—Oh, tía —dijo Melita, y meneó la cabeza—. Qué tonta soy.
Pero la imagen de Samahe no vaciló. En cambio, avanzó con su montura y emergió de la luz gris, con el arco en la mano y una flecha apuntando a los pechos de Melita.
—¿Quién eres? —preguntó su tía.
—Oh —dijo Melita—. ¿He muerto?
La punta de la flecha bajó casi imperceptiblemente. La mujer sakje silbó llevándose dos dedos a los dientes.
Entonces Melita tuvo tiempo de tener miedo, porque de pronto estaba rodeada, al alba, con la primera luz rosa mostrando una docena de jinetes, tanto hombres como mujeres, cuyo aliento formaba nubecillas en el aire gélido mientras los caballos hacían ruidos de caballos de verdad en el mundo del sol.
—Una chica sármata —dijo un hombre a su lado—. ¡Tengo una cosa que le va a encantar! —dijo, y rio cruelmente.
Pero la mujer meneó la cabeza.
—Creo que la conozco. ¡Chica! ¿Cómo te llamas?
Melita negó con la cabeza.
—Huelo a muerte —dijo.
—Es verdad —respondió otro sakje, un hombre barbudo que lucía una chaqueta roja—. Tiene cinco caballos sármatas y el carcaj vacío. ¿Cómo te hiciste ese corte en la cara, muchacha?
—Matando —contestó Melita.
—Su sakje es bastante puro —dijo la mujer de más edad.
—¿Samahe? —preguntó Melita, titubeando porque aquello podía seguir siendo un sueño.
Los hombres y mujeres que la rodeaban retrocedieron asombrados.
—¿Me conoces? —preguntó Samahe ansiosa.
—Claro que te conozco. Eres la esposa de Ataelo y yo la hija de Srayanka. Somos primas. —Todo aquello le parecía tan natural como respirar—. ¿Estoy muerta, o todavía vives?
En cuanto mencionó a Srayanka, la mujer arrimó su caballo al de Melita y la rodeó con los brazos sin siquiera soltar el arco. Y los jinetes se pusieron a gritar, profiriendo un agudo y prolongado chillido:
—¡Aiyaiyaiyaiyaiyai!
—Ay, abejita mía, ¿qué ha pasado?
Samahe le acarició el rostro con un dedo y meneó la cabeza.
—He matado a unos hombres, y creía que quizás estaba muerta. —Melita inhaló una bocanada de aire—. Huelo a muerte.
Y con estas palabras, cayó de entre los brazos de Samahe al suelo, y el mundo desapareció.
La Propóntide, invierno, 311 a.C.
El jugo de amapola y el entablillado acompañaron a Sátiro durante los días que pasó en Tomis, aunque el brazo no paraba de molestarle. Un temporal sopló contra la escollera y todos los marineros se afanaron en salvar las naves capturadas. El invierno se anunciaba con un chubasco tras otro. El brazo se le estaba soldando mal, pero el médico de Calco fue añadiendo más agua y leche al jugo de amapola, destetándolo de los colores y la poesía. Sin duda era un experto, pero Sátiro añoraba la felicidad de los sueños.
Recobró el apetito de súbito, ya habían pasado diez noches en la mansión de Calco cuando se encontró reclinado en un diván, comiendo langosta y bebiendo demasiado y casi incapaz de seguir la conversación debido a la voracidad con que engullía cuanto los esclavos le servían.
—Por todos los dioses, me reconforta verte tendido aquí, muchacho —dijo Calco. Alzó su copa y derramó un poco de vino—. ¡Come cuanto gustes!
Terón también comía con ganas, y Calco lo observó dar cuenta de una langosta con poca elegancia.
—Comes como un atleta olímpico —dijo Calco.
—Es que soy un atleta olímpico —contestó Terón.
Se hizo el silencio y los demás invitados cruzaron miradas y sonrieron con suficiencia.
Sátiro casi se atragantó. Calco era su amigo, amigo de su padre y su benefactor, su anfitrión: sin embargo, era un hombre que difícilmente caía bien. En sus visitas de niño a Tanais siempre halló mucho ceremonial y engreimiento, y Sátiro recordaba el semblante de su madre cuando le anunciaban una vista de Calco. Aun así, en la sesentena, se había levantado de la cama y liderado a los hombres de la ciudad contra los asaltantes; no una, sino tres veces, resultando herido en cada ocasión. No era un hombre de paja, pero sí desenvuelto en exceso. La clase de hombre que hacía diez días que alojaba a Terón en su casa sin haberse tomado la molestia de saber que su huésped era un olímpico.
Calco se encogió de hombros y bebió más vino.
—Sátiro, tengo otro problema que plantearte —dijo—. Esos piratas encerraron a todos sus remeros en nuestra prisión para convertirlos en esclavos; mercenarios, asalariados y esclavos. ¡Gracias a los dioses no eran hombres libres como los vuestros, ni iban armados, pues ya estaríamos todos muertos!
Sátiro trató de incorporarse. Sin la amapola, la rotura del brazo le dolía constantemente. La vieja herida infectada la estaba contaminando, y Sátiro extrañaba Alejandría, donde los médicos sabían acerca de esas cosas. Pero era de mala educación quedarse tumbado en una fiesta, y su cadera izquierda tenía un corte profundo, de modo que solo había una postura en la que se sintiera cómodo.
—Iba a ordenar que los mataran a todos —prosiguió Calco—, pero se me ha ocurrido que quizá querrías llevártelos; podrías hacerlos remar en tus barcos hasta Rodas, como mínimo. Y luego dejarlos marchar o venderlos. O conservarlos: son asalariados.
Terón asintió.
—Mejor que matar a cuatrocientos hombres inocentes —dijo.
—¿Inocentes? El atletismo no enseña gran cosa en lo que a ética atañe, me figuro —replicó Calco.
—Poco más que el juego limpio —repuso Terón.
—Vinieron aquí como violadores e incendiarios —explicó Calco, mayormente al público de sus propios clientes recostados en la estancia—. Han perdido el derecho a la vida.
Terón miró a Sátiro enarcando una ceja. Sátiro asintió.
—Nos los llevaremos. Cuando nuestros heridos se recuperen, nos los llevaremos con nosotros.
—Me quitas un peso de encima —dijo Calco. Se encogió de hombros—. Soy un hombre duro, pero ¿cuatrocientos? ¿Dónde los íbamos a enterrar? Bastante hemos tenido con los piratas.
Doscientos piratas, doscientos hombres con armadura, todos muertos en una noche de carnicería, y sus cuerpos permanecieron insepultos demasiado tiempo, de modo que el olor dulzón del osario penetraba en todas partes, incluso a pesar del jugo de amapola.
Sátiro tenía ganas de irse cuanto antes, en cuanto fuera libre de la amapola.
La ciudad y la tripulación del
Halcón
se habían repartido las corazas y armas de los muertos, y la tripulación del
Halcón
, un tanto escasa en las cubiertas del
Loto Dorado
, probablemente fuese la tripulación mejor armada del Mediterráneo, aunque su armamento estuviera guardado en sacos de cuero debajo de las bancadas.
Los remeros profesionales de los barcos enemigos fueron llamados a asamblea y enviados a remar a sus respectivos barcos, pero todos despojados y con un puñado de halcones armados hasta los dientes en cada cubierta. Sátiro, Diocles, Terón y Kalos tomaron decisiones peliagudas, ascendiendo a algunos hombres a puestos importantes para reflotar los barcos capturados que estaban varados en la playa.
Uno de ellos era Kleitos. Había fallado una vez como maestro remero; demasiado joven, con demasiado miedo a su repentino ascenso. Esta vez, en una playa del Euxino azotada por la lluvia, dio un paso al frente y pidió el puesto.
—Déjame probar otra vez —dijo a Sátiro. Se puso firmes—. Hiciste bien al degradarme, pero puedo hacerlo. He estado pensando mucho en ello.
Terón no conocía la historia y enarcó una ceja. Diocles, el hombre que había remplazado a Kleitos cuando este flaqueó, sorprendió a Sátiro poniéndose de su parte.
—Ahora está preparado —dijo Diocles.
Sátiro asintió.
—Muy bien. Dale el
Avispón
.
—¿Maestro remero? —preguntó Kleitos.
—Maestro remero, timonel, navarco… Llámalo como quieras. Seréis tú y el capitán Terón quienes llevéis el
Avispón
hasta Rodas. ¿Estarás a la altura, señor? —preguntó Diocles, enarcando una ceja.
—¡Sí, señor!
Diocles lanzó a Sátiro una mirada que decía que abrigaba sus dudas, pero…
—Thrassos de Rodas —dijo Terón, llamando a otro hombre. Solía navegar como oficial de cubierta y lo habían enrolado en Alejandría.
Un pelirrojo corpulento dio un paso al frente. Parecía bárbaro y lo era, a pesar de su nombre. Llevaba un quitón de cuero como el de los campesinos y los brazos cubiertos de tatuajes.
—¿Señor?
—Mandarás en cubierta junto al capitán Sátiro —dijo Diocles—. ¿Sabrás manejarte?
Thrassos sonrió.
—No —contestó—. No. Servir bien, ¿eh?
Su griego sonaba gutural. Los esclavos que arribaban a Rodas se convertían en hombres libres porque la pequeña flota de la isla capturaba muchos barcos piratas y libertaban a sus esclavos. Estaba claro que Thrassos era dacio, o incluso más extranjero, un alemán como Carlo de los Exiliados.
Sátiro le estrechó la mano igualmente.
—Mantenme vivo —dijo.
Thrassos sonrió.
—Y a mí también.
Dos semanas en Tomis y el cielo se abrió, con dos días de sol que secaron los cascos de las naves y más por venir según el hueso roto de Sátiro. Tenía la cadera prácticamente curada, y se veía preso de interminables sueños eróticos como si, tras haber estado tan cerca de la muerte, necesitara copular. Se sentía como si aún fuese un muchacho, y en el simposio de Calco se esforzaba por disimular su reacción instantánea ante las esclavas y sus lamentables danzas. La opinión de Sátiro sobre su anfitrión volvió a perder puntos al ver a aquellas chicas magulladas, inexpresivas y demasiado jóvenes. Las órdenes de su madre sobre el mantener relaciones sexuales con esclavas parecían dictadas a la medida de ellas, pese al impulso de su mente dormida y las ganas más abiertas de Calco.
—¿Quieres una? Toma dos, ¡son menudas!
Cada noche la misma broma.
—Necesito marcharme —dijo Sátiro a Terón— ¡Ayúdame! Estoy demasiado débil para hacerlo por mi cuenta.
Terón le dio una ligera palmada en el hombro y se puso en marcha, dando las órdenes precisas y aplacando a Calco con promesas de futuras visitas.
En la playa, con viento fresco del norte que soplaba tan frío como el Tártaro, Sátiro abrazó a su anfitrión.
—Gracias por tu hospitalidad —dijo—. ¿No te preocupa Eumeles? Querrá tomar represalias.
—Antes de primavera, no —contestó Calco—. Y aquí somos hombres de Lisímaco. Haremos que nos mande una guarnición. Quizás incluso conlleve una guerra.
—¿Cómo le mandarás aviso? —preguntó Sátiro, helado hasta los huesos.
Calco se mostró incomodado.
—Barca de pesca hasta Amphipolis —contestó—. O un jinete por tierra.
—Llevaremos la noticia —se ofreció Sátiro. Terón enarcó una ceja. Sátiro miró a su antiguo entrenador. —Los actos acarrean consecuencias —agregó, pensando en Penélope tendida muerta sobre un charco de su propia sangre, con todo su coraje sofocado por la violencia.
«Voz de payaso mató a Penélope, y yo lo mato para saldar las cuentas, y Eumeles envía una flota a Tomis para ajustar esas cuentas. O quizá navego para atacar a Eumeles y me obliga a huir, y voz de payaso me persigue y por eso mata a Penélope, y así sucesivamente, hasta el primer principio de la causalidad.» Sátiro estuvo sumido en sus pensamientos hasta que Terón le dio un codazo.
—Daremos el aviso a Lisímaco —dijo Sátiro.
—¡Cuenta con nuestro eterno agradecimiento, benefactor! —respondió Calco—. Tu padre fue el mejor de los hombres y tú sigues sus pasos.
Sátiro estuvo tentado de decir que el mejor de los hombres no habría provocado la muerte de Penélope ni la de Teax. Pero reservó sus opiniones para sí.
—Adiós, amigo —dijo Sátiro. Saludó con la mano a los demás ciudadanos congregados en la playa; una pequeña multitud puesto que muchas de las filas de hombres libres estaban vacías.
Reflotaron las naves y zarparon de inmediato, temerosos de que el tiempo cambiara.
La bonanza duró tres días, y navegaron hacia el sudeste sin tocar un solo remo. Pero justo antes de varar la tercera tarde, el barco de Terón viró bruscamente hacia el viento, señal de que tenía problemas, y Sátiro abarloó el
Loto Dorado
a él tan deprisa como pudo. Apolodoro capitaneó a los infantes en el abordaje, desperdigando a los amotinados. Mataron a diez hombres, y Terón negó con la cabeza.
—He intentado razonar con ellos —dijo con voz ronca—. Me dieron un golpe en la crisma.
Kleitos había puesto el barco al pairo y defendió solo la popa durante un buen rato.
Sátiro le estrechó la mano.
—¡Bien hecho!
El timonel estaba atónito.
—¡Ni siquiera sabía qué estaba haciendo! —masculló—. Uno contra tantos.
Apolodoro regresó con doce remeros apresados.
—Se han alzado en armas —dijo—. No hay duda. ¿Los mato?
Sátiro negó con la cabeza.
—Cámbialos por una docena de nuestros remeros del
Loto
.
La maniobra para varar las naves fue más bien deslucida, y los oficiales se sentaron a cenar apiñados junto al fuego.
—Mi brazo anuncia un cambio de tiempo —dijo Sátiro—. Nada bueno.
—Alguien está difundiendo el rumor de que vamos a matarlos a todos —dijo Kleitos. Se avergonzó y sorprendió de haber dicho lo que pensaba, pero se mantuvo firme—. Lo he oído cuando se preparaban para ir a por mí. Me han pedido que me uniera a ellos.
—¿Los conoces? —preguntó Sátiro.
Diocles rio amargamente.
—Todos conocemos a alguien. ¿Marineros y remeros profesionales? Es un mundo muy pequeño, navarco.
Sátiro se rascó la barba, no se había afeitado desde que lo hirieron.
—Me parece que deberíamos hablar con ellos —opinó.
Terón soltó un resoplido.
—Todavía me duele la cabeza —dijo.
—Promételes salarios y el desembarco en Rodas —propuso Sátiro.
—Rodas supone la muerte para algunos de ellos —explicó Diocles. Pasó a Sátiro una copa de vino caliente con miel—. Por eso están nerviosos.
—Lisímaco podría contratarlos —dijo Sátiro, sopesando sus palabras en cuanto las hubo pronunciado.
—Eso ya sería otro cantar —dijo Terón—. Esos hombres son como piratas. León es el enemigo de los piratas de todos los mares.
Sátiro se encogió de hombros.
—No es correcto matarlos pero tampoco es correcto liberarlos donde se enrolarán como piratas… ¿Digo bien, capitán Terón? Oigo a Filocles en tu voz, señor.