura como yo estuve encerrado en una mina oscura y luego en una celda oscura. Tú naciste para vivir al sol, Angélique. Cada mañana iba al arroyo, donde hay rocas, árboles, pájaros y sol, y te dejaba atrás en la oscuridad. Debería haberte llevado a pasear al bosque. Ni siquiera te he enseñado mi pequeña mina junto al arroyo. Te encarcelé como a mí me encarcelaron.
Tomó su rostro entre las manos.
—Escúchame, Angélique —murmuró con pasión—. He terminado de buscar oro. En el arroyo aún queda, pero no soy codicioso, tengo cuanto necesito. Dejaré lo que queda para el siguiente hombre que venga. Además, ya soy un hombre rico. El banco de American Fork guarda mi fortuna, y quiero compartirla con la mujer de la que estoy enamorado y que necesito tener a mi lado el resto de mis días. Por favor, dime que serás mi esposa. Además, ¿cómo voy a llevar una granja sin tu ayuda, sin que escuches el viento y él te diga lo que hay que hacer?
¿Cómo iba a responderle si de repente la estaba besando con infinita urgencia?
—¿Hola? ¡Eh, hola!
Se volvieron hacia la puerta y allí vieron a un desconocido, un hombre blanco ataviado con pieles de macho cabrío y gorro de piel.
—Me dicen que buscan a un francés llamado D'Arcy. Puedo llevarlos con él si quieren.
Puesto que sería un largo viaje, compraron mulas de carga y pertrechos para el invierno. Emprendieron el camino por las montañas, haciendo un alto en American Fork para que los casara un juez de paz. Cuando llegaron junto a la tumba de D'Arcy, muy al norte, la nieve cubría la tierra.
Angélique se arrodilló, murmuró una oración y enrolló alrededor de la cruz de madera el rosario que su padre le había regalado con ocasión de su primera comunión.
—Allí, ésa es la india con la que vivía su padre —señaló el rastreador que los había llevado hasta el lugar.
Angélique se volvió hacia los árboles y divisó a una india envuelta en pieles y con el cabello gris peinado en dos trenzas.
—No estaban casados como Dios manda, pero Jack la quería mucho —el rastreador chasqueó la lengua y meneó la cabeza—. Esa la va a pasar mal sin un hombre que la proteja… Claro que no se puede hacer nada: ya no queda casi ninguno de los suyos —observó con un encogimiento de hombros.
La mujer de los bosques y la mujer de la ciudad, ambas con sus largas trenzas y sus ojos almendrados se miraron en el silencio del bosque. El instante irradió una breve magia mientras la quietud invernal las abrazaba a ambas. Y entonces, la india dio media vuelta y desapareció entre los árboles.
Angélique tomó la mano de Seth.
—Quiero volver a Los Ángeles y ver si la hacienda sigue ahí, si la abuela Angela aún vive.
—Iremos en seguida, amor mío. Allí crearemos nuestra granja, en una tierra de luz y sol y nunca más viviremos en la oscuridad.
Erica no podía dejar de pensar en el beso de Jared.
Había sido tan inesperado, tan electrizante que por un momento tuvo la sensación de que comenzaría a arder y explotaría. Precisamente entonces perdió el conocimiento, por falta de oxígeno, dictaminaron los enfermeros por permanecer tantas horas atrapada en la cueva.
Era el único pensamiento que ocupaba su mente pese al increíble hallazgo que había hecho esa mañana mientras despejaban los últimos escombros del derrumbamiento. Incluso después de abrir la misteriosa bolsa de hule y comprender lo que estaba viendo. Incluso después de llevarle el objeto a Jared y advertir su emoción, incluso después de asimilar la importancia del descubrimiento, lo único en que podía pensar era en el beso de Jared cuando la sacó de la cueva.
La policía había detenido a Charlie «Coyote» Braddock, quien confesó haber colocado explosivos en la entrada de la cueva para sabotear la excavación. Y puesto que el incidente había provocado un acalorado debate entre todas las partes interesadas, desde los que querían sellar la cueva hasta los que pretendían que se convirtiera en una atracción turística. Erica y Jared decidieron redoblar sus esfuerzos para localizar cuanto antes al propietario más probable del esqueleto. Por lo visto, la bolsa de hule que Erica había encontrado aquella mañana en el nivel tres estaba a punto de proporcionarles una pista inesperada.
La bolsa contenía un pergamino, mohoso pero aún legible, que resultó ser la escritura de cesión de una finca llamada Rancho Paloma a un tal Navarro. Los límites indicados en la escritura, la Ciénaga, la Brea y el Camino Viejo, hacían referencia a una inmejorable zona de Los Ángeles que estaba perfectamente definida aún en la actualidad. El Camino Viejo había cambiado varias veces de nombre pasando de Orange Street, Los Ángeles Avenue y Nevada Avenue hasta el presente, Wilshire Boulevard.
Erica y Jared estaban en las oficinas del archivo de la ciudad de Los Ángeles, donde habían pasado la mañana revisando documentos públicos que se remontaban hasta 1827. Estaban sentados frente a sendas mesas repletas de documentos, informes, libros, mapas, fotografías, disquetes y cintas de vídeo. Jared buscaba entre los títulos, escrituras y cesiones de propiedades mientras Erica se dedicaba a los nombres.
Al cabo de un rato se reclinó en la silla y se desperezó mientras observaba a Jared, absorto en los archivos. Había sido un beso apasionado y tierno y cuando Erica entreabrió los labios, la lengua de Jared rozó la suya. Fue un instante fugaz, pero más intenso que una vida entera de manos entrelazadas y miradas a hurtadillas. Jared había encendido en ella un fuego que seguía ardiendo, de modo que cuando él alargó la mano para coger la taza de café, a Erica se le antojó el gesto más sexy del mundo.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó.
Jared se masajeó la nuca y la miró. Erica habría jurado que en sus ojos brillaba un destello eléctrico. Aquellos ojos oscuros ardían, sin lugar a dudas.
—Por lo que he podido averiguar, Rancho Paloma fue dividido y vendido a unos estadounidenses recién llegados en 1866 —repuso en un tono que delataba su deseo de hablar de cosas mucho más íntimas que documentos históricos. O al menos eso imaginaba Erica. En realidad, no sabía qué pasaba por la cabeza de Jared. No había habido más besos desde aquel primero, tan impulsivo.
—Así pues, ¿entonces fue cuando enterraron la escritura en la cueva? —aventuró—. ¿En 1866?
A causa de la explosión, el derrumbamiento y la consiguiente retirada de escombros, resultaba imposible determinar con exactitud a qué nivel había estado enterrada la escritura.
—Es posible. Puede que alguien intentara impedir la venta y creyera que lo conseguiría enterrando la escritura.
—Pero ¿en nuestra cueva? ¿Por qué enterrar la escritura de la propiedad en la cueva de la Primera Madre?
Jared se frotó la mandíbula con aire ausente.
—Es como si al enterrar la escritura en la cueva, alguien devolviera simbólicamente la tierra a la Primera Madre —murmuró.
Sus miradas se encontraron, y a ambos se les ocurrió la misma idea en el mismo instante.
—En ese caso —exclamó Erica, emocionada—, si localizamos a los descendientes actuales de los primeros Navarro, tendremos muchas posibilidades de descubrir la identidad de nuestro esqueleto.
Jared retiró la silla de la mesa, se levantó y alzó los brazos sobre la cabeza mientras Erica se regalaba la vista con la tensión de sus músculos bajo la camisa.
—¿Qué has descubierto sobre los Navarro? —preguntó a Erica.
Le estaba costando concentrarse en la tarea que los había llevado allí, pues no cesaba de pensar en la increíble historia que Erica le había contado tras salir de la cueva derrumbada.
Jared se había sentado junto a ella mientras se calmaba, escuchando el relato de su vida. Erica fue abandonada a los cinco años y vivió en casas de acogida hasta que una abogada a la que no conocía de nada la rescató. Por eso luchaba tan encarnizadamente para salvar a la Mujer de Emerald Hills, le confesó, porque nadie más lo haría. Ahora comprendía sus motivos, Según el sistema legal, a los dieciséis años, Erica ya estaba a cargo del Estado, pero una grave malinterpretación de su caso estuvo a punto de arrojarla a las fauces de un sistema penal del que quizás nunca se habría recuperado. La abogada había apreciado los aspectos personales del caso: para ella, Erica no era sólo un número en la sala del tribunal, sino una persona con derechos. Igual que la Mujer de Emerald Hills, que supuestamente también estaba a cargo del Estado, pero a la que pretendían enterrar de nuevo y olvidar para siempre.