—¿A qué distancia estamos de Upazan? —preguntó Melita a Ataelo en cuanto este llegó.
Ataelo miró a Samahe, que se encogió de hombros.
—No hemos visto un solo jinete en las tierras altas —dijo Samahe.
Ataelo se encogió de hombros.
—Creo que fue un error atacar a sus jinetes a finales de invierno —reconoció—. Pero los tenía a tiro y los liquidé.
—De modo que Upazan se ha escabullido —dedujo Melita.
—Hacia el mar de hierba del norte del mar Hircano
[10]
—dijo Coeno—. Para formar su propio ejército, supongo.
Todos los jefes tribales asintieron.
—Y regresará cuando quiera y sepa que está preparado —terció Urvara—. Mientras tengamos que luchar para defender a los granjeros, estaremos a su merced.
—Y Eumeles puede jugar al mismo juego con sus barcos. Si corremos a cada ciudad que amenace, se largará por mar.
Coeno se dio un puñetazo en la palma de la mano.
Graethe se rascó el bigote.
—¿Qué hacemos, pues? Vosotros, los griegos, sois buenos en este tipo de guerra; muchos campos y muchos enemigos. A mí, lo que me gusta es montar y sentir al enemigo debajo de mi hierro.
Melita atizó el fuego con un palo y acto seguido adoptó de nuevo su pose de reina imperturbable.
—Tendremos que liberar el fuerte de Tanais —dijo—. ¿Cuántos soldados había? —preguntó al jinete sindi.
El muchacho negó con la cabeza.
—Muchos —dijo.
—¿Mil? —preguntó Coeno—. ¿Cuántos barcos?
—Muchos —repitió el muchacho—. Me enviaron a avisar a la reina; nadie me dijo que contara los barcos.
—Pongamos que haya enviado a la mitad de su flota; cuarenta barcos. Como mucho, un
taxeis
de piqueros, tal vez con los mejores remeros como peltastai. —Coeno escupió en la hierba—. Estoy harto de pasar frío todo el tiempo —dijo, como si eso guardara relación.
Parshtaevalt se rio.
—Los años no te han cambiado —comentó.
—¿Cómo es posible que Eumeles se nos haya echado encima tan pronto? —preguntó Urvara.
Melita meneó la cabeza.
—Se tarda demasiado en trasladar tropas… y barcos —dijo—. Esto es una estrategia planeada que hemos interrumpido.
—¿Y si el resto de su ejército viene detrás? —preguntó Graethe.
—Hay que liberar el fuerte —insistió Melita otra vez—. Si no logramos salvar a esos granjeros, los demás nunca volverán a confiar en nosotros.
Y así, sin más, su idea prevaleció. Los caudillos desaparecieron en la oscuridad para informar a sus guerreros de que a la mañana siguiente darían media vuelta.
—¿Por qué estás tan enojada? —preguntó Coeno—. Te obedecen; más de lo que obedecían a Satrax, según recuerdo.
—La vida no solo consiste en ser obedecida —contestó Melita.
Oyó reír a Scopasis, que nunca se alejaba de ella.
—La gente se ríe —dijo Melita—. Yo ya no me río casi nunca. Mi madre nunca se reía, y ahora entiendo por qué.
—Entonces tal vez comprendas por qué yo, un aristócrata, se niega a mandar —dijo Coeno.
—Te necesito —admitió Melita, levantando la vista hacia él.
—Veré qué puedo hacer con respecto a Nihmu —contestó Coeno.
A la mañana siguiente cabalgaron de regreso al sur, y el suelo que les había llevado siete días cubrir estaba más seco, el barro se había endurecido, y al atardecer del cuarto día su escolta ya inició escaramuzas con la avanzada del campamento enemigo. Los sakje fueron derechos contra ellos, matando mercenarios y empujando a los supervivientes de vuelta al campamento por el terreno húmedo.
Melita fue con Temerix pese al consejo en sentido contrario de sus caudillos. Coeno la obligó a llevarse a Scopasis como guardaespaldas, y juntos cabalgaron con los guerrilleros de Marthax en sus robustos ponis. Luego cogieron sus arcos, se pusieron las hachas en bandolera y prosiguieron a pie, permaneciendo en los bosques de los riscos. Abajo, en los campos y los prados, Melita vio el avance de los jinetes, que separaban grupos de soldados griegos y les tiraban lluvias de flechas. Había granjas en llamas por todo el valle del Tanais. El panorama le revolvió el estómago, como si su amado valle padeciera una enfermedad mortal y se la hubiese contagiado a su sangre.
Durante cuatro horas caminaron por los riscos, y no vieron más enemigos que los del valle, y Temerix gruñía cada vez que veía una granja devastada. Y aunque no vieron a un solo enemigo, los hombres de Temerix encontraron decenas de granjeros, sindi y meotes, resguardados en cuevas o en hoyos cavados en la tierra para escapar del expolio del enemigo.
Melita tenía ganas de llorar cada vez que veía a uno de esos grupos. No obstante, cada vez que se aproximaban a tocarla, les sonreía y les decía que todo iría bien.
Y prosiguieron el avance, cada vez más cerca del campamento enemigo. Por la tarde divisaron el campamento a pocos estadios de la ciudad de su madre en el promontorio. Habían acampado a los pies del kurgan de su padre, en un gran rectángulo cercado con estacas.
Melita se echó cuerpo a tierra con los sindi, y el suelo estaba tan mojado que le empampó la ropa a través de la coraza, y observó las puertas del campamento. Había dos, ambas bien custodiadas. Grupos de enemigos corrían por ambos caminos para entrar en el campamento lo antes posible.
Temerix asintió.
—Ahora a luchar —dijo.
A diferencia de los demás caudillos, no pidió permiso a Melita. Habló en sindi, y los hombres se aprestaron a obedecerlo. Se volvió hacia ella.
—Voy a matar griegos —dijo—. ¿Y tú?
Melita se puso de pie, asintió y se ajustó el
gorytos
y su
akinakes
.
—Yo también —contestó.
Temerix desvió los ojos un momento hacia Scopasis antes de seguir dirigiéndose a ella.
—Tiráis cinco flechas y huís —dijo—. ¿Entendido?
Scopasis asintió, y Melita también. No era su primera emboscada, pero era imposible que Temerix lo supiera.
—Yo tiro la primera flecha —dijo Temerix. Y acto seguido inició el descenso colina abajo.
Los sindi era rápidos en terreno escabroso, tan rápidos como jinetes o incluso más, al menos en trayectos cortos. Y su avance era espeluznante, casi inhumano, y Melita tuvo que estar bien atenta para no perderlos entre el matorral y el bosque de la ladera. Sus gastadas capas de colores parduzcos desaparecían entre el verde primaveral del valle.
Los soldados del camino estaban demasiado pendientes de los jinetes que los perseguían. Mantenían bien la formación, sin desperdigarse, pero no tenían cubiertos los flancos ni tampoco una avanzadilla, solo eran sesenta hombres a las órdenes de un oficial, que retrocedían trotando con otra veintena de hombres;
peltastai
, seguramente remeros de la flota, armados solo con jabalinas y puñales.
Temerix había decidido atacarlos en el mismo tramo de camino donde Melita había probado por primera vez el sabor del combate muchos años antes. Donde su hermano había salvado a Coeno. Donde Terón había demostrado ser un buen amigo. Resultaba extraño estar luchando en el mismo lugar otra vez, como si su vida diera vueltas en una especie de bucle.
Melita se escondió detrás de un roble tan grande que ella y Scopasis no habrían podido rodear el tronco con sus brazos. Desde allí oía a los griegos en el camino.
—Ayúdame a trepar —dijo en voz baja.
Scopasis frunció el ceño pero le hizo un estribo y Melita apoyó un pie en sus manos y luego otro en sus hombros para acabar encaramándose a la primera rama gruesa del árbol. Supuso que los griegos solo veían a los jinetes sakje que los perseguían.
Se instaló en la rama raspándose la rodilla y maldiciendo el peso de la armadura que le dificultaba todo movimiento y de nada servía en aquella guerra de guerrillas. Luego empuñó el arco, cogió una flecha y se concentró en los griegos que venían por el camino. Iban al trote, y su oficial lucía un gran penacho.
—Falta poco, muchachos —gritó el oficial en griego con acento macedonio—. Dos estadios. No os disperséis.
Cerca de Melita, los soldados que cerraban la formación eran hombres de mediana edad con rostros de facciones marcadas y barbas entrecanas, pero los soldados de las filas intermedias eran niños con yelmos que les quedaban grandes, forrados con piel de cordero que asomaba por los bordes. Por supuesto, tenían la misma edad que sus doncellas lanceras y sus hermanos.
«Ejércitos de niños matándose entre sí para que los adultos ostenten el poder», pensó.
La primera flecha de Temerix ululó al salir despedida y alcanzó al oficial en la parte alta del muslo, que llevaba desprotegida. Se desplomó con un estrépito de bronce. Antes de que sus hombres tuvieran ocasión de reaccionar, dos docenas de flechas salieron volando, zumbando como avispas que unos niños hubiesen molestado, y abatieron a varios hombres.
Melita tiró contra un soldado de la retaguardia, dándole en el cuello, y se sintió satisfecha por su buena puntería.
Otro oficial blandió la espada.
—¡A por ellos, muchachos! —gritó, y acto seguido murió víctima de varias flechas. Pero un tercer oficial los mantuvo en movimiento, corriendo por el camino hacia la emboscada. Ahora sus escudos estaban en la posición correcta y la siguiente carga cerrada de flechas de los emboscados apenas tuvo consecuencias.
Melita tiró dos veces sin fijarse en si sus flechas acertaban en el blanco. Tenía lista la tercera flecha, con el pulgar derecho pegado a la comisura de los labios tal como le había enseñado su madre, cuando se dio cuenta de que Scopasis estaba luchando hombre contra hombre a sus pies. Se inclinó y tiró al chico que llevaba coraza de cuero. Su saeta rebotó contra el yelmo tracio, se le clavó en un pie y dio un chillido.
Scopasis luchaba con un hacha de caballería de mango largo, la que los griegos llamaban
sagaris
, y en cuanto vio que el muchacho trastabillaba le arreó un mamporro que le hundió el yelmo.
Melita tiró de nuevo. Esta vez los griegos miraban hacia arriba y tenían los escudos a punto, pero no podían vigilarla a ella y a Scopasis al mismo tiempo. Eran tres, y el más corpulento empuñaba una espada larga.
—A la de tres, chicos —dijo—. Uno… ¡Arghh!
Se desplomó como si le hubiesen dado un hachazo, con una flecha en la espalda.
Los otros dos emprendieron la retirada. Melita tiró a uno de ellos, alcanzándole en la parte baja de la espalda, de modo que cayó al suelo, pataleó y chilló. El otro tropezó con una raíz y Scopasis lo mató mientras se encogía de miedo y suplicaba.
Melita recorrió el camino con la vista. Todavía había griegos vivos; corrían a toda mecha hacia su fuerte.
—Salta —dijo Scopasis—. Te agarraré.
Melita metió el arco en su funda y saltó.
Scopasis la agarró soltando un gruñido, y el esfuerzo le hizo doblar una rodilla, pero en efecto la agarró. Las escamas del
thorax
de Melita se engancharon con las de él un momento, y sus rostros quedaron muy cerca.
—Gracias —dijo Melita con más frialdad de la que hubiese preferido. Scopasis tenía los ojos verde claro, como el vidrio que fabricaban los egipcios. Melita no se había percatado hasta entonces. Se zafó de sus brazos y siguió avanzando.
Instantes después, el cuerno de Temerix sonaba en lo alto del risco. Melita y Scopasis fueron los últimos emboscados en reunirse con el herrero, que estaba sentado en un tocón, afilando su hacha.
—¿Por qué huimos cuando hemos vencido al enemigo? —preguntó Melita.
Temerix se encogió de hombros.
—Porque yo lo digo —contestó con una sonrisa socarrona. Luego meneó la cabeza—. Matar y huir. Siempre. A veces el enemigo también huye. Pero a veces, el día menos pensado, el enemigo tiende su propia emboscada, ¿sí? —Miró en derredor y habló en sindi, y los hombres asintieron y rieron—. Luchas bien, y además obedeces —dijo Temerix—. La reina de los asagatje obedece a un sindi. —Asintió—. Eso está bien.
Habló de nuevo a sus hombres, que volvieron a reír, y el que tenía más cerca, un hombre menudo con tatuajes en torno a los ojos, le dio una palmada en la espalda.
Durante el camino de vuelta recogieron a los refugiados y los enviaron a despojar a los muertos del valle. En el campamento, Urvara estaba fuera de sí, preocupada por Melita, y saltaba a la vista que estaba refrenando su genio.
—Tenía que hacerlo —le dijo Melita.
Temerix le dio una palmada en la espalda y se marchó con los suyos. Urvara lo observó alejarse y luego dio un beso en la frente a Melita.
—Supongo que sí —dijo en sakje—. Sabes que si mueres, esto se ha acabado.
—No —contestó Melita—. No, tía. Tengo un hermano y un hijo. Y si muero, ellos montarán este caballo.
La mañana siguiente llovió; una lluvia fría que parecía anunciar las últimas caricias de los gélidos dedos del invierno. Melita estaba junto a Coeno en la misma colina donde Temerix los había reunido el día anterior, frente al campamento enemigo. Los barcos enemigos estaban varados en la playa fangosa; veinte trirremes y otros cuarenta mercantes más pequeños y barcas grandes de pesca, todos ellos capaces de transportar a cuarenta o cincuenta hombres.
Coeno los observaba protegiéndose los ojos del sol naciente, haciendo visera con la mano.
—Nicéforo —dijo—. Un buen oficial. Mira el campamento y los centinelas.
—¿Lo conoces? —preguntó Melita.
—Uno no se pasa la vida en el escenario sin llegar a conocer al coro —contestó Coeno—. ¡Ahí está!
Señaló hacia la hilera de barcos.
Melita no tenía ni idea de qué estaba señalando su capitán. Coeno siempre había tenido una vista privilegiada.
—¿Luchará? —preguntó.
Coeno reparó en su desconcierto.
—No —dijo—. Viniera a lo que viniese, es demasiado listo para combatir. Ha hecho una incursión en el fuerte, destruido algunas granjas, se ha quemado los dedos y ahora está volviendo a embarcar.
—¿Construyó ese campamento fortificado y ahora lo abandona sin más? —preguntó Melita.
—Exactamente, dulzura —dijo Coeno. Se mesó la barba y se sorbió la nariz. Estaba resfriado. Casi todos lo estaban. La primavera había llegado y el suelo se estaba secando, pero las noches seguían siendo frías y húmedas—. Yo lo haría. Construir campamentos es fácil. No puede permitirse sufrir bajas. Y si perdiera una batalla aquí, mataríamos a todos sus hombres y quemaríamos sus naves.