—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Sátiro, y los marineros le contaron que Sarpax lo había capturado con un pentekonter en la boca del Euxino. Sátiro siguió la pista de Sarpax hasta un burdel y lo reclutó para que comandara el
Avispón
contra Eumeles durante el verano.
—¿Tiras tan bien como tu hermana? —preguntó Sarpax. Se echó a reír y la perla que llevaba en la oreja brilló—. ¿Servirá para traer de vuelta al amo León?
—Sí —contestó Sátiro, y se dieron la mano para cerrar el trato.
Sátiro también se llevó el
Jacinto
, un barco idéntico al
Loto Dorado
, otra
tremiolia
de Rodas, el buque insignia de la escuadra que León enviara a Marsella, juntando así una flota de siete naves. Cenó con sus oficiales, hombres a quienes conocía de la mesa de Safo.
—¿
Oinoe
? ¿
Platea
? —preguntó Safo desde su diván—. Eso son nombres de ninfas.
—No, de batallas en las que Atenas salió airosa. —Sátiro alzó su copa de vino—. Por la Estoa Pintada, amigos. Y por Zeno, el amigo de Filocles. Fue quien tuvo la idea poner estos nombres.
Oinoe
y
Platea
son los cuadrirremes.
Maratón
y
Troya
los trirremes.
Sandokes, el nuevo navarco del
Oinoe
, era un jonio de Samotracia. Tenía una hermosa cabellera negra rizada, llevaba sendas cuadrigas de oro en las orejas y su cuerpo mostraba los músculos propios de un hombre que se cuidaba mucho en el gimnasio. Pese a todo ello, era uno de los capitanes predilectos de León, un hombre que había hecho la carrera de Marsella cuatro veces y que en una ocasión había capturado un mercante al otro lado de las Columnas de Heracles.
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Conocía a Sarpax desde hacía muchos años, y compartía diván con él.
Aekes, que también tenía fama de ser amigo de Sandokes, tenía un temperamento diametralmente opuesto. Con el pelo crespo por el salitre, llevaba un simple quitón de cuero hecho con dos pieles de cordero cosidas, igual que un granjero. Iba bastante limpio y sus brazos y piernas mostraban los músculos propios de un marinero bregado, pero no llevaba pendientes ni ropa de gala para acudir a un simposio. Lo que sí tenía era una larga espada celta en una vaina de bronce que había dejado apoyada contra el diván, así como la reputación de ser un gran cazador de piratas. Iba al mando del
Jacinto
. Se decía que por nacimiento era un ilota de Esparta, pero nadie lo había interrogado al respecto. A Sátiro le constaba que había estado muy unido a Filocles y que había donado una suma considerable para la estatua del espartano que iban a construir en la biblioteca.
Dionisio, uno de las decenas de hombres que llevaban ese nombre en Alejandría, era amigo de infancia de Sátiro. Estaba tendido cerca de Sandokes, a quien idolatraba. Tomaría el mando del
Maratón
. Sátiro había dudado en volver a enrolarlo; había faltado poco para que Dionisio perdiera su barco en la batalla en aguas de Olbia, y había difundido el rumor de la muerte de Sátiro. No obstante, Dionisio había costeado la reparación del barco y los salarios de los remeros con la fortuna de su padre, en dinero contante y sonante, y lo cierto era que la flota de Sátiro estaba comenzando a salir tan cara que ya se veía el fondo de los cofres de su tío León.
Anaxilao era capitán y científico, amigo de muchos filósofos de la biblioteca, un hombre muy culto que, no obstante, había optado por ser navegante. Era pelirrojo, cosa que bastaba para que destacara entre los demás invitados, y sus excelentes modales señalaban sus orígenes sicilianos. Su padre y su abuelo habían sido tiranos en la Itálica, y Anaxilao solía bromear diciendo que se había hecho a la mar porque era más seguro que permanecer en casa. Iría al mando del
Troya
. Gelón, su mucho más guapo hermano menor, sería el responsable de llevar el
Platea
hasta Bizancio para Abraham. Allí le habían prometido un trirreme. Estaba recostado frente a Apolodoro, que se las daba de caballero e insistía en detallar su linaje a los sicilianos.
Eran hombres sociables, los marinos lo son por naturaleza, y si la conversación era apasionada y versaba sobre asuntos náuticos, también era distinguida. Safo aún sonreía por la galantería de Anaxilao mientras acompañaba a los últimos invitados a la puerta.
—Los sicilianos tienen los mejores modales —dijo, mientras el mayordomo cerraba la puerta del jardín.
—Me parece que Filocles habría dicho que los espartanos los tienen mejores —respondió Sátiro. Regresaron juntos al salón principal y se reclinaron en divanes contiguos.
—¿Todavía estás enfadado conmigo? —preguntó Safo.
—No —contestó Sátiro—. En absoluto. Tenías razón, por supuesto. Echo de menos a Filocles. Solía decir que a veces es fácil confundir lo brutal con lo sencillo. —Sátiro fue consciente de que el vino le había subido a la cabeza. Su tía era realmente guapa, aunque tampoco fuese la primera vez que reparara en ello. Apartó ese pensamiento por considerarlo indigno—. Matar es fácil, y encontrar otra solución es difícil; pero a mí me cuesta matar y eso enturbia el asunto.
Safo se puso bocabajo; una postura más propia de una hetaira que de una refinada señora de Tebas.
—Querido sobrino, todos hacemos cosas que lamentamos; a menudo solo para demostrarnos algo a nosotros mismos. ¿Puedo decirte que opino que eres afortunado con tus capitanes?
Sátiro sonrió e intentó disipar el aturdimiento y la pesadez.
—Estoy de acuerdo. Buenos hombres; y una buena fiesta, también.
Safo sonrió al vino de su copa.
—Como veterana de unas cuantas fiestas, querido, puedo asegurarte que los buenos hombres son los que hacen buena una fiesta, no la calidad de las langostas o las gracias de las flautistas.
Sátiro le sonrió.
—Filocles podría haber dicho lo mismo.
Safo asintió y rio con socarronería, como burlándose de sí misma. Sátiro no supo a qué atenerse y optó por cambiar de tema.
—¿Estás satisfecha con la perspectiva de retener a Fiale? —preguntó.
Safo asintió.
—Gabines me ha enviado una nota —dijo—. Vigilaremos a Fiale. Y Sófocles se ha marchado a Sicilia. No regresará a menos que lo hagas tú. Yo no soy un objetivo valioso.
Sátiro asintió.
—Eso solo demuestra lo idiota que es. Tú mandas sobre mí y mi hermana. Diriges las finanzas de los Exiliados y, según he podido deducir, fuiste tú y no Coeno quien envió a mi hermana a hacerse con el liderazgo sobre los sakje.
Safo alzó su copa de vino.
—¡Adulador! —dijo.
—Los hombres son extraños —respondió Sátiro—. Los griegos fingen que las mujeres son inferiores cuando, en mi opinión, tú que eres hija y antigua esposa de beotarcas,
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puedes competir con cualquier hombre en un concurso de inteligencia.
—He conseguido un par de triunfos —dijo Safo. Bebió otro sorbo de vino—. Acepto agradecida tus cumplidos. Ya he rebasado la edad en que los hombres se paran en la calle para mirarme.
Sátiro se levantó de modo vacilante. Había tomado demasiado vino para el poco tiempo que llevaba restablecido.
—¡Te equivocas, tía! Los hombres siguen ensalzando tu belleza.
Caminó hacia ella con paso inseguro. Pocas veces la había visto tan guapa.
Safo se levantó del diván y se alisó el quitón.
—Eres la viva imagen de tu padre, Sátiro. Hasta en la torpeza y la simpatía de tus halagos. Tus sentimientos por Fiale te han dejado vulnerable. Sé precavido.
Abrazó a Sátiro, que sintió su calor, la presión de sus pechos contra el suyo, y luego se apartó.
Sátiro se sonrojó porque, como de costumbre, su tía había dado en el clavo.
—¿Creceré alguna vez? —preguntó.
Safo rio con los ojos chispeantes hasta que él también se echó a reír.
—Una buena fiesta nos hace sacar la lascivia a todos —dijo Safo—. Ve y conquista el Euxino —agregó—. Y haz que tu hermana regrese en busca de su hijo antes de que decida quedármelo.
—Dijiste que no querías más hijos —repuso Sátiro—. Me acuerdo muy bien.
Safo meneó la cabeza y dio media vuelta.
—He visto hombres con una voluntad de hierro en lo concerniente a las mujeres… hasta que una los toma de la mano y, con ese primer contacto, se convierten en arcilla en sus manos. —Se encogió de hombros—. Las mujeres a veces son así con los niños.
—Pero… —comenzó Sátiro.
—Calla, sobrino —dijo Safo—. Ve y conquista el Euxino. Yo me ocuparé del niño.
Por la mañana todos los barcos de su escuadra zarparon de la playa a la vez. Los oficiales de León, ahora oficiales de Sátiro, eran profesionales, mejores oficiales, cada uno de ellos, que los que la armada de Tolomeo había puesto a su disposición. Sátiro se tendió junto a la borda del
Loto
y escuchó sus órdenes, observando a los remeros y a los marineros que se afanaban para reflotar las naves. Los dos trirremes ligeros fueron pan comido, pero los pesados cuadrirremes con sus catapultas de proa y sus nutridas tripulaciones costaron más de botar, y las voces de Diomedes, el nuevo timonel del
Platea
, se oían a un estadio de distancia.
No obstante, los cascos de las naves estaban recién limpiados. El
Loto
había sido raspado y puesto a secar mientras Sátiro yacía postrado en cama gritando a sus visiones, y los remeros lo impulsaron rumbo al norte, siguiendo la costa de Palestina a toda velocidad.
Sátiro escudriñaba la orilla y a cada tanto desviaba los ojos hacia los horizontes de occidente, donde Chipre acechaba fuera del alance de la vista. Pero el invierno, el pleno invierno, no era el mejor momento para arriesgarse a que los pillara un vendaval en mar abierto al sur de Chipre.
Vararon los barcos en Ake, el puesto de avanzada más septentrional del poder de Tolomeo, y descansaron un día y una noche antes de surcar las aguas hacia el norte, impulsados por una infrecuente brisa favorable. Pasaron por delante de Tiro en pleno día y vieron el puerto interior atestado de barcos de guerra, aunque todos sus mástiles estaban bajados y los cascos amontonados en la playa. Y tres horas después pasaron volando por delante de Sidón, con las velas todavía hinchadas por el viento fresco. Todos los timoneles y los trierarcas ofrecieron libaciones a Poseidón y siguieron adelante. Si alguien emprendió su persecución, nadie se dio cuenta.
—Creía que Tolomeo tenía una escuadra remontando esta costa para hacer un amago —dijo Neiron—. Tendríamos que haberla visto.
—Tengo la creciente sospecha de que el amago de Tolomeo somos nosotros —contestó Sátiro. Miró hacia tierra a la luz rojiza del atardecer invernal—. Quizá no encontremos tiempo tan bueno en diez días. Es demasiado bueno para que nos paremos a hacer noche. —Miró a Neiron—. Me gustaría llegar al norte de Laodicea antes de buscar una playa.
Neiron asintió.
—Pídeme que resuelva tus disputas en tierra y seré un hombre de mar —dijo Neiron. Asintió de nuevo y se rascó la garganta—. Aquí no tengo problema en dar consejo. Tendremos este viento como mínimo hasta que salga el lucero del alba. El cielo está raso y los hombres descansados; nadie ha tocado un remo en todo el día. —Frunció el ceño—. Además, quieres que estén preparados para cualquier cosa cuando entremos en el Euxino. Correr pequeños riesgos ahora nos dará mejores tripulantes.
Pasaron ante Laodicea a oscuras, su posición solo la marcaba el mortecino resplandor de la ciudad, y casi toda la luz provenía del fuego eterno que ardía en el templo de Poseidón, levantado en un promontorio que dominaba la localidad.
Venus, el lucero del alba, comenzó a ser visible cuando doblaron el cabo de Gigarta y Neiron señaló la negrura del mar abierto.
—Hay un grupo de islas al noroeste de Trípoli —dijo—. Si alineo la punta de Kalamos con la Estrella Polar, deberíamos llegar a una playa en cuestión de una hora.
El viento estaba cayendo, y las velas se sacudían cada pocos minutos con sus ráfagas intermitentes. Sátiro asintió.
—¿Cambio de tiempo? —preguntó.
—Harto probable —contestó Neiron.
—Hazlo —ordenó Sátiro, y una hora después estaba comiendo estofado caliente en una playa lo bastante grande para siete barcos de guerra y sus tripulaciones. Y reparó en cierto respeto por parte de los timoneles y los trierarcas. La navegación nocturna no estaba hecha para los pusilánimes.
Por la mañana remaron hacia el norte, con una brisa que soplaba de tierra. La
tremiolia
podía navegar con el viento por la aleta pero no así los trirremes y los cuadrirremes, y sus remeros tuvieron ocasión de ejercitarse.
A mediodía se encontraban al norte del antiguo puerto pirata de Arados, y cenaron en la playa de Gabala, en la costa de Siria.
De hecho, pasaron tres días en la playa de Gabala resistiendo el azote del viento y unas lluvias torrenciales que hacían imposible reflotar los trirremes, y Sátiro se vio obligado a utilizar al personal para alejar las embarcaciones del agua, subiéndolas a lo más alto de la playa. Y tenía a mil remeros a los que alimentar, de modo que sus hombres recorrieron el campo en busca de comida mientras aguardaban a que cesara la tempestad, pues habían consumido hasta la última ración de sus provisiones.
El cuarto día se hicieron a la mar con el estómago vacío y varios puestos sin ocupar en las bancadas porque algunos remeros no habían regresado. Poner a flote el
Platea
no fue tarea fácil y luego surcó las olas con poco brío dado que los remeros de la cubierta superior habían comido algo en mal estado y la disentería hacía estragos.
Llevaban menos de un ahora en el mar cuando Sátiro vio la escuadra en popa. Se la señaló a Neiron, que maldijo.
—Por la verga de Poseidón —dijo—. ¿De dónde han salido?
—No lo sé —dijo Sátiro—. ¿Tiro? ¿Sidón? Siempre he sabido que corríamos un riesgo subiendo por esta costa. Estamos navegando en aguas que controla la flota de Demetrio. —Meneó la cabeza—. Tolomeo tiene buena parte de culpa.
A mediodía doblaron el cabo de Posidonia y todo hombre que tuviera grano tiró un puñado de cebada al mar. La escuadra que los seguía no era más que un grupo de mellas en el horizonte, y su avistamiento solo era ocasional. Nadie llevaba el palo levantado en un día como aquel, con el viento soplando del norte, y los remeros maldecían su suerte a cada estrepada.