Melita cruzó los brazos.
—No preguntaba sobre su… espíritu.
Coeno meneó la cabeza.
—Si preguntas sobre nuestro arreglo para dormir juntos, solo me cabe sugerir que no es asunto tuyo, señora. —Le sostuvo la mirada sin esfuerzo—. Porque no lo es.
Melita tembló literalmente al reprimir las ganas de dar una patada al suelo.
—Muy bien —dijo con aire de superioridad—. Puedes retirarte.
—Pon atención. Señora —advirtió Coeno—. Los gobernantes sakje no dan permiso para retirarse. Eso solo lo hacen los tiranos griegos y los medos.
Melita se desinfló.
—Lo tendré en cuenta.
Coeno asintió.
—Bien —respondió, abrió la portezuela y se marchó.
Justo después de que el borde dorado del sol asomara por el horizonte al día siguiente, abandonaron el campamento. Cientos de miembros de las tribus todavía pululaban por allí. Buena parte de ellos montó y cabalgó junto a la columna, pero Melita se fijó en que iban pertrechados para viajar, de modo que los ignoró salvo para aceptar sus buenos deseos. Urvara y Parshtaevalt llevaban veinticinco caballeros cada uno, y unos cuantos jinetes más a modo de heraldos y escolta. En sentido estricto, no habían obedecido al pie de la letra.
Ataelo llevaba exactamente veinticinco jinetes, y sonrió y la invitó a contarlos. En lugar de eso, Melita lo abrazó sin desmontar.
Coeno iba al frente de seis caballeros de su propia elección. El único que ella conocía era Scopasis, que llevaba un coselete de escamas nuevo, un poco grande pero una buena prenda, y un yelmo beocio de bronce que no le había visto el día anterior. Resultaba fácil reconocer a los seis por la corona de abeto que envolvía sus yelmos, confiriéndoles un curiosos aire orgánico al tiempo que los señalaba como una unidad. Formaron filas y cabalgaron junto a ella.
—Preséntame —dijo Melita a Coeno.
Coeno asintió.
—Mi filarco es Scopasis. Es un forajido y no tiene otra lealtad. Es tu hombre. Además —Coeno dedicó una breve sonrisa a aquel hombre tan menudo—, me cae bien.
Scopasis habló desde debajo de su yelmo nuevo.
—Te seguiré hasta la muerte, señora.
Melita sonrió abiertamente.
—No es exactamente mi plan, pero a mí también me gusta Scopasis. ¿Y los otros?
—Laen en realidad es primo tuyo; hijo de Daan, la hermanastra de Srayanka. —Coeno señaló a Laen. Era un joven alto con una coraza de bronce dorado que reproducía un torso musculoso y un bonito yelmo ático con los rodetes de plata—. Lo eligió Nihmu; son parientes. Podría haber reclutado a cincuenta hombres si hubiese querido tantos. ¡Se armó un buen alboroto! —Coeno rio—. Casi una melé. Ojalá hubiese podido organizar unos juegos. Este joven alborotador del bigote rubio es Darax, y aquel cuya nariz rasca el cielo es Bareint. Los dos que quedan ocultos tras la inmensa sombra de Bareint son dos hermanos de la tribu de los Caballos Rampantes: Sindispharnax y Lanthespharnax, o eso entendí. Para mí son Sindi y Lanthe. Y el larguirucho del bigote extravagante es Agreint.
Melita se mareó con tantos nombres nuevos.
—¿Sindispharnax?
—¿Señora? —preguntó el guerrero. Acercó su caballo.
—Tu nombre no parece sakje —dijo Melita.
—Mi madre era una cautiva persa —respondió él con orgullo—. Permanece con las viejas matronas y nos puso nombres persas. —Hizo una reverencia—. Mi padre sirvió con el tuyo en la Gran Incursión hacia el este, señora.
Melita asintió. Luego preguntó a Coeno:
—Dime, ¿cómo los elegiste?
—Pedí que los hombres que quisieran unirse a tu escolta se reunieran conmigo en mi yurta con su mejor caballo —contestó Coeno—. Simplemente inspeccioné los caballos. Elegí a los seis mejores. Sus jinetes los acompañaron para montarlos, por decirlo así.
Melita torció los labios haciendo una mueca.
—¿No deberíamos prestar más atención a los hombres?
Coeno se arrimó a ella.
—¿Soy el comandante de tus caballeros, señora?
—Lo eres —respondió Melita. Y asintió—. Entendido. ¿Y mi trompetero? —preguntó.
—Salvo que cuentes al de Urvara, no hay una sola trompeta en todo el campamento. —Coeno hizo el saludo griego—. Quédate con el de Marthax.
Melita asintió.
—Buena idea.
Aquella noche acamparon al raso y Melita lamentó no tener un compañero de cama que le diera calor. Amontonó todas sus pieles y mantas y, finalmente, tras caminar un buen rato hasta tener los pies calientes, se acostó.
Por la mañana siguieron cabalgando hacia el norte. Nevó dos veces. La primera nevada duró poco pero la segunda cubrió la hierba con un grueso manto de nieve virgen que llegaba hasta los corvejones de los caballos. Por el momento ninguno tenía dificultades para avanzar, pero unos cuantos centímetros más sobre lo que ya había caído haría que el viaje comenzara a ser peligroso.
Ataelo salió con sus exploradores en cuanto el cielo se tiñó de gris. Sus jinetes y los de Samahe iban y venían todo el día, informando sobre la distancia que quedaba hasta el campamento de Marthax. A mediodía, cuando el sol era un pálido disco de plata en el cielo, Ataelo acudió en persona.
—Marthax nos aguarda en el Campo Grande —dijo—. Lo he visto y me ha saludado. No hemos hablado. Él y sus caballeros van armados.
—¿Cuántos son? —preguntó Urvara.
—Los trescientos al completo —dijo Ataelo, dirigiendo una significativa mirada a Melita.
—Nosotros tenemos menos de cien —señaló Parshtaevalt.
—No los necesitaremos —dijo Melita, y confió en que su voz transmitiera suficiente autoridad—. Sigamos adelante. —Hizo una seña a Ataelo para que se quedara a su lado—. ¿Qué es el campo grande? —preguntó.
Ataelo se rio.
—Aquí en el norte está la ciudad de los sakje, ¿sí? ¿La conoces? No tiene nada de ciudad; algunos templos, casi todos construidos por obreros griegos, y las casas de los grandes mercaderes. Y murallas y corrales; pasto para diez mil animales en tiempos de guerra, todos ellos cercados. Los muros los hicieron los sindi para nosotros. Y delante de la puerta principal está el Campo Grande, donde a veces se reúne toda la gente.
—¿Para nombrar a un rey? —preguntó Melita. Tenía retortijones de estómago, y sentía el mismo frío en la médula que sintiera en su primera batalla, y la primera vez que hizo el amor con Jenofonte.
Ataelo meneó la cabeza.
—Para hablar. Para comerciar. A veces para luchar. —Se encogió de hombros—. Yo soy del este, señora. Tenemos otras costumbres. Tu pueblo hereda a sus gobernantes; de madre a hija, de padre al hijo de la hermana… El mío lucha por el puesto.
—No somos tan diferentes —dijo Melita. Tenía las manos frías.
El sol ya había descendido bastante en el cielo cuando su columna llegó al Campo Grande. De inmediato, los jefes de clan hicieron formar a sus caballeros. Ella estaba en el centro y situó a Ataelo en el extremo derecho, a Urvara a su derecha y a Parshtaevalt a su izquierda. Formaron su línea a un estadio de distancia bajo la atenta mirada de los jinetes de Marthax. En su mayoría ni siquiera habían montado; estaban de pie junto a sus caballos, soplándose las manos. Melita saltó de su caballo de silla y montó a
Grifón
.
—Todos deberíamos cambiar a nuestros caballos de batalla —dijo Coeno.
—No —respondió Melita—. Ellos no van montados en caballos de batalla. Solo Marthax. Y yo.
Coeno gruñó.
—¿Tan mal estaría que tuviéramos un poco de ventaja? Nos superan con creces en número.
—Sí —dijo Melita. El frío le había calado hasta los huesos y las manos le temblaban. Todo se reducía a aquello, y de pronto se vio despojada de su certidumbre. Todas aquellas personas, personas a las que amaba por más que discutiera con ellas, la habían seguido hasta aquel campo, con el gélido viento del norte soplando sin piedad. ¿Y si se equivocaba?
—Ojalá tuviera un trompetero —dijo, y comenzó a cabalgar sola. Al cabo de un par de pasos, paró y se volvió—. ¡Que nadie me siga! —gritó, y el viento arrastró su voz juvenil.
Coeno carraspeó, y el caballo de Parshtaevalt piafó, demostrando los sentimientos de su jinete. En algún lugar de la línea, un caballo se tiró un pedo y Melita sonrió. Luego se volvió, golpeó suavemente los ijares de
Grifón
y avanzó al paso, sola, a través del campo.
Grifón
estaba tan tranquilo como si estuviera marchando por el campamento de Ataelo, aunque tenía las orejas erguidas y miraba la línea de soldados enemigos. Era un corcel que había demostrado su valía en la guerra y sabía lo que era un combate.
Melita deseó tener ropajes más vistosos. Llevaba un buen manto de piel de lobo con adornos de pelo de caribú y el yelmo de su madre con un almófar, cuyas escamas de oro y plata chispeaban, y un collarín de escamas de esmalte azul en la unión con el bronce del yelmo. También el
gorytos
de oro de su madre, pero sus botas estaban gastadas y los pantalones eran de simple cuero. Y sus guanteletes eran los del último dueño de
Grifón
, magníficos aunque sucios tras un mes de cabalgar y trabajar en los campamentos.
Marthax, o el hombre que suponía que era Marthax, montaba un enorme ruano en medio de la línea. Llevaba yelmo de oro, un coselete de escamas doradas y un abrigo de pieles, de estilo persa, sobre los hombros. Su barba era muy poblada y le cubría parte del peto, y tenía tantas canas que de lejos parecía blanca. Calzaba botas rojas, como rojos eran los pantalones con placas de oro.
Tocó los costados de su semental y fue al encuentro de Melita.
Llevaba una mano en la cintura e iba muy erguido; realmente presentaba el aspecto de un rey. De hecho, su dignidad era palpable. Melita quería odiarlo; era el enemigo primordial de su madre, pero no el hombre que la había asesinado. Aunque había contribuido, como mínimo, guardándose de intervenir. Y, no obstante, a diez largos de caballo, se lo veía demasiado noble para ser un enemigo.
«¿Mi hermano alcanzará alguna vez tal grado de dignidad?», se pregunto Melita. «¿Lo lograré yo?» Sus manos no se calentaban y le temblaban, tal como le temblaban los hombros a causa del frío y los nervios.
Sacó pecho, cuadró los hombros y lo miró a los ojos, los rostros de ambos ocultos en sus respectivos yelmos. Los de Marthax eran azules y estaban inyectados en sangre. De cerca, su dignidad no tenía parangón, pero su fortaleza era menor.
—Has venido —dijo Marthax cuando estuvieron a tres largos de caballo. Su aliento ascendía como el vapor de los sacrificios. Y con él, el de su caballo.
—Tú también —respondió Melita—. Estoy aquí para pedirte que me nombres tu heredera —dijo sin más preámbulos, a la manera de los sakje, prescindiendo de los preliminares y la cháchara persas regados con vino. Marthax se quitó el yelmo. Debajo de él llevaba una almilla de lino y lana. Se rascó la cabeza.
—No —dijo, y dio la impresión de lamentarlo sinceramente—. No, no puedo.
Melita también se quitó el yelmo y la melena le cayó sobre los hombros. Se oyó un suspiro en ambas líneas cuando resultó patente que iban a parlamentar y no a combatir.
—Jamás te humillaría —dijo Melita—. Pero todo el pueblo debe dirigirse al este para enfrentarse a los sármatas.
—Escucha, chica —dijo Marthax. Su caballo corveteó y el rostro de Marthax reflejó dolor—. Escucha mientras hablo. Tengo un acuerdo con Upazan de los sármatas. Tú no. No puedo ir a la guerra contra él sin romper mi juramento, y pienso hacer honor a mi palabra. ¿Lucharías conmigo en combate singular?
—¿Reconoces mi derecho? —preguntó Melita.
—¡Bah! Por supuesto. No tengo otro heredero. —Mostró su impaciencia por primera vez, y Melita se preguntó por qué estaba impaciente. Marthax se aproximó y Melita reculó temiendo una traición, pero él arrimó su rostro al de ella. El aliento le olía mal. En realidad era un hombre enfermo. Un hombre viejo y enfermo—. Escucha, chica. Cometí un error con Upazan. Tú también cometerás errores. Pero fue una manera de ganar tiempo para el pueblo, y ahora me batiré contigo por el reinado. ¿Lo entiendes? —preguntó.
Melita enderezó la espalda.
—Lo entiendo, oh rey.
Eso le hizo sonreír.
—Lamento lo de tu madre, muchacha. Entonces no comprendía lo fácil que es compartir y lo estúpido que es anhelar el poder. —Estaba mirando el sol poniente—. Solo tengo una petición.
Melita asintió.
—Constrúyeme un buen kurgan. Hazlo en primavera, cuando vuelvas a formar tu ejército, y ningún hombre dirá que no eres la reina. Todos los males se subsanarán. —Miró en derredor—. He detestado ser rey pero, por todos los dioses, adoro la vida. No la cagues, chica —agregó, quebrándosele la voz.
Se puso el yelmo en la cabeza.
—¿Sabes luchar? —preguntó—. He oído decir que sí.
—Melita volvió a recogerse el pelo y se puso el gorro de piel de zorro.
—Sé luchar —dijo.
Marthax asintió.
—Regresaré a mis líneas. Tú haz lo mismo. Cuando levante la espada, arremetemos.
Melita asintió. Luego dio media vuelta a su caballo y regresó al paso por el campo nevado hasta sus líneas, donde todos los caudillos se habían congregado en torno a sus caballeros.
—Luchamos —dijo Melita. Parshtaevalt meneó la cabeza.
—Deja que luche yo con él —dijo—. Está permitido.
Pero Urvara había estado observando.
—Vencerás —dijo a Melita—. Ahora lo veo claro. Al final, resulta que Marthax es en verdad un buen rey.
Y Melita asintió. Tenía lágrimas en los ojos.
—Antes de que se volviera contra ella, mi madre decía que era un gran hombre. —Se encogió de hombros—. Sospechaba que aún había algo de ese hombre en él.
Urvara asintió.
—Tendría que haberme dado cuenta antes, señora.
Melita pensó en decir algo… autoritario. Como que la próxima vez confiara en ella. Pero decidió que no era preciso decir nada. Tomó su mejor lanza de manos de Coeno.
—Está preparado —dijo Urvara. Había estado observando por encima del hombro de Melita.
—Yo también —respondió Melita. Se puso el yelmo, cerró y abrió los puños, y levantó su lanza.
Los sakje de ambas líneas los vitorearon y los dos jinetes iniciaron el avance.
Marthax era corpulento e iba bien armado. Llevaba un hacha de guerra con punta, un arma peligrosa, y la blandía apuntando a sus ojos. Portaba un escudo pequeño con un ciervo de bronce corriendo sobre un fondo de escamas de hierro, y venía a galope tendido.