Demóstrate negó con la cabeza.
—Me disculparé —dijo en voz baja—. Pero si me obligas a luchar, tendrás que matarme. Señor.
Sátiro asintió de manera cortante.
—Pues entonces discúlpate.
Demóstrate asintió.
—Mis disculpas, señor —dijo—. No volverá a suceder.
—Que se joda —dijo Manes—. Que se jodan él y todas sus mariconadas. Yo digo que matemos a los rodios, saqueemos Sinope y dejemos de jugar a ser reyes.
Sátiro había estado tan ocupado planeando el levantamiento de su reino que se había olvidado por completo de Manes.
Un craso error. La clase de equivocación que podía costarte un reino.
«Ha llegado el momento de ponerle remedio», pensó. Respiró profundamente, cruzó el círculo de oficiales tan raudo como el rumor de los comentarios y se plantó delante de Manes.
—Coge una espada y un escudo. Vamos a luchar. Ahora mismo. Y cuando te mate, reclamaré como míos todos tus barcos y sus tripulaciones. —Sátiro estaba tan enojado que no le costó lo más mínimo sostener su mirada bestial—. ¿Me has oído? ¿O eres el mismo gallina que eludió batirse conmigo en Bizancio?
Manes bramó.
Sátiro le dio la espalda y se dirigió hacia Helios, atento a cualquier señal que pudiera hacerle su escudero. Helios le dio su
aspis
y su espada. Sátiro se ajustó bien el
aspis
en el brazo, agarró el
antilabe
[11]
con la izquierda y empuñó el largo
kopis
de su padre de tal modo que la hoja azul relumbró con los últimos rayos del sol. Luego dio media vuelta.
—¿Listo? —preguntó, y se puso a caminar entre el círculo de oficiales, ahora mudos, hacia Manes.
Manes se volvió hacia Ganimedes, que le entregó su escudo. Su espada era inmensa, más larga y ancha que una espada celta de caballería.
Crax se puso delante de Sátiro, con Carlo a su lado.
—Deja que luchemos uno de nosotros —dijo—. Carlo puede acabar con él en un instante.
Sátiro negó con la cabeza.
—Esto tengo que hacerlo yo, amigo. Necesito a los piratas para combatir. Necesito que entrenen y cooperen. Cuando lo mate —señaló a Manes con la punta de su
kopis
—, serán míos.
—¿Y si mueres? —preguntó Crax en voz baja.
—Pues lo matáis, os hacéis cargo de la flota y convertís a Melita en reina del Bósforo.
Crax meneó la cabeza y se retiró.
Manes salió del círculo.
Sátiro se bajó la visera del yelmo y arremetió contra él.
En torno a él, oía el clamor de la muchedumbre pero, de pronto, solo oyó sus propios pasos en la arena.
Manes se quedó demasiado rato quieto, claramente incapaz de creer que un hombre menos corpulento arremetiera contra él.
Sátiro no vaciló. Corrió derecho y estampó su
aspis
contra el escudo de Manes mientras este bramaba como un toro, esperando asustarlo. Entonces Sátiro se desplazó hacia la derecha, manteniendo el centro de su escudo contra el borde del de Manes. Dio un golpe bajo con el
kopis
y la larga hoja alcanzó la pierna de Manes.
Sátiro se echó para atrás, de modo que el contragolpe de Manes silbó en el aire sin rozar siquiera el escudo de Sátiro.
Sátiro vio que había hecho un tajo profundo al jefe pirata. Quiso que perdiera sangre y retrocedió un par de pasos. Manes lo interpretó como un gesto de debilidad, saltó hacia delante, dio dos mandobles seguidos y ambos alcanzaron el escudo de Sátiro. Fueron dos golpes contundentes que hicieron saltar esquirlas del escudo de Sátiro, causándole daño en el brazo, y Sátiro se asustó al ser consciente de que sería incapaz de aguantar muchos más como aquellos. Retrocedía y Manes avanzaba, bramando, blandiendo su enorme espada como si fuese la pinza de una langosta gigante contra el escudo de Sátiro, sin ninguna destreza en el manejo de la espada, valiéndose simplemente de su portentosa fortaleza.
Sátiro se esforzaba por dominar el miedo que le inspiraba el pirata, miedo que se veía reforzado al constatar su fuerza física.
Debía dejar de retroceder.
Manes trastabilló, recordando así a Sátiro que él también estaba herido, que le había abierto un buen tajo en la pierna. Sátiro sacudió la cabeza y la hoja gigante volvió a golpearle repetidamente el escudo, y un latigazo de dolor le subió por el brazo y le recorrió el cuerpo entero, y entonces se abalanzó contra el dolor, con el brazo apenas capaz de sujetar el escudo pegado al pecho de Manes. Sátiro era un palmo más bajo que el pirata, y el impacto de su escudo fue insignificante, salvo que le permitió dar un golpe largo por encima de la cabeza, esquivando la espada que Manes alzó para pararlo, y acto seguido, con un giro de la muñeca, hincó la hoja de la espada egipcia en el cogote del pirata. Fue un golpe certero, y parte trasera de la hoja del
kopis
, aun estando mal afilada, se hundió en los músculos del cuello del pirata, cuyo brazo izquierdo quedó completamente laxo, dejando caer el escudo.
Manes rugió de dolor y retrocedió dando traspiés.
Sátiro disponía de instantes, solo instantes, antes de que el dolor del brazo lo dejara incapaz de luchar. Cambió el peso de pie y arremetió dándose impulso con la pierna derecha al tiempo que asestaba un golpe bajo que cortó la mano de Manes por la muñeca.
—¡Arrghh! —gritó la bestia, y de pronto ambos estuvieron en la arena, y había sangre de Manes por doquier; el pirata daba patadas, golpeaba con el brazo derecho tullido y el izquierdo ileso contra Sátiro, cuyo brazo herido resonaba tan alto en su mente como la furia del pirata, incluso cuando este le torció la cabeza hacia atrás con un golpe del brazo mutilado y el yelmo se le llenó de sangre del pirata.
Sátiro no había practicado el pancracio durante ocho años sin aprender a canalizar el dolor; y a forcejear, incluso herido, incluso cubierto de sangre y malherido. Dejó caer la espada, se agarró a la cintura del pirata con los muslos y se sentó encima de él; el brazo derecho de Manes volvió a atizarle pero el yelmo paró el golpe, y Sátiro se mantuvo a horcajadas encima de él como un jinete sobre un semental. Ni siquiera otro golpe contra el brazo dolorido le hizo aflojar la pinza; su cuerpo ejecutaba los movimientos de una llave vencedora de forma casi automática, y Sátiro tuvo la sensación de estar viendo de lejos cómo sus muslos se aferraban al cuerpo sangrante del pirata, inmovilizándolo para reducir su capacidad de respuesta. Fue entonces cuando la mano derecha de Sátiro, sin espada, dio un puñetazo en la nariz de su adversario que le hundió los huesos en el cráneo; y aún así Manes seguía luchando, logrando hacerle daño pese a los espasmos de sus brazos malheridos.
Entonces Sátiro sintió que Filocles el Espartano tomaba el control de su mano para ejecutar los golpes prohibidos que los espartanos enseñaban pero que eran ilegales en los juegos. Su fuerte mano derecha había girado y hundido el pulgar en el ojo izquierdo de Manes, sacándoselo de la cuenca.
Sátiro no llegó a perder la conciencia. Se levantó tembloroso, sin tener noción del tiempo transcurrido desde que el cuerpo de Manes había dejado de moverse. El escudo le cayó del brazo dislocado y resonó al chocar con una piedra.
Terón estaba a su lado. Apoyó una mano en el hombro de Sátiro.
—Lo he matado tres veces —musitó jadeante.
Terón no contestó. Con un movimiento rápido, tiró del brazo para ponérselo en su sitio, y Sátiro se desmayó.
Cuando volvió en sí, estaba en la arena.
—Sigue muerto —dijo Terón, siguiendo la mirada de Sátiro.
—Zeus Sóter —dijo Sátiro—. Nunca volveré a tener tanto miedo de un hombre. Lo he matado tres veces.
—Tus hombres han visto el combate —dijo Terón—, te aseguro que lo recordarán mucho tiempo.
—Levántame —pidió Sátiro—. Y… tráeme la cabeza de Manes.
—¿La cabeza? —preguntó Terón.
—Ya voy yo —dijo Abraham—. Por todo lo que es sagrado, señor, ha sido un combate de lo más… asombroso —agregó con voz ronca.
«Señor, me ha llamado señor», pensó Sátiro, y tuvo ganas de reír pero le resultó imposible.
—Levántame —repitió a Terón.
Oyó el golpe seco con el que Abraham decapitó a Manes y se puso en guardia, temeroso de un modo instintivo, por si el hombretón se levantaba una vez más para seguir luchando.
No lo hizo.
Sátiro se puso de pie. Recogió la espada de su padre y la limpió a conciencia con la guerrera de Manes. Luego cogió la cabeza de Manes que le tendió Abraham y la alzó en el aire mientras levantaba la vista y miraba a cuantos lo rodeaban.
—Mañana, todo el mundo hará instrucción en el mar. Los barcos de Manes son míos. Encargaos de que sus tripulantes queden repartidos en toda mi escuadra. En cuanto a sus oficiales, quienes estén dispuestos a jurarme lealtad, podrán hacerlo. Los demás, que se marchen.
No le costó mantener la voz firme aunque hablaba demasiado deprisa. Lo había conseguido. En su fuero interno pensó, «¿Volveré a tener miedo alguna vez?»
El círculo de oficiales guardaba silencio.
Sátiro hizo una reverencia a Demóstrate.
—Disculpa mi mal genio. Mañana, cuando salgamos a remar, tus hombres harán instrucción.
Demóstrate sonrió.
—Muy bien.
Sátiro oyó a sus espaldas el ruido de decenas de espadas y puñales al ser envainados.
—¡Escuchadme! —gritó. Miró en derredor. El viento, el valioso viento que soplaba en dirección a su objetivo y que iba a desperdiciar, era tan fuerte que las antorchas chisporroteaban. Levantó la voz—. ¡Escuchadme! Eumeles tiene más barcos, barcos de más porte, y ha dispuesto de todo un invierno para hacer instrucción. Nosotros tenemos infantes mejores y capitanes mejores: hombres mejores.
Se oyó un murmullo de apreciación.
—Los hombres mejores trabajan más duro. De modo que remaremos unos cuantos días para ponernos más fuertes, e incluso los oficiales remarán. Nos ejercitaremos en las maniobras: haremos las astas de toro, formaremos en dos líneas, practicaremos el
diekplous
hasta que podamos hacerlo con los ojos cerrados. ¡No tendremos una segunda oportunidad!
Quería gritarles, decirles lo pueriles que eran, cómo habían desaprovechado el tiempo en Heraclea en lugar de practicar, haciendo caso a un idiota como Manes cuando podían tener un reino, pero hacerlo no tenía sentido. Ninguno en absoluto.
—Trabajad duro ahora y ganar la batalla os resultará fácil. Fácil significa con menos muertos. Y si no… reñid entre vosotros y morid.
Sorprendió la mirada del capitán en jefe de Manes, de pie detrás de Ganimedes, que lloraba. El oficial se encogió.
—¿Entendido? —preguntó Sátiro. Miró en derredor. La impresión que les había causado los había silenciado, y aquel silencio poseía otra cualidad. Sátiro dejó caer la cabeza de Manes en el regazo de Ganimedes y se sacudió las manos, el gesto universal de todo artesano satisfecho por una tarea bien concluida.
—Estupendo. Mañana saldremos a remar al alba. Y estad atentos a las señales del escudo.
Dio media vuelta y echó a caminar por la playa.
Después de cuatro días costeando a remo, comenzaron a parecer una escuadra. Sátiro remaba todo el día haciendo caso omiso del viento, y por la noche los hombres estaban demasiado cansados para pelearse. Practicó las formaciones mientras viajaban, de modo que con frecuencia recorrían menos de treinta estadios en una hora y, a veces, tan pocos como seis o siete. Uno tras otro, vaciaron los barcos de aprovisionamiento a medida que fueron subiendo por la costa.
La fecha acordada para el encuentro en Pantecapea llegó y pasó, sin que Sátiro pudiera hacer algo al respecto. Mientras la flota no estuviera preparada para combatir, no tenía sentido intentarlo; ninguno en absoluto. Al principio tuvo ganas de culpar a sus oficiales por no haberle dicho lo mal preparados que estaban, pero luego cayó en la cuenta de que el fallo era suyo puesto que era él quien estaba al mando, y ellos confiaban en él. Los piratas esperaban ganar por superioridad numérica, con coraje y suerte. En cuanto a los rodios, Sátiro adivinó que en ningún momento se habían hecho ilusiones de vencer. Estaban allí para asegurarse de que ningún pirata escapara con vida.
Remaron un día entero con chubascos y viento del sur, y otro con tanto frío como en pleno invierno. Al cabo de cinco días llegaron a Fasis, donde la flota formó bastante satisfactoriamente las astas de toro en un tiempo no demasiado humillante. El toro era su formación favorita porque permitía que sus barcos de elite se situaran en los flancos, donde podían maniobrar sin estorbos, mientras que las unidades más pesadas y todos los piratas formaban en medio, de dos en fondo, lugar en el que sus tripulaciones más numerosas y sus tácticas de abordaje ofrecían mejores posibilidades de éxito.
Navegaron hacia el norte en formación de combate, y eso ya no salió tan bien.
Sátiro suspiró, y atracaron para pasar la noche. Helios reunió a un grupo de hombres de distintos barcos y repasó las señales con ellos una vez más. Pantero dio una conferencia sobre el
diekplous
a un corro de capitanes piratas y Diocles entregó premios a los remeros propuestos por sus capitanes; premios de un darico de oro, la paga de veinte días.
Sátiro deambulaba entre las fogatas, comiendo salchichas de ajo y escuchando a los hombres. En su mayoría estaban contentos. Meneó la cabeza. A la oscuridad, a Heracles o tal vez al espíritu de su padre, le dijo:
—Me queda mucho que aprender.
La noche no contestó.
Un día más y llegaron a Dioskurias, donde compró todas las cabezas de ganado del mercado y vació los almacenes de grano para alimentar a su flota; y se rio al enterarse de que su hermana se encontraba en el río Hipanis con un ejército. Y de que Eumeles estaba en el mar con su flota, en las inmediaciones de Olbia.
Un mercader olbiano le dijo que Eumeles estaba al corriente de que el ejército de Olbia se había marchado y que había embarcado a todos sus efectivos para tomar aquella ciudad rival mientras estuviera desguarnecida.
—Nuestro Eumenes va camino de Pantecapea —dijo el mercader—. Se va a llevar una buena sorpresa.
—Dos días —dijo Sátiro. Tenía el corazón a punto de estallar. Su hermana todavía resistía, y el retraso acumulado no había arruinado sus planes, y Eumeles había partido de Olbia—. Dos días y será nuestro.
Sin embargo, los mercaderes no siempre acertaban. A la mañana siguiente, Sátiro llevaba menos de una hora en el mar cuando sus vigías divisaron los buques insignia. Tras haber contado al menos veinte, Sátiro sintió frío en las manos y comenzó a tener retortijones de estómago.