Sátiro asintió.
—No hay un solo día en que no piense en ello —respondió. Se apoyó en el brazo de su
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y puso los pies encima—. En el día en que mi mundo cambió. Todavía me pregunto acerca de Fiale, también.
—Dejaste vivir al médico —prosiguió Terón—. Y te pagó el favor de mala manera.
—Sí —admitió Sátiro.
Terón dijo:
—Te amo. Espero que cuando tenga un hijo sea como tú. Si me lo permites, seguiré siendo tuyo y estaré siempre a tu lado. Pero… Sátiro, escucha, por favor.
Sátiro contemplaba el fuego que ardía en el hogar.
—Me deleito con los primeros cumplidos que me has hecho desde que nos conocemos, testarudo. ¡Te escucho!
Se volvió y sonrió a Terón.
Terón sonrió a su vez, pero su sonrisa fue breve.
—Lo que quiero preguntarte es si este es el camino que en verdad quieres seguir. ¿La realeza? ¿Estás dispuesto a recorrer un camino empapado en sangre hasta llegar al trono de marfil? ¿Y quién serás una vez que llegues a él?
Sátiro notó que le asomaban las lágrimas a los ojos. Se dio la vuelta para ocultarlas.
—Abraham —dijo Sátiro—, ¿crees que podrías encontrar un médico que recomponga este brazo?
Abraham se levantó, los miró a los dos en silencio y salió de la estancia. Cuando se hubo ido, Sátiro se incorporó.
—Tenías razón, Terón. Esto es entre tú y yo. Él es otra clase de confidente.
Miró su mano derecha, como si buscara manchas de sangre. ¿Tenía sangre debajo de las uñas? ¿Se veía?
—Tu padre renunció al trono y a la diadema —dijo Terón—. No lo conocí, pero eso me consta. Rehusó.
Sátiro siguió mirándose la mano hasta que de pronto levantó la cabeza.
—Lo siento, maestro, pero la suerte está echada. Tomé la decisión en la playa, hace dos noches. O tal vez cuando vi una casa en llamas en Tomis. Mi mundo ha cambiado. No es el mundo en el que vivió mi padre. —Hablaba despacio, como un magistrado leyendo una sentencia—. Filocles me dijo que me cuestionara a mí mismo. Es como una maldición. ¿Acaso Demóstrate se cuestiona alguna vez? Lo dudo.
Terón negó con la cabeza.
—Yo no juzgo a los demás hombres —dijo—. No de esta manera.
Sátiro enarcó una ceja.
—A mí me juzgas —respondió— porque soy joven y has contribuido a formarme. Y ahora mismo, pienso que te gustaría que renunciara a mi deseo de ser rey, o que te dijera por qué debería serlo. Pero no puedo. Ni siquiera estoy seguro de que vaya a ser un rey mejor que Eumeles. —Se inclinó hacia delante y apoyó su mano derecha sobre la de Terón—. Pero lo que sí puedo decirte, maestro, es que me cuestionaré, día tras día, y que me juzgaré con arreglo a los principios que Filocles me enseñó. Y Eumeles no se cuestionará. Simplemente actuará una y otra vez. Tan desprovisto de valía como un actor fingiendo ser un héroe.
Terón respiró profundamente.
—¿Quién te ha dado tanta sabiduría? —preguntó.
—Tú —contestó Sátiro—. Tú y Filocles. Y Safo, y Diodoro, y León, y Nihmu y Coeno, y Hama. Y quizá también Abraham.
Terón bebió el resto de su vino, claramente abrumado por la emoción.
—Así pues, ¿el fin justifica los medios?
Sátiro se encogió de hombros.
—No lo sé. Pienso en ello a todas horas. ¿Valen lo mismo todas las vidas? Tengo mis dudas. Esos dos hombres, ¿merecían morir en la arena bajo mi espada? Sí… y no. ¿Cambiarías de opinión si te dijera que no murieron en vano?
—¿Cambiaría la suya? —preguntó Terón—. Son ellos quienes murieron.
Sátiro asintió.
—Lo sé. ¿Recuerdas a aquella chica junto al Tanais? ¿La que maté a bocajarro?
Terón negó con la cabeza.
—No puedo decir que sí, pero me lo has contado otras veces.
Sátiro asintió.
—La rematé como si fuese un caballo herido. Solo que no era un caballo. —Se estremeció—. Creo que el camino hacia la realeza comenzó allí, en aquel prado. Lo de la playa la otra noche fue una mera señal. —Cuadró los hombros—. Bien. Estoy preparado. Si tengo que caminar por un charco de sangre, tal como has dicho, basta con que trabaje duro para poner algo en el otro plato de la balanza.
—¿Y Demóstrate? ¿El fin también lo justifica a él? —Terón se echó para delante—. Te sientes culpable por haber matado a dos hombres, a dos criminales. —Meneó la cabeza—. Es un acto complejo, pero no cabe decir que sea maligno. Ahora bien, si te metes en la cama con este pirata, compartirás la responsabilidad sobre cada esclavo que tome, cada hogar que queme, cada mercader que arruine, cada hombre que mate.
Sátiro asintió.
—Sí —dijo—. Tienes razón. —Miró de nuevo a la pared, pensando en sus muertos—. Así sea.
—¡Bah! ¡Es tu juventud la que habla! —exclamó Terón, indignado.
—Tal vez. —Sátiro no se sentía particularmente joven. Tenía el brazo herido, le dolía todo el cuerpo y solo deseaba dormir un par de días. Pero había otras cosas que lo presionaban. Bebió un sorbo de vino caliente—. Escucha, Terón, mi hermana debe pensar que estoy muerto. Safo, Diodoro, todos ellos.
Terón se rascó el mentón, olvidado ya su enojo.
—Tienes razón, por supuesto.
—Debería regresar a Alejandría en cuanto cierre el trato con Demóstrate. Si es que consigo convencerlo.
Abraham entró de nuevo en la sala.
—¿Soy oportuno? —preguntó desde el umbral.
Sátiro asintió.
—Sí, pasa —dijo.
—¿Seguís siendo amigos? —preguntó Abraham, mirando a uno y a otro.
—Sí —contestó Terón. Esbozó una sonrisa que se extendió por su semblante como el sol naciente—. Sí —repitió—, lo somos.
—Bien —respondió Abraham—, porque si la hora de filosofía moral ha concluido, hay oficiales aguardando instrucciones y una invitación de Demóstrate a una cena pública. Hay mucho que hacer.
Sátiro se volvió hacia su amigo.
—¿Te gustaría viajar a casa?
Abraham enarcó una ceja y sus ojos marrón oscuro chispearon.
—No, gracias. —Sonrió—. Una vez en casa, quizá no se me permita volver a marcharme otra vez. Se encogió de hombros, un gesto característico de los helenos—. Aquí estoy a gusto.
Sátiro asintió, viendo a su amigo bajo una luz diferente. De repente Abraham ya no era el conservador empresario hebreo de su adolescencia. La guerra lo había cambiado. Sátiro reparó en que Abraham llevaba pendientes, un anillo en el pulgar y la espada al cinto incluso en su casa.
Más adelante, quizá merecería comentarlo. Por el momento, Sátiro se limitó a decir sonriendo:
—Lo entiendo. —Se volvió hacia su antiguo entrenador—. ¿Terón?
Terón se rascó de nuevo el mentón.
—Estaba pensando que yo podría ser tu emisario para comunicar el mensaje a Lisímaco —dijo—, siempre y cuando te parezca bien. —Levantó la vista y miró a Sátiro a los ojos—. Pero hay que rescatar a León —agregó—. Por más que quiera ir a ver a Lisímaco, quizá no sea el más indicado para efectuar un rescate.
Sátiro negó con la cabeza.
—No, Terón. No eres espía ni explorador. Eres un atleta famoso y todo el mundo sabe que estás vinculado a Tolomeo.
Terón apartó la mirada.
—Sabes que nos debemos a nuestro juramento, ¿no?
Sátiro asintió.
—Sé que todos vosotros sois pitagóricos —dijo.
Terón respiró profundamente.
—¿Sabes cuál es el primer principio de Pitágoras? —preguntó.
—Tengo la sensación de volver a estar en la escuela. Sí, Terón. Lo sé. Juras amistad, y el primer principio es que cada cual dejará de lado su vida por su amigo. —Sátiro se inclinó hacia delante, hablando convincentemente—. Lo que te estoy diciendo es que en este momento León esperará que tú, su amigo más famoso, intente rescatarlo sin la ayuda de nadie.
Terón suspiró.
—Así pues, ¿qué vamos a hacer?
Sátiro apoyó la frente en las manos.
—No lo sé. Dudo que en el mundo haya un prisionero tan importante para que Eumeles se avenga a intercambiarlo. Aunque es posible que a Safo o a Nihmu ya les hayan exigido un rescate, y hasta que lleguemos a Alejandría, no quiero dar un paso en falso.
Terón apoyó sus pesados brazos sobre la mesa.
—No tengo el menor interés en ir a Alejandría —dijo.
—Yo tampoco —dijo Abraham—. ¿Seguro que debes ir?
Sátiro miraba el fuego que ardía en el hogar.
—Debo ir. De hecho, todo surge de Alejandría. Ante todo, el dinero. Si armo una flota, empezaré a gastar dinero en tales cantidades que seré una amenaza incluso para el tesoro del tío León. En segundo lugar, Melita. En tercero, el rescate de León. En cuarto, o quizá primero, Diodoro y los Exiliados. Si dispongo de una flota, los necesito preparados.
Terón asintió.
—Podemos escribir a Diodoro desde aquí —dijo.
Sátiro se incorporó.
—Qué buena idea. Si le mando una carta la recibirá en tres semanas.
Terón asintió.
—Puede llevar a sus soldados a Alejandría y aguardar a la flota.
Sátiro volvió a mirar el fuego. De pronto, sintió como si el dios estuviera a su lado, calentándose las manos en el hogar, susurrándole al oído; pues entre dos llamas vio el desarrollo de su campaña.
—No —dijo con voz temblorosa.
—No, ¿qué? —preguntó Abraham.
—No. No marchará a Alejandría. Sería un error. —Sátiro se incorporó—. Marchará a Heraclea. Ya lo tengo. Lo tengo casi todo. Terón, confía en mí, hallaré el modo de rescatar a León. Me lo secuestraron a mí. No lo olvidaré.
—¿Y aun así tienes que ir a Alejandría? —preguntó Terón.
—Por muchas razones. Iré en cuanto Demóstrate me dé su palabra sobre la alianza.
Asintió. Todavía sentía la presencia del dios a su lado. A pesar del brazo, se sintió casi sobrehumano.
—Dale recuerdos a mi padre —dijo Abraham—. Tardaré en regresar a casa. Como ya he dicho, no permitiría que volviera a marcharme.
—Os estoy proponiendo un viaje a la ciudad más exótica de todos los mares, nuestra patria y tierra natal, o como mínimo nuestra polis adoptiva, y vosotros dos planeáis pasar el invierno en una ciudad llena de piratas —dijo Sátiro.
—Espera hasta que hayas asistido a sus fiestas.
Sátiro correspondió a su sonrisa.
—Puedo imaginármelo.
Abraham negó con la cabeza.
—No, no puedes.
En cuanto los oficiales estuvieron reunidos, Sátiro redactó su carta a Diodoro. La escribió en un papiro y luego cogió una tablilla de cera y derritió la cera desde los márgenes. Sobre la madera desnuda, escribió su mensaje.
Querido Tío:
Nuestra expedición al Euxino terminó en desastre. Tío León fue tomado prisionero y perdimos doce barcos. He trazado un plan para recuperar el Euxino, y os necesitaré a ti y a todos los hombres de que dispongas, si Seleuco puede prescindir de ti. Tengo previsto estar en Heraclea en el equinoccio de primavera. Te pido; no, tío, te suplico que te reúnas allí conmigo con tu ejército. Tendré un barco listo para transportaros.
El tío León está en manos de Eumeles. He impedido que Terón fuera a rescatarlo, prometiéndole que pondremos todas nuestras energías en ello en primavera. Confío en que nos apoyes en esto.
Viajaré de inmediato a Alejandría para hablar con Melita y con tu señora esposa a propósito de nuestros planes. Ruego envíes tu respuesta allí, o al templo de Poseidón en Rodas, o a Amastris, Princesa de Heraclea, que creo que también será un destinatario fiable.
Al pensar en Amastris, Sátiro sonrió. Apasionada, testaruda y quizás un poco veleidosa, era una amante con quien nunca sabías a qué atenerte. Sátiro la amaba, incluso con su inconstancia y egocentrismo. Era un premio que merecía la pena ganar, y tenía la intención de lograrlo. Y a ella le encantaría recibir una carta secreta.
Un simposio en una ciudad pirata era un puro desenfreno, con veinte divanes o más formando un gran círculo y mujeres en la mitad de ellos con sus hombres, canciones a pleno pulmón y risas a mandíbula batiente. Un simposio en honor de la festividad de Afrodita Chipriota quedaba varios grados por debajo en la escala que iba de lo lascivo al desmadre.
—Esto no es como en casa —comentó Abraham mientras caminaban por las calles de Bizancio. Cada casa tenía una diosa en la fachada, en su mayoría decorada con azafrán y alguna con oro de verdad—. Estas fiestas dan más miedo que las batallas. —Señaló una Afrodita que se daba placer con sus propias manos—. Esto no es Alejandría.
Sátiro, con el brazo bien vendado por un médico y unas pocas gotas de amapola en las venas, se sentía capaz de cualquier cosa.
—¿Es como en casa de Kinón? —preguntó.
Abraham negó con la cabeza.
—No. Para nada como en casa de Kinón. Es como… lo que mi padre piensa que ocurre en casa de Kinón. Montan juegos…
Sátiro abrazó a su amigo con el brazo sano. Abraham siempre había sido un poco gazmoño en comparación con los helenos.
—Estoy aquí para cerrar un trato con Demóstrate —dijo—. Sobreviviré a unos juegos.
Abraham tosió educadamente, tapándose la boca con el puño.
Antes de que cayera la noche, Sátiro estaba recostado entre Dédalo de Halicarnaso, prueba viviente de lo fina que era la línea entre la piratería y el servicio mercenario, y Abraham, el primogénito de un mercader de Alejandría que, no obstante, ya había sido aceptado en aquel mundo como un hombre de valía. Los invitados iban bien vestidos, aceitados y en algunos casos perfumados como los caballeros de cualquier ciudad de helenos, aunque presentaban más colores de piel de lo que era normal en Atenas o Mileto. Su manera de ganarse la vida rompía barreras de raza y riqueza, reflejándose en forma de cicatrices y una cierta complexión que solo podía adquirirse tras muchos años en el mar, y sus rostros estaban tan curtidos como el cuero viejo, ya fueran negros como la tinta o blancos como la leche. Y todos los presentes llevaban una espada al cinto, incluso acomodados en un
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en un simposio.
Al otro lado de Dédalo estaba Esquines, uno de los capitanes más famosos del Egeo, acompañado de una bella mujer de piel oscura que le daba la espalda mientras él le acariciaba los pechos, quedando así de cara a Sátiro. Sátiro no tenía claro si efectivamente estaba copulando con ella o no, pero se abstuvo de mirarlos con demasiado detenimiento. El rostro de ella era curiosamente inexpresivo; Sátiro la miró un par de veces, casi sin querer, preguntándose por qué aquella mujer ni siquiera fingía placer.