Alejandría se extendía delante de él como una canasta de riquezas, el mayor puerto del mundo rodeado por una ciudad que se expandía tan deprisa que un hombre podía sentarse en la popa de su barco y ver cómo crecían los suburbios. En el extremo de la península de Faro, una lengua de tierra que sobresalía como un cuerno de caribú desde la curva de la costa, donde los obreros trabajaban duro con grandes bloques de piedra caliza, poniendo los cimientos del faro que Tolomeo se había propuesto construir, mientras miles de peones llevaban cestos de tierra desde tierra firme para ensanchar y reforzar el suelo.
Sátiro estaba junto a Neiron y observó como rebasaban la punta de Faro mientras sus remeros daban una estrepada, hacían una pausa y daban otra, conduciendo su barco lenta y cuidadosamente entre la masa de embarcaciones que llenaban la rada y atestaban las playas.
—Ahí está la casa del amo León —gritó el vigía desde la proa.
Una sensación de pavor se adueñó de Sátiro. No tenía motivos para sentirse así, e hizo un signo campesino para conjurarla.
—Atracaremos en la playa, delante de la casa —dijo.
Neiron asintió.
Sátiro llevaba el brazo roto entablillado y bien envuelto contra el pecho, pero le dolía constantemente. Observaba la orilla, tratando de librarse del mal humor y de no pensar demasiado en el dolor del brazo.
No tuvo demasiado éxito en lo uno ni en lo otro.
—¡Guardacostas! —gritó el vigía.
—Meso tiene que marcharse —dijo Sátiro a Neiron.
—Me encargaré de ello —contestó Neiron. Se encogió de hombros—. Meso está tan descontento como tú.
—No veo que le coja el tranquillo al oficio —dijo Sátiro, negando con la cabeza.
—No —corroboró Neiron. Se mesó la barba, con los ojos fijos en el guardacostas que se aproximaba.
—León tiene mercantes; algunos bastante rápidos. Como el
Gavilán
. Creo que podría manejar uno de ellos. —Sátiro negó con la cabeza, molesto como siempre por tener que hacer de malo—. Aunque carece de autoridad.
Neiron dio la impresión de ir a mostrar su desacuerdo.
—¡Carece de autoridad! —espetó Sátiro. Acto seguido se vino abajo—. Me estoy convirtiendo en un maldito tirano.
—Lo que tienes es cierto sentido de tu propia importancia —dijo Neiron con cuidado.
Sátiro meneó la cabeza.
—No hay manera de que se termine —dijo, sin concretar a qué se refería.
—¡Remos… dentro! —gritó Meso. Calculó mal el tiempo y los remeros, que lo apreciaban, intentaron compensarlo, pero ciento ochenta remeros no pueden fingir a la vez que una orden se ha dado correctamente, y el
Loto Dorado
distó mucho de mostrar su legendaria eficiencia al plegar las alas.
El guardacostas se abarloó a ellos y su trierarca subió a bordo envuelto en una nube de afeites caros.
—¿Carga? —inquirió en cuanto sus botas carmesíes pisaron la cubierta—. Soy Menandro, capitán de aduanas. Por favor, muéstrame vuestro conocimiento de embarque.
—Alumbre y pieles —dijo Sátiro.
—¿Pieles para Egipto? ¡El sobrino de León debe de haber perdido la cabeza! —dijo el aduanero. Tomó nota en sus tablillas de cera.
Sátiro se estaba enojando de nuevo, pero le constaba que perder los estribos sería portarse como un idiota. Captó la mirada de Neiron.
—Estoy herido y en baja forma —dijo, haciendo una reverencia—. Mi timonel se ocupará de este asunto.
Sátiro se retiró al banco de gobierno. Neiron entregó un monedero y Menandro se asomó a la bodega como si pudiera ver las ánforas y los fardos a través de la cubierta inferior de remeros.
—Todo parece estar en orden —dijo, con el bulto del monedero dentro del quitón. Saltó de nuevo a su barco, que se separó del
Loto
remando con ahínco en pos de su próxima víctima.
—Esto es pura piratería, si te interesa mi opinión —dijo Neiron.
—Gracias —dijo Sátiro—. Estoy de un humor de perros. Algo va mal, lo presiento.
Neiron negó con la cabeza.
—No, Sátiro, solo es la amapola, nada más. Te descoloca la mente. A veces una herida también lo hace, pero una herida y la amapola pueden ser amigos mortales. Yo mismo he sufrido unas cuantas heridas. —Se encogió de hombros—. Tuve una en el cuero cabelludo. No se curaba, y el bulto crecía y crecía. Pensé que me estaba volviendo loco.
—Pero no fue así —dijo Sátiro.
Neiron observaba atentamente la orilla.
—Bueno, en realidad un poco sí. Pero no me refería a eso.
Sátiro tuvo que sonreír.
—¿Se supone que esta historia debe levantarme el ánimo?
Neiron se encogió de hombros.
—Me salvó un buen sanador. Y los dioses, supongo. Tienes que ver a un buen médico, tal como dijo doña Aspasia.
—¿Qué hizo el médico contigo? —preguntó Sátiro.
—Me tuvo atado mientras meaba la amapola. Ares, qué mal lo pasé. Y eso fue después cortarme un trozo de cabeza, y durante dos años tuve una sensación muy rara en el cráneo. Todavía me lo froto cada dos por tres. —Se encogió de hombros—. A eso me venía a referir. Una mala herida te cambia.
Sátiro asintió.
—Todo pinta bien —dijo, sosteniéndose el brazo. En su mente, había una mancha negra flotando sobre la ciudad.
Neiron suspiró.
Desembarcaron debajo de la ventana de la antigua habitación de Sátiro, y esclavos y libertos los aguardaban en la playa junto a Safo, que había visto el famoso
Loto Dorado
en la bahía. Safo le sonrió en cuanto Sátiro reparó en su presencia.
—Nos dijeron que habías recuperado el
Loto
—dijo Safo, y le dio un beso.
—Lo tengo capturado —dijo Sátiro. La abrazó y Safo le correspondió efusivamente—. Al final lo liberaré. ¿Dónde está Melita?
—Este es Kineas —dijo Safo. Le mostró un bebé regordete con unos ojos azules que lo miraban todo con curiosidad; el barco, el cielo y aquel hombre desconocido que lo había cogido en brazos.
—¡El hijo de Melita! ¡Qué guapo es! ¡Hola, sobrino! ¡Cielos! —Sátiro se rio—. Me siento viejo.
—Melita se ha ido al Euxino a sublevar a las tribus —dijo Safo en voz baja—. Mandé a Coeno con ella, y también a Eumenes cuando regresó de Babilonia.
—¡Heracles! —exclamó Sátiro—. ¿Abandonó a su hijo?
Safo juntó las cejas y la belleza de su rostro quedó oculta tras una máscara.
—No huyó —dijo Safo—. Unos hombres intentaron matarla, y a mí también. Esto es la guerra, Sátiro.
Sátiro vio que bajaban su petate a tierra.
—Tía Safo, ¿te acuerdas de Neiron? Ahora es mi timonel. Ha demostrado gran valía en este viaje. Espero que pueda alojarse en la casa.
Neiron hizo una reverencia. Safo inclinó la cabeza.
—Bienvenido a nuestra casa, Neiron.
—El capitán Sátiro necesita un sanador —dijo Neiron de forma harto significativa.
Safo asintió.
—Tienes mala cara. ¿Estás bebiendo demasiado, chico?
—Amapola —dijo Neiron—. Por una herida.
—¡Heracles! —Sátiro no sabía si reír o llorar—. Estoy aquí. ¡Soy un hombre adulto y puedo atender a mis necesidades!
—Ya lo veo —dijo Safo, con un tono de voz que daba a entender lo contrario. Dio órdenes con las manos y unas sirvientas vinieron corriendo.
Nearco leyó la nota de Aspasia. Se rascó el puente de la nariz y sonrió.
—¿La propia Aspasia? —dijo, y meneó la cabeza—. Te toca pasarlo muy mal durante unas semanas. Deja que vea ese brazo.
Deshizo los vendajes y el entablillado, y se los volvió a poner.
—Perfecto, por supuesto. Aspasia no haría un mal trabajo, aunque me ha dejado a mí la peor parte. El mercado nocturno está lleno de hombres capaces de recolocar un hueso. —Miró a Safo, que había insistido en estar presente—. Quiero que coma como el buey de un sacrificio durante una semana. Sátiro, haz cuanto ejercicio te permita el brazo, porque las próximas dos semanas serán brutales.
Sátiro meneó la cabeza.
—Es lo que todos me decís sin cesar —comentó.
Nearco volvió a rascarse la nariz.
—Y lo decimos en serio.
Sátiro comió y dio largos paseos. Ofreció sacrificios en los templos. El tercer día cruzó la ciudad hasta el barrio egipcio, escoltado por Namastis, un sacerdote de Poseidón que había servido con él en Gaza.
—¿Estás seguro de que saben forjar acero? —preguntó Sátiro.
Namastis puso los ojos en blanco.
—Para empezar, según cuentas tú mismo, la espada la hizo un sacerdote de Ptah. ¿Sí? —Namastis sonrió—. Ay, los griegos y vuestra arrogancia. Nos llamáis «egipcianos», ¿sí?
Sátiro estaba pendiente de cuanto veía en el barrio egipcio y asintió mecánicamente. Olía diferente. Tenía otro aspecto. La gente de la calle parecía más joven, rebosante de energía, garbosa, vivaz.
Una chica guapa le sonrió, algo nada corriente en las calles griegas.
—¿Me estás prestando atención? —preguntó Namastis. Se detuvo un momento y puso la mano en la cabeza de la chica, que aceptó su bendición con una mezcla de placer e impaciencia, como un niño al que sus padres elogian.
—Os llamamos «egipcianos» —dijo Sátiro con un sonsonete de imitación.
—Solo decís la «casa de Ptah» o la «casa del maestro constructor».
Namastis le hizo subir la escalinata del templo que presidía la estatua vestida de un dios de aspecto muy normal, un dios sin la usual cabeza de animal.
Los sacerdotes se interesaron de inmediato gracias a unas pocas palabras que cruzaron en privado con Namastis, y cuando Sátiro desenvolvió los fragmentos de la espada de su padre, se juntaron en torno a él como perros en torno a un hueso, susurrando y tocando el acero.
Namastis se lo llevó a un lado.
—Dicen muchas cosas. Ante todo, dicen que la hizo Sek-Atum y que, aun siendo viejo, sigue siendo el mejor. Vive río arriba, en Menfis. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
Sátiro se encogió de hombros.
—Hasta que rompa mi amistad con la amapola —contestó.
Namastis asintió, asumiendo la trascendencia del asunto.
—Ay, amigo mío —dijo, y apoyó una mano en el hombro de Sátiro.
Habló con los sacerdotes, que presentaban un aire sombrío. El mayor de ellos se acercó y puso un pulgar en los labios de Sátiro, sorprendiéndolo, y luego le escrutó los ojos. Asintió bruscamente y se retiró, hablando deprisa a Namastis.
—Enviarán la empuñadura y los fragmentos a Menfis hoy mismo. Dicen que la rotura de la hoja y tu salud son lo mismo; que es preciso forjarla de nuevo o tu salud seguirá quebrantada como la hoja, y que la amapola que llevas en el cuerpo es el defecto de la hoja. Dicen muchas cosas; son sacerdotes. —Namastis se encogió de hombros—. Dicen que la espada debería haberse enterrado en la tumba de tu padre. ¿Tiene algún sentido para ti?
Sátiro pensó en el kurgan junto al río Tanais. Como todo kurgan, tenía una lápida en lo alto.
—Sé a qué se refieren, sí —dijo—. ¿Pero forjarán de nuevo la hoja?
—En cuanto sea posible. Un donativo no sería mal recibido. Una mina de plata sería lo apropiado.
—Si tienen éxito, les enviaré una mina de oro. —Sátiro abrazó a Namastis—. Esto significa mucho para mí.
—Está bien que me hayas traído. Y es bueno que respetes las costumbres de esta tierra.
Namastis le cogió la mano para bajar la escalinata del templo de Ptah y, sin soltársela, lo condujo hasta que salieron del barrio egipcio. Almorzaron juntos y luego Namastis regresó a sus quehaceres en el templo.
—Rezaré por ti. ¡Estaré esperando tu visita! —dijo Namastis.
Sátiro fue directamente del templo de Poseidón al palacio. Una vez allí concertó una cita con Gabines, el mayordomo del señor de Egipto. Escuchó las noticias que circulaban en el ágora y él mismo difundió algunos rumores.
El cuarto día, visitó a Isaac, el padre de Abraham, que lo recibió en el patio y lo invitó a tomar
qua-veh
.
—¿Cómo está el pícaro de mi hijo? —preguntó Ben Zion.
Sátiro tomó la amarga bebida a sorbitos. Se dio cuenta de que había esperado que Miriam, la parlanchina hermana de Abraham, apareciera en algún momento, aunque ya había llegado a reconocer que la amapola, cuando se hacía notar, apagaba tales deseos y que, cuando se la echaba en falta, los avivaba. En aquel momento había transcurrido más tiempo que nunca desde la última dosis y por eso tenía los nervios a flor de piel.
—Está bien —contestó Sátiro, midiendo sus palabras—. Envió un cargamento que transporté a bordo del
Loto
para venderlo en Rodas. Te he traído alumbre de Rodas; aquí tienes los recibos. Y en esta bolsa está la plata.
Ben Zion hizo un ademán, desdeñando dos semanas de navegación.
—Hubiese preferido que trajeras a mi hijo. Está jugando a piratas cuando debería estar casándose.
Sátiro tuvo una vívida imagen de Abraham jugando a «dar de comer a la flautista» en el simposio de Afrodita.
—Regresará el próximo verano —dijo Sátiro—. Solo he venido para que supieras que está bien.
—¿Bien, dices? Está fornicando como un semental entre infieles que lo asesinarían por hacerse con sus cabellos rizados. Juega a piratas con hombres que se comerían su corazón después de arrancárselo, y tú lo llevaste allí.
Ben Zion no parecía especialmente enojado. Mencionó todo aquello como meros hechos consumados. Sátiro lo miró a los ojos.
—Es mi mejor capitán, mi mano derecha. Dentro de un año seré rey, o quizá no.
Ben Zion asintió.
—Escúchame bien, Sátiro hijo de Kineas, aspirante a rey. Si caes, la cabeza de mi hijo yacerá junto a la tuya. Si triunfas, ¿qué ganaré? ¿Qué ganaré si mi hijo muere? Preferiría con mucho que regresara con los suyos y que abandonara tu mundo de aventura. Cuando haya muerto, será demasiado tarde para que se arrepienta.
Sátiro se levantó.
—Es mi mejor amigo. Lamento que no valores sus logros. Es tan valiente como un león; reflexivo en el consejo. Es perspicaz, y no titubea a la hora de hacer lo que debe hacerse. Si fuese mi hijo, estaría orgulloso de que lo consideraran un buen capitán. Su nombre es conocido en Bizancio y en Rodas.
—Eres un joven tan alocado como mi hijo, Sátiro hijo de Kineas. ¿Qué te induce a pensar que no esté orgulloso? Lo estuve cuando regresó de la batalla de Gaza con la dignidad de un joven David. Los hombres venían y me decían, «Tu hijo capturó un galeón enemigo combatiendo en buena lid, cuando la batalla se daba por perdida», y otros, «Tu hijo salvó su barco y a su amigo». Oigo esas cosas y me regocija que mi hijo tenga tan buena madera. Pero aun así quiero verlo de vuelta aquí, donde puedo amarlo, y no muerto contigo. —Ben Zion alzó la cafetera—. ¿Más
qua-veh
? —preguntó—. No te molestes en ofenderte. Tráemelo de vuelta.