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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (10 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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En dos ocasiones pasaron barcos de guerra costeando, pero ninguno de los dos decidió desembarcar.

—Temen a los sakje —explicó Alejandro con satisfacción—. Recaudadores hijos de puta. Yo pago mi diezmo a Kairax, y vale hasta el último céntimo. No pago ni un óbolo a ese cabrón de Pantecapea. Aquí no cuenta su mandato, y esos marineros lo saben.

—Pero siguen buscándonos —dijo Sátiro.

Tres días después de la visita de Kairax, veinte hombres getones y dos mujeres llegaron con cuarenta mulas que tiraban de veinte robles. Sátiro pagó en oro, casi el último dinero en efectivo que le quedaba, y antes de que el sol cayera sus hombres ya estaban trabajando con las abundantes herramientas del granjero, cortando maderos para la proa.

—Tres días —dijo Sátiro a Diocles y Terón.

—¿Y vendrás con nosotros? —preguntó Terón. Su mirada se dirigió más allá de Sátiro, hacia una chica sakje, Lithra, que no se había apartado del lado de Sátiro durante dos días y sus correspondientes noches.

Sátiro sabía que le tomaban el pelo, pero se encogió de hombros.

—Necesitamos una flota, y aquí no la conseguiré.

—No estará nada contenta —dijo Diocles.

Sátiro se encogió de hombros otra vez.

—No es una muchacha griega que necesite que la despose. Es una doncella lancera de los Manos Crueles, y ya lo hemos hablado. Bien, caballeros, si habéis terminado de indagar en mi vida privada, construyamos este barco y marchémonos.

—Es igual que su padre —dijo Alejandro al silencio.

A pesar de la creciente irritación que le provocaban los mayores, Sátiro no halló motivo de enojo en «ser igual que su padre», de modo que les sonrió y se fue en busca de Lithra.

—Tú estás para marchar pronto —dijo Lithra. Estaban acurrucados en el heno, y algo extraño hacía que Sátiro tuviera ganas de rascarse pero la dignidad post-coital exigía que demostrara cierta indiferencia.

—Sí —contestó.

—Yo para aprender mejor griego —dijo ella—. ¿Y bien?

—Regresaré —dijo Sátiro, sonando lamentable, incluso para él.

—¡Lo sé! —respondió Lithra. Era una chica alta con los pechos pequeños y una cintura tan estrecha, los músculos del torso tan duros, que acariciarle el vientre le provocó una erección. Su cuerpo era maravilloso y, a pesar de la barrera parcial que suponía no acabar de compartir dos idiomas, Sátiro ya la conocía suficientemente bien como para estar prendado de algo más que de su cuerpo.

Lithra alargó el brazo y acarició con mano experta la base de su pene.

—¿Las chicas griegas hacen esto? —preguntó.

Sátiro pensó en Amastris. Había una mezcla culpabilidad y otra cosa, algo difícil de definir, en el pensar en Amastris con las manos de otra mujer en su
hoplon
.

—No —contestó Sátiro.

Lithra se inclinó encima de él.

—Para tú perder si no vuelves, Satrax. Lithra cabalga diez días y no se cansa, cinco flechas en el blanco antes de volverse, diez hombres muertos en los montes. —La luz del atardecer le bañó el rostro—. Regresa. Para mí gustas.

Sátiro se deleitaba cuando lo llamaba Satrax. Le cogió las manos, rodó para ponerse encima de ella y en su falsa pelea llenaron el aire de paja, levantando una nube de polvo entre toses y risas, a pesar del pus en la herida del brazo y del dolor incesante que sentía en el muslo.

—Regresaré —dijo Sátiro, preguntándose si mentía o decía la verdad.

Lithra sonrió y se quedó entre sus sábanas una noche más, pero por la mañana montó junto con sus guerreros y se marchó. Hizo adiós una vez con la mano y desapareció tras las primeras colinas, y Sátiro no supo cuál de sus actos merecía la mayor parte de la culpabilidad que sentía. Una íntima culpa y vergüenza por burlarse de sus mayores, hasta que los rehuyó poniéndose a trabajar en la proa, desbastando la madera con la azuela junto a los mejores marineros y los nietos del granjero, carpinteros más experimentados que cualquiera de los navegantes.

Trabajó hasta la hora de dormir y al levantarse volvió al trabajo, y el quinto día se fijaron las últimas tablas del machihembrado, largas piezas cuidadosamente ensambladas con láminas flexibles de álamo para mantenerlas juntas, y se remodeló la popa con baos de sólido roble. El palo mayor volvió a fijarse en la cubierta un poco más atrás, igual que el palo trinquete, de modo que el
Halcón
tenía cierto parecido con una triemioliai, y le añadieron una cubierta central más ancha, provista de una catafracta revestida de escamas de acero, que al añadir peso reduciría la escora cuando navegara a vela; o al menos eso esperaban. Y, en caso de combate, protegería a los remeros.

Terón se llevaba a todos los hombres que no trabajaban en el barco al campo, donde cazaban y practicaban con sus armas, de tal suerte que cuando la proa estuvo lista para navegar, eran, en palabras de Terón, la tripulación de remeros mas peligrosa del Euxino.

—Los hay que incluso saben lanzar la jabalina —dijo, sonriente.

—Tienes mejor aspecto, maestro —observó Sátiro—. Quizá podríamos hacer un par de asaltos.

Terón negó con la cabeza.

—Todavía tienes mal la cadera, y puedo oler ese brazo desde aquí. Tienes que hacer que te lo miren. Aún te sale pus. Y no estoy dispuesto a ser el blanco de tu enojo —dijo.

—No estoy enojado —respondió Sátiro, pero en cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que sí lo estaba.

Diocles vino con un par de lanzas al hombro.

—Bueno, llegado el caso, podremos abordarlos —dijo—. Nadie cuenta con que las bancadas se vacíen en los primeros momentos de un combate.

Seguramente bromeaba, pero Sátiro asintió.

—Deberíamos practicar —dijo—. Mañana, mientras lo sacamos a la bahía con la tripulación de cubierta, podrías comprobar cuánto tardan en abandonar las bancadas.

—Por Ares, lo dice en serio —dijo Terón.

—Es un hombre serio —repuso Diocles—, cuando tiene la verga seca.

Sátiro decidió que sería malo para la disciplina decir lo que tenía en mente, de modo que se obligó a sonreír y se marchó a supervisar el ajuste final de las tablas de la proa y las bordas nuevas. Su cabeza entendía que había obrado mal al tomar una amante, al permitirse algo que los demás hombres no, cosa que lo convertía en el objeto de un sinfín de chanzas. Su cabeza lo sabía, pero en su fuero interno estaba enojado con ellos por ser tan mezquinos.

Cuando despuntó el sol ya estaban a flote fuera del río, con la bodega llena de piedras de la playa para estabilizarlo. No era el
Halcón
; o mejor dicho, era el
Halcón
en algunos momentos hasta que, de repente, se convertía en un barco completamente distinto: más estable, mejor a vela, más difícil de impulsar a remo y con la popa hundida, torpe en las viradas. La proa hacía agua. Sátiro pasó buena parte del día agachado junto a las tablas nuevas, preocupado por las filtraciones de agua.

—Tendrías que relajarte —dijo Diocles—. Se hincharán.

—Y tú tendrías que callarte y hacer tu trabajo —le espetó Sátiro—. Eres un buen timonel, pero puedo reemplazarte. Te ascendí cuando eras un simple remero. Mi vida privada no es de tu incumbencia, y lo que yo piense, tampoco. Largo.

Diocles dio media vuelta y se dirigió a la popa.

Sátiro maldijo su mal genio y su estúpida reacción, pero no se retractó.

No se dirigieron la palabra mientras lastraban el barco a fin de hundir la proa en el agua. Se mantuvieron bien alejados mientras Sátiro abrazaba a Alejandro y a todos sus hijos en la playa.

—El amigo de tu padre, el héroe, solo me ha traído buena suerte. Me alegra haber podido ayudarte.

Alejandro les había ofrecido una cena de despedida, un pescado enorme de la bahía y buen vino para todos los tripulantes, que sin duda le costó una pequeña fortuna.

—Cuando sea rey, nunca pagarás impuestos —prometió Sátiro.

—¡Desde luego que no! —respondió el granjero—. En fin, ya se verá. Buena suerte, muchacho. Ve y pasa por el bronce a ese cabrón de Pantecapea en nombre de todos los granjeros.

El anciano abrazó a Terón, que había pasado largos ratos con sus nietos, y a Diocles, que lo soportó muy envarado, y al cabo ya surcaban la bahía empujados por una brisa fresca.

—Si el viento sigue soplando, no habrá ni un crucero en todo el Euxino capaz de darnos alcance —dijo Diocles, a nadie en concreto. Asintió mirando a Terón—. Deberías dejar la palestra y convertirte en carpintero de ribera.

Terón esbozó una sonrisa.

—Supongo que se me pegó algo de mi padre —dijo, observando a Sátiro.

Sátiro se dio cuenta de que Diocles quería hacer las paces, pero fue incapaz de contestar o disculparse, y eso le hizo sentirse como un idiota. El brazo no paraba de hinchársele, y estaba aturdido.

Si había un barco enemigo cerca de la bahía, no lo vieron, y cabalgaron las olas con el viento de popa en cuanto viraron al sur, de modo que la estancia en la granja parecía un sueño. Sátiro pasó la mañana vigilando su preciada proa como lo haría una gata con sus primeros cachorros, pero la filtración no era peor que la que cualquier barco seco presentaba durante sus primeras horas en el mar, y a mediodía dejó de entrar agua ya que las tablas se hincharon, cerrando las fisuras de la nueva construcción. Sátiro acarició las tablas recién cortadas, sonrió satisfecho y subió a la nueva catafracta para dirigirse a popa.

—¿Derechos hacia el Gran Bósforo? —preguntó Diocles. Fue lo más cercano a una comunicación directa que habían intentado establecer en dos días—. Tal vez lo logremos si vamos por alta mar. Lo avistaríamos mañana por la noche, con ayuda de los dioses.

—A Tomis —contestó Sátiro, y lamentó su seca respuesta de inmediato. Diocles estaba intentando disculparse. Sátiro era lo bastante listo para saber que aquella conversación no era en torno al rumbo. Lo era y no lo era. Trató de corresponderle de la misma manera—. Tomis está en la satrapía de Lisímaco. Deberíamos ser bien recibidos. Además, tengo amigos allí; algunos íntimos de mi padre, y otros. A este ritmo, llegaremos antes del ocaso. Capearemos el estrecho de día, pasado mañana.

—¿Tomis? —preguntó Diocles—. Allí podría encontrar otro barco.

—¡No seas zopenco, carajo! —replicó Sátiro. Se abrazó a sí mismo—. Te necesito —agregó, con el mismo esfuerzo que habría empleado en un combate.

—¡Ja! —dijo Diocles, con el aire de quien tiene mucho más que decir.

Costearon todo el día sin perder de vista en ningún momento el delta del Ister con sus miles de islas y su amplio abanico de cieno, y luego siguieron la curva de la orilla hacia el sur, ante tierras a todas luces civilizadas, con granjas griegas hasta donde alcanzaba la vista y los imponentes Montes Coilaletos en poniente.

—¡El rompeolas de Tomis! —anunció el vigía.

—Ya era hora —dijo Neiron. Había tenido un día muy tranquilo, con el viento adecuado para navegar.

—Barcos en la playa —avisó el vigía.

Sátiro asintió a sus oficiales.

—Voy yo.

Ninguno parecía inclinado a discutir. Se quitó el quitón por la cabeza, lo dejó caer al suelo y corrió a encaramarse al palo trinquete. El vigía era Thron, el grumete más joven y ágil del barco.

—¡Mira eso, señor! —dijo, señalando la playa que se extendía detrás del rompeolas. Tomis presumía de tener dos playas para galeras, una a cada lado de un cabo rocoso. Ellos solo veían la rada norte.

Había tres trirremes varados en la playa y un cuarto barco de guerra anclado en la amplia curva de la bahía. Era el
Loto Dorado
.

—¡Kalos! ¡Arriad las velas ahora mismo! —gritó Sátiro desde la cofa.

—¡Sí, señor! —contestó Kalos, y los marineros corrieron a sus puestos, y se oyó el palmoteo de sus pies descalzos en las cubiertas.

—Buen ojo, chico —dijo Sátiro. Señaló la cubierta—. Una lechuza de plata para ti cuando termines tu turno de guardia.

—¿Para mí? —respondió Thron, sonriendo de oreja a oreja.

Sátiro pasó por alto su admiración y bajó a la cubierta.

Diocles ya estaba virando hacia el mar.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—El
Loto Dorado
está en la rada —contestó Sátiro. Miró en derredor—. ¡Todos los oficiales! —llamó.

Neiron estaba sentando a los remeros en las bancadas. Hizo una seña.

Kalos ya había arriado las reveladoras velas. Alguien que observara desde la playa solo podría alcanzar a ver dos palos desnudos a contraluz del ocaso. Se dirigió a popa, deteniéndose para maldecir a un marinero que mostraba torpeza plegando la preciada vela.

Apolodoro, otro superviviente de Gaza, vino desde la proa. Sin armadura, y pese a su corta estatura, exhibía su formidable musculatura. Un hombre muy duro, sin duda. A falta de Abraham, era el filarco de sus infantes.

Sátiro señaló hacia el puerto.

—Es posible que León haya venido aquí —anunció.

—No puede ser León —dijo Terón—. Lo rodeaban diez barcos cuando escapamos. Lo apresaron.

—Nosotros escapamos —repuso Sátiro.

—Él no —insistió Terón.

—¿Ninguna posibilidad? —preguntó Sátiro, acallándolos—. Tomis es un puerto amigo. Si esos barcos son los de Eumeles, él y su navarco son idiotas. Y tenemos un casco lleno de remeros entrenados para luchar. Ahora bien, si es León, quedaremos como unos estúpidos y quizá matemos a algún amigo nuestro. Tenemos que saber a qué atenernos.

Kalos se encogió de hombros.

—Entramos, nos abarloamos y les ponemos un cuchillo en el cuello. Si son amigos, pedimos perdón y dejamos que nos inviten a vino.

—Hete aquí por qué no eres navarco —dijo Neiron, rascándose el cogote—. Estoy de acuerdo con el capitán. Tenemos que saber.

Terón asintió lentamente.

—Yo también estoy de acuerdo.

Sátiro asintió.

—Bien. Voy yo.

Terón negó con la cabeza.

—No seas tonto, chaval.

Sátiro se volvió y miró fríamente a su antiguo entrenador.

—No soy un chaval, y tampoco soy tonto, Terón. Ya hablaremos de esto en otro momento —dijo con cuidado, procurando traslucir la menor ira posible. Había llegado la hora de marcar las distancias con todos ellos, decidió—. Aquí tengo amigos de familia. Soy joven, sé nadar y estoy prácticamente ileso.

—Deja que vaya Diocles o uno de los chicos —dijo Terón. Era evidente que le había dolido la reprimenda de su antiguo alumno—. Tienes el brazo mal.

—He tenido heridas peores —repuso Sátiro.

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