Al otro lado, después de Abraham, se encontraba Manes, el terror de la costa de Frigia, un hombre que había engullido más barcos que Poseidón, o al menos de eso se jactaba con un orgullo desmedido. Compartía su diván con un auténtico Ganimedes, un chico tan atractivo y tan descaradamente sexual que su expresión llegó a incomodar a Sátiro, como si con sus gracias quisiera compensar la falta de emoción en el rostro de la mujer de tez oscura.
—Te lo advertí —dijo Abraham a su lado.
—No presté suficiente atención —admitió Sátiro—. Nunca había visto esta clase de comportamiento, ni siquiera en casa de Kinón. Confieso mi error.
Abraham sonrió.
—Aguarda a que empiece a correr el vino y salgan las flautistas. ¿Alguna vez has jugado a «dar de comer a la flautista»?
Sátiro notó que se ponía colorado.
—He oído…
—A eso me refiero. No «oirás». Llevo aquí cuatro semanas; ya me he acostumbrado a esto. A ellos. —Abraham alargó el brazo para que le llenaran la copa—. Debo admitirlo, me caen bien estos cabrones. Dicen lo que piensan y no tienen miedo de nada. —Meneó la cabeza—. En realidad, casi todos temen a Demóstrate y a Manes. Aparte de eso… —Sonrió—. Ahora bien, o estás con ellos o contra ellos.
—¿Tú has dado de comer a una flautista? —preguntó Sátiro.
—Sí —contestó Abraham. Se sonrojó—. Y lo volveré a hacer.
—Explotan a los débiles por dinero —dijo Sátiro—. Todas estas mujeres son esclavas.
—Igual que los diádocos —respondió Abraham—. Y te lo repito, o estás con ellos o contra ellos. Te pedirán que juegues y, si no lo haces, nunca harán tratos contigo.
Sátiro se fijó en que un capitán le daba un golpe brusco a un esclavo, un golpe despreocupado que lo tiró al suelo. Respiró lentamente, como preparándose para un combate.
Abraham se arrimó a Sátiro.
—Muchos de estos hombres han sido esclavos —dijo—. Este no es nuestro mundo.
La cena fue excelente: cabrito al azafrán, un sencillo guiso de conejo con alubias que sin embargo estaba delicioso y ostras, miles de ostras, servidas con una Afrodita desnuda en una concha gigantesca que acarrearon cuatro forzudos.
Los capitanes se pusieron a dar patadas en el suelo, aplaudiendo y gritando entusiasmados, mientras engullían ostras desaforadamente.
La muchacha de la concha era una belleza, no en la flor de la juventud pero alta, fuerte y con pechos turgentes. Llevaba el pelo teñido de rubio platino, igual que la diosa, y tenía los pezones dorados. Su porte era más parecido a la de una diosa que al de una esclava.
Las ostras se fueron acabando ruidosamente y Sátiro se encontró con que Afrodita quería compartir su diván.
—Me envía Demóstrate —dijo con una voz grave y clara. Su griego tenía tan poco acento como ella vestiduras.
—¡Tómala, muchacho! —gritó Demóstrate—. ¡Yo ya soy demasiado viejo!
—¡Festival de Afrodita! —gritó Manes. Alzó su copa—. ¡Hazle el honor!
Los demás hombres gritaban cada vez más alto. La cantante hizo una seña a sus músicos y comenzó a cantar una canción a voz en cuello, un himno a Afrodita. A Safo, en realidad; una pieza que Sátiro conocía.
Abraham le tocó el hombro mientras los demás gritaban.
—Te lo advertí —dijo.
Sátiro se echó para atrás y Afrodita metió la mano bajo su quitón, le agarró el pene y tiró de él bruscamente. Sátiro se quedó pasmado al sentir que sus dedos penetraban a través de la amapola que corría por sus venas y del dolor del brazo izquierdo.
—Quieren que… copules. Con ella. Ahora. —El semblante de Abraham mostraba una estudiada impavidez—. ¡Te lo advertí!
Afrodita acarició la punta de su virilidad y Sátiro tuvo una erección. Así de simple.
—Relájate —dijo ella—. ¿Prefieres que me ponga debajo o encima? —preguntó, trabajándole el pene como si fuese masa de pan.
La mera cortesía acudió al rescate de Sátiro.
—La diosa debe estar arriba —dijo, y se situó debajo de ella—. Por favor, ten cuidado con mi brazo.
Los demás hombres rugieron al verla a horcajadas encima de él. Afrodita se puso en cuclillas y se empaló en él, y luego se tendió sobre Sátiro.
—Cuanto más dure esto —dijo—, mejor les caerás y más suerte nos traerás.
Comenzó a moverse lentamente arriba y abajo, y luego agachó la cabeza de modo que su cabellera de oro blanco le cubriera el rostro. Sátiro oía el jaleo que armaban los capitanes pero no podía verlos; notó la inminencia de su propia reacción, y también que los pezones dorados dejaban rastros de oro en su quitón.
—Desabróchame el quitón —dijo a la melena de Afrodita—. Creo que no voy a durar mucho…
Afrodita le apretó el brazo izquierdo con una mano, y el dolor manó como el agua de una fuente.
—Si me dejas hacer, puedo conseguir que dures mucho rato —le dijo al oído, acariciándole el pecho con los senos.
Fuera de la tienda de cabellos, los comensales golpeaban sus divanes, cantando el himno a Afrodita, y Sátiro oyó que la voz de Demóstrate sonaba más fuerte que las demás. El tipo cantaba bien.
Afrodita le había desabrochado el quitón, y Sátiro se sirvió del brazo derecho para quitárselo por la cabeza; más distracción, más dolor en el brazo izquierdo, y más vítores.
—¡Segundo asalto! —gritó Demóstrate, y el himno comenzó de nuevo.
—Eres muy hermosa —dijo Sátiro—. ¿Eres esclava?
Afrodita resopló súbitamente y apartó su rostro del de Sátiro. Sus labios estaban tan bien perfilados que parecían afilados.
—Soy tuya —dijo—. Soy un regalo de Demóstrate.
Se hundió en su verga, se irguió y dio un grito; éxtasis fingido, sospechó Sátiro, que había visto hacer lo mismo a Fiale, pero soberbiamente fingido. El jaleo en la estancia era atronador, y el himno proseguía.
—¡Tercer asalto! —gritó Demóstrate, y el himno recomenzó.
—Hazme daño otra vez —dijo Sátiro a su melena. La cabellera estaba siendo su salvación: no podía ver ni la lujuriosa provocación de su piel ni los rostros lascivos de los comensales, y permaneció así, confinándose en la intimidad que ella le proporcionaba.
Afrodita frotó su pulgar con letal precisión a lo largo de la línea de la rotura de su antebrazo, y luego deslizó la otra mano entre sus piernas mientras el dolor le recorría el cuerpo, para compensar. ¿Qué clase de vida confería tal habilidad a una mujer? Sátiro ya no estaba de pleno en el simposio sino que flotaba en un mundo aparte, un lugar que olía a especias, a perfume y a sexo, donde el vino y la amapola le llenaban la cabeza, donde el placer y el dolor iban de la mano; no tenía control sobre su cuerpo y eso lo asustó más que una batalla, de modo que su virilidad comenzó a marchitarse, y ella se contorsionó contra él y bufó cual gata en celo, y los labios de Sátiro buscaron los suyos, y le agarró la cabeza y su boca se cerró sobre la de ella. Afrodita jadeó como si se sorprendiera de ser besada, y luego Sátiro alargó el brazo y pasó la mano entre ambos, y ella jadeó de nuevo sin dejar de besarlo.
—¡Quinto asalto! —chilló Demóstrate, y la concurrencia estalló en ovaciones y vítores como si acabara de ganar un combate. Sátiro se preguntó qué había sido del cuarto y de pronto ya no pudo dominarse y terminó, arqueando el cuerpo contra ella, con las manos aferradas a sus carnes, y Afrodita gritó de nuevo, y esta vez Sátiro no supo ni le importó que su placer fuese simulado.
Afrodita hizo ademán de ir a apartarse pero el brazo derecho de Sátiro la retuvo.
—No te muevas —le dijo.
Ella permaneció encima de él durante la estrofa siguiente, riendo quedamente junto a él, y luego Sátiro recogió del suelo su quitón, el mejor que tenía, y lo usó para limpiarse y limpiarla mientras los demás invitados se desternillaban y vitoreaban y la mujer que había cantado el himno apartaba la vista con repugnancia. Sátiro se levantó, desnudo, y fue hasta el diván de Demóstrate con el miembro todavía tumescente, cosa que sería considerada una pifia en cualquier otro simposio.
—Este quizás haya sido el mejor regalo de mi vida —dijo Sátiro—, pero me sigues debiendo un espolón para el
Halcón Negro
.
Demóstrate rio.
—¿Han sido cinco asaltos o seis? —preguntó—. Buena suerte, en cualquier caso. Eres muy astuto, muchacho. ¡Te he visto! —Volvió a reírse y tiró de Sátiro para que se sentara a su lado. Susurrando, le dijo—: Piensas que somos un atajo de bárbaros, chaval. Y quizá lleves razón. Pero ahora todos sabemos que tú también lo eres. —Se incorporó—. ¿Puedes conseguirnos un puerto en el Euxino? —preguntó. Sentado en el borde de su
kline
, cogió una pesada
mastos
[7]
de plata de doscientos años de antigüedad, la sumergió en una cratera que sostenían dos esclavos y se la bebió de un trago.
—Sí —contestó Sátiro.
Demóstrate le pasó la copa.
Sátiro la apuró hasta la última gota, lamió el pezón haciendo sonar el abalorio y los hombres le rieron la gracia.
—Entonces vayamos a joder a Eumeles con el mismo ímpetu con que has jodido a la diosa, chaval. Me parece que les has caído bien a los muchachos.
Sátiro no supo impedir que una sonrisa amarga asomara a sus labios.
—El sentimiento no es mutuo —respondió.
Demóstrate llevaba su diadema en la cabeza, y las joyas titilaban a la luz de las llamas. Agarró a Sátiro y lo arrimó a él, de modo que sus hombros desnudos se tocaran. La piel del rey pirata era un entramado de cicatrices, nada que ver con la cremosa napa de Afrodita, una curiosa comparación para Sátiro, cuya mente iba demasiado deprisa. El anciano aceró su rostro al de Sátiro.
—Bien —dijo Demóstrate—. Son escoria. Nunca lo olvides; todos andan conspirando mientras esperan que muera. —Se rio—. Y ni uno de ellos sería capaz de mantenerlos unidos. —Su aliento no era fétido. Olía a clavo y a vino—. Tú podrías ser su comandante, dentro de unos años.
Sátiro negó con la cabeza.
—No —repuso.
Demóstrate se arrimó más.
—Cuando tengas ocasión, mata a Manes.
Sátiro miró al viejo pirata, tan impresionado como cuando el pulgar de la diosa le había acariciado el pene. El efecto de sus palabras fue físico.
Demóstrate se rio.
—Bienvenido al Tártaro, chaval. Si quieres que luchemos por ti, tendrás que hacer algo más que el amor en un simposio. Manes tiene que morir, chico. Y si lo matas, los otros… Bueno, muchos son como corderos, por más que sean el terror de los mares. —Volvió a reírse—. Y ahora regresa a tu diván antes de que los demás decidan que eres tú quien debe morir.
Sátiro se levantó. Demóstrate le dio un beso; un beso de hombre, nada distinto a cualquier beso que cualquier invitado recibiría en un simposio pero que heló la sangre de Sátiro en sus venas. Y mientras emprendía el regreso por el suelo embaldosado miró como por casualidad a Manes, que yacía entrelazado con el seductor Ganimedes. El pirata le devolvió la mirada como un animal enjaulado. Sátiro apartó la vista y se obligó a recorrer la estancia con los ojos, como si le divirtiera la escena en su conjunto, para luego volver a mirar los ojos de animal de Manes.
Era obvio que todos aquellos tipos duros temían a Manes.
Llegó junto a su diván. Afrodita se hizo a un lado pero Sátiro le cogió la mano.
—Hónrame con tu compañía, diosa —le dijo.
—Si me lo pides así… —respondió ella sonriendo—. ¡Caramba! Tienes buenos modales.
—Soy de Alejandría —explicó Sátiro, y entabló conversación con ella porque su melena lo había mantenido cuerdo.
Horas más tarde regresaba a casa desnudo salvo por la clámide, con frío y húmedo, y a medio camino se quitó el manto por la cabeza y se plantó en la plaza del mercado, dejando que la lluvia helada corriera por su piel.
Abraham se quedó aguardando, y cuando Sátiro consideró que ya se había castigado bastante, reanudaron juntos la marcha, seguidos por Afrodita que, con sus pertenencias en lo alto de la cabeza, entró en la casa detrás de Sátiro.
Terón se sorprendió ante su desnudez, aunque la sorpresa le duró poco.
—Parece que lo habéis pasado en grande —dijo. Miró a Afrodita—. ¿Tú has sido un regalito de la fiesta? —preguntó Terón—. Ojalá me hubiesen invitado.
Sátiro se dejó caer en una de las cómodas sillas de Abraham, de sólida madera maciza como las que usaban los nabateos.
—Eres libre. Y tienes mi agradecimiento. Has interpretado tu papel maravillosamente.
Afrodita sonrió.
—¿Libre? ¿En serio?
Sátiro no pudo reprimir una sonrisa ante su alegría, mucho más real que los jadeos entre sus brazos.
—¿Quién tomaría el pelo a un esclavo de esa manera? Sí, por supuesto.
Afrodita permaneció en pie, mirando al suelo. Tendría la misma edad que Sátiro; tal vez diecinueve. Bastante mayor, para ser una esclava sexual. Su cuerpo era soberbio, musculado, mantenido en buena forma, pero su rostro mostraba signos de su profesión.
Terón le levantó la barbilla.
—¡Eres corintia! —dijo.
—Sí —respondió ella, sonriendo.
—En realidad eres una sacerdotisa de Afrodita —agregó Terón, después de reír.
—Sí —reconoció ella—. Lo fui. Me escapé. La diosa me siguió.
Volvió a bajar los ojos, con las mejillas coloradas.
Sátiro tenía ganas de vomitar.
—Eres libre. Y si puedo hacer algo por ti… ¿Un pasaje, tal vez? ¿Un puesto en una casa?
Abraham le puso una mano en el codo.
—Deja que te busque un sitio donde puedas dormir —dijo—. Arriba tengo un amigo que se alegrará de conocerte.
Sátiro no sabía que Abraham tuviera un amigo. Apoyó la cabeza en las manos en cuanto ambos se hubieron marchado.
—Oh, dioses —dijo.
Terón guardó silencio.
Al cabo de un rato, Sátiro levantó la vista.
—Necesitamos un puerto aliado en el Euxino —dijo.
Terón suspiró pero no dijo palabra.
Al cabo de otro rato, Sátiro se fue a dormir.
Altiplano del Tanais, invierno, 311-310 a.C.
Al despertar había perdido años de vida y era una niña en la yurta de fieltro de su madre, acampada en el mar de hierba. Grifones y águilas combatían contra ciervos y leopardos en las colgaduras bordadas, y la resina de pino perfumaba el ambiente. Un brasero de bronce labrado colgaba de los postes centrales encima del hogar, y el aire era caliente como el verano. Iba envuelta en pieles. La mujer que estaba junto al brasero, con un abrigo blanco de piel de ciervo, era su madre.