—¿Qué narices pasa?
—Lo que nos persigue es un vehículo aéreo no tripulado Predator, un modelo secretísimo que vale cuarenta millones de dólares.
—Pero ¿por qué?
Ford sacudió la cabeza.
—No estoy seguro.
La pared del cañón desprendía calor. Tom examinó el resto del precipicio y eligió un camino por el que empezó a subir. Los otros le siguieron en silencio. Ya estaban a sesenta metros de altura, pero ahora era más fácil agarrarse. En cinco minutos escalaron la parte vertical. El resto de la ascensión consistió en una serie de agotadoras cuestas empinadas que alternaban con terrazas. Al llegar a la cima, Sally se tumbó jadeando en la piedra lisa, muy cerca de Tom. Él miraba el cielo, pero no oía nada. Parecía que el avión se hubiera ido.
Ford sacó de su bolsillo un mapa muy gastado y lo desplegó. —¿Dónde estamos? —preguntó Tom. —Justo donde se acaba el mapa. Ford volvió a doblarlo.
Tom se dispuso a inspeccionar el panorama. La cumbre de la mesa era una planicie de arenisca desnuda, erosionada por la acción del viento y del agua. Algunas de las zonas más bajas se habían lle nado de la arena traída por el viento, que la ondulaba sin cesar. Algunos enebros castigados por el viento clavaban sus raíces en las grietas. La mesa terminaba abruptamente a cuatrocientos metros, dando paso al cielo azul. Tom aguzó la vista.
—Me gustaría ver qué hay al otro lado del borde. Aquí arriba somos blanco fácil.
—Blanco fácil, con ese ojo en el cielo, lo somos en cualquier parte.
—¿Aún nos vigilan? —preguntó Sally.
—Ni lo dude. Estoy convencido de que han enviado un helicóptero a cazarnos. Calculo que tenemos entre diez y veinte minutos.
—Esto es una locura. ¿De verdad que no tiene ni idea de qué pasa?
Ford negó con la cabeza.
—Lo único que se me ocurre es el dinosaurio.
—¿Qué les puede interesar de un dinosaurio? A mí me parece mucho más probable que algún bombardero haya soltado una bomba H sin querer, o que se haya caído un satélite secreto, o algo por el estilo.
Ford volvió a negar con la cabeza.
—No sé por qué, pero lo dudo.
—Bueno, pero aunque fuera el dinosaurio, ¿para qué nos persiguen? —preguntó Tom.
—Para sacarnos información.
—¿Qué información, si no tenemos ni idea de dónde está?
—Eso no tienen por qué saberlo. Usted tiene el cuaderno, y yo el gráfico del GPR. Solo con una de las dos cosas tardarían pocos días en localizarlo.
—Y cuando nos saquen lo que buscan, ¿qué?
—Nos matarán.
—Eso lo dice pero no lo piensa.
—No es que lo piense, Tom, es que lo sé. Ya han intentado matarme.
Ford se levantó; Tom lo imitó con dificultad y ayudó a Sally a ponerse de pie. El monje avanzó por la meseta de piedra a su habitual velocidad, barriendo el suelo a cada paso con el hábito marrón en dirección al otro borde de la mesa.
Cuando Masago subió al helicóptero protegiéndose la cara del polvo y de la grava, las hélices ya habían empezado a girar. Fue a la parte delantera, esquivando a los siete miembros del comando a quienes se había encomendado la misión, y ocupó un asiento orientado hacia atrás. El comandante le entregó unos auriculares con micrófono enchufados al techo con un cable negro. Masago se los puso en la cabeza y ajustó el micro, mientras el helicóptero se despegaba del suelo y emprendía el vuelo con las puertas abiertas. Casi rozaron el borde del cañón. Sobrevolaban los cerros y las mesas a muy poca altura. De vez en cuando dejaban atrás la sima alargada de un cañón que descendía en picado a las profundidades. Tenían el sol prácticamente encima. El paisaje parecía al rojo vivo.
Masago desenrolló un mapa topográfico del Servicio Geográfico Nacional a escala 1:24.000 en el suelo del helicóptero. Seguía prefiriendo los mapas de papel al formato electrónico del GPS. El papel le daba una impresión palpable del terreno que no encontraba en la versión electrónica. Las imágenes del avión no tripulado, que daba vueltas invisible a siete mil quinientos metros, indicaban que a pesar de los pesares los objetivos habían logrado salir del cañón, y que se estaban adentrando en un valle laberíntico. Por una parte, era un sitio pésimo para buscar a alguien; por otra, tenía la ventaja de ser una zona definida, cuyo perímetro se podía cercar.
Cuando acabó de hacer anotaciones en el mapa con bolígrafo rojo, se lo pasó al jefe del comando, el sargento de primera clase Antón Hitt, que lo examinó en silencio y empezó a introducir los puntos marcados en su unidad de GPS. El destacamento había recibido las órdenes definitivas justo antes de emprender el vuelo. Lo había hecho sin manifestar dudas ni resistencia, ni siquiera cuando Masago les había comunicado la posibilidad de que tuvieran que matar a civiles americanos. Naturalmente, les había dicho que eran bioterroristas en posesión de un microbio capaz de acabar con toda la humanidad. La mayoría de la gente no estaba capacitada para asimilar verdades complejas. Valía más simplificar.
Vio trabajar a Hitt. Era un afro americano de pocas palabras, estaba en excelente forma física, tenía la frente muy grande de color caoba, los ojos de color marrón claro y una actitud de gran serenidad. Llevaba uniforme de camuflaje y botas de combate, e iba armado con un M4 preparado para proyectiles 6.8SPC.y equipado con miras electrónicas Aimpoint. Su arma de mano era un revólver Ruger 22 Magnum, opción que a Masago le pareció muy bien, aunque fuera un poco excéntrica para un miembro de las fuerzas especiales. Su cuchillo era un Trace Rinaldi, otra elección que hablaba bien de él. Masago le había dejado decidir sobre el equipo. El sargento había optado por que sus hombres fueran ligeros, sin munición suplementaria, y solo con cantimploras de un litro. Nada de granadas ni de cargadores de repuesto. Nada, tampoco, de la típica armadura Kevlar, ni de armamento automático SAW. A fin de cuentas, no estaban en el centro de Mogadiscio, donde los enemigos salían por todas las puertas e iban armados hasta los dientes.
Hitt le devolvió el mapa.
—Los cuatro que salten no necesitarán mantener silencio radiofónico. Rodearemos a nuestros objetivos y estrecharemos el cerco al máximo. Es un plan muy sencillo, como me gusta a mí.
Masago asintió.
—¿Alguna pregunta, ahora que aún puede? —preguntó. Hitt sacudió la cabeza.
—Sargento Hitt —le dijo lentamente Masago—, se aproxima el momento en que le pediré que mate a varios ciudadanos estadounidenses desarmados. Se trata de personas demasiado peligrosas para confiárselas a la justicia. ¿Tiene alguna reticencia?
Hitt movió despacio sus ojos claros, hasta enfocarlos en Masago.
—Soy soldado, señor. Cumplo órdenes. —Perfecto.
Masago se apoyó en el respaldo con los brazos cruzados. Al final tenía razón el general Miller: Hitt era de los buenos.
Siguieron volando al ritmo de las hélices. Hitt consultó su GPS y le dijo a uno de sus hombres:
—Plalber, diez minutos para saltar al punto Tango.
El tal Halber, un chaval de veinte años con la cabeza rapada, asintió y empezó a hacer las últimas comprobaciones en su arma. Sobrevolaban un cañón largo y estrecho que desembocaba en el valle al que se dirigían los objetivos. La sombra del aparato temblaba y saltaba justo debajo. Era un paisaje corroído, infernal, una auténtica llaga en la faz de la tierra. Masago ya tenía ganas de volver a Maryland, donde todo era verde y húmedo.
—Cinco minutos —dijo Hitt.
El Pave Hawk empezó a ladearse, esquivando el flanco rocoso de una muela, y se puso por debajo del nivel de la escarpadura. Al llegar a la altura de un cañón lateral que desembocaba en una zona desértica y muy erosionada, redujo su velocidad hasta inmovilizarse en el aire. Halber se levantó y se afianzó en la red. Alguien le dio una patada a la cuerda, que estaba muy bien enrollada delante de la puerta abierta. Halber la cogió y bajó por ella hasta perderse de vista.
Al cabo de un rato volvieron a estirarla, y el helicóptero subió.
—Sullivan. —Hitt señaló a otro de sus hombres—. Salta a punto Foxtrot en ocho minutos.
El helicóptero volvió a sobrevolar el desierto a gran velocidad. Al norte, Masago vio la silueta irregular de una antigua colada de lava, y al fondo, a la derecha, unas estribaciones boscosas que subían hacia una hilera de cumbres nevadas. Ya estaba bastante familiarizado con la región.
—Un minuto, Sullivan.
Tras acabar de revisar su arma, Sullivan se levantó y se cogió a la red, en el mismo momento en que el helicóptero se detenía en el aire y le pegaban una patada a la cuerda. De pronto Sullivan ya no estaba.
Doce minutos después, tras el cuarto y último salto, el helicóptero volvió a dirigirse a la zona marcada para el aterrizaje, un punto del valle situado en la cabecera de un gran tajo en la tierra que en el mapa recibía el nombre de Tyrannosaur Canyon.
Ford fue el primero que llegó al borde y contempló el valle. Descubrió, atónito, que habían caminado en redondo y estaban en la otra punta del Cementerio del Diablo. Le parecía mentira que, a pesar de su experiencia en el desierto y de lo bien que lo conocía, la complejidad del paisaje hubiera logrado desorientarlo. Sacó el mapa, y al consultarlo vio que acababan de penetrar en la zona por el noroeste.
Miró a su alrededor pensando que en cualquier momento avistaría un punto negro en el horizonte y reconocería el sonido de un helicóptero acercándose.
Su vida había estado llena de situaciones difíciles, pero aquella se llevaba la palma. Hasta entonces siempre había tenido información, mientras que ahora daba palos de ciego. Lo único que sabía era que su gobierno había intentado matarlo.
Se quedó esperando a que llegaran Tom y Sally. Teniendo en cuenta que los dos estaban heridos, agotados y en fase avanzada de deshidratación, hacían gala de una resistencia portentosa. Cuando se vinieran abajo, sería de golpe. Podría adoptar incluso la forma de una hipertermia, en que el cuerpo pierde el control de su capacidad para mantener la temperatura corporal. Ford lo había visto una vez en la selva de Camboya. Su ayudante había dejado de sudar de golpe, y su temperatura había subido hasta cuarenta y dos grados. Las convulsiones habían sido tan brutales que se había partido los dientes. Cinco minutos después estaba muerto.
La intensidad de la luz le hizo entornar los ojos. En un lado tenían las montañas, a veinticinco kilómetros, y en el otro el río, a treinta. Les quedaba menos de medio litro de agua, y la temperatura no bajaba de los treinta y ocho grados. Incluso aunque no los persiguiera nadie, la situación era muy grave.
Cuanto más miraba el precipicio, más negro lo veía.
—Se podría bajar por aquí —dijo Tom desde el borde.
Ford observó una grieta vertical que daba miedo solo de verla. De repente un ruido rítmico superó el umbral de lo audible. Inspeccionó el horizonte y vio el punto a tres o cuatro kilómetros. Sobraban los prismáticos. Sabía qué era.
—Vamos.
Melodie Crookshank miraba hipnotizada la imagen tridimensional de la partícula Venus en la pantalla del microscopio electrónico de barrido. Pese a sus sesenta y cinco millones de años de antigüedad, presentaba un aspecto tan inmaculado que parecía creada hacía dos días. La imagen, mucho más nítida que la que se obtendría con cualquier microscopio convencional, mostraba la partícula con gran detalle: una esfera perfecta con un tubo cuya punta ostentaba un travesaño, como si fuera el palo de un velero. El travesaño tenía estructuras complejas en las puntas, agrupaciones de túbulos que recordaban las semillas de un diente de león.
El análisis por difracción de rayos X confirmó sus sospechas de que la esfera de carbono era lo que los científicos llamaban un fullereno o
buckyball,
una cáscara vacía de átomos de carbono de doble enlace dispuestos como una de las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller. Se trataba de un descubrimiento reciente, escasísimo en su forma natural. Normalmente eran pequeños, pero aquel era enorme. La principal característica de los
buckyballs
era su indestructibilidad. Su contenido estaba protegido al cien por cien. Solo las enzimas más potentes podían penetrar la cáscara, previa y cuidadosa manipulación en el laboratorio.
Que era precisamente lo que había hecho Melodie.
En el interior de la esfera había encontrado una mezcla sorprendente de minerales, entre ellos una forma rara de plagioclase, Na
0,5
Ca
0,5
Si
3
AlO
8
con presencia de titanio, cobre, plata e iones de metal alcalino. Esencialmente era una mezcla compleja de cerámica contaminada, óxidos metálicos y silicatos. El tubo que salía ortogonalmente de la esfera parecía consistir en un nanotubo gigante de carbono con un travesaño del que pendían cúmulos laterales consistentes en una mezcla de compuestos cerámicos y óxidos metálicos. Qué raro…
Abrió un Dr. Pepper del tiempo y bebió concentrada en sus pensamientos. Desde que se habían llevado el cadáver del doctor Corvus, no se oía ni una mosca. Tanta quietud no era normal ni siquiera en domingo. Estaba claro que la gente prefería no acercarse. Otro recordatorio de los pocos amigos que tenía en el museo. No la había llamado nadie para saber cómo estaba, ni para invitarla a comer o a tomar algo para que se animase. En parte era culpa suya, por quedarse en el sótano como una monja secuestrada, pero también estaba relacionado con su insignificancia en el escalafón y con el aura de fracaso que la acompañaba, la de pobre doctora que llevaba cinco años mandando currículos.
Pues faltaba poco para que cambiaran las cosas.
Abrió algunas de las imágenes anteriores de la partícula que había guardado en CDROM para buscar más pruebas en apoyo de la teoría que había estado formándose en su cabeza. Había observado que las partículas Venus se concentraban sobre todo en los núcleos celulares. Al examinar una de las imágenes que había tomado para Corvus, vio algo significativo: muchas células con presencia de partículas tenían forma alargada. No solo eso, sino que muchas de las partículas parecían habitar pares de células contiguas. Eran dos observaciones directamente relacionadas. Las conectó enseguida, y al hacerlo sintió un hormigueo en la nuca. Parecía mentira que no se hubiera fijado antes. Casi siempre estaban dentro de células en proceso de mitosis; las partículas Venus, por decirlo de otro modo, habían infectado las células del dinosaurio, y el resultado era, ni más ni menos, el desencadenamiento de la división celular. Muchos virus modernos funcionaban igual. Era su manera de matar al organismo receptor, mediante un cáncer de causas víricas.