Hizo una pausa. Trina lo estaba anotando.
—Lo ideal sería una antigua cabaña de minero. Siempre me han interesado las minas. De hecho, en mi novela sale una.
La comercial acabó de escribir con un golpe seco de bolígrafo.
—¿Miramos la base de datos? Pero antes dígame si tiene pensado un límite de precio, señor Maddox.
—Por el dinero no se preocupe. Y llámeme Jim, por favor.
—¿Espera un momento mientras consulto nuestra base de datos, Jim?
—Faltaría más.
Volvió a cruzar las piernas mientras Trina aporreaba el teclado.
—Aja. —La comercial sonrió otra vez—. Aquí me salen varias opciones, pero la que cuadra al cien por cien es esta: el antiguo campamentodel CCC de Perdiz Creek, donde empiezan los montes Canjilón.
—¿Campamento? ¿Del CCC?
—Sí; en los años treinta el Civilian Conservation Corps
[2]
montó un campamento para los trabajadores que abrían caminos en el parque forestal. Eran alrededor de una docena de cabañas de madera, con un pabellón central para comer y reunirse. Hace unos años un tejano compró todo el campamento, reformó el pabellón y lo reconvirtió en una casa muy bonita, de tres dormitorios y tres baños. El resto lo dejó tal cual. Después de vivir una temporada en la casa, le pareció demasiado solitaria y ahora la alquila.
—Suena a que pueda haber turistas.
—No, está vallado. Queda en medio de una finca privada rodeada por el parque nacional. Está al final de una pista de tierra de trece kilómetros, y los últimos tres solo son aptos para todoterreno. —Trina levantó la cabeza—. Supongo que tiene uno…
—Sí, un Range Rover.
Trina sonrió.
—Es un tipo de carretera que disuade un poco a los posibles visitantes. —Ya.
—Aquí sale la historia, es bastante interesante. Antes de ser un campamento del CCC, Perdiz Creek era un pueblo de mineros. Por esa zona hay varias minas de oro, y… —Sonrió a Maddox— dicen que hay un fantasma. A otros no se lo comentaría, pero ya que es escritor…
—Sí, a mi argumento no le iría mal un fantasma.
—Aquí pone que es perfecto para hacer excursiones a pie, en bicicleta de montaña o a caballo. Está en pleno parque nacional, pero no está desconectado de la red. Tiene electricidad y teléfono.
—Pues parece ideal. Lo que pasa es que no quiero que el dueño se presente sin avisar.
—Está en Italia. Además, le aseguro que no es de ese tipo de propietarios. El alquiler se lo gestionamos nosotros, o sea que si tuviera que ir alguien a la casa seríamos los de agencia, pero siempre justificadamente, y avisando con veinticuatro horas de antelación. Respetaríamos su intimidad.
—¿A cuánto sale?
—A un precio módico. Si se lo queda para todo el verano, dos mil ochocientos mensuales.
—Me parece perfecto. Me gustaría verlo. —¿Cuándo?
—Ahora mismo. —Maddox dio unos golpecitos en el bolsillo de su americana, que era donde llevaba el talonario—. Estoy dispuesto a firmar hoy mismo el contrato. Tengo muchas ganas de ponerme a trabajar en mi novela. Va de asesinatos.
Tom estaba absorto en la pantalla blanca del PowerBook. Al principio no pasó nada. Luego empezó a dibujarse una imagen desde arriba hacia abajo, un barrido inicial y borroso.
—Tarda un poco en procesarlo —murmuró Wyman.
Al final de la primera pasada todo seguía viéndose muy vago. Era una simple mancha, no tenía pinta de baúl lleno de oro, ni de mina perdida. Claro que lo que se estaba dibujando podía ser la cueva… Empezó la segunda. Línea a línea, la imagen adquirió nitidez. Cuando la mancha se convirtió en objeto, Tom se quedó sin respiración. Un objeto inconfundible. Le pareció imposible. Pensó que debía de ser una ilusión óptica que no respondía a la realidad. A la tercera pasada comprendió que los ojos no le engañaban.
—Dios mío… —dijo—. No es ningún tesoro. Es un dinosaurio. Wyman se rió con los ojos brillantes.
—Ya le dije que se quedaría alucinado. Mire las barras de escala: es un tiranosaurio, y por lo que he podido averiguar nunca se había descubierto uno tan grande, ni de lejos.
—Pero está entero… No son solo huesos…
—Exacto.
Tom guardó silencio, mirando con fijeza. Ciertamente, era un Tyrannosaurus rex —el perfil era inconfundible— engañosamente retorcido y de lado. Pero no se trataba de un esqueleto fósil; buena parte de la piel, los órganos internos y la carne estaban fosilizados sobre los huesos.
—Es una momia —dijo Tom—. Una momia fosilizada de dinosaurio.
—En efecto.
—Increíble. Debe de ser uno de los fósiles más grandes que se han encontrado.
—Así es, y además casi está completo; solo le faltan algunos dientes, una garra y el último palmo de la cola. ¿Ve que hay una parte que parece que salga de la roca?
—O sea, que el muerto era un buscador de dinosaurios.
—Ni más ni menos. El «tesoro» al que se refirió puede que fuera una manera de despistar, o simplemente una manera de hablar. Bueno, sí que es un tesoro, pero en el sentido paleontológico.
Tom miró fijamente la imagen. No acababa de creérselo. De niño siempre había querido ser paleontólogo. A los otros niños de su edad se les había pasado al hacerse mayores, pero él no había conseguido desprenderse de su sueño. Si era veterinario, se debía a las presiones de su padre. Y ahora tenía delante uno de los fósiles de dinosaurio más espectaculares de la historia.
—Bien, ya conoce el móvil —dijo Ford—. Este dinosaurio vale una fortuna. He estado curioseando por internet, y ¿ha oído hablar acerca de un dinosaurio al que bautizaron como Sue?
—¿El famoso tiranosaurio del museo Field?
—Exacto. Lo descubrió en 1990 en los Badlands de Dakota del Sur una buscadora de fósiles profesional llamada Sue Hendrickson. Es el tiranosaurio más grande y perfecto que se ha encontrado. Hace diez años lo subastaron en Sotheby's y se vendió por 8,36 millones de dólares.
Tom silbó entre dientes.
—Seguro que este vale diez veces más.
—Como mínimo.
—Bueno, y ¿dónde está?
Ford señaló la pantalla, sonriendo.
—¿Ve la línea borrosa que hay alrededor del dinosaurio? Es una sección del afloramiento rocoso que contiene el fósil; una formación muy grande, con un diámetro de más de diez metros y una forma tan peculiar que en principio debería ser fácil de reconocer. Todos los datos que pueden necesitarse sobre la localización están aquí. Solo es cuestión de ponerse a buscar.
—Empezando por Tyrannosaur Canyon.
—Sería una coincidencia fascinante, pero podría estar en cualquier punto de las mesas, Tom.
—Podría pasarse toda la vida buscándolo.
—No creo. La zona me la conozco a fondo porque he hecho muchas excursiones, y me parece que lo encontraría en menos de una semana. Aparte de la silueta de la formación, una parte de la cabeza y el principio del cuerpo del tiranosaurio son apreciables en el lateral. Debe de ser un espectáculo encontrarse con las mandíbulas del dinosaurio saliendo de la roca.
—¿Como el monolito negro que dio nombre a Tyrannosaur Canyon? —dijo Tom.
—Sí, lo conozco, pero no tiene nada que ver con el fósil. Ahora, con este gráfico, ya sabemos qué buscar, ¿eh, Tom?
—Un momento, un momento. ¿Quién ha dicho que lo buscaremos?
—Yo.
Tom sacudió la cabeza.
—Creía que estaba estudiando para monje. Creía que había dejado atrás ese tipo de cosas.
Ford se lo quedó mirando un rato y luego bajó la vista.
—Tom… El otro día me hizo una pregunta. Me gustaría responder.
—Fue un comentario desafortunado. La verdad es que no quiero saberlo.
—No, de desafortunado nada. Le voy a contestar. Hasta ahora lo que he hecho es reprimirlo. He usado el silencio como una especie de muleta para eludir el tema.
Ford hizo una pausa. Tom no dijo nada.
—Yo antes era agente secreto. Estudié criptología, pero acabé de analista de sistemas para una gran empresa de ordenadores, aunque la verdad es que hacía de hacker para la CÍA.
Tom prestó atención.
—Imaginemos, teóricamente, claro, que el gobierno de Camboya, por poner un ejemplo, le compra servidores a una gran empresa de Estados Unidos con un acrónimo de tres letras que no pronunciaré. Solo es un ejemplo. Lo que no saben los camboyanos es que el código del software lleva escondida una pequeña bomba lógica. Dos años más tarde, la bomba explota y el sistema informático empieza a hacer cosas raras. El gobierno de Camboya le pide ayuda a la empresa americana y me envían a mí como analista de sistemas. Pongamos que me llevo a mi mujer, porque así la tapadera es más creíble, aparte de que trabajamos en la misma empresa. Al mismo tiempo que detecto el problema, copio en CDROM todo el contenido de los ficheros confidenciales de personal del gobierno camboyano. Los CDROM están disfrazados de copias ilegales del
Réquiem
de Verdi, con música y todo. Sigo hablando en teoría, ¿eh? No digo que haya pasado nada de lo que cuento.
Hizo una pausa para respirar.
—Suena bastante divertido —dijo Tom.
—Sí, lo era, hasta que se cargaron a mi mujer poniéndole una bomba en el coche cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo.
—Dios mío…
—Tranquilo, Tom —dijo enseguida Ford—. Tenía que contárselo. Mi reacción fue cortar todos mis lazos con aquella vida y venir aquí. Solo llevaba lo puesto, las llaves del coche y la cartera. En cuanto pude, la cartera y las llaves las tiré a una grieta sin fondo de Chavez Canyon. Mis cuentas del banco, mi casa, mis acciones… No sé qué ha pasado con todo eso. Algún día me decidiré a dárselo todo a los pobres, como cualquier monje que se precie.
—¿Nadie sabe que está aquí?
—Lo sabe todo el mundo. La CÍA lo entendió. No sé si me creerá, Tom, pero en la CÍA no se estaba mal. La mayoría era buena gente. Tanto Julie, mi mujer, como yo éramos conscientes de los riesgos. Nos contrataron a la vez, recién salidos del MIT. Los ficheros de personal que me llevé permitían identificar a muchos antiguos torturadores y asesinos de los jemeres rojos. Fue una buena obra. Pero para mí… —se le apagó la voz— el sacrificio fue demasiado grande.
—Dios mío…
Ford levantó un dedo.
—No pronunciarás el nombre del Señor en vano. Bueno, ya se lo he contado.
—No tengo palabras, Wyman. Lo siento, de verdad.
—No hace falta que diga nada. No soy el único que lo ha pasado mal en este mundo. Aquí se vive bien. Cuando rechazas tus necesidades a través del ayuno, la pobreza, el celibato y el silencio, te aproximas a algo eterno. Llámelo Dios o como le dé la gana. Tengo suerte.
Tras un largo silencio, Tom preguntó:
—Y todo eso ¿qué tiene que ver con su idea de buscar el dinosaurio? Yo lo único que prometí fue llevarle el cuaderno a la hija del muerto, Robbie. Nada más. Por lo que a mí respecta, el dinosaurio es de ella.
Ford dio unos golpecitos a la mesa.
—Siento decirlo, Tom, pero toda esa zona, las mesas, el desierto y las montañas del otro lado, son propiedad de la Dirección de Gestión del Territorio. En otras palabras, es patrimonio nacional. Es nuestro. Son tierras de los americanos, con todo lo que hay encima y debajo, incluido el dinosaurio. Ese hombre no era un simple «buscador» de dinosaurios. Era un ladrón de dinosaurios.
El doctor Iain Corvus giró suavemente el pomo de la puerta metálica donde ponía L aboratorio de mineralogía y entró sin hacer ruido. Melodie Crookshank estaba de espaldas, escribiendo en el teclado con unos movimientos que hacían subir y bajar su pelo corto y marrón.
Corvus se acercó con sigilo y le puso una mano en el hombro con delicadeza. Ella se llevó un susto tan grande que estuvo apunto de gritar.
—¿No se habría olvidado de nuestra cita? —preguntó Corvus.
—No, pero es que ha entrado como un gato, sin decir ni mú.
Corvus se rió con suavidad, le apretó un poco el hombro y dejó la mano apoyada en él. El calor de Melodie atravesaba la bata de laboratorio.
—Le agradezco que se haya quedado hasta tan tarde.
También se alegraba de que llevase puesta la pulsera. Era una chica guapa, pero de una belleza típicamente americana, atlética y sin glamour, como si uno de los prerrequisitos para ser una científica como Dios manda fuera no maquillarse y no entrar bajo ningún pretexto en la peluquería. Por otro lado, Melodie tenía dos cualidades importantes: era discreta y estaba sola. Corvus había investigado su historial, y era un producto de la fábrica de títulos de la Universidad de Columbia, de donde salían más doctores de los que podía asimilar el mercado de trabajo. Era hija única, huér fanade padre y madre; tenía pocas amistades, no salía con nadie y prácticamente no tenía vida social. Por si fuera poco, era una persona preparada y se desvivía por caer bien.
La miró a la cara y se alegró al ver que se sonrojaba. Sopesó la posibilidad de ir unos pasos más allá de lo profesional en su relación… Pero no, siempre era un camino imprevisible.
Tras deslumbrarla con su mejor sonrisa, cogió su mano, que estaba caliente.
—No sabe cuánto me alegro de que haya avanzado tanto, Melodie.
—Sí, doctor Corvus, es… increíble. Lo he copiado todo en discos.
Corvus se sentó delante de la pantalla plana y grande del Power Mac G5.
—Que empiece el espectáculo —murmuró.
Melodie se sentó en la silla de al lado, abrió la caja de plástico del primer CD de un montón y metió el disco en la disquetera. Después se acercó al teclado e introdujo una orden.
—Empezaremos por aquí —dijo, adoptando un tono profesional—. Esto es un trozo de la vértebra y de los tejidos blandos y cutáneos fosilizados de un tiranosáurio de grandes dimensiones, probablemente un
Tyrannosaurus rex,
a menos que se trate de un albertosaurio mucho mayor de lo normal. En todo caso, impresiona su buen estado de conservación.
Apareció una imagen en pantalla.
—Fíjese: es una marca de la piel. —Melodie hizo una pausa—. Aquí se ve más grande. ¿Ve estas líneas paralelas tan finas? Están a treinta aumentos.
Corvus sintió un escalofrío pasajero. Aquello era mucho mejor de lo que había imaginado, mucho mejor. Tenía la impresión de flotar en la silla.
—Es la huella de una pluma —consiguió decir.
—Exacto, la prueba de que el
Tyrannosaurus rex
tenía plumas.