Idomeneo asintió.
—Está muy bien pensado. —Asintió de nuevo—. Reconozco tu amplitud de miras, señor.
Nicéforo esbozó una sonrisa.
—Debo admitir que a los muchachos les gustará el plan. ¿Caballeros granjeros? ¿Qué joven macedonio no aspira a eso? Pero hay dos cuestiones, señor. En primer lugar, el tipo de campaña que concibes contra los georgoi supone el final de la disciplina. Y eso es malo. En segundo lugar, no se trata de ilotas espartanos. Tienen armas; arcos, corazas, grandes hachas.
Eumeles asintió.
—¿Me estás hablando de problemas militares? —preguntó Eumeles.
Nicéforo asintió.
—Supongo que cabe decir que sí —contestó.
Eumeles volvió a sentarse y bebió un poco de vino.
—Pues entonces dame una solución militar. Y sin excusas.
—¿Qué se sabe del hermano? —preguntó Nicéforo—. ¿De Sátiro?
Eumeles miró a Idomeneo enarcando una ceja. El mayordomo consultó sus tablillas.
—Hace cinco semanas estaba en Alejandría. —Idomeneo no pudo evitar una sonrisa—. En tratamiento por adicción a la amapola. —Cerró las tablillas de golpe—. No hay más informes.
—Es invierno —dijo Eumeles—. Quizá tenga los huevos de intentarlo otra vez en primavera. Tal vez se convierta en un lotófago. En cualquier caso, habré aplastado a la chica dentro de seis semanas, y él nada puede hacer para detenerme. —Eumeles alzó su copa—. Por el fin de esta mierda. Por el reino del Bósforo.
Idomeneo sirvió vino para él y para Nicéforo. Todos bebieron, y solo a Nicéforo pareció preocuparle que no se ofreciera una libación.
—Nos ha avistado —dijo Neiron. Escrutaba las aguas bajo el sol de finales de invierno, y los destellos de las crestas de las olas bastaban para engañar a casi todo el mundo—. Cambia de rumbo.
Sátiro se agarró a un obenque y se encaramó a la borda. La velocidad de su travesía, con un viento fresco que los hacía escorar, le sacudía el quitón.
A lo lejos, casi en el horizonte, los mástiles del otro barco acotaban distancias entre sí, alineándose.
—Sí —dijo Sátiro.
Una semana en Rodas y diez días en Bizancio; una comida, un abrazo de Abraham y de Terón, un intercambio de órdenes y zarpar de nuevo, dejando a Sandokes y a Pantero de Rodas en puerto para que llevaran la flota tras el intervalo convenido. Había esperado pasar desapercibido al piquete del Bósforo; en realidad, había contado con ello.
Abraham y Terón habían tenido éxito en sus gestiones y eso significaba que necesitaba un fondeadero en el Euxino, un fondeadero a barlovento de Pantecapea. Lisímaco había contribuido con solo tres trirremes y un centenar de infantes, pero su alianza suponía mucho más que eso. Terón había hecho un buen trabajo.
Y Demóstrate, el rey pirata, seguía estando bien dispuesto; gracias a Abraham, el anciano estrechó la mano de un precavido Pantero como si fuese un viejo amigo de Rodas. Sátiro los había dejado observándose con recelo.
Manes había fruncido el ceño, con los ojos enrojecidos, pero sus barcos también habían acudido.
Sátiro había cruzado el Bósforo tan deprisa como pudieron sus remeros y los dioses lo favorecieron con un viento perfecto, de modo que en cuanto la proa del
Loto
dejó atrás las rocas de la salida del canal, izaron ambas velas y viraron hacia el este, navegando de empopada. Todo había salido redondo para efectuar una rápida travesía… excepto el barco avistado a barlovento.
—No nos dará alcance —dijo Neiron tras dar la vuelta al reloj de arena.
Sátiro meneó la cabeza.
—No tiene por qué capturarnos. —Dio una patada en el suelo de pura irritación—. Nunca subestimes a tu adversario. No pensaba que Eumeles tuviera suficientes capitanes para vigilar el mar todo el invierno. Escucha, Neiron, estamos a bordo del
Loto Dorado
. Todos los marinos del Euxino conocen este barco.
Neiron asintió.
—Y eso significa… —dijo Neiron levantando la vista hacia el cielo para comprobar el estado del tiempo.
—Eso significa que debemos capturarlo —concluyó Sátiro.
Una hora después, tenían al perseguidor justo en popa, un pesado trirreme o quizás un penteres con una cubierta de remo añadida; costaba discernirlo. Fuera el tipo de barco de guerra que fuese, tenía una tripulación numerosa y bastante calado para ser un galeón, y aguantaba bien el trapo.
El
Loto Dorado
no habría tenido problemas para dejar atrás al barco más pesado, si ese hubiese sido su propósito. En cambio, Neiron llevaba la vela mayor mal orientada y la de trinquete casi como si navegaran al través, cogiendo tan poco viento como podía sin llamar la atención. Además arrastraban en su estela la gran ancla de capa de cuero, cosa que dificultaba aún más la tarea de Sátiro al timón. El
Loto
avanzaba bamboleándose como un percherón, y los brazos de Sátiro soportaban todo el peso de la nave. Estaba en baja forma, notaba los efectos de las semanas que había pasado en cama. Los combates de pancracio con los marineros y comer como un lobo ayudaban, pero había perdido músculo y lo sabía.
En popa, su perseguidor tenía remeros en la cubierta inferior, y estos se esforzaban como héroes regateando por un premio; cosa que, de hecho, hacían. La cubierta inferior daba un impulso adicional al barco, que así navegaba un poco más deprisa, manteniendo el rumbo y sin apenas escorar.
—Es un buen marino —dijo Neiron con aprobación—. Conoce el oficio.
—Demasiado bien —respondió Sátiro. Señaló hacia la proa del barco enemigo, donde alcanzaba a verse un quitón escarlata—. Está pendiente de nuestra estela. ¡Stesagoras! —llamó Sátiro a su nuevo oficial de cubierta—. ¡Espabila, Stesagoras! Prepárate para cortar la soga del ancla de capa. ¡A mi orden, Fileo! Todos a punto para sacar los remos.
Fileo era su nuevo maestro remero, un profesional de la flota de León. Se le oyó transmitiendo las órdenes y añadiendo las suyas, cambiando las bancadas de la banda de babor.
El Loto llevaba todas las bancadas tripuladas aunque, de momento, los costados estuvieran cerrados.
El perseguidor estaba situando remeros en las bancadas superiores.
—Quiere virar pillándonos por sorpresa —dijo Sátiro.
—Conoce el oficio —repitió Neiron.
—Mostradle nuestros remos —gritó Sátiro.
Fileo tenía una voz hermosa; grave y melodiosa como la de un sacerdote.
—¡Abrid los portillos! ¡Preparados, listos, y remos!
Todos juntos, como la cola de un pavo, el
Loto Dorado
mostró sus remos; las tres cubiertas a la vez.
—¡Virada a babor! —ordenó Sátiro.
Los remos de babor de las tres bancadas ya estaban invertidos. Cuando dieron la primera estrepada, Sátiro se apoyó contra los timones de espadilla.
El propio Stesagoras cortó la soga del ancla de capa con un hábil golpe de su hacha de guerra. El casco entero vibró y el
Loto
se transformó de percherón en purasangre de un brinco. Acto seguido el oficial corrió hacia la cubierta de combate del centro del barco.
—¡Velas! —gritó—. ¡Arriad las vergas y plegad el trapo! ¡Más viveza, muchachos!
El viento en las velas empujó contra los remeros durante unos segundos, pero las vergas bajaron enseguida. La ventaja de un triemioliai era que sus mástiles podían permanecer en pie durante un combate, permitiéndole llevar las velas izadas más tiempo y arriarlas más deprisa. Las vergas arriadas cayeron en la cubierta central, no sobre los remeros, que siguieron remando.
Los marineros se apresuraron en dominar la agitada masa de lona, pero el espolón ya había dado media vuelta.
—¡Poseidón! —gritó Neiron.
—Heracles —dijo Sátiro. Sacó un odre de vino que el timonel guardaba debajo de su banco y lo arrojó lleno por la borda, sin molestarse en quitarle el tapón—. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir —agregó, pero rio sintiéndose poderoso.
Stesagoras pisoteaba la vela mayor, recogiendo trapo con sus largos brazos al avanzar, y de pronto se pudo ver a diez hombres encima de la lona y, acto seguido, como si tal cosa, la vela vio reducido su tamaño a la mitad, a un cuarto, y el pesado fardo fue amarrado al mástil. De la vela de trinquete ya no había ni rastro.
El perseguidor estaba comenzando a virar, sus remos batían el agua con brío, y ya había invertido las bancadas de la banda de babor, pero la distancia era escasa y el barco mayor tenía sus problemas.
Los arqueros de Sátiro tiraron una descarga cerrada de flechas que fue respondida de inmediato. Se oyeron gritos en proa.
—Avante y al abordaje —gritó Sátiro—. Neiron, toma el timón.
Las manos de Neiron agarraron los remos de espadilla de inmediato.
—Tengo el timón —dijo, por encima de los gritos provenientes de proa.
—Tienes el timón —dijo Sátiro, y le cedió el gobierno de la nave. Helios había sacado su peto de la bolsa que guardaba debajo del banco y se lo puso, un tanto sorprendido al constatar que, a pesar del tiempo, la coraza resplandecía como el oro y el yelmo era tan plateado como la luna. El casquete estaba húmedo y frío, pero el peto aún más.
Una flecha rebotó contra su espaldar y arañó el muslo de Helios antes de caer por la borda. Levantó la vista de las hebillas para ver el combate.
—Tiran con el viento a favor —dijo Neiron. Otra flecha pasó tan cerca que Helios se agachó.
—¡Han abatido al capitán de los arqueros! —informó Stesagoras desde la mitad del barco.
—¡Cuando quieras, navarco! —dijo Neiron.
—A por él —dijo Sátiro—. Me voy. —Se volvió hacia Helios, que iba completamente armado—. Conmigo, chaval —le dijo—. Mientras corría hacia proa oyó a Fileo ordenar velocidad de embestida. El galeón enemigo, que había pasado de cazador a presa, estaba virando hacia la costa sur del Euxino, obviamente con intención de salvarse varando en una playa.
Una flecha pasó tan cerca del yelmo de Sátiro que su vuelo sonó como un trozo de lino al desgarrarse. El barco aceleró bajo sus pies, notó el aumento de velocidad, pero el barco enemigo viraba cada vez más deprisa. Sátiro siguió corriendo hacia proa mientras Fileo bramaba a los remeros de la banda de estribor que ciaran; una maniobra arriesgada pero más rápida que cambiar las bancadas.
Sátiro llegó a proa y encontró a su capitán de arqueros muerto, con una saeta sakje clavada encima de la nariz y otra en la axila. Los arqueros se habían agachado, buscando el resguardo de los mamparos.
—¡Nos han asesinado! —gritó uno.
Sátiro contó tres muertos entre los ocho arqueros. Mientras contaba, un golpe le sacudió la cabeza y lo tiró a la cubierta, viendo estrellas, pero el yelmo había desviado la flecha. Helios le dio la mano y se puso de pie. Entonces una flecha alcanzó al chico y se clavó en su coselete acolchado. Helios gimió, la agarró y se acurrucó detrás del mamparo, tratando de arrancarse la flecha del costado.
—¡Hijo de puta! —dijo Sátiro. Recogió un arco, levantó la cabeza y tiró. No vio dónde había ido a parar su flecha pero acto seguido alcanzó otra.
Miró, disparó, esta vez apuntando a un guerrero sakje que estaba solo a dos largos de caballo, pero su peto rechazó otra flecha y se sentó.
—¡Son condenadamente buenos! —dijo a Apolodoro, bromeando.
El capitán de infantes no contestó. Estaba sentado contra el mamparo, inclinado hacia delante, y Sátiro de repente se dio cuenta de que estaba inconsciente; o muerto.
—¡Infantes! —gritó, y de pronto el barco volvió a virar, y se vio arrojado al desagüe del borde de la cubierta. Se arañó el rostro con las escamas de la armadura de Apolodoro y fue a descansar al lado de Helios, cuyos ojos eran tan grandes como monedas de cobre. Fileo rugía a todos los remeros que ciaran y Sátiro se obligó a levantarse y miró hacia popa. Neiron se apoyaba con todas sus fuerzas contra los timones de espadilla, y la proa del gran penteres viraba delante de sus ojos, tan solo a una eslora de distancia y alejándose, y de súbito fue como si los dos mástiles del barco enemigo cayeran por la borda como si los hubiese mordido un monstruo marino.
—¿Qué significa eso, por el Hades? —Sátiro corrió a la plataforma de mando. Las flechas habían dejado de lloverles encima.
Stesagoras tenía una clavada en el bíceps.
—La clemencia de Poseidón, señor. Sin duda era un monstruo.
Uno de sus compañeros partió la flecha y el alejandrino se arrancó el astil de la herida de entrada y se desvaneció.
Sátiro miró por la borda y lo entendió. El barco enemigo se estaba rompiendo tras haber topado a toda marcha contra una roca en la bahía de aguas poco profundas que su capitán había tomado por una playa. Pero no había playa alguna, solo una hilera de olas y un acantilado que tenía una altura de diez hombres.
—Ahí lo tienes —dijo Neiron—. Poseidón y todas las ninfas del mar. —Hizo una seña—. Las rocas de Thinyas. Ha faltado poco para que yo mismo embarrancara.
Hizo el signo campesino para conjurar el mal fario.
Sátiro miró al cielo y luego hacia popa.
—¿Podemos salvar a los tripulantes? —preguntó.
Neiron sonrió.
—Así se habla. —Luego se puso serio—. Aunque iban a por todas.
Sátiro se encogió de hombros.
—Una vez mojado, un remero es un remero —dijo, citando un antiguo proverbio sobre la fraternidad en el mar. Había algunos hombres, fenicios en su mayor parte, que creían que dejar morir a los marineros que se estaban ahogando era propicio para el mar, pero los griegos solían rescatarlos cuando era posible hacerlo.
—¿Viro en redondo, entonces? —preguntó Neiron.
—¡Infantes! —gritó Sátiro. Asintió—. ¡Conmigo!
Rescataron a medio centenar de hombres. Helios, aparte de sus otros talentos, sabía nadar. Se zambulló sin miedo en el gélido mar y salvó a dos hombres; primero a un grumete y luego a un hombre menudo, enjuto y nervudo.
Después de que Sátiro le viera subir al segundo hombre por la borda, Neiron le llamó la atención y señaló hacia la costa. Sátiro vio que una veintena de hombres llegaba a la orilla y desaparecía tras el acantilado que se alzaba al borde del agua.
—¿Tenemos que darles caza? —preguntó un infante de marina.
Sátiro negó con la cabeza.
—Me pregunto cuánto tardarán en llegar a casa —caviló en voz alta.
Pasaron la noche en una playa abierta, cien estadios antes de Heraclea. La noche dio a Sátiro tiempo para fantasear sobre su amada, a quien no había visto casi en un año. Amastris de Heraclea era bella, además de ser inteligente, rica y la única sobrina del segundo hombre más rico del Euxino, Dionisio de Heraclea.