Por pruebas no quedaría.
Miró su reloj. Las tres y media. Se secó el sudor de encima de los ojos y sacó de la nevera una lata de CocaCola muy fría para deslizaría por la frente, las mejillas y la nuca. Llegó Hernández con otra CocaCola.
—¿Tú crees que el asesino había previsto que encontraríamos el cadáver?
—Hombre, está claro que se esmeró mucho en esconderlo. ¿A cuánto estamos, a tres kilómetros del lugar del crimen? Tuvo que atarlo al burro, subirlo hasta aquí y hacer un agujero bastante grande para que cupieran el burro, el hombre y toda esta porquería. No, no creo que lo tuviera previsto.
—¿Alguna teoría, teniente?
—El asesino buscaba algo que llevaba encima el muerto. —¿Por qué lo dices?
—Fíjate en los trastos. —Willer señaló la lona de plástico sobre la que habían sido depositados todos los instrumentos y víveres del buscador. Uno de los miembros de la policía científica se dedicaba a recoger las pruebas una a una, envolverlas con papel de pH neutro, ponerles una etiqueta y guardarlas en cajas de plástico especiales para pruebas—. ¿Ves que el forro de borrego de las alforjas está arrancado? ¿Ves que todo lo demás está cortado o reventado? ¿Y ves que los calcetines del muerto están del revés? El asesino buscaba algo, y al no encontrarlo se cabreó.
Willer se acabó ruidosamente la CocaCola y guardó la lata vacía en la nevera.
Hernández gruñó, apretando los labios.
—¿ Qué buscaba? ¿ Un mapa del tesoro?
Willer sonrió despacio.
—Algo así, pero te apuesto lo que quieras a que el muerto se lo dio a su socio antes de que el tirador tuviera tiempo de bajar hasta aquí desde el borde del cañón.
—¿Socio?
—Sí.
—¿Qué socio? —Broadbent.
Sábado por la mañana, muy temprano. El sol naciente recortaba las copas de los pinos ponderosa de la cresta que dominaba Perdiz Creek, e invadía la parte alta del valle perforando la niebla con lápices de luz. Abajo, los árboles seguían envueltos en el frescor nocturno.
Weed Maddox se mecía lentamente en el porche de su cabaña, daba sorbos a un café y hacía girar el amargo y caliente líquido dentro de la boca antes de tragarlo. Sus pensamientos retrocedieron hasta el día anterior, recordó a la zorra de la galería y se le encendió la sangre. Alguien se las pagaría.
Dio el último sorbo de café, dejó la taza y se levantó para ir al salón, del que salió con la mochila. La dejó en el suelo del porche y empezó a alinear metódicamente el instrumental que necesitaría para el trabajo de ese día.
Lo primero que sacó fue la Glock 29 con dos cargadores de diez balas. Después ordenó su kit habitual: red para el pelo, gorro de ducha, medias, guantes de hospital, impermeable de plástico, patucos de quirófano y condones. Puso al lado un lápiz y papel de dibujo, un teléfono móvil con la batería cargada, bolsas herméticas, un cuchillo de caza, una bolsa de frutos secos, una botella de agua mineral, una linterna, unas esposas con su correspondiente llave, hilo de plástico para tender, cinta aislante, cerillas, cloroformo y un pañal de tela. Por último, abrió el plano de la casa de los Broadbent en el suelo y visualizó todas las salas, puertas y ventanas, la situación de los teléfonos y los ángulos de visibilidad. Para terminar, repasó todos los artículos de su lista a medida que iba metiéndolos en la mochila, cada uno en su sitio, para que no se movieran.
Volvió a entrar en la casa, dejó la mochila al lado de la puerta y se sirvió una segunda taza de café. Después salió a la mecedora con el ordenador portátil. Tenía casi todo el día libre, así que más le valía aprovechar el tiempo. Se puso cómodo y levantó la tapa del ordenador. Mientras se abrían los programas, sacó de su bolsillo algunas cartas, les quitó la goma elástica y cogió la primera al azar.
Corregirlas una por una, traduciendo en prosa aceptable las imbecilidades de los presos, le llevó dos horas. Cuando terminó, las envió como archivo adjunto al administrador de su página web, un tío a quien no solo no había visto nunca, sino con el que ni siquiera había hablado por teléfono.
Se levantó de la mecedora, tiró el resto del café al otro lado de la baranda y entró a echar un vistazo a la estantería de los libros. La mayoría eran biografías u obras de historia. Se los saltó y pasó a la pequeña sección de thrillers de tapa dura. Necesitaba matar el tiempo con algo que lo distrajese realmente de los planes para la tarde, que ya estaban perfilados hasta el último detalle. Su mirada saltó de título en título hasta detenerse en una novela titulada
Armonía letal.
La sacó de la estantería, leyó la solapa, la hojeó y se la llevó al porche para empezar a leerla en la mecedora.
La mecedora crujía rítmicamente. El sol subía despacio por el cielo. Dos cuervos emprendieron el vuelo desde un árbol cercano y sobrevolaron el pueblo en ruinas con un batir de alas, cortando el aire con sus graznidos roncos. Maddox interrumpió un momento la lectura para mirar el reloj. Casi las doce.
Le esperaba un sábado largo y tranquilo, pero con traca final.
Willer, con los pies en la mesa, vio que su ayudante volvía del archivo con una carpeta de fuelle debajo del brazo. Hernández se dejó caer en la butaca del rincón con un suspiro y la carpeta en su regazo.
—Por la pinta promete —dijo Willer, señalándola con la cabeza.
Hernández era un hacha investigando.
—No solo por la pinta.
—¿Café?
—No te digo que no.
—Iré a buscarlo. —Willer se levantó y volvió de la máquina con dos vasitos de poliestireno. Le dio uno a Hernández—. ¿Qué traes?
—Broadbent tiene su historia.
—Pues cuéntamela a lo
Reader's Digest.
—Es hijo de un coleccionista muy importante, Maxwell Broadbent, que en los años setenta se fue a vivir a Santa Fe, se casó cinco veces y tuvo tres hijos de mujeres diferentes. Un seductor, vaya. Se dedicaba a la compraventa de obras de arte y antigüedades. El FBI lo investigó un par de veces por moverse en el mercado negro. Lo acusaron de saquear tumbas, pero el tío era listo y no pudieron demostrarlo.
—Sigue.
—Hace un año y medio pasó algo raro. Parece que la familia se fue a Centroamérica para unas vacaciones muy largas, pero el padre murió durante el viaje y los hijos volvieron con un cuarto hermano medio indio. Se repartieron un montón de millones entre los cuatro.
Willer levantó las cejas.
—¿Se sospecha algo turbio?
—Es todo muy vago. Aparte de los rumores no parece que nadie sepa nada. Ahora en la mansión del padre vive el hijo indio, que escribe libros de autoayuda tipo New Age. Dicen que lleva tatuajes tribales.
»Broadbent vive con lo justo, trabajando mucho. El año pasado se casó. Su mujer se llama Sally, Sally Colorado, y es de familia trabajadora. Broadbent tiene una clínica veterinaria para animales grandes en Abiquiú. La lleva con un socio, Albert McBride, que se hace llamar Shane.
Willer puso los ojos en blanco.
—He hablado con algunos de sus clientes y goza del mismo respeto entre los esnob que hacen equitación que entre los rancheros de toda la vida. Su mujer da clases de montar para niños.
—¿ Antecedentes?
—Un par de líos cuando era menor de edad, pero nada serio.
—¿Y McBride?
—También está limpio.
—Dame más detalles de esos líos.
—No son archivos de libre acceso, pero bueno, ya sabes… A ver, a ver… Una broma tonta al director del instituto, con un camión lleno de estiércol. —Pasó algunas páginas—. Se llevó el caballo de otro para hacer el loco por ahí. Y en una pelea le partió la nariz a un tío.
—¿Y los hermanos mayores?
—Uno se llama Philip, vive en Nueva York y es conservador en el Metropolitan. Todo muy normal. El otro se llama Vernon, está recién casado con una abogada que se ocupa de temas medio ambientales, vive en Connecticut y hace de amo de casa, cuida al bebé mientras ella trabaja. Hace tiempo estuvo metido en un par de líos de dinero, pero desde la herencia no le ha vuelto a pasar. —¿Cuánto cobraron?
—Parece que unos noventa millones por barba, después de impuestos.
Willer apretó los labios.
—Da que pensar. Si Broadbent busca algo por las mesas no puede ser solo por dinero, ¿verdad?
—No lo sé. Cuántos directores de empresa con cientos de millones se arriesgan a que los encarcelen por algunos miles de dólares más… Es una enfermedad.
—Tienes razón. —Willer asintió con la cabeza, sorprendido por la perspicacia de Hernández—. Pero Broadbent no da el tipo. No presume de dinero. No tendría por qué trabajar, pero trabaja. Un tío que se levanta a las dos de la madrugada para meterle la mano por el culo a una vaca por cuarenta dólares… No sé, hay algo que no cuadra, Hernández.
—Estoy de acuerdo.
—¿Y del cadáver? ¿Alguna novedad?
—Todavía no lo han identificado. Están analizando el historial dental, las huellas dactilares… Aún tardarán un poco en pasar todos los datos al sistema informático.
—¿Y el monje? ¿Lo has seguido investigando?
—Sí. Tiene un currículo de no te menees. Es hijo del almirante John Mortimer Ford, que fue vicesecretario de Marina en el gobierno de Eisenhower. Andover, Harvard, licenciado summa cum laude con especialidad en antropología… Fue al MIT y se sacó un doctorado en cibernética, que no tengo ni idea de qué es. Conoció a su mujer, se casaron y entraron en la CÍA. A partir de ahí, como dijiste, nada. En la CÍA se toman muy en serio el secreto profesional. Estuvo envuelto en intrigas relacionadas con descifrar claves y entrar en ordenadores. A su mujer la mataron en Camboya. Él abandonó entonces la CÍA para hacerse monje.
Lo dejó todo de golpe, incluida una casa de un millón de dólares, cuentas bancarias que para qué hablar, un garaje lleno de Jaguars antiguos… Increíble.
Willer gruñó. No le cuadraba. Se preguntó si sus sospechas sobre Broadbent y el monje tenían fundamento. Parecían dos personas irreprochables, pero él albergaba la seguridad de que en el fondo, fuera en el sentido que fuese, estaban metidos en aquel caso hasta las cejas.
Tom entró a media tarde en el aparcamiento del centro comercial Silver Strike, en una urbanización bastante sórdida de las afueras de Tucson, y después de aparcar su coche de alquiler caminó por el asfalto pegajoso hacia la entrada. Dentro, el aire acondicionado imponía unas condiciones poco menos que árticas. The Fossil Connection quedaba perdido al fondo del centro comercial. Encontró un escaparate que sorprendía por su modestia: algunos fósiles expuestos detrás de la parte sin encalar de un cristal. En la puerta había un letrero V enta exclusiva a mayoristas. A bstenerse curiosos.
La puerta estaba cerrada, pero al pulsar el timbre se abrió con un clic. Tom entró.
Parecía más una asesoría jurídica que uno los comercios de fósiles al por mayor más importantes del Oeste. Era un local con moqueta gris y carteles que ensalzaban el espíritu de empresa y la atención al cliente. En la sala de espera había dos secretarias, cada en una punta. También había un par de sillas entre grises y marrones, una mesa de cristal y cromo y una estantería con fósiles a modo de decoración. En medio de la mesa de centro se veía una amonita de grandes dimensiones y un montón de revistas sobre fósiles y de prospectos del Tucson Gem and Mineral Show.
Una de las secretarias levantó la cabeza, y cuando vio el traje de Valentino de dos mil dólares y los zapatos hechos a mano de Tom arqueó las cejas sin disimular.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Estoy citado con Robert Beezon.
—¿Su nombre?
—Broadbent.
—Siéntese, si es tan amable. ¿Le apetece algo de beber, señor Broadbent? ¿Café? ¿Té? ¿Agua mineral? —No, gracias.
Tom se sentó, cogió una revista y la hojeó. El solo hecho de pensar en el engaño que había planeado lo llenaba de impaciencia. El traje era uno de los muchos que tenía en el armario y nunca se ponía, comprados por su padre expresamente para él en Londres y Florencia.
El teléfono de la mesa de la secretaría sonó casi enseguida.
—Ya puede pasar a ver al señor Beezon.
Señaló con la cabeza una puerta con un cristal esmerilado donde se leía B eezon.
Cuando Tom se levantaba de la silla, se abrió la puerta y apareció un hombre corpulento con camisa, corbata y el pelo peinado por encima de la calva. Podía pasar perfectamente por un abogado de pueblo sobrecargado de trabajo.
Le tendió la mano.
—¿El señor Broadbent?
El interior del despacho sí delataba que la ocupación de Beezon no era ni la contabilidad ni el derecho. En las paredes había pósters de especímenes de fósiles. También había una vitrina con toda una gama de cangrejos, medusas y arañas fósiles; en el medio había una placa fósil muy curiosa, contenía un pez fosilizado con otro pez en el estómago, que a su vez tenía en el suyo un pececillo.
Tom se sentó en una silla. Beezon lo hizo al otro lado de la mesa.
—¿Qué, le gustan mis joyitas? Así nunca me olvido de que en este mundo el pez grande se come al pez chico.
Tom respondió con una risa de compromiso; era obvio que Beezon siempre empezaba igual. —Muy bonitas.
—Bueno, señor Broadbent, nunca había tenido el placer de hacer negocios con usted. ¿Es nuevo en el sector? ¿Tiene una tienda? —Soy mayorista.
—Aquí vendemos mucho a mayoristas; pero es raro que nunca hayamos coincidido. Somos pocos, ya sabe. —Acabo de entrar en el negocio.
Beezon juntó las manos en la mesa y miró a Tom, sus ojos se deslizaron por su traje. —¿Tiene una tarjeta? —No llevo.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle, señor Broadbent? Beezon ladeó la cabeza, como si esperase una explicación. —Venía con la idea de ver algunas muestras. —Acompáñeme, le enseñaré lo que se cocina en la trastienda. —Estupendo.
Beezon se levantó pesadamente de detrás de la mesa. Tom lo siguió hasta el fondo del despacho, donde había una puerta que llamaba muy poco la atención. Beezon la abrió con llave. Penetraron en una sala cavernosa con estantes de metal llenos de millares o millones de fósiles. Hombres y mujeres iban de un lado a otro conduciendo o empujando carretillas cargadas de rocas. El aire olía a polvo de roca.
—Aquí antes había unos grandes almacenes Dillard's —dijo Beezon—, pero como esta punta del centro comercial nunca acabó de arrancar conseguimos el local a buen precio. Es almacén, sala de exposición y zona de carga y descarga, todo en uno. El material en bruto entra por una punta y sale terminado por la otra.