¡Pam!
Un disparo mordió la piedra justo a su derecha, tan cerca que le llovieron esquirlas en el hombro.
Gritó sin querer y soltó la cerilla, que bajó en espiral por el pozo oscuro, parpadeando un poco antes de apagarse.
—¡Zorra! ¡Te voy a matar!
Sally hizo bascular su cuerpo hacia el vacío, sondeándolo con el pie hasta que encontró un peldaño podrido. Comprobó que aguantaba su peso y bajó despacio para probar el siguiente.
Oyó un grito sordo de triunfo, seguido por un clic. El haz de la linterna le pasó por encima de la cabeza.
Se agachó y bajó deprisa por la escalera. Uno de los peldaños se partió y Sally se quedó con una pierna colgando hasta que consiguió apoyar el pie en otro sitio. Toda la escalera crujía y se movía.
Bajó varios peldaños jadeando y resbalando, entre una fina lluvia. La escalera temblaba. De repente, otro peldaño se rompió bajo el peso de su pie, y otro; se quedó colgada de las manos en la oscuridad. Bajó a pulso, casi sin aliento, tanteando con los pies en busca de un peldaño sólido.
La luz de la linterna apareció de sopetón en el borde del pozo, como un ojo que la observaba inmisericordemente. Justo en el momento del disparo, Sally se echó a un lado con un movimiento brusco que hizo temblar la escalera; la bala dejó un agujero en el peldaño.
Oyó el eco de una risa.
—Solo ha sido para practicar. Ahora viene lo bueno.
Volvió a mirar arriba, jadeando. El secuestrador se había asomado al borde. Estaba a unos tres metros, con la linterna en una mano y la pistola en la otra. No podía fallar, y lo sabía. Por eso tenía tan poca prisa. Sally invirtió todas sus fuerzas en bajar por la escalera chirriante. El secuestrador dispararía en cualquier momento. Miró hacia arriba y vio el perfil de su cara recortado por la luz. Paró de bajar. No servía de nada.
—No —dijo con un hilo de voz—. No, por favor…
El secuestrador extendió el brazo y el cañón de acero de su pistola brilló. Sally vio tensarse los músculos de su mano, preparada para apretar el gatillo.
—Date un beso para despedirte, so zorra.
Hizo lo único que podía: se soltó de la escalera y se dejó caer por el negro pozo.
Corvus miraba fijamente el LED verde, paralizado por el miedo. ¿Cómo era posible que el desconocido hubiera burlado las medidas de seguridad del museo? ¿Qué cono quería?
La puerta, al abrirse, proyectó una franja de luz amarilla en el suelo, una franja que se fue ensanchando hasta que se posó en el esqueleto montado de un alosaurio, convirtiéndolo en un monstruo digno de Halloween. La sombra del perseguidor cruzó la barra de luz, creando formas raras en el dinosaurio. En cuanto dio un segundo paso, Corvus vio que llevaba un arma de cañón largo.
Fue este detalle el que le sacó de su pasividad. Tenía que hacer algo. Se volvió y se dirigió al fondo oscuro del almacén. El primer tramo, un estrecho pasillo con estanterías de hierro muy grandes en las dos paredes (llenas de huesos y de cráneos), lo cruzó como una exhalación. Frenó un poco, giró a la derecha y volvió a correr con todas sus fuerzas. Después de recorrer dos pasillos más, el segundo de los cuales iba hacia la izquierda, se puso en cuclillas detrás de un cráneo muy grande de centrosaurio, para ver si lo seguía. Jadeaba, y el corazón le latía tan déprisa que oía la pulsación de la sangre en los oídos. Se asomó a un agujero del collar óseo del monstruo y vio que su perseguidor seguía donde antes, como una silueta negra en la puerta abierta. Mientras miraba, el hombre levantó su arma y se apartó para dejar que la puerta se cerrase. La cerradura de seguridad se trabó automáticamente, devolviendo el almacén a las tinieblas.
Corvus pensó deprisa. Era una locura. Lo estaban persiguiendo en su propio museo. Tenía que ser por un asunto relacionado con el tiranosaurio de Nuevo México. Aquel individuo quería información, y estaba dispuesto a matar por ella.
Oyó una respiración pesada, pero se dio cuenta de que era la suya e intentó controlarse. Tras quitarse los zapatos sin hacer ruido, se internó aún más entre las hileras oscuras de fósiles, hacia el fondo del almacén, donde se guardaban los especímenes montados de mayor tamaño. Al estar tan cerca los unos de los otros, le sería más fácil esconderse. Pero ¿hasta cuándo? Por un lado, el almacén tenía las dimensiones de una nave industrial; por el otro, el desconocido disponía de casi toda la noche para hacer salir a Corvus.
Una voz serena y neutra resonó en la oscuridad.
—Me gustaría hablar con usted, profesor.
Corvus no contestó. Tenía que encontrar un sitio más seguro. Avanzó a gatas y a tientas, intentando no hacer ruido. Había recordado que al fondo había un torso enorme de triceratops envuelto en plástico. Podía esconderse dentro de su caja torácica. Aunque encendieran las luces, él gozaría de la protección de la tupida sombra del esqueleto, y el gran casco con cuernos del dinosaurio le haría de capucha. El triceratops estaba empaquetado entre varias decenas de dinosaurios parcialmente montados, todos con envoltorio de plástico. Corvus se puso a cuatro patas y empezó a gatear por el bosque de huesos, internándose entre los fósiles y reptando por debajo de las láminas de plástico que había colgadas. En un momento dado se paró a escuchar, pero no oyó nada, ni pasos ni movimiento.
Qué raro que el desconocido no hubiera encendido ninguna luz…
—Doctor Corvus, estamos perdiendo un tiempo muy valioso. Muéstrese, por favor.
Corvus se quedó helado. La voz ya no llegaba de la parte delantera del almacén, junto a la puerta, sino de otro punto más cercano, a la derecha. Su perseguidor se había movido en la oscuridad con el más absoluto sigilo.
Extremando la cautela, buscó a tientas los huesos montados de las patas de cada dinosaurio para tratar de identificarlo y situarlo en su mapa mental del almacén, repleto de esqueletos.
Chocó con algo. Un hueso hizo ruido al caer.
—Esto se pone aburrido.
La voz estaba más cerca que antes. Mucho más. Corvus tuvo ganas de preguntar «¿Quién es?», pero no lo hizo, sabía perfectamente quién era: un rival, un paleontólogo o alguien que trabajaba para un paleontólogo y que habría ido a robarle su descubrimiento. Todos los americanos eran unos delincuentes y unos bárbaros.
Corvus alcanzó una lámina de plástico con un crujido enorme. Se detuvo, aguantó un rato la respiración y siguió avanzando a tientas. Si pudiera identificar un dinosaurio, al menos sabría dónde estaba. ¡Aja! ¡La fúrcula del ovirraptórido Ingenia! Se movió hacia la derecha, esquivando plásticos y buscando el camino con las manos hasta que encontró dos vértebras seguidas de la cola, así como la vara metálica curvada que las sostenía. Era el triceratops. Su mano, al subir, topó con una lámina de plástico muy gruesa. La levantó con muchísimo cuidado y se puso debajo. Una vez dentro, palpó las costillas y gateó hacia la parte delantera, donde estaría protegido por el enorme casco tricorne del dinosaurio, cuyo diámetro frisaba el metro y medio. Se encajó laboriosamente en la cavidad donde habían estado el corazón y los pulmones del animal. Ahí era casi invisible, incluso con la luz encendida. Su perseguidor podía tardar varias horas o toda la noche en encontrarlo. Se quedó encogido, sin moverse, con el corazón palpitando dentro de su propia caja torácica.
—Es inútil que se esconda. Me estoy acercando.
La voz seguía aproximándose. Corvus tuvo un calambre de miedo, como si se le hubiera metido un enjambre de abejas en la cabeza. Tenía grabada la imagen del arma. No era ninguna broma. Lo iban a matar.
Necesitaba un arma.
Palpó la caja torácica, encontró una costilla e intentó desprenderla, pero estaba demasiado bien pegada. Después de probar con unas cuantas más, dio con una que se movió un poco. Buscó con las manos la tuerca y el tornillo que sujetaban el hueso a la armazón de hierro. Intentó girarlos, pero no se movían. Entonces desplazó las manos hacia el fondo y buscó la otra tuerca, pero tampoco se movía.
¡Maldición! Debería haber cogido un hueso suelto cuando aún estaba a tiempo. Así tendría un arma.
—Se lo repito, doctor Corvus: esto empieza a ser aburrido. Estoy a punto de llegar.
La voz estaba cada vez más cerca. ¿Cómo se movía tan silenciosamente por la oscuridad? ¿Cómo conocía tan bien la sala? Era como si flotara sin necesidad de luz. En un arrebato de desesperación, Corvus intentó con todas sus fuerzas soltar la tuerca. Sintió que se le clavaba el canto oxidado, y que empezaba a brotar sangre caliente, pero la tuerca no cedió.
La soltó y tragó saliva, moderando su respiración. Su corazón latía con tal fuerza que pensó que debía de oírse desde fuera. Claro que los latidos no se pueden oír… ¿O sí? Si se quedaba muy quieto, sin decir nada, su perseguidor no podría encontrarlo. Con esa oscuridad era imposible.
—¿Doctor Corvus? —dijo la voz—. Lo único que quiero es un dato sobre el Tyrannosaurus rex. Cuando lo tenga, ya no lo molestaré.
Corvus se encogió en posición fetal, temblando incontrolablemente. La voz no estaba a más tres metros.
Tom corrió por el bosque hacia la luz amarilla que se filtraba entre los árboles. Cuando llegó a la pared trasera de una casa, dejó de correr y se amparó en la oscuridad. Era una casa grande de madera, con dos pisos y porche. La luz de este último le permitió ver que el Range Rover estaba aparcado delante.
De repente se dio cuenta de que conocía ese lugar, había estado allí hacía años, con un grupo de amigos que querían explorar pueblos abandonados en las montañas, pero entonces no había ni una valla ni una cabaña nueva.
Se arrimó a los bastos troncos de la casa y siguió la pared hasta llegar a una ventana. Se asomó y vio un salón de madera con chimenea de piedra, alfombras navajo y una cabeza de alce en la pared. Solo había una lamparita encendida. Tuvo la clara impresión de que no había nadie. Aguzó el oído. La casa estaba en silencio. Las ventanas del segundo piso se veían oscuras.
Sally no estaba dentro. Tom se acercó con pies de plomo a la fachada y vio un pueblo fantasma, ligeramente iluminado por la lámpara del porche. Con movimientos ágiles y prudentes, y algunas pausas por si se oía algo, se acercó al coche y tocó el capó. El motor aún estaba caliente. Se agachó al lado de la puerta del copiloto, sacó la linterna que había encontrado en la guantera del Dodge y la encendió para examinar las marcas del suelo, evitando levantar la luz. La arena estaba llena de huellas de botas de vaquero. Al mover la luz por el suelo descubrió dos marcas paralelas de los tacones de unas botas justo al otro lado del coche, como si hubieran arrastrado a alguien. Las siguió con la linterna y vio que se dirigían hacia el final del pueblo por una subida sin asfaltar. Al fondo había un barranco.
Su corazón saltó con fuerza. ¿La persona a la que habían arrastrado era Sally? ¿Estaba inconsciente? Si no le fallaba la memoria, el barranco llevaba a una mina de oro abandonada. Intentó acordarse de la geografía de la zona, mientras su mano se acercaba inconscientemente a la culata de la pistola que llevaba en el cinturón.
Solo una bala.
Siguió las dos líneas paralelas por la pista de tierra hasta el final del campamento abandonado, donde se internaban en el bosque que había al principio del barranco. Su linterna iluminó hierbas recién pisadas en un sendero infestado de vegetación. Permaneció a la escucha, pero solo se oía el suspiro del viento entre los pinos. Después de recorrer cuatrocientos metros llegó a un claro donde el valle se ensanchaba. Subió deprisa por la falda de la montaña. El camino, que discurría justo por debajo de la cresta, cruzaba un bosque de pinos ponderosa y acababa en la antigua construcción de madera que daba acceso a la mina.
Habían encerrado a Sally en ella. Y ahora estaban todos dentro.
Subió sin perder tiempo. La puerta de la caseta estaba cerrada con una cadena y un candado. Escuchó, resistiendo el impulso de echarla abajo. Silencio total. Examinó el candado y vio que lo habían dejado abierto, colgado de la cadena. Apagó la linterna y entró empujando un poco la puerta.
Encendió la linterna solo para orientarse, ahuecando las manos alrededor. La entrada de la mina estaba delante. Era un boquete en la ladera de roca del que emanaba una corriente de aire húmedo y con olor a moho. La entrada estaba cerrada con barras y bajo una pesada reja de hierro con un voluminoso candado de metal cementado.
Escuchó sin respirar. Por el túnel de la mina no salía ningún sonido. Examinó el candado, pero ese sí estaba cerrado. Se puso en cuclillas y sacó la linterna para examinar el suelo de tierra. El polvo era tan fino que las huellas se veían con una claridad excepcional. Eran de un hombre con botas del cuarenta y tres o del cuarenta y cuatro. Al lado vio los surcos de los tacones de Sally, y una zona aplanada que era donde habían dejado un cuerpo. El de ella. El secuestrador debía de haberla soltado para abrir la reja. Sally estaba inconsciente. Tom no quiso plantearse ninguna hipótesis más grave.
Intentó ordenar sus ideas. Tenía que entrar como fuese. A menos que pudiera atraer al secuestrador hacia la puerta y pegarle un tiro cuando lo tuviera cerca…
Se quedó muy quieto. Acababa de oír algo dentro de la mina. ¿Alguien gritando? Casi no se atrevía a respirar. Un momento después oyó otro ruido, un grito muy amortiguado, distorsionado por el largo viaje por la garganta de piedra. Era una voz de hombre.
Cogió el candado y lo sacudió para intentar abrirlo, pero era muy sólido. La reja era de acero macizo y estaba clavada con cemento a la piedra. Cualquier esperanza de forzarla era inútil.
Mientras sopesaba la situación, oyó otro grito furibundo, mucho más fuerte y nítido que el anterior. Distinguió vagamente la palabra «zorra».
Sally estaba dentro. Estaba viva. De repente se oyó el sordo estallido de un disparo.
Bob Biler encendió la radio del Chevrolet modelo del 57 y se movió por el dial con la esperanza de pillar su emisora favorita de canciones de siempre de Albuquerque, pero volvió a quedarse con las ganas. Solo captaba ruido y estática. Apagó la radio y se consoló con un trago de la media botella de Jim Beam que había en el asiento del copiloto. Después de relamerse de placer, volvió a tirar la botella al asiento, se pasó las manos por la barba de dos días del mentón y sonrió al pensar en la suerte que había tenido.
Biler ya había renunciado a explicarse el extraño incidente del Sunrise. Alguien le había robado el Dodge y le había dejado un Chevrolet antiguo que era una preciosidad. Tenía las llaves puestas, y valía como mínimo diez veces más que su carraca. Quizá hubiera debido llamar a la policía, pero en el fondo era lógico que si alguien le robaba la camioneta él se quedara con la del ladrón. Además, ya se había metido alrededor de media botella de Jim Beam entre pecho y espalda y no estaba en condiciones de avisar a la poli. La camioneta robada era de su propiedad. ¡Ni que el dueño de un vehículo robado tuviera la obligación de denunciarlo!