Tirano IV. El rey del Bósforo (24 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Se despertó con mal sabor de boca, y la cabeza le palpitaba como si las sienes fueran la tensa piel de un tambor y los palillos le golpearan la cabeza al ritmo de los latidos del corazón.

Nihmu estaba llorando.

Melita se arrimó a ella y le acarició la frente.

—¿Qué te sucede, tía?

Nihmu se levantó de repente, tirando a Melita sobre los cojines de cuero del suelo.

—¡Nada! —dijo—. No sucede nada. He visto muchos espíritus guía, y he recibido muchas noticias. Tengo que pensar.

A Melita le dolía tanto la cabeza que no hizo más preguntas. Dejó que Nihmu se marchara y salió de la tienda a respirar aire fresco. El dolor de cabeza se le pasó en cuestión de minutos y se arrodilló en la nieve recién caída, recogió los cojines y vació el brasero para que el rescoldo se apagara en la nieve. Luego desmontó la tienda y la dobló deprisa, antes de que el frío la entumeciera.

Mientras recogía las cosas cayó en la cuenta de que pertenecían a Samahe, no a Nihmu, de modo que se las llevó a su yurta.

Samahe estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de su casa, trabajando a la luz de dos lámparas griegas. Cosía pequeñas escamas de bronce a unas correas, remendando el coselete de una armadura.

Melita conocía bien aquel trabajo de su juventud, se sentó junto a la otra mujer y comenzó a cortar tiras de cuero de un trozo de piel de caribú, agarrando el pellejo con los dientes y cortándolo con un cuchillo afilado. Trabajaron en silencio porque ambas tenían la boca ocupada. Al cabo, Samahe escupió la última correa de cuero.

—¿Has tomado humo? —preguntó.

Melita sonrió irónicamente.

—Más bien me ha tomado a mí.

Comenzó una nueva correa, cortando con cuidado el borde de la piel. Una persona habilidosa podía hacer una sola correa de varios largos de caballo y grosor uniforme. Melita no era tan buena, pero se alegró al constatar que su correa no era como la de un niño, llena de nudos y bultos. Todavía conservaba cierta destreza.

Samahe asintió.

—El humo ha dejado de gustarme —dijo—. Cuando era doncella el humo estaba bien. Ahora solo me trae sueños de todos los hombres que he matado. —Se encogió de hombros—. En estos últimos años he matado a muchos hombres.

No lo dijo con el orgullo de un guerrero sino meramente con hastío.

—Me he encontrado con un guía —dijo Melita—. O con un demonio. Ha impedido que me acercara al árbol y se ha burlado de mí diciendo que era griega.

Samahe la miró a los ojos.

—Yo no se lo contaría a los demás —dijo.

Melita se encogió de hombros.

—No tiene sentido —prosiguió—. Mi padre era griego. A decir de todos, rara vez aceptó que era
baqca
. Sin embargo, ¡ningún espíritu guía le impidió trepar al árbol!

—Eso es palabrería griega —dijo Samahe—. Los espíritus hacen lo que hacen, y no debemos cuestionarlo.

—¡Bah! —repuso Melita—. Menuda tiranía, es ilógico. —Al pronunciar esa palabra griega entendió lo complejo que sería su conflicto, y eso la enojó—. ¡Soy sakje!

Samahe levantó la vista de su labor.

—No lo dudo, señora. No permitas que los demás lo duden. —Mascó la correa un ratito para reblandecerla. Luego se inclinó hacia delante—. ¿Y Nihmu?

—No sé qué pensar —contestó Melita—. Dice que ha visto a muchos espíritus guía.

Samahe meneó la cabeza.

—¿Por qué tiene que ser
baqca
? —preguntó—. Maldijo el don cuando lo tenía y se alegró cuando lo perdió. ¿Dónde está su compañero? ¿Por qué ha regresado?

Melita estaba acostumbrada al cotilleo de las mujeres. Disfrutaba con los chismes cuando eran bienintencionados, y juzgó amables los comentarios de Samahe.

—Su compañero es prisionero de Eumeles en Pantecapea. —Se sacó la piel de la boca—. Pero han pasado muchos años sin que haya concebido, y en Alejandría nos preguntábamos si esa ausencia de hijos la tenía preocupada.

Y entonces, de súbito, recordó lo que había visto entre Nihmu y Coeno por el camino y frunció el ceño.

Samahe negó con la cabeza.

—Creo que no debería haber regresado —dijo.

Al día siguiente Melita se encontraba en otra yurta con Tameax, el
baqca
más joven que había conocido en su vida. Nihmu había rehusado acompañarla.

—No eres mayor que yo —dijo Melita, tras estrecharle la mano y sentarse. Vio que tenía un tambor muy bueno; de hecho, le pareció que era el tambor de Kam Baqca, un artefacto de su juventud, con minúsculos amuletos de hierro que colgaban en torno al borde. Tameax lo tocaba despreocupadamente mientras la miraba.

—Soy mayor que tú en número de ciclos —dijo Tameax sonriendo—. Aunque no cuento con que te lo creas.

—¿En serio? —preguntó Melita.

—No siempre he sido un hombre. Al menos creo recordar haber sido un pez.

Se encogió de hombros y sonrió. Melita se rio.

—Casi todos los hombres sostienen haber sido grandes y nobles animales, como un águila o un oso.

—Casi todos los hombres son unos mentirosos —respondió Tameax.

—Tal vez, al sostener haber sido un animalito busques desarmarme para que crea otras cosas —dijo Melita, arrastrando las palabras. Tameax disponía de mullidos cojines de cuero rellenos de crin, y Melita se permitió recostarse en ellos. En cierta manera, aquello era como discutir con Filocles.

—No pareces una sakje —dijo Tameax—. Tu cerebro discurre como un río que tiene varios brazos.

—He estado en muchos lugares —respondió Melita—. Pero soy sakje.

—He observado el mismo fenómeno en Ataelo —prosiguió Tameax—. ¿Por qué piensan de un modo tan distinto los griegos?

—Ojalá estuviera aquí Filocles para que te lo explicara —contestó Melita, y los ojos se le arrasaron en lágrimas—. Fue mi maestro en un tipo de enseñanza que se llama «lógica». —Se incorporó—. Habló largo y tendido con Kam Baqca durante todo un invierno. —Le pareció importante que Tameax viera que la mayor
baqca
de la era en curso había aprobado el pensamiento griego—. ¿Entiendes lo que los griegos llaman matemáticas?

—¿Entenderlo? No. Pero sé a qué te refieres. —Le sonrió—. ¿Es verdad que mataste a seis sármatas?

Melita asintió.

Tameax se encogió de hombros.

—Se lo diré a los espíritus. Hay algunos que te rechazan como si fueses forastera. Otros te llaman hija de Srayanka. —Rio, y su risa fue argentina—. Los espíritus están todos un poco locos. ¿Cómo podría ser de otro modo, estando ya muertos?

—Vi a uno en el humo —dijo Melita. Samahe le había aconsejado que lo guardara en secreto.

Tameax se echó para delante.

—¿De veras? —preguntó.

—Un esqueleto —contestó Melita.

—Bah, la mayoría solo tienen huesos descarnados hasta que los vistes con tus propios sueños. ¿Quién era?

El
baqca
estaba sumamente interesado, parecía un gato egipcio acechando a un ratón en un granero.

—No se lo pregunté. —Se revolvió en los cojines con aire de inseguridad—. Me molestó y lo amenacé.

Tameax se rio con su clara risa argentina.

—Quizá seas sakje, después de todo—. Se sentó sobre los talones y sirvió una infusión de una tetera que tenía en el trébede—. Nihmu me está evitando. No está recobrando sus poderes. ¿Por qué tiene que fingir cuando ha tenido un don tan potente? Aquí todos la honran.

Melita percibió que pisaba terreno peligroso.

—Busca algo más que honores —se permitió decir—. No estoy segura de comprenderla.

—Me tratas como a un igual —señaló Tameax.

Melita lo miró a los ojos.

—¿Cómo debería tratarte? —preguntó.

Tameax meneó la cabeza.

—La gente tiene dos maneras de tratarme —contestó—. Unos niegan que tenga poderes, insistiendo en que soy demasiado joven, en que no he entregado mi virilidad para alcanzar el don, que no puedo ser real. Otros me tratan como si les infundiera temor. Nadie me trata como a un igual. En cambio tú, una reina, me hablas como si fuese tu hermano.

Melita se encogió de hombros.

—¿Tratarías a todo el mundo de esta manera, aun siendo la reina guerrera de los asagatje? —preguntó Tameax—. La cicatriz de tu rostro dice que podrías ser una reina difícil de seguir.

—¿Cuál es tu lugar en estas montañas? —repuso Melita.

Tameax asintió, frunciendo los labios.

—Si te conviertes en reina, seré tu
baqca
. —Le pasó una taza de infusión—. Me interesa saber qué clase de reina serás. Ataelo te seguirá diga yo lo que diga, y mi lealtad para con él es insondable. Por tanto, no me apartaré de tu lado. Yo voy con Ataelo, su caballo y su arco, soy parte de su equipaje. —Empleó el término sakje que significaba lo mismo que la voz griega panoplia: todo el equipo para la guerra—. Tú no me temes ni me desdeñas. Esto significará mucho para mí. —Asintió—. ¿Por qué cabalgarás contra Marthax y no en busca de las tribus que te respaldarán?

Melita levantó la cabeza y apartó la mirada de sus intensos ojos azules, posándola en las colgaduras que tenía detrás. Reflexionó un momento que pareció eternizarse.

Hay muchas razones, todas verdaderas, y sin embargo unas lo son más que otras —dijo Melita.

Tameax asintió.

—Si voy en busca de Parshtaevalt o de Urvara, formaré un ejército —prosiguió Melita—. Como consecuencia, Marthax también formará un ejército. Cuando se forman ejércitos, combaten. Una vez librada la batalla, poco importará que gane o pierda porque el pueblo se habrá dividido.

Tameax se acariciaba la barba rala. Era sorprendentemente guapo. Lo más sorprendente era que fuese
baqca
pues, por lo general, eran hombres feos o locos. Él estaba rigurosamente cuerdo, y tenía la nariz recta y los ojos azules de los medos y los persas.

—Este motivo me parece real. ¿Lo has soñado?

—No —contestó Melita. Se encogió de hombros, preguntándose por qué estaba siendo tan sincera. Se había replanteado su estrategia una y otra vez, y se le había ocurrido decir a la gente que la había soñado, pero los ojos de Tameax la desarmaban.

Tameax esbozó una sonrisa.

—Tal vez yo lo haga —dijo. En boca de otro hombre, habría sido como si admitiera la falsedad de sus propios sueños, pero no fue este el caso—. Hay más.

—Eres… muy parecido a mi preceptor. —Melita se incorporó del todo y cruzó las piernas. Cogió su taza de infusión, una hermosa pieza de cerámica distinta a cuantas había visto hasta entonces.

—Si voy a ver a Parshtaevalt, me dará consejo. Y Urvara lo mismo. Y como cada uno tendrá sus necesidades y deseos, se pelearán, y yo saldré perdiendo. Uno y otra esperan a mi madre; siempre mi madre. Cuando vaya derecha al encuentro de Marthax y… —Hizo una pausa, pues casi había desvelado todo su plan, y apenas conocía a aquel apuesto joven. Tomó aire—. Cuando lo derrote, seré reina. Y por mi mérito propio.

Tameax asintió.

—¿Me tomarías como amante, Reina de los Asagatje?

Melita notó que se ruborizaba.

—No —dijo con verdadero pesar—. No, porque vas a ser mi
baqca
.

Ahora le tocó el turno de sonrojarse a Tameax; saltaba a la vista que no era la respuesta que había esperado.

—Las doncellas rara vez me rechazan —dijo.

Melita se encogió de hombros, sonriéndole.

—Pocas de tus doncellas son reinas, espero —dijo.

—Ya lo veremos —contestó Tameax—. Soy un hombre paciente. Y, para serte sincero, ahora estamos sentados en mi yurta en un campo de nieve virgen, lejos de nuestras tierras, con el enemigo de todo hombre y caballo en el valle del Tanais acechando, y una parte de mi mente se imagina cómo sería ser el
baqca
de una reina, pero la otra dice que nunca dejaremos de ser de una banda de forajidos y que tus sueños de grandeza de nada servirán.

—¿Esto es de un
baqca
? —preguntó Melita. Se puso de pie—. ¿Es una copa de Qin?

—Sí —contestó Tameax—. Tenía cuatro pero solo me quedan dos.

—Tal vez vayamos allí algún día. —Le rozó la mano al darle la copa—. Nihmu fue con León.

—He estado en la hierba que lame las orillas de Qin —dijo Tameax—. Me gustaría volver a ir. De hecho, fue ese viaje el que me convirtió en
baqca
. —Puso la copa con reverencia dentro de una caja de laca y luego tomó la mano de Melita—. Eres muy perspicaz —dijo.

Melita retiró la mano y dio un paso atrás.

—Eso se lo dirás a todas las doncellas lanceras que vengan a esta tienda —repuso.

Los ojos de Tameax chispearon.

—No diré que no —admitió.

—Guarda tus cumplidos para ellas y sé mi amigo —dijo Melita.

—El ciclo traerá lo que traiga —respondió él.

11

Egeo, invierno, 311-310 a.C.

Los días siguientes al festival de Afrodita tuvieron mucho trabajo. Sátiro escuchó las distintas opiniones de sus oficiales y luego tomó sus propias decisiones. Al cabo de una semana del desenfrenado simposio informó a todos sobre sus planes para el invierno.

—Voy a llevar el
Loto Dorado
a Alejandría —dijo—. Mi gente merece saber que sigo vivo. Además, necesito dinero en abundancia y consejo. Con un poco de suerte, Diodoro estará en casa para pasar el invierno. Necesitamos a nuestros macedonios a sueldo; primero como infantes de marina, luego como núcleo de nuestro ejército.

Terón asintió. Ningún otro oficial tuvo comentarios que hacer.

—Terón irá a ver a Lisímaco como mi embajador a bordo del
Heracles
. —Sátiro estaba satisfecho con el estado en que se encontraba el
Heracles
—. Tenemos que elegir nueva tripulación entre nuestros propios marineros, los de Abraham y cualquier cautivo que quiera prestarnos sus servicios a bordo el
Avispón
.

Diocles asintió.

—La mayoría sigue pasándose cada mañana por el almacén —dijo—. Les pagaste. Son como gatos callejeros a los que hubieran dado un cuenco de leche.

Terón meneó la cabeza.

—¡Amenazaste con matarlos a todos! —protestó.

Diocles sonrió.

—Ahora tiene una reputación —replicó el tirio.

—Dédalo debería estar aquí —dijo Terón.

—Es un mercenario y lo que necesito comentar todavía está muy verde —contestó Sátiro.

Terón negó con la cabeza, mostrando su desacuerdo.

—Dédalo ha sido leal desde que llegamos aquí. Y está al mando de un barco poderoso con una buena tripulación. Y a pesar de lo que digan los hombres, no es un pirata.

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