—Mire, tengo que decirle que existen razones para sospechar que Wyman Ford puede estar implicado.
El abad se había quitado la capucha. Sus cejas se arquearon de sorpresa.
—¿Implicado en qué?
—Aún no estamos seguros. En un asunto relacionado con el asesinato de una persona en el Laberinto la semana pasada. Es muy posible de que se trate de algo ilegal.
—Me resisto a creer que el hermano Wyman pueda estar implicado no ya en algo ilegal, sino en un asesinato. Es una excelente persona.
—¿Últimamente Ford ha ido mucho por las mesas?
—No más de lo habitual.
—Pero ¿pasa mucho tiempo en ellas?
—Siempre lo ha hecho desde que llegó hace tres años.
—¿Está al corriente de que trabajó en la CÍA?
—Mire, teniente, yo estoy «al corriente» de muchas cosas, pero mis conocimientos se detienen ahí. En este monasterio no preguntamos por el pasado de nuestros hermanos, más allá de lo que haya que tratar en el confesionario.
—¿Últimamente ha observado alguna diferencia en el comportamiento de Ford? ¿Algún cambio de rutina?
El abad vaciló.
—Ha trabajado mucho en el ordenador; creo que en algo de números, pero ya le digo que estoy segurísimo de que no puede estar implicado en nada…
Willer lo interrumpió.
—¿En ese ordenador?
Señaló con la cabeza la otra sala.
—Es el único que tenemos.
Willer hizo algunas anotaciones.
—El hermano Ford es un religioso, y le aseguro que…
Willer cortó al abad con un gesto de impaciencia.
—¿Sabe adonde se ha ido Ford de «retiro espiritual»?
—No.
—Y ¿dice que ya tendría que haber vuelto? —Estará al caer. Había prometido volver ayer, y suele cumplir sus promesas.
Willer dijo un taco para sus adentros.
—¿Algo más?
—De momento no.
—En ese caso me gustaría retirarme. Nos levantamos a las cuatro. —Bien.
El monje se fue.
Willer le hizo una señal con la cabeza a Hernández.
—¿Salimos a respirar?
Una vez fuera encendió otro cigarrillo.
—¿Qué te parece? —preguntó Hernández.
—Que todo esto apesta. Al monje, Ford, pienso interrogarlo aunque sea lo último que haga. «Retiro espiritual»… [Anda ya! —Willer miró su reloj. Casi las dos. La sensación de futilidad y pérdida de tiempo era cada vez mayor—. Baja al coche y llama a Santa Fe para que envíen un helicóptero. Ah, y aprovecha para pedir una orden judicial para la confiscación del ordenador portátil.
—¿Un helicóptero?
—Sí, lo quiero para mañana a primera hora. Saldremos a buscar a esos hijos de puta. Es terreno federal, o sea que asegúrate de que la policía de Santa Fe pone al corriente a la Dirección de Gestión del Territorio y a todos los que puedan dar la tabarra con que no los han avisado.
—Bien pensado, teniente.
Willer vio moverse la linterna de Hernández por el camino que bajaba al aparcamiento. Poco después el coche patrulla rompió su silencio. Willer oyó crepitar la radio entre ráfagas de estática. También oyó una conversación incomprensible que duró bastante. Cuando Hernández volvió a reunirse con él en la puerta, Willer había terminado el cigarrillo y tenía otro encendido.
Hernández se detuvo. Su tronco fornido subía y bajaba a causa del esfuerzo de la caminata.
¿Qué?
—Acaban de cerrar el espacio aéreo entre Española y la frontera con Colorado.
—¿«Acaban»? ¿Quiénes?
—La dirección aeroportuaria. Nadie sabe por qué. La orden viene de arriba. No permiten ningún vuelo, ni comercial ni privado.
—¿Hasta cuándo?
—Indefinidamente.
—Genial. ¿Y la orden judicial?
—Mala pata. Han despertado al juez y se ha cabreado. Es católico; para confiscar el ordenador portátil de un monasterio quiere mucha más causa razonable.
—¡Yo también soy católico! ¿Qué cono tiene que ver?
Willer aspiró furiosamente el poco humo que le quedaba al cigarrillo. Lo tiró, lo pisó con el tacón y lo aplastó con denuedo hasta que solo quedaron hilachas de filtro. Acto seguido, señaló con la cabeza la masa oscura de cañones y riscos que se elevaba tras el monasterio.
—Allá arriba, en las mesas, pasa algo gordo, y no tenemos ni pajolera idea de qué es.
El Cementerio del Diablo
El Tyrannosaurus rex era muy inteligente. La proporción encéfalocuerpo era una de las más elevadas del mundo de los reptiles, extintos o actuales, y en términos absolutos su encéfalo era uno de los más grandes producidos por la evolución en animales terrestres, ya que su tamaño no andaba muy lejos del ser humano. Sin embargo, la parte encargada de razonar, la materia gris, era poco menos que inexistente. Su encéfalo era una máquina biológica de entrada y salida de estímulos que procesaba el comportamiento instintivo. Su programación era exquisita. La tiranosaurio no pensaba en lo que hacía. Se limitaba a hacerlo.
Carecía de memoria a largo plazo. La memoria era de débiles. No necesitaba reconocer a ningún depredador, evitar ningún peligro ni aprender nada. De sus necesidades, muy simples, se ocupaba el instinto. Y lo que necesitaba era carne. En grandes cantidades.
Ser un animal sin memoria es ser libre. Las dunas donde había nacido, su madre, sus hermanos, los crepúsculos de fuego de su infancia, las lluvias torrenciales que enrojecían los ríos y sometían las tierras bajas a bruscas inundaciones, las sequías que agostaban y agrietaban la tierra… De nada de ello se acordaba. Vivía la vida al momento, como una sola corriente de sensaciones y reacciones que perdía su pasado como se pierde el río en el mar.
Había visto morir a sus quince hermanos (algunos a manos de otros animales) sin sentir nada. No sabía nada. Ni siquiera se percató de que hubieran desaparecido; tan solo de que sus cuerpos, después de muertos, se convirtieron en carne. Nada mas. Tras separarse de su madre, no volvió a reconocerla.
Cazaba, mataba, comía, dormía e iba de un sitio al otro. No era consciente de tener ningún «territorio», sino que se desplazaba siguiendo el rastro de plantas aplastadas y helechos arrancados que dejaban los grandes rebaños de dinosaurios pico de pato, sin conciencia ni recuerdo de ello. Unos y otra tenían los mismos hábitos.
Las emociones humanas del amor, el odio, la compasión, la pena, el arrepentimiento o la felicidad carecían de equivalente en su cerebro. Lo único que conocía, era el dolor y el placer. Estaba programada de tal modo que cumplir las exigencias de su instinto le procuraba placer, y no cumplirlas era impensable.
No meditaba sobre el sentido de su existencia. No era consciente de existir. Era, y punto.
Las pistas cruzadas del campo de prueba de misiles de White Sands, Nuevo México, dormían bajo los primeros atisbos del alba: dos franjas de asfalto sobre una llanura de yeso blanco como la nieve. A un lado de la pista había una terminal iluminada con fluorescentes amarillos, y una hilera de hangares. La inmovilidad del aire era casi cristalina.
Al este, en un cielo cada vez más luminoso, apareció un puntito que adoptó gradualmente la forma de doble cola y alas en flecha de un F14 Tomcat a punto de aterrizar. El caza, cuyos motores acabaron haciendo un ruido ensordecedor, levantó dos nubes de humo de neumáticos al tomar tierra, sacudiendo a su paso la hilera de yucas muertas que bordeaba la pista. El F14 fue frenando hasta llegar al final de la pista, dio media vuelta y rodó hasta la terminal. Dos miembros del personal de tierra se encargaron de inmovilizar las ruedas y de tender los tubos del combustible.
La cabina se abrió y del asiento del copiloto se levantó un hombre delgado que saltó ágilmente a tierra. Llevaba un chándal azul y un viejo maletín de piel. Caminó tranquilamente por la pista hacia la terminal, hizo el saludo militar a los dos soldados que vigilaban la puerta, quienes le devolvieron el saludo, sorprendidos por la inesperada formalidad.
Respiraba frialdad, limpieza y simetría por todos sus poros, como una compleja herramienta de acero. Tenía el pelo negro y liso, peinado por encima de la frente, y unos pómulos marcados que tensaban la tersa piel de su cara. Sus manos eran tan pequeñas, y estaban tan cuidadas, que parecía que se hiciera la manicura. Sus labios eran finos y grises, como los de un muerto. De no ser por sus penetrantes ojos azules —el contraste con el pelo negro y la tez blanca era tan grande que parecía que se le salieran de la cara—, podría haber sido asiático.
J. G. Masago cruzó la puerta y penetró en la terminal de bloques de hormigón. Se quedó en el centro de la sala, molesto por que no acudiera nadie a recibirle. No tenía ni un minuto que perder.
La pausa le permitió pensar que de momento la operación estaba saliendo a pedir de boca. El problema del museo ya estaba resuelto. Había confiscado los datos. Los resultados del examen urgente de los especímenes en la NSA superaban todas las expectativas. Había llegado el momento más esperado por el Destacamento LS480, el organismo secreto que dirigía Masago; una espera de más de treinta años que había empezado con el regreso de la misión Apolo 17. Se avecinaba el desenlace.
Lamentaba haber tenido que tratar así al inglés del museo. Siempre era trágico tener que arrebatarle la vida a un ser humano. Los soldados perdían la vida en tiempos de guerra, y los civiles en tiempos de paz. Los sacrificios eran inevitables. Otros se encargarían de la ayudante del laboratorio, Crookshank; ahora que los datos y las muestras estaban a buen recaudo, no era una prioridad. Otra eliminación lamentable pero necesaria.
Masago, hijo de japonesa y de estadounidense, había sido concebido en las ruinas de Hiroshima durante las semanas posteriores a la bomba. Su madre había fallecido años después, gritando de dolor por el cáncer que le había provocado la Lluvia Negra. Su padre, naturalmente, había desaparecido antes de que naciera. Masago se había ido a Estados Unidos a los quince años.
Once años después, cuando tenía veintiséis, el módulo Apolo 17 había alunizado en Taurus-Littrow, al borde del mar de la Serenidad. Por aquel entonces Masago ni siquiera sospechaba que aquella misión Apolo hubiera realizado el que podría calificarse del descubrimiento científico de todos los tiempos. Tampoco sabía que a la larga ese secreto le sería confiado a él.
En dicha época ya era oficial subalterno en la CÍA. Su dominio del japonés y su don para las matemáticas lo habían embarcado en una carrera llena de curvas por diversos niveles de la CÍA. Salió triunfante gracias a la cautela más extrema, a una mezcla de inteligencia y discreción y a su capacidad para disfrazar sus éxitos de retraimiento. Al final lo habían puesto al frente de un pequeño destacamento secreto que recibía el nombre de LS480. Y entonces le revelaron el secreto.
Un secreto que no podía compararse con ningún otro.
De hecho, estaba escrito Masago sabía una verdad muy sencilla a lo que ninguno de sus colegas se atrevía a enfrentarse. Sabía que la humanidad tenía los días contados. La especie humana había desarrollado la capacidad de destruirse a sí misma, y en consecuencia se destruiría a sí misma. Q.E.D. A Masago le parecía tan simple y evidente como dos más dos. ¿Acaso en algún momento de la historia la humanidad había dejado de usar todas las armas que tenía a su disposición? La pregunta no era «si», sino «cuándo». La parte de la ecuación que controlaba Masago era el cuándo. Tenía en sus manos aplazar el acontecimiento. Si cumplía su deber, sería el responsable de que la humanidad durase cinco o diez años más, por no decir una generación. Misión nobilísima, sin duda, pero que requería gran disciplina moral; y si alguien tenía que morir antes de tiempo, no era un precio demasiado alto. Si una muerte podía aplazar el acontecimiento, aunque solo fueran cinco minutos… ¿Cómo saber los frutos que daría?
Hacía diez años que dirigía el LS480 con la mayor discreción posible. Diez años de suspensión, de espera, de interregno. Masago siempre había sabido que tarde o temprano la moneda caería por alguna de sus caras. Y ya había caído.
El lugar de esa caída era el más insospechado; la manera, la más inverosímil. A pesar de ello no había pillado desprevenido a Masago, quien tras diez años de espera estaba preparado para actuar con rapidez y decisión.
Sus ojos de zafiro examinaron por segunda vez la terminal, fijándose en la hilera de máquinas de venta automática, en la moqueta de poliéster gris, en las filas de sillas de plástico atornilladas al suelo, en los mostradores y en los despachos, tristones, austeros, funcionales; los típicos despachos del ejército. Llevaba dos minutos esperando. Empezaba a ser intolerable. Por fin salió un hombre de un despacho con un traje de camuflaje arrugado, dos estrellas en las hombreras y el pelo recio y gris.
Masago esperó a tenerlo cerca para tender la mano.
—¿El general Miller?
El general se la estrechó con firmeza militar.
—Usted debe de ser el señor Masago. —Sonrió y señaló con la cabeza el Tomcat que repostaba en la pista—. ¿Ha estado en la marina? Aquí no se ven muchos de estos.
En vez de sonreír o contestar, Masago hizo otra pregunta:
—¿Todo a punto según lo estipulado, general?
—Por supuesto.
El general dio media vuelta. Masago lo siguió hasta un espartano despacho que había al fondo. En el escritorio metálico había algunas carpetas, una insignia y un pequeño aparato que podía ser una versión secreta de un teléfono móvil de uso militar. El general cogió la insignia y el teléfono y se los dio a Masago en silencio. Después cogió la primera carpeta, llena de sellos rojos.
—Aquí lo tiene.
Masago dedicó unos minutos a hojear su contenido. Era justo lo que había pedido: un avión no tripulado, un UAV, dotado de radar de apertura sintética e imágenes multi e hiperespectrales.
Reparó, complacido, en que se había desviado especialmente para la misión un satélite fotográfico de infrarrojos SIGINT KH11. —¿Y los hombres?
—Un grupo de diez previamente asignado por la National Command Authority del Grupo de Asalto Combinado y del DEVGU a una rama de la Dirección de Operaciones de la CÍA. Están listos para entrar en acción.
—¿Se les ha tomado juramento?
—No hace falta. Son hombres que no trabajan en nada que no sea secreto. Han recibido una Orden de Aviso, pero bastante vaga.
—Intencionadamente. —Masago hizo una pausa—. Esta misión… digamos que tiene un componente psicológico inhabitual, del que acabo de ser informado.