Tiranosaurio (26 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Tendría que resignarse a que fuera él quien llevara el control de la investigación. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Pelearse con él? Sería condenarse a no ser contratada por ninguna universidad. No se trataba de un robo, sino de corregir los parámetros del mérito y dar al César lo que era del César.

Corvus guardó el material con gran cuidado dentro de su maletín y encendió el ordenador para consultar los archivos de Melodie, registrándose en la cuenta de administrador del sistema. Nada. Le había hecho caso y lo había borrado todo. Se volvió, dispuesto a marcharse pero de repente se le ocurrió una idea. Debía consultar el diario. Para usar un equipo tan caro como el de aquel laboratorio había que anotar las horas de inicio y final de sesión, junto con la finalidad de esta última. Se preguntó si Melodie había cumplido el requisito y cómo. Volvió a la sala de microscopía electrónica de barrido y abrió el diario para echarle un vistazo. Para su alivio, Melodie había hecho exactamente lo que había que hacer: registrarse con su nombre y apuntar las horas, pero dando respuestas falsas en la casilla «finalidad», cumplimentada con una miscelánea de encargos de otros conservadores.

Magnífico.

Añadió algunas entradas a su nombre, con una letra clara e inclinada. En el apartado «Espécimen» puso «Mesas altas / Desierto del río Chama,
Tyrannosaurus rex».
Tras pensárselo un poco, puso en «Comentarios»: «Tercer examen de fragmentos vertebrales muy notables de
Tyrannosaurus rex.
¡Fabuloso! Esto hará historia». Firmó y anotó la fecha y la hora. Después retrocedió algunas páginas, encontró varias líneas en blanco al pie y añadió dos entradas similares con fechas y horas apropiadas. Hizo lo mismo con otros diarios de instrumentos de alta tecnología.

Estaba en la puerta de la sala de microscopía electrónica de barrido, a punto de salir, cuando sintió el impulso de ver el espécimen. Abrió el maletín para sacar la caja de las láminas y coger una. La giró lentamente, dejando que la superficie pulida con oro de veinticuatro quilates captara los reflejos de la luz. Después encendió el aparato y, mientras se calentaba, introdujo uno de los trozos de espécimen en la cámara de vacío de la base del visor. En pocos minutos apareció ante sus ojos una micrografía de electrones del tejido esponjoso del dinosaurio, con las células y los núcleos claramente visibles. Se quedó estupefacto. Una vez más, no tuvo más remedio que admirar la pericia de Melodie. Las imágenes eran muy nítidas, rozaban la perfección. Al subir los aumentos a dos mil, una sola célula ocupó toda la pantalla. Vio que contenía una de las partículas negras, las que Melodie había bautizado como «partículas Venus». ¿Qué demontre serían? Bien mirado, tenían una apariencia bastante ridícula: una esfera con un brazo tubular rudimentario que sobresalía en un lado como una cruz. Lo que lo sorprendió fue su magnífico estado de conservación, no tenía los agujeros y las grietas, propios del deterioro, que cabría esperar. La partícula había capeado bien los últimos sesenta y cinco millones de años.

Sacudió la cabeza. Él era paleontólogo especialista en vertebrados, no microbiólogo. La partícula era interesante, pero no pasaba de ser un simple apéndice del principal atractivo, el dinosaurio en sí; un dinosaurio que había muerto víctima ni más ni menos que del impacto del asteroide Chicxulub. Electrizado por la idea, hizo un esfuerzo de moderación. Aún faltaba mucho para que el fósil estuviera sano y salvo en el museo. La prioridad número uno era conseguir el maldito cuaderno, so pena de pasarse la vida caminando sin rumbo por las mesas y los cañones. Retiró el espécimen de la bandeja con un escalofrío interno y apagó la máquina. Después guardó los CD y los especímenes en su maletín y dio una última vuelta por el laboratorio para comprobar que no quedara ningún rastro. Se puso la americana y salió del laboratorio, apagando las luces y cerrando la puerta con llave.

Frente a él se extendía el pasillo del sótano, con su pobre hilera de bombillas de cuarenta vatios y sus tuberías de agua húmedas. Un sitio horrible para trabajar. Le extrañó que Melodie pudiera soportarlo. Hasta los conservadores adjuntos tenían ventanas en sus despachos del cuarto piso.

Se paró justo antes de la primera esquina con un hormigueo en la nuca, como si lo observaran, pero se volvió y no vio a nadie. Se recriminó ser tan asustadizo como Melodie.

Las puertas de los demás laboratorios estaban cerradas con llave. Cuando llegó al otro lado de la esquina vaciló. Estaba seguro de haber oído el suave roce de un zapato en el cemento. Esperó para ver si oía otro paso, o si aparecía alguien por donde había venido él, pero no pasó nada. Soltó una palabrota entre dientes. Probablemente se trataba de un vigilante que hacía su ronda.

Con el maletín bien sujeto, avanzó a grandes zancadas hasta que llegó a la doble puerta de entrada del gran almacén de huesos de dinosaurio. Se detuvo. Esta vez sí había oído algo.

—¿Eres tú, Melodie?

El eco de su voz en el pasillo sonó muy poco natural.

No hubo respuesta.

Empezó a mosquearse. No sería el primer doctorando o conservador visitante a quien pillaban ¡n fraganti intentando robar datos de localización. Incluso era posible que buscaran los suyos. Podía ser una persona que estuviera al corriente de la existencia del tiranosaurio. Tampoco había que descartar que Melodie se lo hubiera contado a alguien. De repente Corvus se alegró de haber tenido la prudencia de llevarse los especímenes y la información.

Esperó, aguzando los oídos.

—Oiga, no sé quién es, pero no consiento que me siga —dijo con dureza.

Dio un paso con la intención de volver atrás, girar la esquina y plantar cara a su perseguidor, pero le faltó el valor. Se dio cuenta de que tenía miedo.

La situación era sumamente ridícula. Miró a su alrededor, vio el brillo de las puertas metálicas del almacén de huesos, se acercó a ellas y deslizó con sigilo su tarjeta por el lector magnético. El piloto de seguridad pasó de rojo a verde y la puerta se abrió con un clic casi inaudible. La empujó y, al volver a cerrarla, oyó que el pestillo electrónico de seguridad volvía a su posición anterior.

La puerta tenía una ventanita de cristal blindado por donde se veía el pasillo. Ahora podría identificar a su perseguidor, y fuera quien fuese, elevaría una queja contundente. Eran intrigas que no se podían permitir.

Al cabo de un minuto, la ventana se oscureció de golpe. Había aparecido una cara de perfil, que bruscamente se giró y miró por el cristal.

Corvus se pegó un susto. Corrió a esconderse en la oscuridad del almacén, pero estaba seguro de que el hombre lo había visto. Atrincherado en una oscuridad total, observó la cara del hombre. Estaba iluminada por detrás, parcialmente en sombras, pero se formó una idea general de los rasgos: pómulos marcados, piel tersa, una mata de pelo azabache, una nariz pequeña y perfectamente formada y unos labios que parecían dos rollitos de arcilla. No consiguió verle lo ojos. Eran dos manchas oscuras debajo de la frente. No le sonaba de nada. Doctorando no era, ni tampoco empleado del museo. Si se trataba de un paleontólogo visitante, debía de tener muy poco prestigio para que Corvus no lo conociera, porque era un campo pequeño.

Le costaba respirar. Por alguna razón, la calma absoluta de la expresión del desconocido le ponía los pelos de punta. También sus labios grises, como de muerto. El hombre seguía en la ventana, inmóvil. De repente se oyó un ruido de fricción seguido por un ligero clic. El pomo interior de la puerta giró suavemente un cuarto de circunferencia, antes de regresar a su posición inicial.

Corvus no daba crédito: el muy cabrón pretendía entrar. Pues lo tenía negro. Al depósito de dinosaurios, que contenía especímenes por valor de millones de dólares, solo tenían acceso media docena de personas, y entre ellas no figuraba aquel personaje. Corváis sabía que la puerta se componía de dos planchas de acero inoxidable de más de medio centímetro de grosor y un núcleo de titanio que rodeaba una cerradura prácticamente imposible de forzar.

Otro ruido de fricción y dos clics sucesivos. El piloto de seguridad interior de la puerta seguía en rojo. No le extrañó. Casi tenía ganas de burlarse con una carcajada, pero la tenacidad de aquel tipejo le producía una mezcla de sorpresa y alarma. ¿Qué diantres quería?

De repente se acordó del teléfono que había al fondo del almacén, cerca de las mesas de estudio, y decidió llamar a seguridad para que detuvieran a aquel desgraciado. Se volvió, pero estaba todo tan oscuro, la sala era tan grande y había tantos anaqueles y dinosaurios exentos, que comprendió que la única manera de ir al fondo era encender las luces. Pero entonces el hombre se iría corriendo… Sacó el móvil de la americana. No, claro, a tanta profundidad no había cobertura. El desconocido seguía jugando con el pomo, haciendo clics y ruidos diversos. Era increíble.

Más ruiditos, un che más seco… y Corvus se quedó literalmente de piedra.

El piloto de seguridad de la puerta acababa de ponerse en verde.

11

Después de adelantar al coche del secuestrador, que había abandonado la carretera con los faros apagados, Tom condujo hasta que estuvo fuera de su campo de visión y paró en el arcén. Por detrás, la carretera seguía oscura. Evidentemente, el secuestrador se había metido por una de las muchas pistas forestales que subían hacia los montes Canjilón.

Dio media vuelta y regresó por donde había venido. En pocos minutos encontró el punto donde el secuestrador había abandonado la carretera; había dejado huellas muy claras en la arena. Al lado había una pista forestal. Vio que las huellas se alejaban por ella.

Avanzó despacio, sin encender los faros del Dodge. La pista ascendía por las estribaciones de los Canjilón, encima de la Mesa de los Viejos. A partir de cierta altura, los pinos piñoneros y los enebros iban dejando paso a un oscuro bosque de pinos ponderosa. Tom resistió el impulso de encender los faros y pisar el acelerador. Su única baza era la sorpresa, y su corazón le decía que Sally aún estaba viva. No podía estar muerta.

La pista trepaba sinuosamente por una cuesta muy abrupta, densamente tapizada de pinos ponderosa. Bordeaba un precipicio donde los árboles se abrían a un amplio panorama de las mesas, dominado por la gran silueta negra de la Mesa de los Viejos. La pista volvió a adentrarse en un bosque frondoso y poco después, en la oscuridad, distinguió una valla de tela metálica, tan nueva que brillaba, con una doble verja que cerraba el paso. En un cartel descolorido y castigado por la intemperie ponía:

CAMPAMENTO DEL CCC

PERDIZ CREEK

En la valla había otro cartel, pero nuevo:

Propiedad privada

Prohibido el paso

Los infractores recibirán el castigo

establecido por la ley

Era algún tipo de isla privada en el parque forestal. Tom salió de la pista y apagó el motor. Aprovechó ese momento para sacar la pistola del hueco de la puerta. Era un revólver J. C. Higgins 88 muy usado, de calibre veintidós. Una auténtica mierda. Miró el cilindro: nueve cámaras, todas vacías.

Sacó del mismo sitio un fajo de mapas viejos y una jarra vacía de Jim Beam. Palpó el fondo y vio que no había munición. Abrió la guantera y rebuscó entre nuevos mapas y botellas vacías, hasta que encontró una sola bala abollada en el fondo. La introdujo en el cilindro y se metió la pistola en el cinturón. También cogió una linterna que había en la guantera. Registró el resto de la camioneta en busca de munición, pero no encontró nada, ni debajo de los asientos ni detrás de los mapas.

Bajó del vehículo. Solo se oía el susurro de la brisa nocturna entre los árboles y el ulular de un búho. La verja estaba cerrada con candado. La pista se perdía entre los árboles al otro lado de una curva. Se adivinaba una luz en la distancia.

Una cabaña.

Escaló la valla, bajó por el otro lado y corrió sin hacer ruido por la pista.

12

Sally se arrastraba por la oscuridad del túnel, se detuvo un momento a escuchar y oyó los pasos y las maldiciones del secuestrador; evidentemente buscaba la linterna.

Clavó su mirada en la oscuridad. ¿Hacia dónde se dirigía? Palpó las cerillas, pero no se atrevió a encender ninguna porque comprendió que solo serviría para dibujar nítidamente su silueta y convertirla en blanco fácil. Siguió avanzando a gatas, procurando hacer el menor ruido posible. Sonaron más tiros, pero disparaba a tontas y a locas, esparciendo balas en la oscuridad. Sally avanzaba a tientas, lo más rápido que podía, arañándose las rodillas con el duro suelo de roca. Pocos minutos después su mano palpó algo frío, sin duda se trataba de un trozo de madera podrida y pegajosa que se movió. Su olfato le indicó la presencia de un chorro de aire frío y húmedo que venía de más abajo. Se echó de bruces, y al pasar la mano por la barandilla encontró un canto afilado de piedra. Avanzó muy despacio, tanteando hacia abajo. Estaba húmedo, resbaladizo. Solo podía tratarse de la pared vertical de un conducto.

Volvió a avanzar a gatas, tanteando la barandilla con la esperanza de que hubiera una manera de rodearlo.

De repente una voz.

—¡No puedes salir, zorra! La reja está cerrada, y la llave la tengo yo. —Hizo una pausa, procurando serenarse—. Oye, no voy a hacerte nada. Olvídate de lo de antes y seamos sensatos. ¿Te parece que hablemos?

Sally llegó a la pared del túnel. El agujero parecía extenderse de una punta a la otra, cerrándole el paso. Se quedó quieta, con el corazón como un timbal.

—Oye, perdona por lo de antes. Me he dejado llevar.

Aún le oía buscar la linterna por el suelo. Quizá no se hubiera roto. Había que encontrar lo antes posible un modo de bajar por el conducto.

Tanteó la barandilla en sentido contrario y encontró un hueco. ¿Sería una escalera? Volvió a ponerse boca abajo para asomarse al borde del agujero y palpar la piedra húmeda.

Antes de empezar a bajar tenía que verla. Tenía que arriesgarse a encender una cerilla.

—¡Eh, oye, sé que estás aquí! Ten un poco de cabeza, te prometo que te soltaré.

Sally cogió la caja de cerillas, la abrió y sacó una. Luego metió los brazos por el agujero y encendió la cerilla por debajo del borde del conducto. El aire que subía hizo temblar la llama, que se puso azul, pero la luz bastó para que Sally viera una escalera de madera medio podrida que se perdía en un pozo negro, sin fondo visible. Muchos peldaños estaban rotos o cubiertos de podredumbre y hongos blancos. Bajar era un suicidio.

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