Tiranosaurio (19 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Lo decía en serio. Sally se dio cuenta y se quedó muy quieta. En cuanto notó que ya no se movía, Maddox giró un poco con la pierna, intentando coger la pistola, que estaba a unos tres metros en la alfombra.

—No te muevas.

La sintió debajo de él; el miedo le había dado hipo. Bien. Tenía motivos para estar asustada. Había estado tan cerca de matarla que casi notaba el sabor de la muerte en la boca.

Tocó la pistola con el pie, la acercó y se la metió en el bolsillo. Acto seguido le metió el cañón de la Glock en la boca y le dijo:

—Vamos a intentarlo otra vez. Ahora ya sabes que soy capaz de matarte. Si lo entiendes, di que sí con la cabeza.

Ella de repente se retorció como una fiera y le dio una patada en la espinilla con muy mala intención, pero no tenía punto de apoyo, y él anuló la maniobra acogotándola con un brazo.

—No te resistas.

Más forcejeos.

Maddox la hizo atragantarse con un movimiento del cañón de la pistola.

—¡Esto es una pistola, zorra! ¿Lo captas? Sally se quedó quieta.

—Si haces lo que te digo, no le pasará nada a nadie. Si me entiendes, di que sí con la cabeza.

Lo hizo. Maddox aflojó la presión.

—Ahora tú y yo nos iremos tranquilamente, pero antes necesito que hagas una cosa.

No hubo respuesta. Empujó un poco más el cañón en la boca.

Un gesto de asentimiento.

El cuerpo de Sally temblaba entre los brazos de Maddox. —Ahora te voy a soltar. No grites. No hagas ruido. Nada de movimientos bruscos. Si no me haces caso, te mato sin pensármelo. Otro gesto de asentimiento y un hipido. —¿Sabes qué quiero?

Un no con la cabeza. Maddox seguía encima de ella, trabándole las piernas con las suyas.

—Quiero el cuaderno, el que el buscador muerto le dio a tu marido. ¿Está en la casa?

Otro no con la cabeza.

—¿Lo tiene tu marido?

Silencio.

Lo tenía su marido. Estaba clarísimo.

—Ahora escúchame bien, Sally. Yo no me ando con chorradas. Al primer paso en falso, al primer grito, al primer truco, te mato. Así de simple.

Lo decía muy en serio. Sally volvió a darse cuenta.

—Ahora te soltaré y me apartaré. Tú irás al contestador que hay en la mesa y grabarás este mensaje: «Hola, este es el teléfono de Tom y Sally. Tom está de viaje de negocios y a mí me ha salido un imprevisto en la ciudad, o sea que de momento no podemos atenderos. Si os perdéis alguna clase, perdonad. Os llamo en cuanto pueda. Dejad un mensaje. Gracias». ¿Podrás hacerlo con una voz normal?

Sally no contestó.

Maddox retorció el cañón.

Un gesto de asentimiento.

Sacó la pistola. Ella tosió.

—Dilo. Quiero oír tu voz.

—Lo haré.

Le temblaba la voz. Maddox se levantó de encima de ella sin dejar de apuntarla mientras esperaba a que se pusiera de pie.

—Haz lo que te he dicho. En cuanto acabes, oiré el mensaje por el móvil, y como no esté bien, como hayas querido engañarme, puedes darte por muerta.

Sally se acercó al contestador, pulsó un botón y recitó el mensaje.

—Se te oye demasiado tensa. Grábalo otra vez, pero con naturalidad.

Lo repitió. Le salió bien a la tercera.

—Muy bien. Ahora saldremos como dos personas normales, tú delante y yo a un par de metros. Que no se te olvide ni un segundo que llevo una pistola. Tengo el coche aparcado a medio kilómetro de aquí, al lado de la carretera, en un bosquecillo de robles. ¿Sabes dónde digo?

Sally asintió.

—Pues ahí vamos.

Al empujarla hacia la sala de estar, Maddox se dio cuenta de que tenía mojada la parte de arriba de una pierna. Se la miró. El impermeable de plástico tenía un corte, y la pernera del pantalón un roto. Había una mancha de sangre; no mucha, pero era sangre. Estaba atónito; no había notado nada, y seguía sin notar nada.

Miró la alfombra, pero no vio gotas de sangre. Se exploró la herida con la mano y le escoció por primera vez. Hija de puta. La rubia lo había herido.

La hizo salir de la casa y cruzar una zona de arbustos. Siguieron el curso del arroyo hasta que llegaron al coche escondido. Cuando estuvo rodeado de carrascas, Maddox sacó de la mochila unas esposas para los pies y las tiró al suelo.

—Póntelas.

Ella se agachó. Le costó un poco ponérselas. —Las manos en la espalda.

Sally obedeció. El la hizo girarse y le esposó las manos. Luego abrió la puerta del copiloto. —Sube.

Consiguió sentarse y meter los pies en el coche.

Maddox se quitó la mochila, sacó el frasco de cloroformo y el pañal y vertió una buena dosis.

—¡No! —la oyó gritar—. ¡Eso no! —Levantó los pies para darle una patada, pero tenía poco sitio para moverse y él ya se le había echado encima para agarrarle los brazos y aguantarle el pañal en la cara. Ella forcejeó y se retorció, gritando y dando patadas, pero en poco rato se quedó laxa.

Después de asegurarse de que había inhalado una buena cantidad, Maddox se puso al volante. Sally estaba caída en el asiento, en una postura forzada. La levantó para apoyarla en la puerta, le puso una almohada detrás de la cabeza y la envolvió en una sábana, incluso parecía que dormía plácidamente.

Activó entonces el mecanismo de apertura de las ventanillas para ventilar el cloroformo mientras se quitaba la media, el gorro de ducha, los patucos, la red para el pelo y el impermeable. Lo metió todo junto y arrugado en una bolsa de basura.

Arrancó y salió de entre los árboles por el camino de tierra para tomar la carretera principal. Una vez en ella, cruzó la presa y se dirigió hacia el norte por la nacional 84. Quince kilómetros después se adentró en la pista no señalizada del Servicio Forestal que se internaba en el parque nacional Carson y se dirigió al campamento del CCC de Perdiz Creek.

Sally estaba apoyada en la puerta, con los ojos cerrados y el pelo rubio alborotado. Al contemplarla, Maddox pensó que era muy guapa, una auténtica belleza.

13

—Dicen que esto era un burdel —le explicó Beezon a Tom.

Estaban en la entrada de tierra de una mansión victoriana medio en ruinas que se alzaba incongruentemente en un desierto salpicado de palo verde, choya güera y ocotillos.

—Pues tiene más aspecto de casa encantada que de casa de putas —dijo Tom.

Beezon se rió.

—Le advierto de que Harry Dearborn es un poco excéntrico y se ha hecho mítico por su brusquedad.

Cruzó el porche con pasos pesados, levantó la aldaba de bronce en forma de león, y la hizo chocar contra la puerta una sola vez, sonoramente. Un momento después se oyó un vozarrón dentro de la casa.

—Pasen, está abierto.

Entraron. La casa estaba a oscuras, con casi todas las cortinas corridas, y olía a moho y a gatos. Parecía un almacén de oscuros muebles Victorianos. En el suelo se solapaban las alfombras persas. Las paredes estaban llenas de vitrinas de roble y cristal ondulado, cuyas entrañas en penumbra albergaban un sinfín de especímenes minerales. En algunos puntos había lámparas de pie, con pantallas de borlas, que proyectaban círculos de luz tenue y amarilla.

—Aquí —dijo la misma voz gutural—. Y no toquen nada.

Beezon entró el primero en una sala de estar. En el centro había un hombre de una gordura desmedida, incrustado en un sillón descomunal de chintz con estampado de flores y antimacasares en los apoyabrazos.

La luz procedía del fondo de la sala y dejaba su rostro en la penumbra.

—Hola, Harry —dijo Beezon, con cierto nerviosismo en la voz—. Cuánto tiempo, ¿eh? Te presento a un amigo, Thomas Broadbent.

Una mano muy grande brotó del tapizado para indicar vagamente dos sillones de orejas. Beezon y Tom se sentaron.

Tom se fijó en el hombre. Guardaba un notable parecido con Sidney Greenstreet: traje blanco con camisa oscura y corbata amarilla, pelo ralo cuidadosamente peinado hacia atrás… Un individuo sumamente pulcro a pesar de su corpulencia. Tenía una frente ancha, de una lisura y blancura dignas de un bebé, y llevaba varios anillos de oro macizo en los dedos.

—Vaya, vaya… —dijo Dearborn— si es Robert Beezon, el hombre de los amonites… ¿Cómo va el negocio?

—Como nunca. Los fósiles se han puesto de moda para decorar oficinas.

Otro gesto de indiferencia con la mano en alto, moviendo los dedos de un modo casi imperceptible. —¿Qué quieres? Beezon carraspeó. —El señor Broadbent…

Dearborn lo interrumpió para dirigirse a Tom. —¿Broadbent? ¿Por casualidad es pariente de Maxwell Broadbent, el coleccionista? Tom se llevó un susto. —Era mi padre.

—Maxwell Broadbent… —Dearborn gruñó—. Un hombre interesante. Coincidimos un par de veces. ¿Sigue vivo? —Falleció el año pasado.

Otro gruñido. Apareció una mano con un pañuelo enorme, que dio unos toquecitos al rostro carnoso y facetado.

—Lo siento. El mundo necesita gente como él, gigantes. La gente se ha vuelto tan… normal… ¿Me permite preguntarle de qué murió? No podía tener mucho más de sesenta.

Tom vaciló.

—Pues… murió en Honduras. Las cejas se arquearon. —¿Algún misterio?

La franqueza de Dearborn desconcertó a Tom.

—Murió haciendo lo que le gustaba hacer —dijo con cierta sequedad—. Podría haber pedido algo mejor, pero lo aceptó con dignidad. No tiene nada de misterioso.

—Lo siento de veras. —Una pausa—. En fin, Thomas, ¿en qué puedo ayudarle?

—El señor Broadbent está interesado en la compra de un dinosaurio… —empezó a explicar Beezon.

—¿Un dinosaurio? ¿De dónde has sacado que yo vendo dinosaurios?

—Bueno… —Beezon se calló con cara de consternación.

Dearborn tendió hacia él una mano muy grande.

—Robert, te agradezco mucho que me hayas presentado al señor Broadbent. Perdona que no me levante, pero parece que el señor Broadbent y yo tenemos que hablar de negocios, y preferiría que fuese en privado.

Beezon se levantó y, dudando, se giró hacia Broadbent. Quería decir algo. Tom adivinó de qué se trataba.

—¿Lo que acordamos? Cuente con ello.

—Gracias —dijo Beezon.

Tom sintió una punzada de culpabilidad. Naturalmente, no habría ninguna comisión. Poco después de que Beezon se despidiera, oyeron el ruido de la puerta y el del motor del coche.

Dearborn se giró hacia Tom con algo parecido a una sonrisa en la cara.

—Bueno, bueno… ¿He oído la palabra dinosaurio? Lo que he dicho es verdad. Yo no vendo dinosaurios.

—Entonces, ¿a qué se dedica exactamente, Harry?

—A hacer de intermediario en la compraventa de dinosaurios.

Dearborn se apoyó en el respaldo y esperó sonriendo.

Tom hizo un esfuerzo de concentración.

—Yo soy banquero de inversiones. Tengo clientes en Extremo Oriente, y hay uno que…

La mano regordeta se volvió a levantar e interrumpió el discurso que Tom llevaba preparado.

—Con Beezon puede que te haya funcionado, pero yo no me lo trago. Dime la verdad.

Tom reflexionó. El brillo cínico y sagaz de los ojos de Dearborn le convenció de que lo mejor era contar la verdad.

—No sé si ha leído la noticia del asesinato en las mesas del norte de Abiquiú, en Nuevo México.

—Sí.

—Yo soy el hombre que encontró el cadáver. Pasaba cerca de él cuando estaba agonizando.

—Sigue —dijo Dearborn con tono neutro.

—Me puso un cuaderno en la mano y me hizo prometer que se lo daría a su hija Robbie. Estoy intentando cumplir la promesa, pero el problema es que de momento la policía aún no lo ha identificado. Que yo sepa, ni siquiera han encontrado el cadáver.

—¿Te dijo algo antes de morir?

Tom contestó con una evasiva.

—Solo estuvo lúcido un momento.

—¿Y el cuaderno? ¿Qué contiene?

—Números, listas de números.

—¿De qué tipo?

—Datos de una inspección con georradar. —Claro, claro, así es como él trabajaba. ¿Puedo preguntarte por tu interés en el asunto?

—Señor Dearborn, le hice una promesa a un moribundo, y yo las promesas las cumplo. Mi interés no va más allá.

Harry Dearborn parecía divertido por la respuesta.

—Si yo fuera Diógenes, señor Broadbent, estoy convencido de que tendría que apagar mi linterna. Es usted lo que casi no hay: una persona honrada. O eso o un mentiroso consumado.

—Según mi mujer, es pura y simple tozudez.

Dearborn contestó con un suspiro mustio.

—He seguido lo del asesinato de Abiquiú. Me interesaba saber si se trataba de un buscador de dinosaurios que conozco. Estaba al tanto de que se había ido a esa zona a buscar algo, y que según los rumores era algo importante. Al parecer ha pasado lo que me temía.

—¿Sabe cómo se llama?

Dearborn cambió de postura. La redistribución de su cuerpo obeso hizo crujir el sillón.

—Marston Weathers.

—¿ Quién era?

—Ni más ni menos que el buscador de dinosaurios número uno del país. —Dearborn juntó las manos y las apretó—. Sus amigos lo llamaban Stem,
[3]
porque era alto y chupado. Dígame una cosa, señor Broadbent, ¿el bueno de Stem encontró lo que buscaba?

Tom titubeó. Algo lo impulsaba a fiarse de Dearborn. —Sí.

Otro suspiro largo y triste.

—¡Pobre Stem! Murió tal como había vivido, irónicamente. —¿Qué puede contarme de él?

—Mucho. A cambio, señor Broadbent, usted me contará lo que encontró. ¿Trato hecho? —Trato hecho.

14

Wyman Ford reconoció la punta afilada de Navajo Rim a cuatrocientos o quinientos metros, donde la mesa acababa en un cerro en forma de pulgar. El sol, un disco de oro al rojo vivo, se acercaba al horizonte. Ford estaba eufórico. Ahora entendía que los antiguos indios se fueran a ayunar al desierto buscando una visión. Llevaba dos días alimentándose de medias raciones. Para desayunar, una simple rebanada de pan con un poco de aceite de oliva; para comer, media taza de lentejas con arroz. El hambre tenía efectos extraños y maravillosos sobre el cerebro. Daba una sensación de euforia y de energía ilimitada. Le pareció curioso que un mero efecto fisiológico pudiera producir una vivencia de tal profundidad espiritual.

Recorrió la base del cerro de arenisca buscando una manera de subir. La vista era realmente increíble, pero desde arriba la panorámica sería aún mayor. Avanzó pegado a una repisa de arenisca de menos de un metro de ancho y trescientos metros de caída libre en las profundidades azules del cañón. Nunca se había adentrado tanto en la región de las mesas. Se sentía como un explorador, como un John Wesley Powell. Sin duda estaba en una de las zonas más recónditas del país, descontando Alaska o Hawai.

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