Tiranosaurio (25 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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La CI «dio verde» (es decir, superó) la primera tanda de pruebas, recibiendo una nota de 0,003. A continuación cruzó un cortafuegos y accedió a un subsistema del M455 en el que fue sometida a un potente análisis de Strutterlogic, el cual incrementó su nota hasta 0,56 y la transmitió al módulo principal de base de datos con «preguntas» adjuntas. La CI fue devuelta al módulo Strutterlogic con las «respuestas» a las «preguntas», y el módulo, basándose en aquellas, elevó la nota de la CI hasta 1,20.

Los CI con nota por encima de 1 eran remitidos a un oyente humano.

Eran las 11:22.06.31

Rick Muzinsky había empezado a vivir a través de los demás desde pequeño, cuando se pasaba horas y horas en la puerta del dormitorio de sus padres escuchando cuanto hacían con una fascinación enfermiza. Rick, hijo de un miembro del cuerpo diplomático, había vivido en todo el mundo, de resultas de lo cual dominaba tres idiomas además del inglés. Su infancia había sido la de un mero espectador, un niño sin amigos y sin un hogar digno de ese nombre. Era un ser humano que vivía por delegación, y que había encontrado una manera de sacarle provecho a esa característica trabajando para la Homeland Security, donde le pagaban estupendamente. En total trabajaba cuatro horas al día en un entorno donde no había jefes tontos, colegas subnormales, ayudantes incompetentes ni secretarias deficientes. No tenía que charlar con nadie delante de la máquina de café ni de la fotocopiadora. Podía distribuir sus cuatro horas a lo largo de las veinticuatro del día a su albedrío. Pero lo mejor de todo era que trabajaba solo. Es más, se lo exigían. No le estaba permitido hablar con nadie de su trabajo, absolutamente con nadie; es decir, que si le ha cían la típica e inevitable y detestable pregunta de «¿Tú a qué te dedicas?», podía contestar lo que le apeteciera menos la verdad.

A algunos les habría parecido mortalmente aburrido escuchar una CI tras otra, la mayoría eran conversaciones necias entre idiotas, llenas de amenazas sin sustancia, peroratas psicológicas, exabruptos políticos, opiniones absurdas e ilusiones infundadas —desvaríos, en suma, de algunas de las personas más lerdas e infelices de las que Muzinsky tenía noticia—, pero a él le encantaba.

De vez en cuando surgía una conversación que parecía diferente. La mayoría de las veces era difícil decir por qué; tal vez por cierta seriedad, por cierta
gravitas
en las intervenciones; tal vez por la sensación de que detrás de lo dicho se escondía algo no dicho. Si esa sensación persistía después de varias escuchas, Muzinsky consultaba la información adjunta para ver quiénes eran los interlocutores. Solía ser muy revelador.

Muzinsky no participaba en el seguimiento de las CI identificadas por él como posibles amenazas. Su papel se limitaba a transmitirlas a un organismo capaz de analizarlas a fondo. A veces era el propio ordenador el que le daba el nombre del organismo más indicado, ya que parecía existir cierta vinculación entre determinados organismos y determinadas alusiones crípticas. De todos modos, Muzinsky solo dejaba pasar aproximadamente una CI por cada dos o tres mil conversaciones escuchadas. La mayoría iban a parar a alguno de los muchos departamentos de la NSA o la Homeland Security. Otras iban al Pentágono, al Departamento de Estado, al FBI, a la CÍA, al ATF, al INS y a una larga lista de acrónimos cuya existencia misma, en algunos casos, era materia secreta. Muzinsky no podía equivocarse, ni tardar demasiado en elegir el organismo indicado para cada CI. No se podía permitir que una CI rebotara de un lugar a otro en busca de su sitio. Era lo que había desembocado en el 11S. Ahora los organismos receptores estaban preparados para saber qué hacer con la información secreta que se les facilitaba (si era necesario, a los pocos minutos de su recepción). Otra enseñanza del 11S.

Pero en esa fase del proceso, Muzlnsky ya no tenía nada que ver. Cuando una CI salía de su cubículo, no volvía más.

Sentado ante su terminal con la puerta del cubículo cerrada con llave y los auriculares puestos, pulsó el botón de Ready, señal de que estaba listo para recibir la siguiente CI. El ordenador nunca le enviaba ninguna información preliminar, ningún historial que pudiera crearle prejuicios sobre lo que estaba a punto de escuchar. El primer paso siempre era la CI al desnudo.

Todo a punto. Primero un poco de estática. Luego el teléfono sonando, alguien que contestaba, un golpe, la respiración del que llamaba, y finalmente la conversación.

—¿Melodie? ¿Cómo va la investigación?

—Muy bien, doctor Corvus.»

8

Maddox paró en el arcén, justo antes de la pista de tierra del Servicio Forestal que llevaba a Perdiz Creek. Habían aparecido dos faros por detrás, y antes de girar quería asegurarse de que no fueran los de Broadbent. Apagó el motor y las luces, y esperó a que el vehículo pasara.

Un camión se acercó a toda pastilla, frenó ligeramente y pasó de largo. Maddox dejó escapar un suspiró de alivio. Era un Dodge medio escacharrado. Arrancó para meterse por la pista y, tras cruzar traqueteando la reja para el ganado, siguió por los baches, súbitamente animado. Bajó las ventanillas para que entrara el aire. Era una noche tibia y fragante, las estrellas titilaban sobre el borde oscuro de las mesas. Su plan había funcionado a la perfección: tenía el cuaderno. Ya nada podría detenerlo. Durante algunos días, después de que Broadbent denunciara el secuestro de su mujer, la zona estaría sujeta a cierto ajetreo policial, pero Maddox estaría sano y salvo en Perdiz Creek, escribiendo su novela. Cuando fueran a hacerle preguntas, no encontrarían nada… ni el cadáver ni nada de nada. De hecho, el cadáver no lo encontrarían nunca. Ya había localizado el lugar idóneo para arrojarlo: un conducto inundado de una de las minas superiores. Los puntales de madera que aguantaban el techo que cubría la boca estaban completamente podridos. Cuando hubiera tirado el cadáver, pondría un poco de explosivo para tratar de hundir el techo, y adiós muy buenas. Desaparecida para siempre, como Jimmy Hoffa.
[4]

Miró su reloj: las diez menos veinte. Dentro de media hora estaría en Perdiz Creek. Tenía buenas razones para querer llegar.

Por la mañana llamaría a Corvus desde una cabina para darle la buena noticia. Miró su teléfono móvil, tentado de hacerlo enseguida… Pero no, no era el momento de equivocarse ni de correr riesgos.

Aceleró por los baches de la pista de tierra que subía por las colinas. En diez minutos llegó a la zona donde el bosque de pinos piñoneros daba paso a otros pinos más altos de la especie ponderosa, siluetas oscuras zarandeadas por el viento de la noche.

Por fin llegó a la fea tela metálica que rodeaba la finca. Salió, abrió con llave, metió el coche por la verja y volvió a cerrarla. Solo faltaban algunos centenares de metros para la casa. La luna aún no había salido. La vieja cabaña era una forma negra recortada sobre las estrellas. Maddox se dijo, con un escalofrío, que la próxima vez dejaría encendida la luz del porche.

Pensó en la mujer que lo esperaba en la oscuridad de la mina, y sintió un hormigueo en las entrañas.

9

A Sally le dolían las piernas de estar de pie en la misma postura, sin poder moverse, con los tobillos y las muñecas irritadas por el acero frío. La corriente de aire gélido que soplaba desde el fondo de la mina la estaba calando hasta los huesos. La luz tenue e inestable del farol de queroseno se eclipsaba a ratos, provocando en ella un miedo irracional a que se apagase. Pero lo peor era el silencio, solo interrumpido por el goteo monótono del agua. Sally no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, ni de si era de noche o de día.

De repente se puso tensa. Acababa de oír que abrían la reja metálica de la boca de la mina. Era él, que entraba. Oyó el ruido de la reja volviendo a su sitio, seguido por el del candado de la cadena. Luego oyó sus pasos, cada vez más próximos. Segundos después de que la luz de una linterna parpadeara en los barrotes, apareció él, quitó las barras del marco de la puerta con una llave de tubo y las tiró al suelo. Acto seguido se guardó la linterna en el bolsillo de atrás y penetró en la pequeña celda de piedra.

Sally, colgada de las cadenas, con los ojos entornados, gimió suavemente.

—Hola, Sally.

Otro gemido. Por la rendija de sus párpados vio que estaba desabrochándose la camisa con una sonrisa de oreja a oreja. —Ánimo —dijo él—. Ahora nos divertiremos.

Sally le oyó tirar la camisa al suelo. Después reconoció el tintineo del cinturón.

—No… —gimió sin fuerzas.

—Sí. Claro que sí. Se acabó el esperar, nena. Es ahora o nunca.

Oyó el resbalar de los pantalones por las piernas. A continuación otro ruido de tela, el de los calzoncillos al caer.

Levantó la cabeza, exánime y con los párpados casi cerrados. Lo tenía delante, desnudo, priápico, con una llavecita en una mano y una pistola en la otra. Volvió a gemir con la cabeza contra el pecho.

—No, por favor…

Su cuerpo se derrumbó, exánime, flojo, completamente indefenso.

—Sí,
por favor, eso es lo que quieres decir.

Se acercó para cogerle la muñeca izquierda e introducir la llave en las esposas, a la vez que aproximaba la cara a su cabeza para rozarle el pelo con la nariz. Sally oía su respiración. Él le rozó el cuello con los labios, rascándole la mejilla con el mentón sin afeitar. Sally sabía que estaba a punto de soltarle la mano derecha. Después se apartaría y le ordenaría que abriera el resto. Era su método.

Esperó sin tensar un solo músculo, hasta que oyó el clic de la llave girando dentro de la cerradura y notó que la pulsera de acero se separaba de su muñeca. Entonces, con todas las fuerzas que le quedaban, lanzó la mano izquierda en dirección a la pistola. El movimiento, ensayado mil veces mentalmente, lo pilló desprevenido. La pistola salió volando. Sin perder un segundo, Sally movió el brazo en sentido contrario y le arañó la cara con las uñas —afiladas en la piedra durante una hora—, no le alcanzó en los ojos pero se las clavó profundamente en la carne.

Él retrocedió con un grito inarticulado, se protegió la cara con las manos y la linterna chocó contra el suelo de la mina.

La mano de Sally encontró enseguida las esposas abiertas. ¡Aleluya! La llave aún estaba dentro, medio girada. La sacó y se soltó el pie justo a tiempo para darle una patada en la barriga cuando él se levantaba. Acto seguido se soltó el otro pie y la mano derecha.

¡¡Libre!!

Él estaba de rodillas, tosiendo, su brazo extendido aferraba ya la pistola caída.

Con otro movimiento ensayado mentalmente infinidad de veces durante las últimas horas, Sally dio un salto hacia la mesa, cogió con una mano la caja de cerillas y con la otra tiró al suelo el farol de queroseno, que al romperse dejó la cueva a oscuras. Al segundo siguiente se echó al suelo, justo cuando él disparaba en su dirección. La detonación reverberó con fuerza en las paredes de la celda.

Tras el disparo, un grito de rabia:

—¡Zorra!

Sally se puso en cuclillas y cruzó la oscuridad en dirección a donde recordaba que se hallaba la puerta. Sabía que no podría salir de la mina por el túnel exterior porque le había oído a él cerrarlo. Su única esperanza era adentrarse en la mina y buscar otra salida, o un escondrijo.

—¡Te mataré!

Al grito gutural siguió un disparo a ciegas. El fogonazo del cañón grabó en la retina de Sally la imagen de un hombre desnudo con una pistola en la mano, un hombre que se retorcía como un loco furioso, con el cuerpo convulso, envuelto en el grotesco tatuaje de un tiranosaurio.

El fogonazo le había permitido ver el camino a la puerta. La cruzó sin ver nada y se arrastró a tientas por el túnel lo más deprisa que se atrevió. Al cabo de un momento se arriesgó a encender una cerilla. Tenía delante la bifurcación. Tiró rápidamente la cerilla al suelo y se metió por el otro ramal, rezando por que la llevara a algún lugar seguro en las profundidades de la mina.

10

Iain Corvus, que esperaba en un taxi delante del museo, vio el cuerpo delgado e infantil de Melodie bajando por la rampa desde la salida de seguridad. Miró su reloj: medianoche. Se lo había tomado con calma. La menuda silueta de Melodie giró a la izquierda por Central Park West, hacia la parte alta de la ciudad… sin duda volvía a algún miserable estudio de Upper West Side, junto a las vías del tren.

Corvus volvió a reprocharse su estupidez. La magnitud de su error se había hecho patente desde el principio de la conversación telefónica de aquella tarde. Le había puesto uno de los descubrimientos científicos más importantes de todos los tiempos en bandeja a Melodie, y ella lo había cogido al vuelo. Naturalmente, el primer nombre del artículo sería el de Corvus, por ser el más acreditado de los dos autores, pero la que se llevaría casi todo el mérito sería ella. Nadie se engañaría. Melodie nublaría la gloria de Corvus y, en el peor de los casos, la eclipsaría.

Por suerte el problema tenía fácil solución. Corvus se felicitó por haber tenido la idea antes de que fuera demasiado tarde.

Esperó a que Melodie se hubiera fundido con la oscuridad de Central Park West para tirarle un billete de cincuenta al taxista y bajar. Sin perder ni un segundo, cruzó la calle y la entrada de seguridad, saludó con la cabeza a los vigilantes, enseñó la tarjeta de cualquier manera, y diez minutos después estaba en el laboratorio de mineralogía, concretamente frente al armario de especímenes de Melodie. Lo abrió con la llave maestra, y cuál no fue su alivio al ver un montón de CDROM, disquetes y las láminas del espécimen bien ordenadas. Le sorprendió lo mucho que Melodie había trabajado en solo cinco días. Otro científico menos capacitado habría tardado un año en obtener toda esa información del espécimen, si es que lo conseguía.

Cogió los CD, cada uno de ellos estaba etiquetado y clasificado. En ese caso, más que en ningún otro, lo que contaba era tener los discos y los especímenes. Sin ellos Melodie carecería de base para presentarse como la autora de la investigación. El mérito recaería legítimamente en Corvus, que a fin de cuentas era quien se lo jugaba todo —incluida su libertad— al pedir el fósil del tiranosaurio para el museo. Era él quien se lo había quitado de las manos a un traficante del mercado negro, y quien le había puesto la oportunidad en bandeja a Melodie. Si él no se hubiera arriesgado, Melodie seguiría con las manos vacías.

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