Sátiro se encogió de hombros, como si la masacre de los prisioneros no fuese digna de comentarse.
—Si no me concedes su mano en matrimonio —dijo Sátiro—, tal vez quieras considerar un tratado de alianza, ofensiva y defensiva.
—¿En serio? —respondió Dionisio—. Por los dioses, muchacho; no te faltan agallas. Pero… no. Eumeles no es amigo mío, pero tu próxima expedición fallida no partirá desde aquí.
—Te pido que lo reconsideres —dijo Sátiro—. Porque si no lo haces. Las consecuencias serán… graves.
Dionisio se incorporó.
—¿Me estás amenazando, muchacho? —preguntó.
—Sí —contestó Sátiro—. En efecto —agregó, sin dejar de sonreír.
Detrás de él, Amastris reprimió un sollozo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Mi tío Diodoro está a veinte días de marcha de aquí. Vendrá desde las montañas de Frigia. Justo en dirección contraria a la de mi huida de hace cinco años. —Sátiro se esforzó por seguir sonriendo—. Tiene mil caballos y cuatro mil infantes: más que suficiente para sitiar esta ciudad.
Néstor levantó el brazo pero Sátiro prosiguió.
—Dentro de cinco días toda la flota de Demóstrate subirá por la costa desde Bizancio —añadió, mientras Néstor se ponía de pie—. Puedes firmar la alianza conmigo y permitirme usar tu puerto, o atenerte a las consecuencias.
—¡Podría hacerte matar ahora mismo! —rugió Dionisio.
—Y asumir las consecuencias —repitió Sátiro. La mano de Néstor agarraba el cuello de su capa al tiempo que le inmovilizaba el costado diestramente con la espada, pero Sátiro no se amedrentó. No tenía sentido hacerlo. El dado rodaba y saltaba, a punto de detenerse. ¿Saldría un seis? ¿Saldría un uno?
—Esta ciudad nunca ha sucumbido a un asalto —dijo Dionisio, aunque ahora con voz vacilante.
Sátiro no apartó los ojos del tirano.
—Y no tiene por qué hacerlo. Si ahora me apoyas, solo con tu puerto, y puedes fingir que te he obligado a hacerlo, seré tu leal aliado para siempre. Recházame y, si es tu deseo, mátame.
—Tu osada amenaza es un arma muy fea —respondió Dionisio.
A veces lo feo es hermoso —repuso Sátiro.
Dionisio se rio, y lo hizo con tantas ganas que el armazón de la cama se sacudió.
Néstor soltó la capa de Sátiro y se retiró.
El obeso tirano siguió riendo un rato y luego bebió un poco de vino.
—Heme aquí postrado en esta cama y te oigo decir que vas a ser rey —dijo—. Y Eumeles es una amenaza para mí y para las demás ciudades de la costa sur. ¿Realmente cuentas con Demóstrate?
—En efecto, mi señor —contestó Sátiro, asintiendo.
Dionisio asintió a su vez.
—Eres inteligente, muchacho, pero me cuesta creer que dispongas de un ejército.
Sátiro no tenía nada que perder.
—¿Amastris? Has dicho que tenías una carta para mí.
Amastris pasó delante de Néstor.
—¿Lo ayudarás? Preguntó a su tío. Se sentó en la cama y le revolvió el pelo, un gesto que estaba completamente fuera de lugar. Luego mandó a un esclavo en busca de la carta.
El tiempo transcurrió lentamente. Sátiro tuvo ocasión de repasar las demás opciones que había tenido. Y entonces el ilota regresó corriendo por el pasillo, sin que apenas se oyeran sus pies descalzos sobre las losas del suelo. Hizo una reverencia al tirano, que alargó el brazo. Y el esclavo le entregó las tablillas.
El tirano las abrió. Era una tablilla doblada en dos, encerada por todos los lados: cuatro páginas en total. La cera estaba inscrita y le echó una ojeada y leyó:
—«Amion, mercader de Babilonia, envía recado a Sátiro, mercader de Alejandría, conforme enviará a doña Amastris los perfumes solicitados, y además estipula que el pago…» —Dionisio levantó a vista—. Me figuro que ahora insistirás en que esto es un código.
Sátiro negó con la cabeza.
—No —dijo—. Si me permites…
Sátiro alargó el brazo y Néstor cogió las tablillas de manos de su amo y se las pasó a Sátiro. Sátiro sintió una punzada en el moratón que le había causado una de las flechas que le había dado en el peto. Torció la endeble madera entre sus manos e hizo saltar las páginas de cera de sus marcos, una tras otra.
Y la madera desnuda estaba escrita con una caligrafía de rasgos diminutos. Sátiro suspiró y tuvo la sensación de que todos los músculos del cuerpo se le relajaban. Devolvió las tablillas a Néstor, que las pasó de nuevo al tirano.
—Eres un pozo de sorpresas —dio Dionisio. Asintió—. «Diodoro a Sátiro, saludos. Ares y Atenea bendigan tu empresa. Hoy he recibido tu mensaje, pero hace menos de una semana que Seleuco nos ha pagado los salarios del invierno. En cuanto los hombres estén sobrios, me pondré en marcha. Subiré por la calzada real hasta donde pueda, y luego seguiré por la carretera vieja hasta Heraclea. Espérame en cuanto los pasos estén despejados. Sitalkes y Crax y todos tus amigos no hacen más que hablar de nuestro regreso del exilio, y todos los presagios son propicios.» —Dionisio levantó los ojos—. Por descontado, esto podría ser un ardid.
Sátiro asintió.
—Podría serlo, desde luego.
—¡Bah! No soporto la idea de ejecutarlo. Y como dice él mismo, esta es la única alternativa. —Dionisio asintió—. Buen truco el de las tablillas, muchacho. De Heródoto, si no me equivoco. De acuerdo. No me apetece hacer frente a un sitio del mejor capitán de la actualidad. Seré tu aliado. Pero si fracasas, muchacho, nunca regreses aquí.
Sátiro hizo una reverencia. Pensó en el estado en que se encontraba su tesoro y en el delicado equilibrio que sostenía la buena voluntad de su flota.
—Si fracaso —dijo, y finalmente se quitó la máscara y le tembló la voz—. Si fracaso, señor, seré pasto para los peces.
Dionisio frunció los labios y bebió un sorbo de vino.
—Bien —dijo—. Veo que nos entendemos.
Melita emprendió la marcha con su ejército cuando la estepa todavía estaba helada. El viento invernal seguía soplando, aunque cada día era menos frío dado que el sol brillaba más horas y las sombras a lo largo de las riberas se acortaban y reducían. Los venados comenzaban a moverse. En cuestión de una o dos semanas el suelo sería un mar de barro.
Era su segunda apuesta, y la segunda exigencia en la que sus capitanes habían confiado en ella. Esta vez, tras un breve discurso, todos la obedecieron. Fue así de fácil.
Los Gatos Esteparios y los Manos Crueles acudieron a cientos, conducidos por sus caballeros mejor armados. Eran los clanes guerreros más ricos, algunos con trescientos o cuatrocientos animales, y sus carros cerraban sus columnas. Jóvenes muchachas, envueltas en pieles hasta los ojos, cabalgaban en los flancos, atentas a la presencia de lobos porque los caballos estaban flacos y avanzaban despacio tras un largo invierno en el mar de hierba, convertido ahora en un mar de nieve.
—Habrá grano en abundancia para todos en el valle del Tanais —dijo Melita—. Y cuando vengan los jinetes de Upazan, los estaremos aguardando.
Eumenes meneó la cabeza.
—Quizá consiga reunir a los olbianos para que inicien la marcha antes del festival de Atenea —dijo—. Aun así, los labriegos tendrán que dejar de plantar.
Melita asintió.
—Ojalá supiera dónde está mi hermano —dijo—. Y qué planes tiene. Pero el corazón me dice que ahora la velocidad lo es todo.
Tuvo que reconocer, incluso ante sí misma, que llevaba a Gardan y a Methene en el corazón, así como a los demás granjeros.
Coeno, al menos, la respaldaba sin fisuras.
—Con tu permiso —dijo—, me adelantaré con unos cuantos exploradores de Ataelo. Me gustaría encontrar a Temerix. Y creo que lo necesitamos.
Ataelo asintió.
—Mejor si yo también voy —dijo. Se encogió de hombros—. Temerix y yo por amigos, por luchar con Upazan, muchos años, ¿eh?
Coeno sonrió.
—Como en los viejos tiempos.
—Recluta a tus hoplitas en primavera, cuando las semillas estén plantadas —dijo Melita.
—Para entonces la campaña puede haber terminado —respondió Eumenes.
Urvara lo abrazó.
—En el fondo sigues siendo un muchacho. Amor mío. Escucha, aun si vamos al este raudos como el viento, seguiremos teniendo que luchar contra Upazan y luego contra Eumeles, ¿sí?
Eumenes asintió. Coeno se frotó el mentón.
—Eumenes, ¿cuán poderosa es Olbia en la actualidad?
Eumenes abrió las manos.
—He sido arconte durante un invierno —dijo—. Me figuro que podemos reunir a tres mil hoplitas y a otros tantos
psiloi
.
—¿Y en cuanto a barcos? —preguntó Coeno.
—Eumeles nos ha prohibido tener flota —contestó Eumenes—. De ahí que solo dispongamos de una docena escasa de trirremes mercantes que pueden acondicionarse para el combate naval.
Coeno asintió.
—Permíteme exponer una idea —dijo—. Ambos sabemos que Sátiro no se quedará cruzado de brazos. Armará una flota.
Nihmu estuvo de acuerdo.
—Le encanta el mar.
Parshtaevalt hizo una mueca de desagrado.
—Es verdad. Mi hija y su partida de guerreros lo encontraron en la bahía de la Trucha con un barco. —Sonrió—. Dejó embarazada a una doncella lancera.
Melita se sonrojó por su hermano.
—Sí, le encanta el mar —dijo—. Coeno, ¿qué tienes en mente?
Coeno se rio.
—Escúchame, gran
strategos
. En cualquier caso, cuando Eumeles sepa que Sátiro tiene una flota, tendrá que ir a enfrentarse con él.
Urvara asintió.
—En eso las flotas son como los ejércitos —apuntó.
Coeno se encogió de hombros.
—De modo que coges a todos los hombres de Olbia e intentas tomar Pantecapea —agregó.
Urvara dio un grito ahogado ante tamaña osadía, y Eumenes estrechó la mano de su antiguo filarco.
—Eres un gran hombre, y cuando Melita te nombre
strategos
de todos sus ejércitos, espero que te acuerdes de tus amigos menos importantes. —Se rio—. El riesgo será inmenso —agregó—, pero el beneficio…
—Por todos los dioses —dijo Ataelo en griego, riendo—. ¿Imaginas a Eumeles para despertar y ver que no tiene reino? —El jefe sakje se rio a carcajadas—. Yo quizá para quedarme aquí, para ir en barco hasta Pantecapea —dijo—. Pero no, iré donde pueda encontrarlo en persona.
—¿A Eumeles? —preguntó Melita.
—Lo mataré —dijo Ataelo—. Yo estaba allí cuando traicionó a tu madre.
—Lo sé —dijo Melita—, pero tu flecha tendrá que ser más rápida que la mía.
Los dos primeros días lejos del Borístenes fueron los peores porque el tiempo, lejos del gran río, era más frío e inclemente, y los animales sufrían. Tras la segunda noche, Melita salió de inspección con Scopasis y halló reatas enteras de caballos muertos, bestias viejas que habían perecido estacadas bajo la gélida lluvia, y otras demasiado aletargadas para seguir avanzando con ellos.
La gente fue pragmática. Descuartizaron a los caballos agonizantes y cargaron su carne, aún humeante, en las grupas de sus caballos. Luego siguieron adelante, a menudo cabalgando con la cabeza gacha, marchando contra los feroces vientos de las llanuras centrales.
—¡Este jodido viento viene de Hircania! —gritó Parshtaevalt.
—¡De Bactria! —contestó Nihmu a voz en cuello.
Melita se sentía empequeñecida por la magnitud de sus responsabilidades y por la talla de sus «súbditos». Cada uno de sus jefes había servido con su padre y su madre; habían cabalgado a oriente para luchar contra Iskander, habían luchado en el Vado del Río Dios. Y todos contaban con que ella, a quien doblaban en edad y era veterana de una única gran batalla, fuese su dirigente.
El tercer día los jefes de Marthax se unieron a ellos. Melita los había dejado en su campamento con la promesa de su futura obediencia, pero no había contado con que vinieran tan pronto. Graethe, el nuevo jefe de los Caballos Rampantes, cabalgó hasta Melita y le hizo el signo de sumisión: Melita tomó sus manos calientes entre las suyas y él juró por los tres grandes dioses sakje que sería su hombre.
—El
baqca
dice que vas derecha a la guerra —dijo Graethe. Tenía la barba cubierta de nieve, pero bajo la nieve había tanto blanco como negro. Melita lo recordaba como el emisario que Marthax enviara a su madre, un joven vocinglero, propenso a la violencia.
—El
baqca
está en lo cierto —dijo Melita—. Voy a expulsar a Upazan del Tanais.
—¡Bien! —exclamó Graethe—. Prometiste un kurgan a Marthax.
—Le construiremos uno que llegue al cielo —prometió Melita—, cuando Upazan se haya retirado de la desembocadura del Tanais.
—Lo hemos traído con nosotros —dijo Graethe. Señaló hacia un trineo que remolcaban dos caballos.
Melita vio sangre congelada en las correas de cuero, pero del rey fallecido solo se veía un atado de pieles en forma de cadáver.
Cabalgaron hacia el este, ascendiendo a las tierras altas, y regresaron a la costa en Hygreis, la primera ciudad con que había contado el reino oriental de Srayanka.
Los meotes los recibieron con los brazos abiertos. La escolta de Melita compró grano pagando con oro, y permanecieron acampados dos días. El tiempo era más benigno a orillas de la bahía del Salmón.
—El mundo será un barrizal dentro de diez días —dijo Urvara.
Melita asintió, montada en su caballo sobre las altas colinas que se erguían al norte de la ciudad.
—Lo sé, señora. Pero desde aquí podemos cabalgar por las dunas y la arena dura hasta llegar a casa.
Urvara se rio.
—Con qué facilidad se me olvida que te criaste aquí. Con tus palabras extranjeras y tu rostro, olvido que en realidad eres una de los nuestros. ¡Cabalgar por las dunas! El camino de la costa. Los clanes de tierra adentro como el mío olvidan estas cosas.
—No soy la primera señora de diez mil caballos que emprende una campaña temprana —dijo Melita.
Parshtaevalt se rio.
—No, desde luego que no. De hecho, Satrax hizo lo mismo a los getones, después de que ellos nos lo hicieran a nosotros. ¡Oh, qué duros de pelar! Libramos toda aquella guerra antes de que saliera el grano.
Melita asintió.
—Cuatro días hasta Tanais.
El caballo de Urvara respingó al oler lo que traía el viento: cerdo asado.
—¿Y luego? —preguntó Urvara.
Parshtaevalt la miró meneando la cabeza.
—¿A ti qué te parece? Luego luchamos.
Melita negó con la cabeza.