»Pero, claro, había que encontrar el dibujo. Como dejara mi espalda en manos de un idiota, acabaría con Godzilla o con la idea que se hiciera de un tiranosaurio el típico preso subnormal. Y yo quería uno de verdad. Quería precisión científica.
Una contracción muy fuerte de los músculos dorsales los abultó de manera grotesca, haciendo que la boca del tiranosaurio pareciera abrirse y cerrarse.
—Total, que escribí al principal experto del mundo en tiranosaurios. Lógicamente no me contestó. ¿Cómo quieres que un tío así se cartee con un asesino que cumple condena en Pelican Bay?
Sonrió con suavidad y volvió a contraer los músculos.
—Mira cuanto puedas, Sally. Nunca ha habido una representación tan exacta de un tiranosaurio, ni en libros ni en museos. Refleja todos los últimos descubrimientos científicos.
Sally tragó saliva, sin dejar de escuchar.
—Bueno, pues resulta que después de un año sin recibir ninguna respuesta, el experto en dinosaurios me escribió, y nos carteamos durante una buena temporada. Me enviaba las últimas investigaciones, hasta lo que aún no estaba publicado. También me mandó un dibujo hecho por él, que fue lo que le di a un tatuador experto de los de verdad. Durante el tiempo que tardó en darle forma al dinosaurio, cada vez que yo tenía alguna duda mi asesor de fuera de la cárcel me la solucionaba. Me dedicaba su tiempo, el tío. Se esmeraba por que el tiranosaurio fuera completamente fiel a la realidad.
Otra contracción.
—Acabamos siendo amigos o, mejor dicho, hermanos. ¿Sabes qué hizo al final?
Sally consiguió pronunciar: ¿Qué?
—Sacarme del trullo. Me habían echado de diez a veinte por homicidio con agravantes, pero él respondió por mí en la vista, y me dio dinero y trabajo. Por eso, cuando me pidió un favor, no se lo pude negar. ¿Sabes de qué favor te hablo?
—No.
—Conseguir el cuaderno.
Sally volvió a tragar saliva, luchando contra otro ataque de miedo. No le habría explicado todo aquello si no planeara matarla.
El secuestrador dejó de mover los músculos, se volvió y se puso la camisa.
—¿Entiendes ahora por qué me lo tomo tan a pecho? Tengo que hacer una llamada. Volveré.
Dio media vuelta y salió de la pequeña celda.
Cerca ya de Tucson, Tom hizo otra tentativa con el móvil y vio que por fin había cobertura. Miró su reloj. Las cinco y media. Había estado hablando con Dearborn más tiempo de lo que pensaba. Si quería coger el vuelo de las seis y media, tendría que darse prisa.
Marcó el número de casa para ver cómo estaba Sally. Sonó unas cuantas veces y saltó el contestador. «Hola, este es el teléfono de Tom y Sally. Tom está de viaje de negocios y a mí me ha salido un imprevisto en la ciudad, o sea que de momento no podemos atenderos. Si os perdéis alguna clase, perdonad. Os llamo en cuanto pueda. Dejad un mensaje. Gracias.»
Colgó al oír el pitido. No solo estaba sorprendido, sino preocupado. ¿Cómo que un imprevisto en la ciudad? ¿Por qué no se lo había dicho por teléfono? Aunque, quizá sí había llamado, porque en casa de Dearborn no había cobertura… Consultó las llamadas perdidas, pero no tenía ninguna.
Volvió a marcar el número de su casa, cada vez más inquieto, y se fijó en el mensaje. La voz de Sally no sonaba normal. Frenó en el arcén para volver a llamar, prestando la máxima atención al tono. Algo pasaba, algo muy grave. Se dio cuenta de que se le había disparado el pulso. Volvió a la interestatal con un chirrido de neumáticos. Mientras aceleraba llamó a la policía de Santa Fe y preguntó por el detective Willer. Después del mal rato de que le pasaran dos veces, reconoció una voz inexpresiva.
—Soy Tom Broadbent. —Dígame.
—Estoy fuera de la ciudad. Acabo de llamar a mi mujer, pero pasa algo raro. Debería estar en casa, pero no la encuentro, y el mensaje que ha dejado en el contestador no tiene sentido. Creo que la han obligado a grabarlo. Le ha pasado algo.
Willer tardó un poco en contestar.
—Voy ahora mismo a echar un vistazo —dijo.
—Le agradecería que usara todos sus recursos para encontrarla.
—¿Cree que la han secuestrado?
Tom vaciló.
—No lo sé.
Una pausa.
—¿Hay algo más que debamos saber?
—Todo lo que sé ya se lo he dicho. Ustedes vayan lo antes posible.
—Me encargaré personalmente. ¿Nos autoriza a echar la puerta abajo si está cerrada con llave? —Sí, claro. —¿Cuándo vuelve?
—Mi vuelo de Tucson aterriza a las siete y media.
—Déme su número, lo llamaré desde su casa.
Tom le dio el del móvil y colgó, abrumado por una sensación de impotencia y reproche. Había sido una estupidez dejar a Sally sola.
Pisó el pedal hasta el fondo y aceleró a más de ciento sesenta. No podía perder el avión por nada del mundo. Un cuarto de hora después sonó el teléfono. —¿Hablo con Tommy Broadbent? No era Willer.
—Mire, estoy esperando una llamada impor…
—Cállate y escucha, majo.
—¿Quién cono…?
—He dicho que te calles.
Una pausa.
—Tengo a tu mujercita, Sally. No le ha pasado nada, al menos de momento. Solo quiero el cuaderno. ¿Me entiendes? Contesta sí o no.
Tom apretó el teléfono como si quisiera romperlo.
—Sí —consiguió decir después de un rato.
—Cuando me des el cuaderno te devuelvo a Sally.
—Escúcheme, como le toque un…
—Es la última vez que te lo digo: cállate de una puta vez.
Tom oyó una respiración pesada en el auricular.
—¿Dónde estás? —dijo la voz.
—En Arizona.
—¿Cuándo vuelves?
—A las siete y media. Escúcheme…
—No, el que tiene que escucharme eres tú, y muy atentamente. ¿Te ves capaz? —Sí.
—Cuando aterrices, sube al coche y ve hacia Abiquiú. Cuando hayas cruzado el pueblo, coge la nacional 84 en dirección norte, como si fueras al embalse, y no pares por nada. Deberías llegar hacia las nueve. ¿Llevas el cuaderno?
—Sí.
—Bien. Quiero que lo metas en una bolsa hermética y que la llenes de porquería para que parezca basura. Tendrá que ser basura amarilla. ¿Me has entendido? Amarillo chillón. Da vueltas por la nacional 84 justo antes de la salida del embalse y de Ghost Ranch. Ve exactamente a cien por hora, con el móvil encendido. Aparte de algunos puntos muertos, hay bastante cobertura. Te llamaré para darte más instrucciones. ¿Me has entendido?
—Sí.
—¿En qué número de vuelo llegas? —Southwest Airlines 662.
—Vale, miraré la hora exacta de llegada y te esperaré en Ghost Ranch una hora y cuarenta y cinco minutos después. No pases por tu casa. No hagas nada que no sea coger el coche y conducir directamente hasta Abiquiú, ¿me entiendes? Luego te dedicas a dar vueltas entre el embalse y Ghost Ranch hasta que te llame. Ve todo el rato a cien.
—Bueno, pero como le haga daño…
—¿Daño, a Sally? Mientras cumplas a rajatabla todo lo que digo, estará muy bien cuidada. Ah, oye, Tom: nada de polis. Te diré por qué. Ningún secuestro ha salido bien con la poli de por medio. ¿Conoces la estadística? Siempre que alguien avisa a la pasma, el secuestro sale mal y la víctima suele acabar muerta. Como avises a la poli, la habremos cagado los dos. Ellos irán a la suya, pasando de ti y de lo que pueda preocuparte. Perderás el control, lo perderé yo, y Sally morirá. ¿Entiendes lo que te digo? Si llamas a la poli, el próximo beso que le des a tu mujer será para despedirte de ella en una camilla de acero inoxidable del depósito de cadáveres. ¿Está claro?
Silencio.
—¿Me he explicado bien?
—Sí.
—Me alegro. Los únicos que intervendremos seremos tú y yo, controlándolo todo de principio a fin. Yo me quedo el cuaderno, y tú a tu mujer. Control total. ¿Me entiendes?
—Sí.
—Tengo una radio que sintoniza las emisoras de la policía, y cuento con otras maneras de enterarme si llamas a la pasma. También tengo un socio.
Se cortó la llamada.
Tom casi no podía conducir ni ver la carretera. El teléfono volvió a sonar casi enseguida. Era Willer.
—¿Señor Broadbent? Estamos en su casa, en la sala de estar, y me temo que tenemos un problema.
Tom tragó saliva. Se había quedado sin voz.
—En la pared hay una bala. La policía científica vendrá ahora a sacarla.
Tom se dio cuenta de que estaba haciendo eses por la carretera con el pie clavado en el pedal, casi a ciento ochenta por hora. Frenó e hizo un esfuerzo enorme para concentrarse.
—¿Oiga? —dijo la voz lejana de Willer.
Tom recuperó la voz.
—Detective Willer, le agradezco que se haya tomado tantas molestias, pero ya está todo arreglado. Acabo de hablar con Sally y está bien.
—Ah ¿sí?
—Sí, ha tenido que irse a Albuquerque a cuidar a su madre, que está enferma.
—Pues tiene el jeep en el garaje.
—No, el jeep no funciona. Se ha ido en taxi.
—¿Y el F350?
—Solo es para transportar caballos. —Ya. ¿Y la bala…? Tom logró reírse con naturalidad. —¡Ah, sí, la bala! Es… es vieja. —A mí me parece reciente.
—Bueno, de hace un par de días. Se me disparó la pistola sin querer.
—¿De verdad?
El tono de Willer era frío.
—Sí.
—¿Podría decirme la marca y el calibre, si no le molesta?
—Un revólver Smith Wesson calibre treinta y ocho. —Un largo silencio—. Como le decía, detective, siento mucho haberlo molestado, pero ha sido una falsa alarma.
—También hay una mancha de sangre en la alfombra. ¿Es igual de vieja?
Esta vez a Tom no se le ocurrió qué contestar. Tuvo un ataque de náuseas. Como aquellos cabrones le hubieran hecho algo… —¿Mucha sangre?
—No, una manchita, pero aún está húmeda.
—No sé qué decirle, detective. Puede que… puede que se haya cortado alguien. Tragó saliva. —¿Quién? ¿Su mujer? —No sé qué decirle.
Escuchó el zumbido del auricular. Era necesario llegar a tiempo al aeropuerto y colaborar con el secuestrador. Nunca se perdonaría haber dejado sola a Sally.
—¿Señor Broadbent? ¿Le suena la expresión «causa razonable»?
—Sí.
—Pues es lo que hay aquí. Hemos entrado en su casa con su autorización. Hemos encontrado la causa razonable de la comisión de un delito, y ahora procederemos a investigarla. En estas circunstancias no necesitamos ninguna orden judicial.
Tom tragó saliva. Como el secuestrador tuviera la casa vigilada y la viera llena de policías…
—Bueno, pues que sea deprisa.
—¿Dice que su avión llega a las siete y media? —preguntó Willer. —Sí.
—Me gustaría verlos a usted y a su mujer esta noche, aunque tenga enferma a su madre. A las nueve en punto en la comisaría. Y vaya con el abogado que mencionó, tengo la corazonada de que lo necesitará.
—No puedo. A las nueve no. Es imposible. Además, mi mujer está en Albuquerque…
—No es ninguna propuesta, señor Broadbent. O se presentan a las nueve, o pido una orden de arresto. ¿Me explico?
Tom tragó saliva.
—Mi mujer no tiene nada que ver.
—Si no la trae, tendrá más problemas que hasta ahora. Y permítame que le diga que ya tiene bastantes. El teniente colgó.
Perdiz Creek
Medía seis metros de altura hasta la cruz, y quince de largo. Sus patas traseras, de más de tres metros de largo, contenían los músculos más poderosos que ha tenido vertebrado alguno en toda la historia de la evolución. Caminaba con la cola levantada, dando pasos de entre tres y cuatro metros. Cuando corría podía alcanzar una velocidad de cincuenta kilómetros por hora, pero más importantes que la velocidad eran la agilidad, la flexibilidad y unos reflejos raudos como el rayo. Tenía patas de más de un metro, armadas con cuatro garras en forma de cimitarra (tres delante y una especie de espuela trasera, como un dedo vestigial). Se desplazaba de puntillas. Un solo zarpazo bien dirigido de las patas traseras podía partir por la mitad a un dinosaurio pico de pato de treinta metros.
Sus mandíbulas, de casi un metro, contenían sesenta dientes. Los cuatro delanteros, en forma de incisivos, servían para arrancar la carne de los huesos. Los de matar estaban en los lados, formando una hilera mortal; algunos llegaban a los treinta centímetros, incluida la raíz, y tenían el grosor de un puño de niño. Por detrás su perfil era de sierra, a fin de que el tiranosaurio, después de dar un mordisco, pudiera retener a su presa mientras la despedazaba. Su mordedura era capaz de arrancar trescientos decímetros cúbicos de carne de una sola vez, cantidad equivalente a varios centenares de kilos. Gracias a un laberinto de orificios y canales, su cráneo poseía una fuerza y ligereza enormes, por no hablar de su gran flexibilidad. A la hora de morder, empleaba dos técnicas distintas: un mordisco con encaje de las mandíbulas, que cortaba la carne como si fuera una tijera, y una mordedura «de cascanueces», que partía las corazas y los huesos. Los finos soportes que estructuraban su paladar permitían que el cráneo se aplanase a lo ancho en el momento del mordisco, y que seguidamente se ensanchase para poder engullir grandes pedazos de carne.
Los músculos de su mandíbula se solapaban. Gracias a ello, la mordedura del tiranosaurio tenía una fuerza que se ha calculado en más de siete mil kilos por centímetro cuadrado, suficiente para cortar acero.
Tenía las patas delanteras cortas, más o menos como las de un hombre, pero muchísimo más fuertes. Estaban dotadas de dos garras curvas colocadas en un ángulo de noventa grados, para maximizar su capacidad de prensión y de corte. Las vértebras traseras, donde se unían las costillas, tenían el grosor de un bote de café para poder aguantar la barriga, cuya capacidad podía superar un cuarto de tonelada de carne recién ingerida.
Olía mal. Su boca contenía trocitos de carne podrida y de grasa rancia que se quedaban en unas grietas especiales de los dientes, haciendo aún más mortífera su mordedura. Aunque la víctima escapase del ataque inicial, lo más probable era que falleciese en poco tiempo a causa dé una grave infección o de una septicemia. Los huesos que expulsaba junto con las heces quedaban disueltos casi del todo por los potentes ácidos clorhídricos con los que digería la comida.
El cóndilo occipital del cuello tenía el tamaño de un pomelo y le permitía girar la cabeza casi ciento ochenta grados, es decir, que podía lanzar mordiscos en todas las direcciones. Sus ojos miraban hacia delante, como los del ser humano; gozaba, por lo tanto, de visión estereoscópica, además de un olfato y un oído finísimos. Sus presas favoritas eran los rebaños de dinosaurios pico de pato, que se desplazaban ruidosamente por los grandes bosques intercambiando reclamos estentóreos cuyo objetivo era mantener unido al grupo y a las crías cerca de sus madres. Pero la tiranosaurio era oportunista y no despreciaba ninguna carne.
Su principal método de caza era la emboscada: una aproximación prolongada y sigilosa, con el viento de cara, seguida por un breve y rápido ataque. Contaba con un buen camuflaje: tenía los colores del bosque, un dibujo intrincado de verdes y marrones.
Los ejemplares jóvenes cazaban en manada, pero cuando alcanzaban la madurez pasaban a cazar en solitario. No atacaba y luchaba hasta la muerte con sus presas, sino que caía sobre ellas y, mediante un solo y brutal mordisco, perforaba su coraza hasta llegar a los órganos vitales y las arterias. Cuando tenía presa a su víctima, como un gusano en un alfiler, levantaba una pata y la destrozaba de un zarpazo. A continuación la soltaba y se retiraba a una distancia prudencial, mientras el animal herido moría desangrado entre inútiles rugidos, pataleos y convulsiones.
Al igual que muchos depredadores, también era carroñero. Comía cualquier cosa mientras fuera carne. Clavarle el diente a restos pútridos y llenos de gusanos le procuraba la misma satisfacción que comerse entero un corazón que aún latía.