De repente unos brazos lo cogieron y lo depositaron junto al helicóptero. Tom cayó pesadamente en la arena. Inmediatamente después, Hitt chocó contra el suelo con un gruñido. Sally aterrizó entre los dos. Había vuelto a subirse al helicóptero para sacarlos.
Tropezando y arrastrándose, intentaron alejarse del helicóptero en llamas. Tom no pudo más y se cayó tosiendo, sin aliento. Cuando estaba de bruces en la arena, casi inmóvil, oyó un impacto sordo y recibió una brusca oleada de calor. La explosión de los depósitos había sumido los restos del helicóptero en una hoguera gigante.
De repente presenciaron una escena extraña: un hombre emergió del fuego envuelto en llamas alzando una pistola en su mano incendiada. De pronto, con rara parsimonia, se detuvo, apuntó, disparó una sola vez… y luego cayó lentamente, como caen las estatuas, y desapareció de nuevo en la deflagración.
Tom se desmayó.
En el Museo de Historia Natural de Manhattan ya era de noche. Una brisa ligera hacía susurrar el follaje de los viejos sicómoros de Museum Park. Las gárgolas de piedra que habitaban los tejados se recortaban en silencio contra un. cielo cada vez más oscuro. En las entrañas del sótano del edificio, la luz del laboratorio de mineralogía estaba encendida. Encorvada frente al microscopio stereozoom, Melodie Crookshank veía dividirse un grupo de células.
Hacía tres horas y media que el proceso estaba en marcha. Las partículas Venus habían desencadenado un crecimiento tan veloz como asombroso, una orgía de división celular. Al principio Melodie sopesó la posibilidad de que las partículas hubieran puesto en marcha un crecimiento cancerígeno, un amasijo indiferenciado de células malignas, pero enseguida se dio cuenta de que las células no se dividían como las cancerígenas. De hecho, ni siquiera lo hacían como las células normales de un cultivo.
No, aquellas células se estaban diferenciando.
El grupo de células había empezado a adoptar las características de un blastocito, la bola de células que se forma a partir de un embrión fertilizado. Mientras las células seguían dividiéndose, Melodie vio aparecer una franja oscura en el centro del blastocito, franja que había empezado a parecerse con exactitud a la llamada «línea primitiva» que se desarrolla en todos los embriones cordados. Dicha línea era lo que acababa formando la médula espinal y la columna vertebral del ser en desarrollo. El ser…
Levantó la cabeza, al borde del agotamiento. Ignoraba a qué forma daría lugar el crecimiento, si de lagartija o de otra cosa. Por otro lado, el proceso ontológico aún se hallaba en una fase demasiado temprana para saberlo.
Tuvo un escalofrío. ¿Qué diantres estaba haciendo? Esperar a averiguarlo era una auténtica locura. Lo que estaba haciendo no era una simple imprudencia, sino un peligro enorme. Aquellas partículas teman que estudiarse en condiciones de bioseguridad de nivel cuatro, no en un laboratorio abierto como el suyo.
Miró el reloj. Veía la esfera borrosa. Parpadeó, se frotó los ojos y los movió hacia los lados. Estaba tan cansada que casi tenía alucinaciones.
Ignoraba por completo qué eran, qué hacían y cómo funcionaban las partículas. Constituían una forma de vida extraterrestre que había hecho autoestop hasta la Tierra en el asteroide Chicxulub. Aquello la superaba…
Echó la silla hacia atrás. Al levantarse, sintió que perdía el equilibrio y tuvo que agarrarse a la mesa; las manos le temblaban. Empezó a pensar qué tenía que hacer. Al mirar a su alrededor, vio que en el almacén de productos químicos había una botella de ácido fluorhídrico al ochenta por ciento. Abrió el armario con llave, sacó la botella, la puso debajo de la campana de gases y vertió su contenido en el ácido clorhídrico. El ácido destruyó y disolvió al instante el asqueroso grumo de células en crecimiento, formando espuma y silbando hasta que no quedó nada.
Melodie suspiró profundamente de alivio. Era el primer paso, destruir el organismo del portaobjetos. Lo siguiente era destruir las propias partículas Venus sueltas.
Añadió una fuerte base al ácido para neutralizarlo, lo que provocó la precipitación de una capa de sal al fondo de la bandeja. Después encendió un mechero Bunsen debajo de la campana, puso la bandeja de cristal en el quemador y empezó a evaporar la solución. El líquido desapareció en pocos minutos, dejando una costra de sal. A continuación, Melodie puso la llama del mechero al máximo. Pasaron cinco minutos. Diez. La sal comenzó a ponerse al rojo, a medida que la temperatura se aproximaba al punto de fusión del cristal. Ninguna forma de carbono, ni siquiera un
buckyball,
podía sobrevivir a ese calor. Dejó la bandeja de Pyrex al rojo cinco minutos sobre el quemador. Luego apagó el gas y dejó que se enfriase.
Aún tenía que hacer una cosa, la más importante: acabar el artículo incorporando sus últimos descubrimientos. Tardó diez minutos en redactar dos párrafos finales donde usaba el lenguaje científico más seco que conocía para describir lo que acababa de observar. Guardó el archivo. Al releerlo le pareció bien.
Se reprochó en silencio su imprudencia. Aunque no supiera qué eran las partículas, estaba convencida de que podían ser muy peligrosas. No se podían prever sus efectos sobre un organismo vivo, como el ser humano. Se preguntó con un escalofrío si se habría infectado. Imposible. Las partículas eran demasiado grandes para transmitirse por el aire. Además, aparte de las que había desprendido meticulosamente de la roca, el resto estaba encerrado en piedra; un resto con una antigüedad de sesenta y cinco millones de años, pero a pesar de ello funcional.
Funcional.
Precisamente. Ahí estaba el quid: ¿cuál era su función? Nada más preguntárselo, Melodie supo que se tardarían meses en conocer la respuesta.
Hizo los preparativos para enviar el artículo como archivo adjunto en un email y acercó al dedo a la tecla Enter.
La pulsó.
Se apoyó en el respaldo, suspirando. De repente se sentía sin fuerzas. Pulsar la tecla había cambiado su vida. Irreversiblemente.
Tom abrió los ojos. El sol dibujaba rayas sobre su cama. Al fondo, un monitor pitaba suavemente, mientras se oía el tictac de un reloj de pared. Vio a Sally a través de un velo de dolor. La tenía delante, en una silla. —¡Estás despierto!
Sally se levantó como un resorte y le cogió la mano. Tom ni siquiera se planteó la posibilidad de levantar la cabeza, le dolía una barbaridad. ¿Qué…?
—Estás en el hospital.
Lo recordó todo de golpe: la persecución en los cañones, el accidente de helicóptero, el incendio… —¿Tú cómo estás, Sally? —Bastante mejor que tú.
Tom se miró, y se dio un susto al verse tan vendado. —¿Qué tengo, dime?
—Nada; una quemadura grave, fractura de muñeca y de costillas, conmoción cerebral, problemas de riñón y quemaduras pulmonares. Aparte de eso, estás bien.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Dos días.
—¿Y Ford? ¿Cómo está?
—Subirá a verte en cualquier momento. Solo tenía el brazo roto y algunos cortes. Es un tío duro. El peor parado has sido tú.
Tom gruñó. Seguía teniendo la cabeza como un bombo. Al recuperar del todo la visión, vio a alguien corpulento sentado en el rincón. Era el detective Willer.
—¿Qué hace él aquí?
Willer se levantó, se tocó la frente a guisa de saludo y se volvió a sentar.
—Me alegro de verlo despierto, Broadbent. Tranquilo, no lo queremos para nada, aunque se lo merecería. Tom no supo muy bien qué decir. —He llegado hace nada. Quería ver cómo estaba. —Se lo agradezco.
—Me he imaginado que querría saber un par de cosas, como qué hemos averiguado sobre el asesino de Marston Weathers, que es la misma persona que secuestró a su mujer.
—Pues la verdad es que sí.
—A cambio, cuando esté preparado, me gustaría tomarle una declaración completa. —Me parece justo.
—Perfecto. Se llamaba Maddox, Jimson Alvin Maddox; había cumplido condena por asesinato, y parece que trabajaba para un tal Iain Corvus, conservador en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Corvus consiguió sacarlo pronto de la cárcel. Murió la misma noche del secuestro de Sally, parece que de un infarto, aunque, dada la coincidencia, lo está investigando el FBI.
Tom asintió. ¡Qué dolor de cabeza, por Dios!
—Y ese Corvus… ¿Cómo se enteró de lo del dinosaurio?
—Oyó rumores de que Weathers seguía el rastro de algo muy importante, y envió a Maddox en su persecución. Maddox al final se cargó a Weathers, y parece que se llevó una muestra que Corvus hizo analizar en el museo. Acaba de salir algo al respecto en internet, y se ha armado la de Dios es Cristo. Sale en todos los periódicos. —Willer sacudió la cabeza—. Un fósil de dinosaurio…
Yo había pensado de todo, desde cocaína hasta oro enterrado, pero nunca se me habría ocurrido que se trataba de un tiranosaurio.
—¿Qué están haciendo con el fósil? Quien contestó fue Sally.
—El gobierno ha precintado la región de las mesas y lo está desenterrando. Dicen que quizá construyan un laboratorio especial para estudiarlo. Puede que lo hagan aquí mismo, en Nuevo México.
—¿Y Maddox? ¿Seguro que está muerto? —Encontramos el cadáver donde lo dejaron ustedes —dijo Willer—. Lo que dejaron los coyotes, vaya. —¿Y todo el tema del Predator? Willer se apoyó en el respaldo.
—Eso aún lo estamos esclareciendo. Parece que era algún organismo medio clandestino del gobierno.
—Ford te lo contará cuando venga —dijo Sally.
Dicho y hecho: justo en ese momento entró la enfermera y Tom vio tras ella el rostro curtido de Ford, con media mandíbula vendada y un brazo enyesado, en cabestrillo. Llevaba vaqueros y camisa a rayas.
—¡Hombre, Tom! ¡Qué alegría que se haya despertado! —Ford se acercó y se apoyó en el reposapiés de la cama—. ¿Qué, cómo está?
—He estado mejor.
Descansó con precaución su cuerpo de gigante en una silla de plástico barato del hospital.
—He estado hablando con algunos antiguos compañeros de la CÍA y parece que se han cargado a más de uno por su manera de llevarlo todo y por su falta de sensibilidad ante la vida humana, por no hablar de la cagada de la operación. El organismo secreto que se encargó de ella ya no existe. Ahora hay una comisión gubernamental que está investigándolo todo, pero ya sabes que estos temas…
—Ya, ya.
—Hay algo más, algo increíble. Una científica del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York consiguió un trozo del dinosaurio, lo estudió y ahora ha sacado un artículo que es una bomba. El tiranosaurio murió de una infección que llegó con el asteroide causante de la extinción masiva. ¡En serio! El dinosaurio murió de una infección extraterrestre. Al menos eso es lo que dicen. —Ford contó a Tom que el Apolo 17 había traído algunas partículas en una roca lunar—. Al ver que la roca estaba impregnada de un microbio extraterrestre, se la pasaron a la inteligencia militar, que a su vez montó un destacamento negro para estudiarla. Los de la inteligencia militar bautizaron al destacamento LS480, que son las siglas de Lunar Sample 480, el número de la muestra lunar. Hace treinta años que estudian las partículas y que vigilan por si aparece alguna más.
—Bueno, pero eso no explica que se enteraran de lo del dinosaurio.
—La NS A tiene una potencia de espionaje brutal. Los detalles nunca los sabremos, pero parece que interceptaron una llamada telefónica y que reaccionaron enseguida. Imagínate si estaban preparados, que llevaban treinta años esperando que se encontraran más partículas.
Tom asintió con la cabeza.
—¿Y Hitt? ¿Cómo está?
—Sigue arriba, ingresado, pero evoluciona bien. Los que murieron fueron el piloto y el copiloto, aparte de Masago y de varios soldados. Una tragedia.
—¿Y el cuaderno?
Willer se levantó, se lo sacó del bolsillo y lo dejó en la cama. —Tenga. Me ha dicho Sally que usted siempre cumple sus promesas.
Melodie nunca había estado en el despacho de Cushman Peale, el presidente del museo, y se sintió intimidada por el ambiente de antiguos privilegios y exclusividad neoyorquinos. El personaje que se hallaba tras el escritorio antiguo de palisandro completaba esa impresión: traje gris de Brooks Brothers y abundante pelo blanco peinado hacia atrás. Su exagerada cortesía, mezclada con unas gotas de falsa humildad, no conseguía disimular su convicción inamovible de hallarse por encima de los demás.
Peale la invitó a sentarse en una silla
shaker
de madera, junto a una chimenea de mármol. Él lo hizo al otro lado. Cuando estuvo sentado, extrajo de la americana una copia del artículo de Melodie y la dejó en la mesa, alisándola cuidadosamente con una mano de venas abultadas.
—¡Bueno, bueno, Melodie! Muy buen trabajo.
—Gracias, doctor Peale.
—Llámeme Cushman, por favor.
—De acuerdo. Cushman.
Melodie se apoyó en el respaldo. Era imposible estar cómoda en una silla con aquella forma, donde ni tan siquiera un puritano se habría estado quieto, pero al menos podía disimular. Sufría un grave síndrome del impostor, pero supuso que a la larga se le pasaría.
—Vamos a ver… —Peale consultó unas notas que había escrito en la primera página del artículo—. Entró en el museo hace cinco años, ¿verdad? —Exacto.
—Con un doctorado en la Universidad de Columbia. Y desde entonces ha estado haciendo maravillas en el laboratorio de mineralogía en calidad de… técnico especialista de primer grado.
Cushman casi parecía sorprendido de que la posición de Melodie fuera tan baja.
Ella no dijo nada.
—Bien, está claro que le ha llegado el momento de un ascenso. —Peale se apoyó en el respaldo, cruzando las piernas—. Este artículo promete mucho, Melodie. Es polémico, naturalmente, cómo no va a serlo, pero el Comité de Ciencias lo ha leído a fondo y parece probable que los resultados se sostengan.
—Lo harán.
—Así me gusta, Melodie. —Peale carraspeó con finura—. No obstante, al comité le ha parecido que la hipótesis de que la… esto… partícula Venus sea un microbio extraterrestre podría pecar de un poco prematura.
—No me sorprende, Cushman. —Melodie hizo una pausa. Le costaba llamarle por el nombre de pila. «Pues ya te puedes ir acostumbrando», pensó. La técnico de primer grado que se desvivía por caer bien a todo el mundo ya había pasado a la historia—. Cualquier adelanto científico importante comporta cierto atrevimiento. Yo confío en que la hipótesis resistirá.