—¿Me tienes miedo? —preguntó Sátiro con despreocupación. Ahora la marea estaba cambiando. Los hombres no se burlaron de Manes, y su silencio resultó muy jugoso.
Manes cambió de postura en el diván y puso los pies en el suelo.
—No tengo miedo de nada. Ni de ti, ni de Demóstrate, ni de Rodas. Soy el terror de las costas, el puto amo del mar.
Sátiro le dedicó una reverencia socarrona.
—¿En serio? ¡Si es así, lucharás!
Manes hizo ademán de empuñar la espada y los dedos de Sátiro buscaron la empuñadura de la suya. Manes era aterrador y tenía los brazos largos. Si desenvainaba primero…
Ganimedes alargó la mano, tocó el brazo de su amo y le susurró algo al oído.
Manes se detuvo y respiró profundamente.
—No tengo por qué luchar contigo, chico.
Sátiro dedicó una sonrisa socarrona a la bestia.
—Creo que te darás cuenta de que más te habría valido luchar conmigo —dijo.
Manes gruñó, y a Sátiro se le erizó el vello del cogote.
Demóstrate estaba observando pero no intervino. Una vez más, Ganimedes agarró el brazo de su amo y, esta vez, le susurró furiosamente al oído. Manes se lo quitó de encima, pero entonces le dio la espalda a Sátiro y se marchó pisando fuerte, con la cabeza bien alta.
—Cobarde —dijo Sátiro, en voz alta y clara.
Manes se paralizó, dejando el pie suspendido en el aire, pero terminó de dar el paso y se marchó del simposio entre un murmullo de comentarios.
Sátiro sonrió a los demás bebedores y luego fue tras él. No siguió a Manes hasta la puerta principal; sabía de sobras la recepción que le aguardaba allí. En cambio, bajó por la escalera de los esclavos, cruzó las cocinas y salió por la puerta de servicio a la calle, donde estaban apostados los infantes de marina de Apolodoro, que enseguida lo escoltaron hasta casa de Abraham. Cerraron las escotillas.
Pese a todas las precauciones que Sátiro había tomado, Manes no dio un solo paso provocador en toda la noche.
—Por Apolo que ese hombre me da miedo —dijo Sátiro, mientras tomaba vino caliente. El sol todavía estaba detrás del borde del mundo, pero el almacén estaba iluminado de una punta a otra ya que los marineros se aprestaban para abordar el
Loto
.
—Es uno de esos hombres que parecen estar por encima o por debajo de lo humano —dijo Terón.
Sátiro asintió.
—Debe morir. Cuando termine con él, no habrá más pruebas que superar, ni más humillaciones ni más esclavas en mi diván.
Terón meneó la cabeza.
—Chaval, te dispones a matar a un monstruo para no tener que hacer el amor con mujeres guapas. No me hace falta ser Filocles para señalar la falacia de tu postura.
Sátiro no volvió la cabeza.
—No estoy para bromas.
Terón se encogió de hombros.
—Jugaremos con Moira —dijo—. No volveré a ofenderte.
Sátiro asintió.
—Bien. ¿Estamos listos?
—Estamos listos. ¿Estás convencido de que nos atacará? —preguntó Terón. Se abrochó el último cierre del peto.
—Menos arrastrarlo atado a una cuerda, he hecho todo lo posible para provocar que me ataque. Su adlátere pasó el último rato del simposio recordándole que iba a matarme por la mañana y que no tenía por qué arriesgarse en plena noche. Será ahora. Hemos anunciado a diestro y siniestro la hora de nuestra partida —agregó Sátiro, meneando la cabeza.
—¿A quién intentas tranquilizar? —preguntó Terón.
—A mí mismo —admitió Sátiro—. Ese hombre me aterra, pero esto hay que hacerlo.
—¿Te sentirías mejor si te dijera que eres como una fuerza de la naturaleza? —preguntó Terón.
Sátiro asintió.
—Sí —contestó, y sonrió.
Sátiro no tendría que haberse preocupado. Estaban a dos calles de la playa cuando vio que les cortaban el paso con un carro de dos ruedas, y unos hombres provistos de antorchas comenzaron a llenar el espacio que dejaba libre su columna de marineros.
Sátiro iba al frente de la columna con Terón y Neiron. Se detuvo. Llevaba armadura completa y un aspis al hombro. El yelmo ya estaba cerrado, cubriéndole el rostro.
—¡Sátiro! —rugió Manes. Apareció por una calle lateral—. Tira tus armas o mataré a todos tus hombres.
En efecto, todos los tripulantes de sus cuatro barcos estaban a la vista, cada uno de ellos blandiendo una antorcha, una porra o una espada. Superaban en número a la tripulación del
Loto
, como mínimo duplicándola.
—Dudo que puedas —contestó Sátiro. Levantó el aspis, por si le tiraban una flecha desde la oscuridad—. ¿Por qué no luchas conmigo de hombre a hombre?
Manes se rio.
—¿A oscuras? Pueden pasar muchas cosas en una lucha a oscuras. Eso es lo que quieres, ¿verdad? Yo quiero algo distinto. —Volvió a reír—. Última oportunidad. Tira ese escudo de juguete y sé un esclavo. Es lo que tendrías que haber sido desde el momento en que llegaste.
Sátiro no bajó su aspis.
—Última oportunidad, Manes. Lárgate. —Levantando a voz, alta y clara, bramó—: ¡Matad a sus arqueros!
Incluso dentro del yelmo, oyó llegar las flechas. Varias golpearon su escudo, haciéndole retroceder un paso, otra rebotó contra el yelmo y una tercera le rozó la rodilla. A sus espaldas, un hombre chilló.
Aquello no se ajustaba al plan.
Luego, un poco tarde, sus arqueros salieron de la emboscada en la oscuridad y dispararon, casi todos desde escasa distancia. Los hombres de Manes gritaban al morir.
Manes se quedó inmóvil, torciendo el gesto. Era una bestia, pero una bestia astuta.
—Vaya —espetó.
A Sátiro le dolía el brazo del escudo. Había tomado bastante amapola para mantenerse firme, y quería acabar con aquello cuanto antes. Pero incluso con la droga, Manes le infundía miedo.
—Espada contra espada, Manes. Ahora mismo.
Sátiro dio un paso al frente, colocando el aspis en posición pese al daño que le hacía el brazo.
Manes retrocedió a la luz parpadeante de las antorchas.
—¿Para que tus arqueros me disparen por la espalda? —dijo—. Ni hablar. Tu día llegará, hijo de puta. Y entonces te liquidaré. A lo mejor abuso de ti un rato antes de matarte, ¿qué te parece?
Sátiro siguió avanzando y alzó la voz.
—Me parece la palabrería de un hombre que no se atreve a luchar.
Los ojos de Manes estaban en todas partes, y su amado le agarró la mano de la espada y tiró de él hacia atrás, para resguardarlo en el precavido círculo de sus hombres.
—¡Que te jodan, chico! —gritó a Sátiro, que gritó a su vez.
—¡Te has echado para atrás dos veces, bellaco! ¡Perro! ¡Cobarde! —Se rio—. ¿Y esta escoria tiene miedo de ti?
Pero los tripulantes de Manes ya retrocedían por la calle, con un impenetrable muro de escudos de cara a Sátiro y otro hacia el lugar donde la tripulación del
Halcón
amenazaba su flanco.
—Hazlo —dijo Neiron.
—No —dijo Abraham. Su armadura estaba tan lustrosa que reflejaba cada punto de luz de la calle. Su aspecto tenía algo de sobrehumano—. No. Si comienzas una batalla aquí, perderemos hombres y Manes escapará de todos modos. Y los piratas te odiarán. Tienes que conseguir que luche.
—Ares, lo he intentado —respondió Sátiro.
Abraham se rio.
—Ya lo hemos oído. Le costará lo suyo digerirlo. Apresúrate.
Sátiro frunció el ceño.
—Irá a por ti —dijo.
Abraham lo abrazó.
—Sabré lidiar al león —dijo—. Ve y haz lo que tienes que hacer. Y dale recuerdos a mi padre.
Mar de Hierba, norte de Olbia, invierno, 311-310 a.C.
El viento del norte soplaba sobre las llanuras arrastrando consigo las plumas de nieve que tanto impresionaran a Heródoto, y penetrando en cualquier prenda que un sakje pudiera vestir, de modo que los guerreros se ponían la armadura encima de sus chaquetas de piel a fin de cortar el viento.
Melita llevaba un coselete nuevo: un par de pieles de borrego, la interior acolchada con lana y la exterior cubierta de escamas alternas de hierro y de bronce que titilaban pálidamente a la luz invernal. Llevaba este coselete de escamas encima de su chaqueta de piel de zorro y pantalones de borrego remetidos en botas también de borrego, así como el gorro de piel que le cubría toda la cabeza, y aun así tenía frío. Entre las piernas, su jamelgo del templo, que había tomado prestado hacía una eternidad en la costa oriental del Euxino, avanzaba pesada pero incansablemente contra el viento. La opinión que le merecía su montura había mejorado durante la huida hacia el norte; aunque su estampa no era gran cosa y en una batalla fuese inútil, su encorvado caballo poseía un espíritu indómito. Se había ganado la confianza de Melita y, por tanto, esta le había puesto nombre:
Tortuga
. Tal nombre hacía que los demás miembros de la tribu se rieran pero, para entonces, tras haber soportado dos ventiscas en su marcha por el mar de hierba, conocían sus méritos. Era lento pero seguro.
Detrás de ella iban seis ponis sakje, casi todos cargados con sus arreos de repuesto, el equipo de guerra, una pequeña tienda y todos los útiles necesarios para acampar. Samahe y Ataelo la habían pertrechado bien, según el criterio sakje, aunque muchos de los artículos que llevaba consigo procedían del botín de los hombres que había matado, un recordatorio palpable, tanto para ella como para los demás, de su destreza. Y al final de la reata de remontas iba
Grifón
, uno de los caballos de batalla más alto entre los de los sakje.
Ataelo interrumpió sus pensamientos acerca de los caballos cuando surgió de la nieve y agitó en alto su fusta.
—¡Vamos a acampar! —dijo con su habitual alegría inquebrantable—. La nevada arrecia.
Tardaron dos horas en montar el campamento. La cuestión más importante era la leña para calentarse y cocinar. Mientras un grupo de sakje apisonaba la nieve y levantaba las yurtas, otros se dispersaron hacia el norte y el sur, caminando con dificultad en la nieve, siguiendo la orilla del río en busca de árboles que hubieran sucumbido a las crecidas primaverales y que aún no hubiesen esquilmado otros viajeros.
Melita encontró un árbol grande que parecía abatido por la mano de un dios; la gran masa de sus raíces seguía aferrada al suelo, formando una especie de cueva. Melita recorrió la longitud del tronco con su hachuela de bronce en la mano, dando golpecitos a la madera mientras avanzaba, pero el tronco era macizo y al golpearlo resonaba como si también fuese de bronce.
El gran roble había crecido en un meandro del río y sus compañeros seguían en pie, incluso un sauce de mediana edad que, alcanzado por un rayo en su juventud, se había dividido en dos troncos, formando una uve profunda. Melita se puso a cortar ramas pequeñas del sauce, y las más pesadas las apoyaba en la hendidura del tronco doble para partirlas dándose impulso con todo el cuerpo.
Cuando hubo juntado un montón considerable, llegó Ataelo a caballo. Con él venía el más joven de sus guerreros, un exiliado de los Caballos Rampantes que se llamaba Scopasis. Era un muchacho huraño que tenía una cicatriz en el puente de la nariz y se la tocaba cada dos por tres. Lo habían expulsado de su clan por un asesinato, y Ataelo había caído tan bajo como para aceptarlo, aunque nunca lo perdía de vista.
Ataelo bajó hasta el gran árbol con su proverbial energía y una pesada hacha de hierro, obra de un herrero sindi. Scopasis permaneció sentado en su caballo, observando.
Melita siguió trabajando mientras Ataelo le llevaba ramas ya limpias, y al cabo de un rato tuvo un buen montón de ramas tan gruesas que no podía partirlas.
Hizo una seña a la figura encorvada del muchacho.
—Necesito tu fuerza —dijo.
El muchacho gruñó y desmontó.
—Ayúdame a romper estas ramas —dijo Melita.
Scopasis masculló una respuesta ininteligible. Moviéndose con deliberada lentitud, cogió la rama más pequeña y la partió. Luego se detuvo y miró a Melita.
Suspirando por la actitud de los hombres en general y la de aquel en particular, Melita cogió una rama más gruesa del montón.
—Vamos —dijo—. Que no muerdo.
Ataelo se aguantó la risa y siguió cortando con el hacha.
Scopasis unió sus esfuerzos a los de Melita. Dio un brusco empujón contra la parte más gruesa, pero la rama no se rompió. Dio un traspié y cayó de espaldas.
—¡Joder! —exclamó.
—Empuja conmigo —dijo Melita—. Vamos.
—¡A la mierda con esto! —dijo Scopasis, y se dio media vuelta.
Melita sonrió para sí. Había servido como arquera en el ejército de Tolomeo y pasado bastante tiempo estudiando, e imitando, la conducta de los hombres jóvenes. Cortó con paciencia en el punto de rotura que deseaba con su hachuela de bronce, apoyó la rama en la horquilla que formaba el sauce y empujó. Se oyó un chasquido y volvió a empujar; un crujido seco y se vio tumbada en la nieve.
Scopasis se rio. Melita rio con él.
—Ven a echarme una mano —le pidió Melita, levantando la voz.
Una vez más, el muchacho fue hasta ella. Esta vez escogió una rama mayor. La puso en la horquilla del sauce, aguardó a que Melita se le uniera y empujaron juntos. Tuvieron que intentarlo varias veces, pero al final la rama se partió, recolocaron los dos trozos resultantes y los partieron a su vez. Luego Scopasis fue en busca de otra rama sin que fuese preciso pedírselo.
Scopasis trabajó a ritmo constante durante más de una hora, hasta que apareció Tameax y se rio.
—¡Has conseguido que el chico trabaje! —dijo.
Scopasis dejó caer la rama que llevaba, saltó a lomos de su caballo y se marchó sin decir palabra.
Melita subió hasta donde estaba el
baqca
.
—No sea dicho que lo ves todo en el futuro —comentó Melita—. Acabas de deshacer el trabajo de toda una tarde.
Tameax se encogió de hombros.
—Bah, si tiene la piel tan fina, es un inútil.
—Por eso eres
baqca
y no rey. Ve a buscarlo, discúlpate y tráelo de vuelta. —Melita sonrió—. Por favor.
—¿Por qué? —preguntó Tameax.
Ataelo observaba con el hacha en alto.
—Porque te lo pido —respondió Melita.
Tameax entrecerró los ojos y, de súbito, Melita entendió lo que veía en ellos.
—No seas tonto,
baqca
—le espetó. Se acercó un poco más—. No necesito viajar al mundo de los espíritus para ver que estás celoso. ¿Celoso de que corte leña con un chico exiliado? —Siguió acercándose, y él retrocedió—. Te pasas de la raya,
baqca
. Tus sentimientos son pura presunción. Quizá no seas lo bastante hombre para ser mi
baqca
, ¿eh?