—Te necesito —dijo Melita—, pero nadie es irremplazable. Ni siquiera yo. ¿Quién será el jefe de mi guardia?
—Scopasis —contestó Coeno sin vacilación—. Tiene buen ojo y es leal. No sigas su consejo en asuntos militares: persigue la gloria.
Melita pegó un manotazo a su más querido consejero.
—¡Eso ya lo sé! —dijo. Le asomaban las lágrimas a los ojos. Tomó las manos de Coeno y de Nihmu—. Regresad sanos y salvos.
Nihmu estaba contemplando la flota enemiga.
—No puedo creer que vaya a hacerme a la mar otra vez —dijo—. ¡Bah! —Pero sonrió—. Regresaremos —agregó.
No obstante, Melita se estremeció al ver que Nihmu evitaba mirarla a los ojos.
—¿Qué has visto? —inquirió Melita.
—¿Visto? —repuso Nihmu, meneando la cabeza. Seguía evitando los ojos de Melita—. Ya no tengo visiones. El mundo de los espíritus me ha cerrado las puertas.
Melita le puso una mano en el hombro.
—¡No! —dijo—. No me lo creo. ¿Qué has visto?
—Nicéforo regresa —dijo Coeno—. Compórtate como una reina.
Nicéforo se detuvo a un largo de caballo y metió los pulgares en el fajín.
—Tres días —dijo, y se encogió de hombros.
Melita se irguió pese al peso de la armadura.
—Tres días —confirmó con tanta elegancia como pudo.
El beocio asintió y se volvió hacia Coeno.
—Tus hombres saben dónde encontrar a los míos —dijo.
Coeno pasó su copa de vino a su reina.
—Estoy a tu servicio,
strategos
. ¿Empezamos ya?
Nicéforo no sonrió. Endureció su expresión, y Melita se preguntó qué debate interior había traslucido. Percibía su enojo a través de la hoguera. Pensó que quizá lo había vencido con su discurso, aunque no de un modo que fuera a ayudar a su causa. Y se dio cuenta de que Nicéforo amaba a sus hombres.
Melita se quedó en la playa, bajo la llovizna, observando a los otros griegos que bajaban a tierra. Permaneció en su otero mientras recogían leña y los primeros grupos traían cadáveres a la playa. Urvara y ella vieron a un grupo que trajo a un hombre aún con vida hasta el sendero rocoso de la playa y que lo llevaban en un esquife, remando apresuradamente, hacia los barcos.
Y aquella misma noche Coeno y Nihmu zarparon en un triakonter sin que la flota enemiga los molestara.
Al amanecer, el ejército desapareció en los campos primaverales en busca de asaltantes de Upazan, de barcos llenos de enemigos procedentes del mar. Melita se llevó a su guardaespaldas y a veinte guerreros con cien caballos, y cabalgó hacia el Hipanis para visitar a la familia de Gardan. Y para convencer a los georgoi de que organizaran su propia defensa porque la guerra iba a extenderse por todo su país.
Sátiro pasó aquella noche en la casa que había sido la de Kinón, y el viejo esclavo, Servilio, le sirvió un magnífico desayuno a base de lentejas cocidas en vino y estofado de liebre. Luego envió a otro esclavo a su barco para traer a sus hombres a tierra.
Todavía se estaba limpiando los restos de liebre del bigote cuando el viejo esclavo se le acercó.
—Tu hombre —dijo. Helios estaba allí, chorreando y casi azul de frío.
—Has venido a nado —dijo Sátiro. Negó con la cabeza—. Si mueres, te habré libertado para nada. —Se volvió hacia el esclavo de la casa—. Servilio, ¿puedes hacer que entre en calor?
El anciano asintió.
—¿Te ha libertado, eh? —dijo—. Tienes suerte.
Su tono dio a entender que si el liberto fuese él, no arriesgaría su libertad zambulléndose en el agua y nadando un estadio para reunirse con su amo. Se las arregló para decirlo ladeando la cabeza y en un tono terminante que ningún amo podría haber considerado rebelde.
—Y ha llegado una visita —añadió Servilio por encima del hombro, mientras se llevaba a Helios hacia el interior de la casa.
—Está claro que Dionisio se llevó a todos los esclavos buenos —masculló Sátiro mientras salía al patio. La última vez que había estado allí, el lugar estaba cubierto de sangre; esclavos muertos que habían sido sus amigos y hombres muertos que habían intentado matarlo. Fue el día en que descubrió por qué los hombres pensaban que Filocles era el avatar de Ares en la tierra.
En la verja encontró a un persa montado a lomos de un caballo muy alto. Levantó la vista hacia él, que llevaba un abrigo largo persa para guarecerse del frío y que montaba uno de los corceles más hermosos que había visto en su vida.
—¿Sí? —preguntó.
El persa saltó de su montura como un sakje. Era guapo, incluso para ser persa, y su sonrisa le iluminaba el semblante.
—No es preciso que me digas cómo te llamas, hijo de Kineas —dijo el persa.
—En esto me llevas ventaja —contestó Sátiro. Acto seguido cayó en la cuenta de que tenía que ser el mensajero de Diodoro.
—¿Te conozco? —preguntó.
—Espero que hayas oído mi nombre una o dos veces —dijo el persa—. Fui amigo de tu padre.
—¿Eres Darío? —dijo Sátiro—. ¡León habla de ti muy a menudo!
Darío lo abrazó. Llevaba perfume, como casi todos los persas, y su abrigo estaba hecho de una lana tan suave que parecía piel de conejo.
—He venido a propósito de León, precisamente —dijo Darío.
Sátiro se sentó en un diván maldiciendo lo despreciables que eran los esclavos, mientras Darío merodeaba por la estancia, mirando los muebles.
—Los míos no son mejores —dijo Darío riendo—. En cuanto me voy de casa, no hacen nada. Los caballos ni siquiera se aparean cuando estoy fuera.
—¿Has estado sirviendo con Diodoro? —preguntó Sátiro.
Darío asintió.
—Todo el verano. Ninguna gran batalla, hijo de Kineas, solo mucho reconocimiento del terreno, mucho patrullar y mucho dar caza a bandidos. Babilonia es segura, y ahora Seleuco asedia uno de los fuertes de Demetrio en Siria. Diodoro terminó su contrato y se fue con Seleuco plenamente autorizado. De hecho, creo que nuestras tropas estarán alimentadas hasta que lleguen a Frigia.
—Donde el señor es Antígono —dijo Sátiro, sonriendo.
—Exactamente. Y donde nuestros soldados podrán saquear a su antojo. —Darío era un caudillo persa, le traía sin cuidado el sufrimiento del campesinado frigio—. Debería llegar aquí en veinte días. Si el tiempo se mantiene tan bueno como hasta ahora, quizás en la mitad. A ti ya te he aguardado tres semanas, y zarpamos a la vez.
Sátiro sirvió más vino.
—Lamento haberte hecho esperar —dijo.
Darío negó con la cabeza.
—No, no tienes por qué preocuparte. Estoy aquí para rescatar a León. Digamos que es mi… ¿especialidad? Pasar desapercibido donde otros hombres no lo consiguen.
Sátiro sonrió al elegante noble que tenía delante.
—Señor Darío, me cuesta imaginar que puedas pasar inadvertido en alguna parte.
Darío se rio.
—Ves lo que quiero que veas, hijo de Kineas, pero gracias por el cumplido. —Negó con la cabeza—. No me sirvas más vino, por favor. Tengo entendido que estabas presente cuando Filocles murió.
Sátiro le refirió la historia. Cuando terminó, tenía lágrimas en los ojos y el persa lloraba.
—Era el más valiente de los hombres —dijo Darío—. Fue un honor conocerlo. Crax y Diodoro me dijeron que te preguntara sobre su final. Ahora bien, no quieren que me cuentes un solo detalle de tus planes. Podrían apresarme. Aunque te voy a hacer una pregunta: ¿dónde debo reunirme contigo si recupero a León?
A Sátiro le complació la pura confianza en sí mismo de aquel hombre.
—Tengo intención de ir a Olbia —dijo.
—Sabrás que tu hermana se encuentra en las tierras altas al norte de Tanais —dijo Darío.
—Avanza deprisa —respondió Sátiro—. Pero tarde o temprano tenemos que luchar por Olbia y Pantecapea.
Darío meneó la cabeza.
—Eumenes, nuestro Eumenes el Olbiano, te entregará Olbia cuando tú lo desees —dijo—. Nos abandonó en otoño para ser arconte.
Sátiro había recibido la noticia durante su última estancia en Alejandría.
—¿Por tanto…?
—Por tanto, no es necesario que vayas a Olbia. ¿Y si aparecieras en Pantecapea dentro de, pongamos, diez días?
—Quince —repuso Sátiro—. No estaré preparado antes. Y necesito parte de la infantería de Diodoro.
Darío asintió.
—Bien, pues pongamos veinte días. Estaré preparado.
Sátiro enarcó una ceja.
—¿Tan confiado estás? —preguntó.
Darío tenía un curioso tic facial; podía fruncir el ceño y sonreír a la vez, como si percibiera un mal olor.
—Jamás ofendería a los dioses con semejante frase —dijo—, pero sí digo que en Pantecapea, como en todas las ciudades del Euxino, abundan los esclavos persas. Y me figuro que libertarías a cualquier hombre que te diga que me ha ayudado, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Sátiro.
Darío se encogió de hombros.
—Pues ya podemos darlo por hecho. Si apareces en Pantecapea dentro de veinticinco días, contando a partir de mañana, yo me encargaré de llevar a tu tío, mi hermano de sangre, a tu barco al atardecer.
—Pero… —Sátiro meneó la cabeza—. Quiero saber cómo.
Darío se puso de pie.
—Ya se verá. —Se encogió de hombros—. Para serte sincero, ni yo mismo lo sé.
Transcurrieron cuatro días antes de que su flota llegara, y Darío ya se había marchado en un carguero con destino a Olbia que transportaba cobre de Chipre y ánforas vacías para el comercio de grano. Sátiro lo había visto partir: una figura anodina, como un próspero factor esclavo o un mercader asiático de clase baja. La confianza de Sátiro en aquel hombre aumentó.
Al día siguiente Bias informó de que había cuarenta velas en la rada, y al anochecer tenía sesenta y ocho barcos de guerra llenando el puerto. Bias estaba preparado, así como los rodios y los alejandrinos emplazados en un extremo del malecón, y situó a los piratas en la otra punta, separados por una poderosa escuadra de Heraclea. Todos los hombres de Néstor deambulaban por las calles, y el primer conato de alboroto que protagonizaron los piratas fue aplastado con severa firmeza, mensaje que enseguida entendieron los tripulantes de las demás escuadras.
Por la mañana, Sátiro se reunió con todos sus capitanes en un almacén, el único edificio lo bastante grande para que cupieran todos resguardados del viento. No había chimenea, y el aire gélido se colaba entre las tablas sueltas.
—Mi ejército llegará dentro de diez días —anunció Sátiro—. Y nuestra presencia aquí pronto dejará de ser un secreto. Demóstrate, ¿te importaría cerrar el Bósforo a nuestro enemigo?
—Por la verga de Poseidón, muchacho. ¡Se lo cerramos a Bizancio! —dijo el viejo pirata.
—Corre el rumor de que Eumeles ha conseguido un envío de mercenarios y dinero procedente de Atenas —dijo Sátiro.
—Bueno es saberlo —concedió Demóstrate—. Los encontraremos.
—Abraham, me gustaría que cogieras nuestros barcos y los de Lisímaco y que visitaras las ciudades de la costa occidental, empezando por Tomis. Un día en cada una; elimináis a los intrusos y cumplís con nuestra parte como aliados.
Abraham quizás hubiese preferido zarpar con los piratas, pero no lo demostró.
—A tu servicio, navarco —dijo.
Pantero de Rodas aguardó hasta que la conferencia de oficiales concluyó. Se oyeron gritos y regateos y los piratas tuvieron que llegar a un acuerdo sobre el botín ateniense que esperaban capturar, antes de que el primer capitán se hiciera a la mar. Pantero los observó con desdén.
—Nos dejas aquí —señaló.
—Tus hombres no causarán altercados en Heraclea —dijo Sátiro.
Pantero frunció el ceño.
—Mis hombres se aburren tan pronto como una tripulación pirata —dijo.
—Diez días —repuso Sátiro.
Doce días desde que Darío zarpara y ni rastro de Diodoro, a quien ni siquiera habían visto los exploradores de Heraclea en los pasos de montaña. Las escuadras de Abraham regresaron muy animadas. Se habían topado con dos trirremes de Pantecapea y los habían tomado por asalto en un combate muy desigual frente a las costas de Tomis.
—Calco te manda saludos —dijo Abraham—. Creo que no sabía cómo tratarme, pero cuando le dije que iba de parte de Lisímaco, fue bastante cortés. Y adora a Terón.
Terón sonrió.
—Me parece que me jubilaré en Tomis —dijo—. Me gusta ese lugar.
Todavía estaban congratulándose por el éxito en limpiar la costa occidental cuando Bias envió un esclavo a anunciar la llegada de Coeno. Sátiro pocas veces había pasado una media hora peor que aquella, aguardando noticias de su hermana.
Coeno y Nihmu llegaron cual parientes perdidos, escoltados desde el puerto por su amigo Dionisio. Nihmu parecía exhausta; tenía la tez grisácea y el cabello lacio. Coeno, en cambio, irradiaba salud al sol del atardecer.
—Sátiro —dijo, tomándole las manos—. Tu hermana te envía su amor.
—¡Está bien! —exclamó Sátiro. Se dio cuenta de que llevaba una hora conteniendo el aliento.
—No va a postergar la guerra. Ha pasado algunos apuros, pero está bien y te echa de menos. Y se ha proclamado reina de los asagatje.
—¿Y Marthax? —preguntó Sátiro.
—Muerto por su mano. —Coeno se encogió de hombros—. Decirlo así es hacerlo parecer un canalla. Marthax murió como un rey, y la manera en que murió garantizó que Melita se convirtiera en reina.
Sátiro se volvió hacia sus capitanes. Cruzó una mirada con Neiron y otra con Diocles.
—Los barcos de Eumeles ya no tienen arqueros —dijo, y luego, dirigiéndose a su tío y a su tía, preguntó—: ¿Dónde está ahora Melita?
Coeno negó con la cabeza.
—Ni idea. Oye, veo que tienes una flota. Deja que te dé mis noticias cuanto antes.
Las explicó rápidamente y las repitió cuando Neiron hizo un bosquejo apresurado de la carta náutica del Euxino.
—Cuando me marché, Nicéforo, el general de Eumeles, estaba en la bahía del Salmón. Tenía miedo de que lo atraparas allí poniendo fin a la guerra.
—Por la verga de Poseidón —masculló Diocles, y muchos de los demás capitanes, rodios, griegos y alejandrinos, también murmuraron.
—Si Diodoro hubiese llegado a tiempo —dijo Sátiro—, la guerra ya habría terminado.
Coeno se rio.
—A veces se te nota la edad, muchacho. La guerra siempre depende de la suerte. De nada sirve lamentarse por la suerte que no has tenido. Aférrate a la que todavía tienes. Tiqué os ha dado una flota a ti y un ejército a tu hermana.