Tiranosaurio (16 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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El golpe de talón hizo que Sierra saliese disparado y corriera con todas sus fuerzas mientras Sally soltaba un jipido.

A Knock, que siempre quería ser el primero, no le hizo falta que lo azuzasen para salir en su persecución. Segundos después los dos caballos iban a todo galope por el prado en un reñido cuerpo a cuerpo. Sally empezó a tomar la delantera, con el pelo al viento como una llama de oro. Al verla distanciarse, Tom tuvo que reconocer que era una jinete excepcional. Los caballos, lanzados por la hierba, llegaron al final del prado y se internaron en el frescor de la arboleda que rodeaba la fuente. Sally tiró de las riendas en el último momento, al igual que Tom. Los caballos clavaron los cascos en el suelo en una demostración de lo bien entrenados que estaban. Tom miró a Sally, montada en su caballo, con el pelo revuelto, la camisa blanca un poco abierta —se habían desabrochado un par de botones— y la cara encendida.

—¡Qué bien me lo he pasado!

Desmontó de un salto.

Estaban en un bosquecito de álamos, había un aro viejo para hacer fuego y un par de troncos para sentarse. Antiguamente los vaqueros «jenízaros», indios cristianizados, habían usado el claro como campamento: habían puesto mesas hechas con troncos desbastados de pino; también clavaron una caja de madera en un árbol, sujetaron un trozo roto de espejo entre dos ramas y colgaron una jofaina descascarillada de un clavo. La fuente estaba al pie del barranco. Era un estanque muy profundo, escondido detrás de una pantalla de sauces del desierto.

Tom desensilló los dos caballos, los llevó a beber a la fuente y los ató a una estaca para que pastaran. Cuando volvió, Sally ya había repartido la comida sobre una fina manta. En medio había una botella de vino tinto recién descorchada.

—¡Qué nivel! —dijo al verla—. Castello di Verrazzano reserva del noventa y siete. No está mal.

—Lo había escondido en las alforjas. Espero que no te moleste.

—Con tanto zarandeo, no sé yo si… —dijo Tom, fingiendo—. ¿Seguro que hacemos bien bebiendo vino con la comida? Está prohibido montar bajo los efectos del alcohol.

—Bueno —dijo Sally, imitando su acento gangoso—, pues tendremos que saltarnos la prohibición, ¿no? —Dio dos buenos mordiscos a su bocadillo y llenó de vino un vaso de plástico—. Toma.

Tom lo cogió, hizo girar el vino y bebió un poco, imitando a los expertos.

—Frutos del bosque, vainilla y notas de chocolate.

Sally se sirvió otro vaso y bebió un buen trago. Tom empezó a comer el bocadillo sin dejar de mirarla. La luz que se filtraba por las hojas estaba teñida de verde. Cada soplo de brisa se materializaba en un murmullo de los árboles. Cuando Tom acabó de comer, se tumbó en la manta que habían puesto sobre la hierba blanda. Veía los caballos a lo lejos, detrás de los álamos, pastando entre manchas de sol. De repente sintió una mano fresca en la sien; al girarse vio a Sally inclinada, con el pelo rubio como una cortina.

—¿Qué haces?

Sally sonrió.

—¿A ti qué te parece?

Le puso una mano en cada lado de la cara.

Tom intentó sentarse, pero las manos lo empujaron suavemente hacia la hierba.

—Eh… —dijo.

—¿«Eh» qué?

Una de las manos se metió bajo su camisa y le acarició el pecho. Sally se inclinó para tocar sus labios con los suyos. Su boca sabía a menta y vino. Se acercó un poco más, y descansó el peso de su melena en el torso de Tom.

Tom levantó las manos para tocarle el pelo, lo acarició y a continuación le puso la mano entre los músculos de la espalda y percibió su fuerza y movimiento. La empujó hacia abajo, y sintió su cuerpo esbelto deslizarse contra el suyo y el contacto de sus blandos pechos.

Permanecieron tumbados en la manta. Tom rodeaba los hombros de Sally con un brazo mientras contemplaba sus ojos, de un turquesa impresionante.

—¿A que no hay nada mucho mejor que esto? —dijo.

—No —murmuró ella—. Está tan bien que casi me da miedo.

7

Maddox subía tranquilamente por Canyon Road. Al girar por el Camino del Monte Sol, su mirada encontró un bosque de letreros tallados y escritos a mano, en una competición de cursilería artesanal, a ambos lados de la callejuela. Las aceras estaban llenas de turistas vestidos como para cruzar el Sahara: sombreros blandos para el sol, botellas de agua en la cintura y calzado de montaña. La mayoría estaban pálidos, con expresión perpleja, como larvas recién surgidas de la podredumbre que provoca la lluvia en las ciudades del Este. Maddox, que por un día se había decantado por vestirse de tejano rico, pensó que con su Resistol, sus botas y su corbata de vaquero, adornada con una turquesa del tamaño de una pelota de golf, daba bastante bien el pego.

La calle bordeaba una serie de casas antiguas de estilo victoriano, reconvertidas en talleres y galerías llenas de joyas y cerámica indias que hacían relucir los escaparates. Maddox miró su reloj. Las doce. Aún tenía que matar un poco el tiempo.

Siguió recorriendo los escaparates de las tiendas, asombrado de que en el mundo hubiera tanta plata, turquesas y cerámica, por no hablar de pinturas. Mientras miraba uno de tantos escaparates abarrotado de paisajes de cañones, coyotes aullándole a la luna e indios vestidos con mantas, tuvo la sensación de que, en el fondo, el arte era un timo, otra manera fácil de ganar dinero sin salirse de la legalidad. ¿Por qué había tardado tanto en ver las oportunidades? Había malgastado la mitad de su vida intentando forrarse por la vía difícil e ilegal, cuando los mejores timos, los más lucrativos, eran legales. Después de aquel encargo abandonaría cualquier negocio ilegítimo, reinvertiría una parte del dinero en Hard Time y, según cómo, hasta buscaría inversores. Podría ser el próximo millonario del sector de las nuevas tecnologías.

Le llamó la atención una galería donde exponían unas esculturas enormes de bronce y piedra. Parecía que tenían que ser caras. Solo trasladarlas ya debía de valer una fortuna. Cuando él entró se oyó el timbre de la puerta y apareció una chica joven con tacones altos que le sonrió efusivamente con sus labios embadurnados de carmín.

—¿Desea algo?

—Pues sí —dijo él, oyéndose hablar con voz gangosa—. Esta escultura de aquí… —señaló con la cabeza la más grande de la tienda, que representaba un grupo de indios a tamaño natural esculpidos en un solo bloque de piedra que no podía pesar menos de tres toneladas—, ¿podría decirme cuánto vale, si no es mucha molestia?

—Blessingway.
Esta sale a setenta y cinco. Maddox estuvo a punto de preguntar «¿Mil?», pero se contuvo. —¿Aceptan tarjetas de crédito? La chica no manifestó la menor sorpresa. —Solo tendríamos que verificar el límite de crédito. La mayoría de la gente no tiene un crédito tan alto. —Es que yo no soy la mayoría.

Otra sonrisa efusiva. Maddox se fijó en que tenía la blusa un poco desabrochada, se le veían las pecas del escote.

—Siempre que puedo compro con tarjeta. Así obtengo puntos en las compañías aéreas.

—Con esta compra se podría ir a la China —dijo ella.

—Prefiero Tailandia.

—Ahí también.

Maddox se fijó en ella. Era muy guapa. Tenía que serlo para trabajar en un sitio así. Tuvo curiosidad por saber si se sacaba alguna comisión.

—En fin… —Sonrió y guiñó un ojo—. ¿Y esa? ¿A cuánto sale? Señaló un bronce de un indio con un águila en la mano. —Soltando el águila. A diez.

—Acabo de comprarme un rancho en las afueras de la ciudad y tengo que decorarlo. Novecientos metros cuadrados solo la casa principal.

—Me lo imagino.

—Me llamo Maddox, Jim Maddox.

Le tendió la mano.

—Clarissa Provender.

—Encantado, Clarissa.

—El autor es Willy Atcitty, miembro registrado de la tribu navajo y uno de nuestros principales escultores nativos. La primera por la que ha preguntado está esculpida en un solo bloque de alabastro de los montes San Andrés, aquí en Nuevo México.

—Muy bonita. ¿Qué representa? —Un canto Blessingway de tres días. —¿Un qué?

—Los Blessingway son ceremonias tradicionales navajo que sirven para devolver el equilibrio y la armonía a la vida de una persona.

—No me vendría mal algo así.

Maddox estaba ya tan cerca de la joven que percibió el olor de la mascarilla que se había puesto por la mañana en su pelo negro y brillante.

—Ni a usted ni a nadie —dijo Clarissa Provender, risueña, mirándolo de soslayo con una luz picara en sus ojos marrones.

—Oye, Clarissa, seguro que siempre te preguntan lo mismo. Si te molesto me lo dices, pero ¿puedo invitarte a cenar?

Una sonrisa falsa.

—No me dejan salir con posibles clientes.

Maddox se lo tomó como un sí.

—Estaré en el Pink Adobe a las siete. Si coincidimos, me encantará invitarte a un martini y a un Steak Dunigan.

Viendo que Clarissa no decía que no, se animó. Señaló las esculturas con un gesto de la mano.

—Creo que me quedaré la de alabastro, pero antes tengo que tomar medidas para ver si cabe. Si no, me llevaré la otra.

—La información la tengo al fondo: dimensiones, pesos, condiciones de entrega…

Clarissa fue a buscarla. Maddox aprovechó para mirarle el trasero, enfundado en un vestidito negro. La joven volvió con un formulario, una tarjeta y un folleto sobre el artista, que le entregó con una sonrisa. Maddox vio que tenía un poco de pintalabios en el colmillo izquierdo. Se guardó la información en el bolsillo interior de la americana.

—¿Puedo llamar por teléfono? Solo es una llamadita local.

—Vale.

Clarissa lo acompañó a su mesa, al fondo de la galería, pidió línea y le tendió el auricular.

—No tardo nada. ¿Hola? ¿Doctor Broadbent?

La voz del otro lado dijo:

—No, soy Shane McBride, su socio.

—Acabo de venir a vivir a Santa Fe. He adquirido un rancho al sur de la ciudad y querría comprarme un caballo de rodeo. Es un caballo muy bonito, pinto, pero primero me gustaría que le hiciera un chequeo un veterinario. ¿El doctor Broadbent estaría disponible?

—¿Cuándo?

—Hoy o el sábado.

—Ahora mismo el doctor Broadbent no está, pero el lunes le iría bien.

—¿El sábado no?

—El sábado estoy yo de guardia. A ver… Tengo algún hueco. —Perdone, Shane, no es nada personal, pero es que me hanrecomendado mucho al doctor Broadbent y preferiría que lo hiciera él.

—Entonces tendrá que esperar hasta el lunes.

—Lo necesito para el sábado. Si lo que pasa es que es su día libre, estoy dispuesto a pagarle más.

—No, es que el sábado se va fuera de la ciudad. Lo siento. Ya le digo que yo estaría encantado.

—No se lo tome como nada personal, Shane, pero ya le digo que… —Maddox dejó languidecer su voz de decepción—. Bueno, de todos modos gracias. Ya llamaré el lunes para pedir hora.

Colgó y le guiñó el ojo a Clarissa, que se lo miraba con una expresión inescrutable.

—Nos vemos en el Pink, Clarissa.

Al principio ella no contestó. Luego se inclinó y dijo en voz baja, con otra sonrisa picara:

—Llevo cinco años dedicándome a esto, y se me da muy, pero que muy bien. ¿Sabe por qué?

—¿Por qué?

—Porque sé reconocer a un cuentista en cuanto entra por la puerta, y usted tiene un cuento que se lo pisa.

8

El helicóptero en el que viajaba el equipo forense tuvo que aterrizar casi a un kilómetro. El equipo no tuvo más remedio que subir a pie, por el fondo del cañón, cargado con el instrumental. Llegaron de un humor de perros, pero Calhoun, el jefe, que era un chistoso, calmó los ánimos a base de bromas, anécdotas, palmadas en la espalda y la promesa de cervezas frescas cuando hubieran terminado.

Calhoun se lo planteó como una prospección arqueológica: organización del terreno en cuadrícula, excavación por capas y documentación fotográfica de cada paso. Todos sus hombres cribaron la arena con un cedazo de un milímetro, y después la pasaron por un tanque de flotación para recuperar hasta el último pelo, hilo u objeto; un trabajo durísimo, en el que llevaban desde las ocho de la mañana. Ahora eran las tres, y la temperatura debía de rondar los treinta y ocho grados. El zumbido de las moscas, que habían llegado en masa, llenaba el espacio. Willer pensó que faltaba poco para el «vuelco», el momento en que se meten dentro de una bolsa los cadáveres en estado de putrefacción, lo ideal es que no se deshagan como un pollo demasiado hecho. En cinco días, con el calor del verano, a los cadáveres les pasan muchas cosas. Feininger, la patóloga de la policía, supervisó la operación de cerca. Parecía la única que no perdía la sangre fría ni la elegancia a pesar del calor. Tenía el pelo gris recogido con un pañuelo, y en su cara, con arrugas pero hermosa, no se veía ni tan siquiera una gota de sudor.

—Vosotros tres a la derecha, por favor —dijo, haciendo señas a los de la policía científica—. Ya sabéis lo que hay que hacer: deslizáis las manos por debajo, y cuando estéis seguros de tenerlo bien cogido lo hacéis rodar a la de tres y lo ponéis suavemente sobre la bolsa de plástico. ¿Todos lleváis la protección? ¿Habéis comprobado que no esté rota ni agujereada? —Miró a su alrededor. Su tono era irónico. Hasta era posible que se divirtiera un poco—. ¿Preparados? Este no es de los fáciles. Venga, vamos a hacerlo como Dios manda. A la de tres.

Gruñidos de los hombres poniéndose en su sitio. Hacía tiempo que Feininger había prohibido fumar a sus subordinados. En vez de cigarrillo, todos tenían Vicks VapoRub debajo de la nariz.

—¿Listos? Uno… dos… tres… ¡A rodar!

Los tres hombres empujaron el cadáver hacia la bolsa abierta con un solo movimiento de absoluta precisión. Willer vio que les había salido bien, no se había desprendido nada durante la operación.

—Muy bien, chicos.

Uno de los del equipo cerró la cremallera. Previamente habían colocado la bolsa sobre una camilla. Ahora solo tenían que levantarla y llevársela al helicóptero.

—La cabeza del animal ponedla en aquella —les indicó Feininger.

Obedientes, metieron la cabeza del burro en una bolsa de pruebas húmedas y cerraron la cremallera. Menos mal, pensó Willer, que habían accedido a dejar casi todo el burro, y se habían conformado con la cabeza. El animal tenía en la frente un agujero de bala de diez milímetros, fruto de un disparo a bocajarro. El proyectil había aparecido incrustado en la arenisca blanda de la pared del cañón. También habían descubierto el equipo del buscador muerto. Lo único que les faltaba era algún dato sobre su identidad, pero bueno, todo a su tiempo.

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